E
l guardián llevó a Warren al centro de la isla, a lo largo de un sendero trillado en los últimos días por las tropas. Dejaron atrás a una docena de técnicos afanados en un equipo acústico y en reproducir los agudos chillidos de la canción Espumeante. Los soldados estaban realizando algunas anotaciones en las pantallas de unos ordenadores y parloteaban entre sí mientras desmenuzaban el problema en fragmentos susceptibles de ser interrelacionados y reagrupados para componer pautas que la gente pudiese comprender. Tendría que ser excelente porque pretendían escuchar a escondidas. Pero la manera en la cual hablaban los Espumeantes con los Pululantes podía no asemejarse a las canciones que los Espumeantes entonaban entre sí.
Carecía de sentido que los Espumeantes tuviesen mucho control sobre los Pululantes, pensó Warren para sí mientras descendía por el sucio sendero. No tenía ningún sentido. Algo los había traído a todos a la Tierra y había suministrado a los Pululantes alguna enfermedad. La respuesta descansaba en la reflexión acerca del hecho, no en llevar a cabo estúpidos juegos con máquinas en el agua. Las tropas se habían extendido más, observó. Había nidos de cañones de gran calibre repartidos por la cresta y cerca de las playas los hombres estaban cavando allí donde podían establecer un fuego cruzado sobre los claros naturales.
Los hombres y mujeres a los que rebasaba estaban hablando entre sí ahora, no silenciosos y eficientes como estuvieran al principio. Le miraron con suspicacia. Supuso que el ataque de misiles les había puesto nerviosos y ni siquiera el trabajo duro de despejar campos de fuego en medio de la bochornosa humedad les abstraía de ello.
Bajando por la rocosa Línea de la cresta, Warren resbaló en una piedra y se cayó. El guardián se echó a reír de forma estentórea, atropellada, y le dio una patada para que se apresurase. Warren prosiguió y vio delante uno de los matorrales con hojas que sabía eran comestibles y, al pasar de largo, arrancó algunas y las metió en los bolsillos para más tarde. El guardián gritó, le golpeó en la espalda con la culata del rifle y Warren se desplomó repentinamente, golpeándose la rodilla con la raíz de un árbol grande. El guardián le dio una patada en las costillas y Warren observó que el hombre estaba excitado y aburrido a un tiempo. Eso era peligroso. Se levantó cuidadosamente y avanzó por el sendero, cojeando debido al agudo dolor que se extendía por su rodilla. El guardián le empujó dentro de la celda y le dio otra patada. Warren cayó y permaneció allí, inmóvil, esperando, hasta que el guardián, finalmente, gruñó y dio un portazo.
Transcurrió el mediodía sin que le trajesen alimentos. Se comió las hojas. Constituían un pobre trueque por la rigidez de su rodilla. Escuchó las órdenes impartidas a gritos y los ruidos de los trabajos y le pareció que el campamento estaba revuelto, los ruidos iban en un sentido y luego en el otro. No culpaba a los chinos por el modo en que le trataban. Las grandes potencias actuaban todas de igual modo, independientemente de cuál dijeran que era su política, y resultaba más fácil pensar en ella como en grandes máquinas que hacían lo que estaban diseñadas para hacer antes que en puñados de personas.
Llegó la noche. Warren se había acostumbrado a no pensar en la comida cuando estaba en la balsa y le fue indiferente que el guardián no trajese ninguna. En un momento u otro, el achaparrado soldado sin barbilla recorrería el camino hasta la celda, miraría detrás de la mesa que estaba volcada y vería el montón de inmundicias. Warren yacía sobre el terreno rocoso que era el suelo y escuchaba el proceloso oleaje sobre el arrecife. Se preguntó si volvería a soñar con su esposa. Fue un buen sueño porque se llevó todo el dolor que ambos habían causado y dejó únicamente el olor y el sabor de ella. Mas, cuando concilio el sueño se encontró en el lugar profundo en el que el estrépito venía desde arriba, un sonido metálico que se fundía con el zumbido apagado que había oído durante toda esa tarde, los sonidos se agolpaban hasta que se dio cuenta de que eran el mismo, aunque los Espumeantes los oían como el fuerte estrépito metálico. Resultaba difícil pensar con el estridente ruido de martillazos en la cabeza e intentó nadar para subir a la superficie y huir de él. El estrépito prosiguió y después se produjo un estruendo más fuerte y despertó, sintiendo que los laterales de la celda temblaban con el ruido. Dos fugaces estallidos descendieron del cielo y una repentina luz azul se extendió a continuación.
