S
e acurrucaron juntos en el ascensor de carga, abarrotado de armatostes.
—¿Estás bien? ¿Los ojos? —inquirió Nikka.
—Creo que estoy asimilando el cambio. Descansar me será de ayuda.
—Algo he oído sobre el error del técnico médico. Es común, se produce con facilidad:
Nigel sonrió.
—Es gratificante saberlo. Nikka aseveró:
—No creo que pueda arreglarlo.
—No, sin instrumentos de microcirugía, no.
—Recuerdo que el cerebro se adapta, sin embargo. Eventualmente, verás imágenes verticales.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Unos días.
—Hum. Me da la impresión de que ha pasado todo ese tiempo desde que salí alegremente con el sonriente Ted. ¿Por cuánto tiempo desaparecí?
—Medio día —respondió Nikka—. Vinieron a contármelo. Discutí con Ted, pero estaba ocupado. Carlos estaba allí.
—¿Cuál fue su reacción?
—De tristeza. Bajó a Viruelas en la lanzadera de la mañana, justo después de irte tú. Estaba informando sobre su nueva tarea. Es una oportunidad de poner en práctica su entrenamiento. Creo que quiere…
—Lavarse las manos de todo. Así es. Tú seguirás estando aquí, esperando, cuando él haya acabado.
—Nigel, eso no es justo.
—¿Quién dice que yo sea justo? Carlos está confundido, pero no es necio.
—¿No podemos olvidarlo? Con todo lo que está sucediendo…
—No, no podemos. Quizá tengamos que utilizarlo. —Él dio una palmada en el filtro médico que había entre ellos. El gemido del ascensor reverberó en el suelo de láminas metálicas. A Nikka le había llevado más de una hora desmontar el fraudulento artilugio hasta lo esencial, y después acomodarlo en una maleta de transporte. Su apartamento ya no era candidato a la Casa Maravillosa.
Confiaba en que el filtro funcionaría aún. Salir del apartamento fue también una temeridad. Ted no había puesto guardias en la puerta, pero Nigel estaba seguro de que alguien le pondría una mano encima si se dejaba ver en público.
—Vas a tener que mantener ocupados a los sabuesos mientras yo saco esto adelante —dijo él. Ella asintió.
—Nuestras probabilidades no son buenas.
—¿Y qué? No nos queda ninguna alternativa. Ted dará con nosotros en unas horas si nos quedamos.
El ascensor se detuvo con un gemido en gravedad casi nula. La puerta se abrió, revelando el cierre de popa de la nave. Nadie a la vista.
—Cruzaré furtivamente —dijo Nigel. Se deslizó en la oscuridad del soporte de la lanzadera. Nikka respiró hondo y fue en busca de la tripulación.
Viruelas era de un gris acerado. La recorrían largos filamentos blancos, rayas de los escombros de meteoritos arcaicos. Costras de rocas tachonaban los campos de hielo de un púrpura desvaído.
Nigel pudo sentir el frío a través del traje servoasistido. Avanzó cuidadosamente por la llanura aplanada. Nikka señaló el submarino esférico fondeado en la orilla de un lago verdeanaranjado.
—Ahí es donde el registro dice que Carlos está de servicio.
Nigel aceleró el paso. Llevaban entre ambos el filtro médico portátil.
Empezaron a resoplar por el esfuerzo. Las botas crujían sobre el hielo púrpura. Nigel se subió los ópticos para ver qué aspecto tenía la superficie sin aumentos. Era inhóspita, iluminada por un airado punto rojo. En lo alto, captó el suspendido borrón gris del Vigilante. La red de análisis del Lancer había dejado de llamar a la pequeña luna por ese nombre, pero él se negaba a hacerlo.
¿Había un destello cambiante donde el débil sol hería al arcaico casco? Parpadeó. Quizá fuera una faceta que captaba la luz. O, más probablemente, se recordó a sí mismo, le engañaba la vista. Estaba percibiendo, viendo mejor, pero seguía habiendo ilusiones, distorsiones.
Estaban a quinientos metros del aparato de inmersión. Nadie había intentado detenerles todavía. Se habían producido miradas inquisitivas de la tripulación de la lanzadera, pero Nikka había urdido alguna historia aparentemente plausible. Habían contado con el hecho de que no existía ninguna medida de seguridad, no había más que los guardias habituales en un buque naval corriente. Pero una vez que Landon y esa pandilla se figuraran a dónde debían haber ido…
—¡Eh! —Nigel se paró en seco, sobresaltado por el grito. Se volvió. No había nadie detrás. Provenía de una figura que corría hacia ellos desde el sumergible. En su casco titilaba sobreimpresa una ID codificada cromáticamente: Carlos.
