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A

l mediodía del día siguiente, tres grandes cazabombarderos hendieron el cielo con su atronar. Más tarde, aquella formación cruzó el cielo durante horas, alta e inaudible.

Él había rodeado la isla en la oscuridad, izado la vela desgastada, navegando luego para distanciarse. Tenía el mapa de Tseng. Los sedales estaban todavía en la balsa con sus anzuelos. Al rifle no le quedaban cartuchos en el cargador, pero la bayoneta haría bien las veces de un arpón.

Al amanecer, picó un pequeño atún. Se escapó cuando lo recogía. Confiaba en que habría más ahora que los Pululantes estaban yendo a tierra y no los capturaban.

Pescó un pez pequeño al mediodía y otro al filo de la puesta del sol. Durmió la mayor parte del día, bajo el disco frío y tibio del sol. El oleaje y las astillas rotas le hacían difícil el estar tendido de espaldas.

Por la noche, se produjo un repentino resplandor anaranjado que se reflejó, distante, en las nubes próximas al horizonte. Luego se redujo a un destello al ir apagándose el color hasta extinguirse por completo. Más tarde, resonó un estampido ensordecedor. Hubo más explosiones de luz, atenuadas.

En lo alto, gran cantidad de ascuas plateadas surcaron suavemente el firmamento. Una por una se desvanecieron para convertirse en luminosas chispas amarillas o de un azul intenso. Eran satélites logísticos. Desaparecieron poco después.

Despertó al amanecer y escrutó el cielo para hallar la fina hebra plateada que ascendía hasta la oscura bóveda superior.

Ahora se curvaba sobre sí misma. Warren bajó la mirada hacia el alba, protegiéndose los ojos, y encontró otra pálida raya mucho más abajo, donde no debía haber nada.

El Gancho del Cielo estaba roto. Parte de él apuntaba hacia arriba mientras que la otra caía. Alguien lo había partido en dos.

Durante largo rato contempló el descenso de la tenue banda. Finalmente, lo perdió en la luminosidad al alzarse el sol. Había hombres y mujeres, ingenieros que trabajaban en el extremo inferior del Gancho del Cielo. Y trató de imaginar lo que era caer sin esperanza desde tan lejos y durante tanto tiempo, para arder a continuación en el aire cual una estrella fugaz.

Se le había hinchado la rodilla y no podía estar de pie, por lo que se tendió a la sombra de la vela. En la herida del cuello sentía palpitaciones y se había formado la costra azul de una postilla.

No la tocó.

Le entró fiebre y sudó, delirando. Vio a su mujer que caminaba hacia él por las olas encrespadas, la llamó con la lengua pastosa. Después se halló en la laguna, flotando perezosamente, contemplando la cascada de los rayos de sol que retozaban sobre él mientras en su oído resonaba el rrrrrrr de un motor.

No había nada que temer, barruntó. Pasar un rato nadando así en las aguas brillantes, después un poco de descanso y una bebida fría, con cubitos de hielo, y comida. Crujientes tostadas, untadas de mantequilla, y un filete bien veteado de grasa, luego picadillo de carne de vaca en lata con patatas bien doradas, y té helado, mucho té, jarras enteras para beberlo a la sombra.

Más tarde dejó de sudar y reposó. Pasó un banco de peces y capturó uno, lo raspó, lo destripó y se lo comió, todo en cuestión de un minuto. Algo más tarde, pescó otro y pudo empezar a pensar.

Preguntaría a los Espumeantes sobre las larvas, resolvió, aunque probablemente no serviría de nada. Estaba seguro de que no eran propias de los Espumeantes.

Se acordó de las hojas en las que había escrito hacía mucho, de las abstrusas ideas. Los Espumeantes aborrecían a las máquinas que se habían introducido en sus aguas nativas. Averiguaron cosas sobre ellas en los largos años de viaje, trasladados, nutridos e investigados por objetos que zumbaban y trepidaban y, no obstante, carecían de auténtica vida. No se asemejaban a la vida que surgía de la nada, floreciendo dondequiera que los elementos químicos se encontraban y la luz del sol irrumpía a través de un manto de gas.

Su odio les había hecho superar una larga travesía. Así pues, cuando vieron los barcos simples y ruidosos de los hombres, los odiaron también.

Las máquinas debían de contar con ello. Lo habían planeado. Fácil. Qué fácil.

Siguió pescando, mas no capturó nada.

Esa noche hubo más destellos anaranjados al oeste.

Luego, en las horas previas al amanecer, viéronse objetos que atravesaban el cielo. Formas que surcaban la negrura, captando la luz del sol según trasponían la sombra de la Tierra.