Warren miró a través de la malla de las ventanas y vio hombres corriendo.
No había luna pero, a la luz de las estrellas, pudo ver que llevaban rifles. Un estruendo inusitado vino desde el norte y el oeste. Más estallidos y fuego como respuesta, procedentes de la cresta.
Escuchó según se hacía más fuerte, después se sirvió de la luz centelleante que entraba por las ventanas para encontrar el mapa que Tseng le había dado. Retiró la colchoneta de dormir para dejar al descubierto el hoyo que había cavado y, sin titubear, se arrastró dentro. Conocía bien la sensación y, en la completa oscuridad, halló la piedra que había utilizado al final. Había estimado que sólo quedaba medio metro de terreno por encima. Utilizar la cazuela para escarbar los últimos metros de terreno le había dejado una impresión de la dureza que el suelo tenía por encima, pero no cedió al golpearlo con la piedra. No había mucho sitio para oscilar, y tres fuertes golpes más ni siquiera desprendieron terrones. Warren estaba sudando en la angostura del túnel y la suciedad se le adhería a la cara según golpeaba el duro suelo que tenía encima. Estaba apelotonado y lleno de rocas que le daban en la cara y rodaban por el pecho. Empezó a dolerle el brazo y a ser presa del cansancio, pero no cejó. Se pasó la piedra a la mano izquierda y sintió algo blando que cedía hasta que notó que no golpeaba nada. La piedra rompió la costra y pudo ver las estrellas.
Estudió el área minuciosamente. Pasó corriendo un soldado que llevaba un trípode para un rifle automático. El fuego atronador seguía viniendo del norte y el oeste.
Se produjo una chispa de luz muy en lo alto y Warren volvió la cabeza para mantener su visión nocturna. Después el resplandor desapareció y una detonación sorda recorrió el campamento. Morteros, no muy lejos. Salió del túnel y se precipitó hacia los árboles cercanos. A mitad del camino le flaqueó la rodilla y se desplomó maldiciendo en silencio. Estaba peor de lo que había pensado, con la rigidez debida a haber permanecido tendido sobre el duro suelo de la celda. Se levantó y fue cojeando hasta los árboles, consciente en todo momento del punto entre los omóplatos donde se incrustaría la metralla si cualquiera de los hombres que corrían por el campamento, a sus espaldas, divisaba la sombra renqueante que huía. No llegó ningún proyectil, pero brotó una llamarada cuando alcanzó el seto de matorrales. Se arrojó en ellos y rodó para poder ver el claro. La llamarada le había despojado de casi toda su visión nocturna. Aguardó mientras la recuperaba y olfateó el viento. Había algo denso y rancio en este. Era el alisio del este, soplando persistentemente, lo que significaba que la marea estaba a punto de cambiar y era pasada la medianoche. Como sería del este no debería haber recogido el olor del tiroteo, por lo que el olor rancio era alguna otra cosa. Warren conocía su sabor pero no acertaba a recordar lo que era y lo que podía implicar en relación con la marea. Entrecerró los ojos, retrocediendo en el matorral, y vio a un hombre en el campamento que venía derecho hacia él.
La figura se detuvo junto a la puerta de la celda de Warren. Forcejeó con la puerta y un estallido de armas automáticas vino desde el otro extremo del campamento. El hombre saltó para atrás, vociferó a alguien y siguió intentando descerrajar la puerta. Warren tendió la mirada hacia donde unos destellos repentinos iluminaban el campamento con pálida luz naranja. El tiroteo aumentaba y, cuando miró de nuevo hacia la celda, había dos hombres y el primero estaba abriendo la puerta. Warren salió del seco matorral reptando, moviéndose cada vez que una ráfaga de fuego de ametralladora sofocaba cualquier ruido que pudiera hacer. Llegó hasta una rala arboleda y se volvió. Brotó una llamarada de fuego amarillo. Se trataba del soldado sin barbilla. Tenía la puerta abierta y Gijan estaba saliendo, agitaba una mano, señalaba al norte. Se gritaron mutuamente durante un momento. Warren se adentró más en la arboleda. Estaba ahora a unos cincuenta metros de distancia y pudo ver a cada hombre descolgando del hombro el liviano rifle que llevaba. Los sostuvieron en posición. Gijan señaló de nuevo y los dos hombres se separaron, abarcando unos treinta metros. Iban en su busca. Giraron y fueron hasta el matorral. Gijan venía derecho hacia él.