—¿Cómo es que estáis bajando? Nigel no debería estar fuera…
—Te lo explicaremos dentro —dijo Nikka con rudeza, y empujó a Carlos hacia el sumergible—. ¡Deprisa!
Nigel jadeaba ostensiblemente bajo el negro firmamento. La marcha era difícil y algo en ella le satisfacía. No pidió ayuda a Carlos.
En el lago, las burbujas se hinchaban y estallaban para después volver a dejar la superficie cristalina y lisa bajo el fulgor mortecino de Ross 128. Junto al lago, un légamo amarillo se les pegaba a las botas.
—Desbordamiento —dijo Carlos—. Como desagüe de la marea, sólo que peor. El lago es amoníaco líquido en su totalidad, pero cada pocos días hay crecida. Sales de potasio, azufre, tendremos que limpiarnos en el cierre…
Nikka le indicó silencio. Miró para atrás, nadie les estaba siguiendo. Nigel se sintió seguro; ella tenía aspecto de poder entendérselas con cualquiera.
Les llevó más de diez minutos quitarse los trajes y llegar a la hendidura donde dormía Carlos. Se volvió hacia ellos, bloqueando la entrada y dijo:
—Ahora oigámoslo. Después de recibir vuestro mensaje comprobé el manifiesto de la lanzadera. Vosotros dos no estabais en él.
—Unas vacaciones de última hora —repuso Nigel—. Simplemente cogimos lo primero que salía de la ciudad.
Nikka sonrió tolerantemente.
—Puedes apreciar cuándo es desesperada la situación —dijo ella—. Siempre hace un chiste.
—Para eso sirven los chistes —alegó Nigel, estirándose en la litera de Carlos.
Descansó mientras Nikka relataba los embrollados acontecimientos. Disfrutó oyéndolo todo repetido desde otra perspectiva. Era especialmente agradable relajarse totalmente y dejar que alguien se hiciese cargo, como Nikka había estado haciendo desde que subieron a bordo de la lanzadera con gran aplomo. Ella se las había ingeniado maravillosamente bien para persuadir al piloto.
Aunque fuese descubierto, y no se llamaba a engaño en ese sentido, era delicioso estar de nuevo en movimiento y actuando.
Lo peor de la edad era el sentimiento de impotencia, de estar desgajado de la vida. Los de mediana edad trataban a los viejos con la misma condescendencia serenamente desdeñosa que empleaban con los niños. Esa actitud irracional era lo que había detrás de las acciones de Ted.
—Eres estúpido —dijo Carlos con aspereza—. Estúpido. Sea cual fuere tu opinión sobre lo que Landon estaba haciendo, le estás ofreciendo un gran caso al…
—Basta de eso, ¿eh? Si hubiéramos permanecido en el Lancer, ahora estaríamos nadando en una cámara. —Nigel se desperezó indolentemente, a pesar de que no estaba cansado.
—Tú, quizá. No ella.
—Estamos juntos —repuso Nikka simplemente.
—No necesariamente —alegó Carlos con cautela.
—Yo protestaría si Nigel fuera a las Cámaras. De no conseguir que fuese reavivado, le seguiría. Así no perderemos ningún tiempo de estar juntos.
—No creo que lo digas en serio —repuso Carlos—. Todavía tienes cosas que hacer aquí. Y, tú y yo, nos necesitamos también, tienes que…
—Todo se va a ir al carajo si empezamos con los rollos de siempre mientras el reloj corre —dijo Nigel apremiantemente—. Necesito refugio, Carlos. Ese es el quid de la cuestión. O me lo das o no me lo das.
Nigel observó emociones encontradas en la cara del hombre. Había planteado el clásico desafío del macho, desde luego. Interrumpir a Carlos y, abruptamente, cambiar de tema, para sacar ventaja. Generalmente no resultaba juicioso. Pero Carlos era una persona profundamente conflictiva, insegura de cómo responder a tales señales. Precisamente en esto había confiado Nigel: en que las respuestas, harto comprometidas, de cada sexo se amalgamasen, y que Carlos, en esta confusión, cediera. Nigel rememoró la idea de Blake sobre el ideal humano: el hombre y la mujer, de alguna forma, fundidos en el mismo cuerpo, ánima y animus unidos, entrelazados. Deseó que el poeta pudiese estar aquí para ver el resultado. Los sueños estaban mejor cuando no se concretaban.
Carlos escurrió el bulto.
—No puedo hacer nada. Dentro de unos minutos alguien…
—He cursado una queja formal. La he puesto en el comunicador de la nave desde nuestro apartamento. Eso tiene que ser oído, ni siquiera Ted puede bloquearlo.