Se estaban acercando a gran velocidad, repitiendo las órbitas en menos de una hora. Eran enormes, irregulares, de superficie granulosa y parcheada. Para que a Warren le fuese posible ver sus rasgos tenían que ser mucho más grandes que las naves que habían traído a los Pululantes y Espumeantes. Del tamaño de asteroides.

Ninguna defensa se elevó para salir al encuentro de las formas. No quedaban satélites militares. Ningún láser de alta energía. Ningún arma emisora de partículas. Ninguno de los aparatos que habían mantenido la paz nuclear entre los humanos durante medio siglo.

Las naves absorbían la luz del sol y devolvían un fulgor gris insólito. Ante la mirada de Warren, empezaron a abrirse. Se disgregaron pedazos y cayeron, separándose una y otra vez mientras cruzaban el cielo.

Con el alba, la luz retornó al cielo. El océano aparecía descolorido en torno a la balsa. En las inmediaciones las aguas eran pálidas con un azul intenso.

Había algo debajo de él. Algo que se movía.

¿Una máquina? ¿Procedente de las naves grises?

Pero no llevó a cabo ninguna actividad.

Él sondeó con un palo. Ninguna resistencia. El mar estaba en calma y, al cabo de un rato, pudo apreciar que la balsa no se estaba moviendo, no seguía el empuje constante de las olas.

Lo que había debajo le mantenía en el mismo sitio.

Tenía que arriesgarse. Se asomó velozmente por el costado y hundió la cabeza. Una especie de cuerda discurría desde el centro de la balsa hasta algo blanco. Algo sólido. Una fosforescencia ambarina lo cruzaba en ondas.

Lo observó durante una hora y no se movió, no se alzó ni se alejó a la deriva.

Ningún pez se aventuraba cerca. Si permanecía aquí de esta manera se moriría de hambre.

El rifle estaba inutilizado, pero cogió el cuchillo. Se zambulló y buceó con rapidez. Se sentía menos vulnerable bajo la superficie.

Los reflejos engañaban a la vista. Estaba a mayor profundidad de la que había creído, era más grande, y lo alcanzó a duras penas.

Le ardían ya los pulmones. Las facetas de las perladas paredes estaban recorridas de dibujos. Girando, miró a través de ellas y vio suelos y niveles al otro lado. Nada se movía en el interior.

Más abajo había un agujero y nadó hacia él, constriñendo la garganta. Tenía que echar un vistazo a la parte inferior, tenía que vislumbrar el motor, o la hélice impulsora o lo que quiera que lo desplazase. Al girar bajo el borde agudo del orificio se enderezó, escudriñando una orla de luz refractante, y su cara emergió al aire.

Jadeó. Se trataba de una cavidad enrarecida, ubicada entre niveles. Flotó durante un momento, intentando discernir las imágenes indistintas que le rodeaban, confundido por la líquida interacción de agua y luz. Las paredes traslúcidas, fundían unas plateadas vaharadas de aire con haces ondulantes de verde luz solar.

No había nada mecánico. Nadó rebasando los confines abombados, borrosos. Las superficies eran uniformes, de una blandura que oponía resistencia al ser oprimida. Algunas eran curvadas, otras planas. Halló un saliente y se encaramó a él.

Descansó, circundado por un juego de luces de jade. Vio que la materia blanca que configuraba las paredes estaba compuesta de bloques, casi sin junturas, del tipo de los que habían sido arrastrados hasta la isla, los que Tseng le había mostrado. El saliente era estrecho y desigual. Reptando por él alcanzó una pared baja que pudo escalar. Al otro lado había un suelo liso, con orificios esporádicos de casi un metro de ancho. Al otro lado de estos, más.

Exploró el laberinto durante mucho tiempo, con cautela, deslizándose por corredores lisos, angostos. No parecía responder a estructura alguna, reduciéndose a sinuosos pasajes y estancias pequeñas. Aproximadamente un tercio de la construcción total contenía aire. Había conductos llenos de agua que atravesaban algunas habitaciones irregulares en una especie de lógica curvilínea.

Se abrió camino ascendiendo, siguiendo los pozos de sombra que bajaban a través de las paredes lechosas. Encontró equipamiento, arramblado descuidadamente en pilas, empapado. Restos de naves, retorcidas superestructuras, chatarra electrónica, válvulas y tubos y cables. Un montaje completo de combustión. Había un equipo de radio al completo, compacto, hermético al agua, intacto y dotado de batería de emergencia. Un buen aparato de navegación, con bandas de alta frecuencia.