Le sería fácil entregarse ahora. Esperar una llamarada y adelantarse con los brazos en alto. Había contado con alejarse más antes de que alguien viniese tras él. Ahora, en la oscuridad y con el tiroteo, era muy probable que estuviesen nerviosos y disparasen si veían algún movimiento. Pero mientras pensaba esto Warren retrocedió, sumiéndose en las sombras. Peor fue lo que arrostrara en la balsa. Se alejó cojeando, tanteando en la penumbra.
Alcanzó una hilera de palmeras y fue a lo largo de ellas hacia el norte. Se hallaba todavía a unos quinientos metros de la playa, pero había un gran claro en el camino, por lo que giró hacia la cresta. Las detonaciones amortiguadas procedentes del oeste le indicaron que los chinos estaban utilizando morteros contra quienquiera que estuviese internándose en las playas. Cinco chillidos espaciados resonaron entre el intenso fragor de la lejana batalla.
Warren supuso que los japoneses o los americanos habían decidido tomar la isla y tratar de hablar con los Espumeantes ellos mismos. Puede que lo intentaran con sus máquinas y códigos propios. No obstante, debían tener noticias sobre él. Los chinos querían retenerle o, de lo contrarío, Gijan no habría venido con el soldado. Warren tropezó y se golpeó la rodilla con un árbol. Se detuvo, jadeando e intentando divisar si los hombres estaban a la vista. Tras un momento de reflexión, entendió que Gijan podía querer matarle para que no cayese en manos de los otros. Ya no podía estar seguro de que entregarse fuese prudente.
Volvieron a oírse las cinco gélidas notas y las reconoció como una señal de emergencia, tocadas con un silbato. Procedían de las inmediaciones. Gijan estaba pidiendo ayuda. Con los chinos luchando contra otras tropas en el extremo opuesto de la isla, Gijan podía no obtener una rápida respuesta. Pero la ayuda llegaría y, entonces, le acorralarían.
Warren giró hacia la playa. Avanzó tan aprisa como pudo, sin hacer mucho ruido. Volvió a perder el apoyo de la rodilla y, mientras se levantaba, se percató de que no iba a causarles mucho problema. Ya le tenían cercado, ellos no tenían problemas en las rodillas y estaba llegando ayuda. No se hallaba en disposición de dejarlos atrás. Su única posibilidad era girar en redondo y emboscar a uno de ellos, emboscar con las manos vacías a un hombre armado y bien entrenado. Después largarse antes de que le descubriese el otro.
Cogió una roca y la metió en el bolsillo. Rebotaba en la pierna a cada paso. Se oyó un rumor a sus espaldas, corrió y cayó en el borde de una zanja.
Un grito. Saltó a la cuneta. Mientras aterrizaba se produjo un fuerte estampido y algo pasó silbando sobre su cabeza. Se empotró en un árbol del otro margen. Warren supo ahora que no tenía objeto retroceder.
Descendió por la cuneta excavada por el agua, cada vez más profunda. Era demasiado estrecha para dos hombres. Trató de imaginar cómo lo resolvería Gijan. Lo más sensato era esperar a los soldados y peinar entonces el área.
Pero Warren podría haber alcanzado ya la playa. Mejor era enviar a un hombre a la zanja y otro por entre los árboles, para interceptarle.
Warren anduvo lo que le parecieron cien metros antes de detenerse a escuchar. El crac de una ramita al quebrarse le llegó desde muy atrás en la oscuridad. ¿A la izquierda? No podía estar seguro. La cuneta era rocosa y ello le hizo aflojar el paso. Había algunos buenos sitios para esconderse en las sombras, para tratar entonces de golpear al que le seguía al pasar. De cualquier modo era mejor que en los matorrales de arriba. Aunque, para entonces, el otro hombre se habría situado entre la playa y él.
Un guijarro repiqueteó levemente tras él. Se paró. La dura arcilla de la zanja era aquí de tres metros de altura y pronunciada. Halló algunas raíces gruesas que sobresalían y, cuidadosamente, se aupó. Asomó la cabeza por el borde y miró en derredor. Nada se movía. Trepó sobre el filo y una piedra se soltó bajo sus pies. Se lanzó a cogerla. Un dolor lacerante le afligió la rodilla y se mordió la lengua para no hacer ruido.