—Según las normas —agregó Nikka—, debe estar en la red abierta durante doce horas. Ha requerido una votación obligatoria, por lo que la gente no puede ignorarla.
Carlos asintió.
—Entonces no tenéis de qué preocuparos.
—No seas imbécil. Si Ted logra ponerme en aprietos antes de que se haya resuelto la votación, nadie correrá el menor riesgo por revivirme. Llevar la iniciativa constituye las nueve décimas partes del juego.
Nikka preguntó cavilosamente:
—¿De veras crees que lo haría?
—Sería tonto de no hacerlo. Ted me ve como a un baluarte de las fuerzas opositoras. ¿Por qué no eliminarme? Esta expedición se está agriando como cerveza vieja. Desea algo dramático para consolidar su nombre, imagino.
Carlos frunció el ceño.
—¿Cómo qué?
—Puede habérsele ocurrido que el Lancer es un arma condenadamente definitiva.
—¿Cómo? —Carlos parecía estar recobrando su equilibrio. Se puso en pie, comparando de modo manifiesto su corpulencia y fortaleza con la de los otros dos—. Mira, suenas más y más…
—¡Carlos! ¿Están contigo?
La voz procedía del audio general y llenó el pequeño camarote.
—Bueno, no les ha llevado mucho tiempo —comentó Nikka.
—Te ha cogido —dijo Carlos.
—Depende —repuso Nigel—. Todo el mundo está angustiado por la Tierra, concedido. Eso le da libertad de acción con nosotros. Nadie dará un adarme si nosotros…
—¡Carlos! —Luego, quedamente—. ¿Dónde demonios está? Creía que le habías visto entrar con ellos dos.
—Tengo que responderle —dijo Carlos.
Nigel asintió. Fue hasta un micrófono y lo conectó.
—Te estamos escuchando.
—¿Nigel? ¿Qué demonios te crees que estás…?
—Se diría que es bastante obvio.
—No me vengas con esa chorrada. Abandonaste el centro médico sin permiso, ignoraste la directriz aprobada por el congreso de la nave, luego…
—Por favor, nada de aburridas listas de pecados.
—El consejo te ordena dirigirte al CG, y…
—Olvídalo —repuso Nigel con acritud.
—¡Puerco bastardo! Te has escabullido una vez, pero maldita sea si dejaremos que nos hagas perder más tiempo ahora, cuando…
—Basta ya de actuar para la galería, ¿no te parece?
—¡Basta de actuar! Sí, eso es lo que vamos a hacer. Tengo hombres rodeando a ese sumergible. Van a entrar a menos que abras la escotilla y salgas. Eres sólo un viejo enfermo, y no queremos ser rudos. Pero esto es una crisis. Dispones de tres minutos.
Nigel apagó su transmisor personal.
—Parece que va en serio.
—Y bien en serio —dijo Carlos—. Vamos. No hay escapatoria.
Nigel dijo atropelladamente:
—Por supuesto que la hay. Llévanos abajo.
—¿A la abertura?
—Está previsto que hagas alguna correría en breve, de todas formas. Lo pone en el Programa de Actividades.
—Mi… mi copiloto no está a bordo.
—No estaremos abajo mucho tiempo —repuso Nikka razonablemente—. Esos de afuera se retirarán rápido cuando lo pongas en marcha.
—Pero, yo… —Carlos pasaba la mirada de uno a otro.
Nigel aguardó sabiendo que este era el momento crucial. El plan que había maquinado por el camino dependía de lo que Carlos hiciese. Nigel tampoco descartaba el utilizar la devoción del hombre por Nikka. Carlotta se había introducido paulatinamente en este extraño triángulo y después había dado un giro radical. Así sea; cada moneda tenía dos caras.
—Necesito tiempo para pensar. Nikka, ¿realmente deseas esto? —el hombre se agachó, escrutando con ansiedad los ojos de ella.
—No hay tiempo para eso —repuso Nigel apremiantemente.
—Mira, esto es una violación muy grave de las normas. Podías…
—Decídete —dijo Nikka—. Hemos tenido problemas, pero seguimos juntos los tres. ¿O no? —A Nigel le dio un vuelco el corazón ante el modo claro, apacible, en el que lo había expresado. Un poco tarde, pero…
Carlos se irguió.
—Bien. Puedo decir que tengo buenas razones personales. Y las tengo. Hay cosas entre nosotros, cosas que no he sido capaz de… —Sus palabras se perdieron. Luego dijo con determinación—: Tampoco voy a dejar que Ted me apabulle.
Nikka abrazó a Carlos. Nigel le puso una mano en el hombro. Carlos dijo hoscamente:
—Es probable que nos mate, apuesto a que sí.