Los despojos estaban sin clasificar, diseminados por una larga habitación que contaba con más aberturas redondas en el suelo. No había indicio alguno de cómo estos habían llegado hasta allí.

Manipuló la radio durante un rato. Faltaba un cable de transmisión en cadena, pero consiguió uno por allí cerca, lo empalmó y la hizo funcionar. Resultaría pesada, pero quizá podría llevarla a la balsa. Escudriñó el grueso cable que ascendía hasta la balsa.

Ahora descendían oblicuamente verdes dedos de luz solar: el crepúsculo. Halló un orificio en el suelo que se extendía a lo largo de diez metros y daba luego a la pared exterior de la estructura. Inspiró hondo durante dos minutos, llenándose la sangre de oxígeno, se deslizó a través de él, descendió por un tubo ancho y emergió a continuación al exterior, a las aguas abiertas. Una vez que se vio libre, desapareció la opresión en el pecho y abrió la boca, dejando salir el aire. Mientras ascendía, la presión del océano disminuyó y recibió más aire en lo que parecía una fuente interminable que ascendía hacia la balsa en gruesas burbujas vacilantes.

El oleaje lamía la rechinante tablazón. Brincaban los peces y el horizonte era una línea diáfana. El mar se estaba recobrando de nuevo tras la prolongada estancia de los Pululantes, los bancos de peces regresaban, florecían. Ahora podía vivir aquí.

Cogió sus sedales y el rifle y se zambulló, llevándolos abajo, volviendo a entrar en la construcción. Según menguaba la luz, los bancos de peces se congregaban en las aberturas cubiertas y los conductos. Les largó los sedales y capturó tres.

Se hizo la oscuridad rápidamente. Se tendió en el suelo. Había aire suficiente en el laberinto para pasar la noche, y mucho tiempo para pensar mañana. Dormitó intranquilo y, por la noche, sus pensamientos fueron febriles.

No se habían producido más destellos en el horizonte. Así pues, había concluido un episodio, consideró. Azuzar una especie de vida contra otra. Trastornar el precario equilibrio y dar a los humanos lo que al principio estimaron una simple lucha contra algo proveniente del mar.

Los hombres habían hecho lo que siempre realizaban en grupo y, de alguna forma, la cosa se les había escapado de las manos. Y, asimismo, habían destruido el Gancho del Cielo.

Todo sin saber que, en alguna parte, algo deseaba que la vida exterminara otra vida y que cada una de las formas de vida abatiera a la otra. Allanar el camino a las naves grises que ahora se arrojaban al mar, lejos de las fútiles batallas que asolaban los continentes. Algo se movía al otro lado de las paredes. Se despertó al instante, rígidos los músculos, y escrutó los pozos perlados de luz cercanos. El aire y el agua se fundían, captando el fulgor frío del alba, engañando a la vista.

Ahí. Movimientos rápidos, fugaces. Espumeantes. Entraron por los conductos de agua, nadando hasta las proximidades de su habitáculo. Y, de alguna forma, estos Espumeantes conocían la época precedente, conocían el dificultoso avance paulatino, conocían la paciencia que exigía.

Llevó horas comprender y, más aún, ordenar las palabras. Habían traído algo que creían que, probablemente, serviría como utensilio para escribir. La tosca pluma apenas hacía rasguños en las páginas grasientas, arrugadas, que le dieron. Escribió, ellos respondieron e intentó ver a través de la abigarrada retahíla de palabras.

LAS COSAS GRISES FLOTAN A LO LEJOS. EXTRAEN MINERAL DEL MAR, SUS FACTORÍAS RETUMBAN, PODEMOS OÍRLOS. SUS RUIDOS, ATRAPADOS EN LARGOS PLANOS DE AGUA, RECORREN LARGAS DISTANCIAS. HACEN MÁS COPIAS DE SÍ MISMOS. LOS PULULANTES HAN IDO A TIERRA, LAS COSAS GRISES CREEN QUE ESTÁN A SALVO.

Warren sabía que era hombre huraño, sin interés en la conversación, nunca cordial con los compañeros de tripulación, sintiéndose cómodo solo con su esposa, y eso meramente durante unos años, antes de que el telón gris descendiese entre ambos. Había un vacío en su interior, eso también lo sabía, sin sensación de vergüenza o pérdida, no una carencia sino un espacio en blanco. Una ausencia que le aprestaba a escuchar el susurro del viento y el batir de las olas y, debido a la propia ausencia, a escuchar auténticamente, sin considerarlos ya como fondo del incesante platicar demencial del hombre, sino como una canción separada, el hálito del planeta. Era por esto que prestaba atención a lo que los Espumeantes y las cosas denotaban y mostraban. Lo expresaba en palabras porque era irreductiblemente humano y el escribirlo constituía un modo de establecerlo, de asir las cosas con palabras. Y la ausencia le había salvado, los años de silencio interior habían gestado una quietud interior que era sólida ahora, pétrea.