Los matorrales eran aquí más tupidos. Rodó hasta una arboleda, agachado y eludiendo la luz de las estrellas. Las ramitas se le enganchaban en la ropa.
Había una posibilidad de que el hombre viniese por este lado de la zanja. De no hacerlo, Warren podía escabullirse hacia el norte. Pero Gijan probablemente había adivinado a dónde se dirigía y no dispondría de mucha delantera cuando alcanzase la playa. Sobre la arena quedaría al descubierto, fácilmente divisable.
Warren reptó hasta las manchas oscuras que había bajo los árboles y aguardó, frotándose la pierna. El viento olía mal, húmedo y denso. Se preguntó si había cambiado la marea.
Apoyó la cabeza en las manos para descansar y sintió un músculo crispándose en su cara. Se sobresaltó. No podía percibirlo si no le aplicaba la mano. Así pues, Tseng estaba en lo cierto y tenía un espasmo sin saberlo. Warren frunció el ceño. No sabía qué pensar al respecto. Era un hecho que tendría que comprender. De momento, empero, desechó la idea y escrutó la oscuridad.
Sacó la roca del bolsillo y la sopesó; una pálida silueta se movía entre los árboles, a cuarenta metros tierra adentro. Era un soldado bajo, sin barbilla. Warren se agazapó para seguirlo. El dolor que le atravesaba la rodilla le recordó las patadas que el otro le había dado, pero el recuerdo no le hizo sentir nada en relación a lo que iba a efectuar. Avanzó.
En la seca maleza, mantuvo todo el sigilo que pudo. Los chasquidos y crujidos sordos que venían por encima de la cresta estaban amortiguados ahora, justo cuando más necesitaba que se oyesen con fuerza. El silencio era mayor bajo los árboles y se sorprendió al oír la ronca respiración del soldado. El hombre andaba despacio, con el rifle dispuesto, el arma resultaba imponente a la luz de las estrellas. El hombre se mantenía en la claridad y observaba las sombras. Eso era astuto por su parte.
La figura se acercaba. Súbitamente, Warren vio que el hombre llevaba un casco. Para emplear la roca ahora tendría que golpearle en la cara. Eso restaba posibilidades. Pero tendría que intentarlo. El hombre se detuvo, se volvió, miró en torno. Warren se inmovilizó y esperó. La cabeza se giró y Warren avanzó, acercándose, con la rodilla atravesada de dolor. La pierna tendería a doblarse cuando se levantara para acometer. Lo tendría presente y la obligaría a aguantar. El aire estaba enrarecido y cargado bajo los árboles, y el olor era peor. Algo procedente de la playa. El soldado era el único movimiento visible.
En la pauta inextricable de sombras y luz, resultaba difícil seguir a la silueta. Warren alargó la mano, unió los pies y palpó algo húmedo y liso, entendiendo de súbito que la respiración ronca y laboriosa no pertenecía al soldado sin barbilla, sino a algo que había entre ellos.
Palpó el suelo, se llevó la mano a la cara y olió el fuerte hedor que había percibido en el viento. Delante, a la tenue luz que caía entre dos palmeras, vio la larga forma pugnando, impeliéndose hacia adelante con toscas piernas. Aspiraba aire a cada paso. Era grueso y corpulento, con la piel de un gris acerado, llena de redondos orificios redondos de tres centímetros de grosor. Warren oyó un zumbido en el aire y algo le rozó la cara, se detuvo, y se fue. Lo siguió otro zumbido, tan silencioso que apenas acertó a escucharlo.
Las piernas-aleta achaparradas del Pululante iban mecánicamente adelante y atrás, tirando de su cuerpo hinchado. A la luz de las estrellas pudo ver destellos donde el fluido manaba de los húmedos orificios. LOS JÓVENES CORREN CON HERIDAS. Otro leve zumbido y vio, desde uno de los claros en penumbra, brincar a un ser tan grande como un dedo, extendiendo las alas. Las batió en el aire denso y pestilente hasta alzar su pesado cuerpo, zafándose del orificio, aleteando. Se elevó en el aire y planeó, buscando. Salió disparado, sin dar con Warren, se adentró en la noche. Él no se movió. El Pululante avanzó. Sus resuellos secos, roncos, captaron la atención del soldado. El hombre se volvió, dio un paso. El Pululante hizo acopio de fuerzas y saltó.
Alcanzó al hombre en la pierna y la voluminosa cabeza giró para pillar la pantorrilla entre las mandíbulas. Agarró, torció y Warren pudo oír la fuerte inspiración antes de que el soldado cayese. Profirió un grito, el Pululante giró y rodó sobre el hombre. La larga cabeza achatada ascendió y arremetió contra el vientre del hombre; el grito agudo, estridente, quedó interrumpido de súbito.
Warren se levantó, el olor era más fuerte ahora, y observó a las dos figuras forcejeando sobre la arena abierta. El hombre trataba de coger el rifle de donde había caído y la gruesa pierna del Pululante le trabó el brazo. Rodaron de costado. El ser volteó sobre él, le cubrió con un resplandor espejeante, ahogando los broncos gemidos que emitía. Warren corrió hacia ellos y cogió el rifle. Retrocedió, quitando el seguro. El hombre se quedó inerte y el aire escapó de él cuando el Pululante se afianzó. Giró la cabeza hacia Warren y la mantuvo así durante un momento, para volverla a continuación y hundirla en el vientre del hombre. Comenzó a alimentarse.
Gijan había oído los gritos y pronto estaría aquí. De nada servía disparar al Pululante dando a Gijan un sonido que seguir. Warren se volvió y se alejó cojeando de los ruidos de succión y masticación.
Caminó en silencio por entre los matorrales, renqueaba. El rifle poseía una bayoneta en la boca. Si un Pululante venía hacia él, utilizaría eso en vez de disparar. Permaneció en terreno abierto, escrutando las sombras.
De repente a sus espaldas se oyó un martilleo de arma automática. Warren se hizo a un lado, luego se percató de que no había patrullas entre los árboles próximos a él. Se trataba de Gijan, que mataba al Pululante a cien metros o más de distancia.
Warren estaba seguro de que los chinos desconocían que los Pululantes se arrastraban hasta la orilla o, de lo contrario, habrían venido tras él en grupo. Ahora Gijan estaría agitado y vacilante. Pero se sobrepondría en unos minutos y sabría lo que tenía que hacer. Gijan correría hacia la playa, con mayor rapidez de la que era dada a Warren, y trataría de interceptarle.
Warren oyó un ligero zumbido. Miró para arriba entre los árboles de donde procedía y no acertó a ver nada contra las estrellas.
EL MUNDO QUE ERA UN MUNDO FALSO LOS HIZO DE ESTE MODO NO COMO ERAN EN EL MUNDO QUE ERA NUESTRO. NO PUEDEN CANTAR PERO CONOCEN LOS LUGARES DONDE VOSOTROS CANTÁIS UNOS CON OTROS Y ALGUNOS VAN ALLÍ AHORA CON SUS HERIDAS. PUEDEN SER MASTICADOS POR VOSOTROS PERO HAY MUCHOS, MUCHOS.
Algo le golpeó la garganta.
Era húmedo y se adhirió con una repentina acometida como un alfiletero. Warren lo agarró. Se paró en seco a unos centímetros del ser cuando captó de pleno en la nariz el rancio hedor marino. El húmedo bulto dejó correr algo por su cuello.
Levantó el rifle rápidamente, apuntó la bayoneta a su garganta y sajó, orientándose por instinto en la oscuridad. Sintió que la punta alcanzaba al ser y giró la hoja para que raspara, extrayendo la húmeda larva de un centímetro de longitud. Se soltó antes de que se hubiesen hundido las púas. Manó la sangre, corriéndole por el cuello.
La enjugó con la manga y alzó la bayoneta a la luz de las estrellas. La larva era blanca como un gusano y se retorcía débilmente en la hoja. Batía una de las alas. La otra había desaparecido. La piel se desprendió algo más y cayó el ala. Pegó la hoja a la arena para limpiarla y pisoteó al ser que se movía espasmódicamente en el suelo. Tenía algo adherido al cuello aún. Se lo quitó. En la hoja se hallaba la otra ala y algunas agujas oscuras. Las restregó contra la arena y, con súbita cólera desaforada, lo pisoteó con el talón una y otra vez.
Estaba resollando cuando llegó a la playa. El miedo se había disipado mientras se concentraba en permanecer lejos de las sombras, sin pensar en lo que podía hallarse en ella. El lacerante dolor de la rodilla contribuyó. Prestó atención a los hondos ronquidos y a los zumbidos, olfateando el aire para descubrir el olor.