CREEN QUE ESTÁN A SALVO. CREEN QUE SÓLO QUEDAMOS NOSOTROS, ATRAPADOS EN ESTE NUEVO MUNDO. TE TRAEMOS INSTRUMENTOS. CONOCEMOS LAS AGUAS. LAS MÁQUINAS GRISES SE ESTÁN MOVIENDO AHORA, NO SIENTEN, NO PUEDEN SABER. NO PUEDEN DEGUSTAR LAS AGUAS.

Esa tarde, los Espumeantes transportaron al interior más restos de naufragios, izándolos torpemente en plataformas de cuerda que habían elaborado, cuadrillas enteras compartiendo el peso. Los examinó, clasificando y meditando. Más tarde, le trajeron pescado para comer.

Estaba atareado con una antena, fabricándola con cables, cuando la luz se extinguió bruscamente. Al mirar hacia arriba, una larga sombra se proyectó contra la balsa. La parte interior era un amasijo de tablones y maderos.

Se sujetó a su balsa y Warren se preguntó vehementemente si podía proceder de las naves grises, algo hecho para flotar y encontrar supervivientes. Se agazapó entre los motores y piezas, mirando hacia arriba, sin acertar a ver a ningún Pululante.

Algo golpeó el agua y se abrió en una cascada de burbujas. Giró, braceó y Warren vio de repente que se trataba de una mujer, nadando en torno a la forma grande, inspeccionándola desde abajo. Tiró de algo, lo encontró firme y prosiguió. Miró hacia abajo, dejó de desplazarse y permaneció allí, mirando. El tuvo la sensación de que ella estaba mirando a través de los lechosos bloques de luz y podía verle. Justo antes de quedarse sin aire, ella hizo un gesto, una señal breve, brusca y se lanzó hacia arriba, soltando el aire a bocanadas.

Gente. Otros hombres y mujeres que habían aprendido a vivir en el mar. Restos.

Un Espumeante se dejó ver indolentemente ahora, luego aparecieron más, y Warren entendió que habían guiado a esta gente en su gran balsa, que los habían conducido hasta aquí.

La reunión de un hatajo de supervivientes y alienígenas sin manos, a la deriva en un océano infestado ya por las máquinas grises.

De poco dispondrían para trabajar. Naufragios. Pecios. Acaso de algunas naves que huían del continente, donde la muerte todavía se estaba propagando. No obstante, podían elaborar cosas.

Estaba convencido de que si extendía una antena por la balsa, la radio podría alcanzar la órbita profunda de las estaciones espaciales y establecer comunicación, si es que aún había alguien con vida.

Tendría que fabricar una antena parabólica, para emitir en un cono reducido, sin ningún lóbulo lateral. Si mantenía las transmisiones en onda corta, la única posibilidad de ser detectado era que uno de sus vehículos orbitales atravesase el cono.

Incluso de no ser así, debía haber más humanos en el mar. Tendrían que ser precavidos para evitar que les detectaran.

Los aparatos grises esperarían hasta que acabase la lucha en tierra. Entonces se pondrían en movimiento. Habrían de iniciar la marcha, prestos a tomar la tierra firme. Aunque, primero tendrían que cruzar el océano restante, y ahora era un mar con Espumeantes en él y hombres sobre él. Vida que había luchado y perdido, que había luchado de nuevo y persistido en silencio, mirando hacia adelante y, por instinto, había buscado otra vida. Que aguardaría todavía cuando las cosas grises volvieran a ponerse en movimiento. Vida todavía poderosa y que formulaba preguntas como hace siempre la vida. Y que era todavía peligrosa y seguía surgiendo.

Se acabó el pescado mientras esperaba. En breve, el cielo plateado de arriba se quebró en joyas y la mujer chapoteó a través de las burbujas, buceando vigorosamente. Describió círculos, investigando. Incluso a esta profundidad, él sentía el lento discurrir de las olas que hacía crujir la construcción.

Él se puso en pie. Ella le vio y agitó la mano. Súbitamente emocionado, extendió los brazos en el aire, haciendo señas alocadamente. Gritó, aunque sabía que ella todavía no podía oírle.