Salió cojeando de la última hilera de palmeras hacia el blanco resplandor de la playa bajo las estrellas. Podía abarcar unos cincuenta metros con la vista y no había ninguna forma oscura saliendo del agua. Pudo oír tenues gritos al norte. Eso no le inquietó porque no podía ir muy lejos. Se encaminó hacia los gritos, ignorando los destellos fugaces, ondulantes de luz amarilla de una barrera de morteros y el prolongado crump que venía tras ellos. Había lanchas motoras amarradas en aguas poco profundas con los grandes carretes a popa, pero nadie en ellas. Cogió un remo de una. Rodeó el último saliente de una playa en forma de media luna y vio delante el oscuro borrón de la balsa varada a cierta distancia en la arena. Lanzó el rifle a bordo y empezó a arrastrar la balsa hacia el agua. Grandes olas restallaban en el arrecife.
La llevó hasta el agua y se encaramó a bordo sin mirar atrás. Ganó impulso con el remo y siguió empujando hasta que le alcanzó la corriente. Velocidad, ahora. Velocidad.
La marea acababa de cambiar. Era lenta pero crecería en unos cuantos minutos, llevándole hasta el pasaje en los arrecifes. Cuando estuvo seguro de ello, se sentó y tomó el rifle. Sería más difícil divisarle estando sentado, y podía afirmar el rifle contra la rodilla buena. La garganta casi había dejado de sangrar, aunque tenía la camisa empapada de sangre. Se preguntó si los seres voladores la olfatearían y le encontrarían. Los Espumeantes nunca habían dicho nada referente a los seres como gusanos y ahora estaba convencido de que era porque no sabían de su existencia. No había ningún motivo para que los Pululantes hubiesen evolucionado algo semejante a fin de que les ayudara a vivir en tierra. Y, con los Espumeantes expulsados de la laguna por los hombres, nada impedía a los Pululantes que trajesen a los seres a la orilla.
Vio que algo se movía en tierra, se tumbó en la balsa y Gijan se destacó en la arena, corriendo. Se detuvo, miró directamente a Warren y se dio la vuelta, se apresuró hacia el norte.
Warren cogió el rifle. Gijan llevaba el arma en posición. ¿Estaba intentando interceptarle, aunque manteniéndole con vida? Debería de haber corrido hacia el sur, hasta las lanchas motoras. Aunque también podía haber botes al norte. Quizá Gijan hubiese oído los gritos en esa dirección y estuviera yendo en busca de ayuda.
Warren quitó el seguro al rifle y lo puso en fuego automático. Sabría qué hacer si Gijan le indicaba mediante alguna acción lo que pretendía llevar a cabo. Si pudiera gritarle, preguntarle… Aunque tal vez Gijan no le había visto, después de todo. Y, aun cuando respondiera, podía mentir. A Warren le constaba que no podía confiar en las palabras de Gijan, ni siquiera en su silencio; eran una misma cosa.
De improviso, la figura que corría dejó caer el rifle, se llevó la mano al cuello y cayó pesadamente en la arena. Se retorció, cogiéndose el cuello con ambas manos, y se debatió durante un momento. Después se sacó algo del cuello, lo arrojó al agua y profirió un sonido de terror. Gijan se puso en pie y trastabilló. Todavía se aferraba el cuello con una mano, pero se volvió buscando el arma. Parecía aturdido. Alzó la cabeza y su mirada fue más allá de Warren para retroceder luego. Esta vez, sin lugar a dudas, Gijan había visto la balsa.
Warren deseó poder interpretar el semblante del hombre. Gijan titubeó sólo un instante. A continuación, cogió el arma y giró al norte. Dio algunos pasos, Warren apuntó rápidamente, sin pararse a pensar, Gijan estaba volviendo el rifle. Produjo un brillante destello amarillo, y Warren disparó una ráfaga. Alcanzó a Gijan en el hombro y en el pecho, haciéndole rodar. Los destellos dejaron de salir del arma de Gijan y Warren se sorprendió del fuerte tabaleo de su arma, pero lo mantuvo sobre la figura que se desplomaba, rodando una y otra vez hasta no ser más que un bulto fláccido de harapos y sangre.
Warren bajó el rifle lentamente, jadeando. En absoluto había pensado en matar a Gijan, aunque acababa de hacerlo, sin detenerse en su momento a sopesar si debía actuar de ese modo, y eso era lo que le había salvado. De haber disparado Gijan algunos cartuchos más, habría sido suficiente.
Volvió a atisbar la playa. Voces. Cerca. Había un poco de mar corriendo aún contra la resaca, si bien la marea se estaba imponiendo ya y le llevaba hacia dentro. El pasaje era una mancha oscura en la blancura rizada del oleaje.
Tenía que alejarse deprisa ahora porque los hombres que estaban al norte se estarían dirigiendo hacia los disparos. Izar la vela les proporcionaría un blanco. Debía aguardar a que la corriente, lenta y constante, le llevase.
Algo golpeó el fondo de la balsa. Se repitió. Warren se puso en pie y afirmó el rifle. La tablazón entrechocaba según se internaba en las aguas picadas, próximas al pasaje. Un ser grande y oscuro emergió y describió un giro enorme. Los ojos le miraron y las piernas, que habían crecido partiendo de las aletas, pugnaron contra la corriente. El Pululante dio una virada, volteó en los remolinos del pasaje y se sumergió, girando la descomunal cabeza hacia la orilla. La laguna se lo tragó.
Warren utilizó el remo para desencallar la balsa de las rocas. El oleaje rompía a cada lado y las profundas franjas de la corriente succionaron la balsa con ímpetu inusitado. Warren oyó un grito a sus espaldas, un grito aislado, estridente, lleno de sorpresa. El fragor de la contienda resonaba más allá de la cresta y se perdió en el batir de las olas que corrían con fuerza delante de un viento del este, y él salió al océano oscuro, con la balsa elevándose velozmente y cabeceando al adentrarse en el mar encrespado.
Un fuerte estampido. Una lancha motora venía por detrás a gran velocidad. Warren se tendió en la balsa y buscó el rifle a tientas. Otro disparo pasó silbando por encima de su cabeza.
Aquí afuera le cogerían, sin duda. Apuntó hacia el lugar en el que estaría el piloto, pero, con el veloz oleaje, sabía que fallaría. Se produjo una descarga corta de restallante fuego de armas automáticas. Oyó cómo pasaban de largo los disparos, a distancia. Aunque no tenían que hacer puntería si disponían de suficiente munición.
La balsa viró a babor y la lancha giró para seguirla. Warren reptó hasta el borde, presto a deslizarse si se acercaban demasiado. Era mejor que ser reducido, incluso con los Pululantes en el agua.
La balsa gemía y se bamboleaba en el oleaje, mar adentro. Él alzó el rifle para apuntar y entendió que llevaba todas las de perder. Vio el chispazo de la boca de un arma y la cubierta le lanzó astillas desde el lugar donde hicieron blanco los disparos.
Warren aguzó la vista, entrecerró los ojos para enmarcar la diana y vio que algo brincaba inopinadamente por la proa de la lancha. Era de gran tamaño y fue seguido de otro, gravitó frente al piloto y se lanzó por encima del parabrisas en un movimiento único. Acometió a los hombres que estaban allí. Gritos. Una forma blancoazulada arrojó a un hombre por la borda y derribó a otro de un golpe. La lancha viró a estribor. Desde este ángulo, Warren distinguía al piloto, asiéndose al volante y agazapado, para eludir la restallante cola del Espumeante. El bote cabeceó, se refrenó en la mar picada y su motor rugió.
Se produjo una detonación del arma automática. El Espumeante brincó y fustigó al hombre con la cola. Warren se levantó de un salto y se balanceó contra el oleaje para afinar la puntería. Disparó al hombre dos tiros rápidos. La figura trastabilló, el Espumeante le golpeó con fuerza y cayó por la borda. El piloto miró hacia atrás y vio que estaba solo. El Espumeante dejó de colear y se quedó inmóvil. Warren no dio tiempo al hombre a pensar. Disparó a la mancha oscura que estaba al volante hasta que desapareció. La lancha quedó en silencio. Nada se movía.
De la costa llegaban gritos distantes pero no se oía ninguna otra embarcación. La lancha se alejó. Zozobraba. Warren pensó en el Espumeante que yacía muerto en ella. Trató de alcanzar la lancha, pero las corrientes los separaron aún más. Pronto se perdió en la oscuridad y la isla misma fue convirtiéndose en una sombra que emergía del mar.