3

—L

a lluvia había propagado los aromas de los jardines del crujiente grano, de las raíces, de la tierra recién removida, mezclándolos y atenuándolos todos. Nigel hizo una pausa en su abrumadora labor y miró hacia el morro de la nave, donde la esfera vital se reducía a un simple punto. Era como escudriñar el envés de un silagree de piedra, un pináculo invertido tejido por una araña enorme.

Se estiró para aliviar los músculos de la espalda. ¡Ah! Ahora apenas si podía resistir una hora de esta labor. Le dijo a Nikka que era por la apariencia de la cosa, para eludir comentarios sobre su incompetencia general en asuntos físicos, para evitar una estrecha variación del suelo, este 6CO2 + 6H2O, en vez de generar un feculento C6H12O6 + oxígeno destinado a una nueva combustión, tanto a bordo como en el cielo. Con el impulsor apagado no había ultravioletas dispuestos para que los ingenieros UV dejaran paso a los de la región óptica, por lo que habían vuelto a usar fosforescentes repartidos a lo largo del eje de cero g. Estos cables luminosos desprendían un fuerte resplandor que encontraba desagradable, pero las plantas crecían bien; una hoja es indiferente al foco de donde obtiene los fotones.

El Lancer estaba describiendo un largo rizo a través del sistema Ross 128, dando la vuelta para encontrarse con el gigante gaseoso y la apasionante luna. Él prefería pasar el tiempo lejos del parloteo de la Red de Operaciones. Volvió a inclinarse para arrancar los tomates de sus plantas. A su juicio, la principal virtud de las biosferas artificiales era la falta de malas hierbas, porque, de lo contrario, sería una pesada labor de…

—Podía oír tus gruñidos a cien metros de distancia —dijo Ted Landon.

Nigel se enderezó tan deprisa como pudo sin hacer una mueca y sonrió.

—Me gusta sudar un poco.

—Los chicos te echaron de menos en la red esta mañana.

—Imaginé que podíais apañaros sin mis gruñidos.

—Han llegado los últimos análisis de esa luna.

—¿De veras?

—Es un satélite de gigante gaseoso normal. De una insólita coloración púrpura, con algunos hielos tectónicos que forman crestas. Hay multitud de cráteres, también.

—Como Ganímedes. —No mencionó que él había tenido acceso a las anotaciones cartográficas y había obtenido los pormenores directamente, algunas horas antes de que lo hiciera la red.

—Sí, así parece. No obstante, estabas en lo cierto acerca del asteroide que la órbita.

Nigel siguió recolectando tomates. Ted se agachó y cogió algunos maduros.

—Un gran casco de duro acero en un costado —dijo casualmente.

—Un Vigilante, pues.

—Lo parece. Y también parece confirmar la Regla de Walmsley.

—Humm. Es un Vigilante, pero no da testimonio de que esta luna fuese alguna vez un emplazamiento vital.

—Voy a reducir tu provisión en la red. El primer caso claro para corroborar la regla, y falla. —Me alegro de no haber estado en la red, entonces.

—Sí.

—Como estar en una recepción de mucha pompa y descubrir que te has pillado el rabo con la cremallera. Ted se echó a reír.

—Es un caso digno de estudio, no obstante. ¿Eh? Ted se irguió y escrutó un tomate, meditabundo. Recuperando su tono más resuelto, agregó:

—No he venido por eso —dijo gravemente a Nigel.

—¿Oh? —Nigel se levantó, igualmente, contento de que hubiesen pasado de los movimientos de apertura.

—Carlos me ha contado que te estás tomando este asunto suyo muy a la brava.

—Quizá sea más fácil para los americanos. Pontífices de la alta tecnología, sin importar a dónde conduzca, y demás.

—Creo que te estás excediendo, ¿no?

—Es posible. —Siempre era mejor dejar algún área de incertidumbre, para un posterior compromiso una vez que el sujeto hubiese hecho valer su criterio.

—No eres el primero que se ha enfrentado a esto, sabes.

—Cierto.

—Creo que me gustaría verte probar con algunos de los entornos terapéuticos. Recibimos algunos nuevos en haz estrecho desde la Tierra, el año pasado mismo.

—Bien —repuso Nigel—, es posible que así sea.

—No sólo posible —dijo Ted serenamente, dando énfasis a cada palabra—. Sabes que no me gusta hacer más que sugerencias, pero los de sociometría numérica afirman que esta clase de cosas pueden irse de las manos.

—Creo que difícilmente…

—Me he expresado claramente. —Ted compuso una amplia sonrisa—. No podemos hacer esperar a nuestro ciudadano número uno, ¿eh?

Nigel se obligó a sonreír, también.

—Así es.

Ted le palmeó la espalda.

—Vamos a echar un trago.

—Debo terminar…

—Olvídalo. Ya te has hecho notar. Nigel sonrió irónicamente. Así pues, Ted estaba atento a eso, también.

—Así es.

Nigel permitió que lo sellaran en la vaina de adición sensorial. Había intentado disuadirles de usar los sensores médicos y transductores, pero los asistentes citaron su edad como causa para tomar precauciones. Las sesiones de terapia eran confidenciales, le constaba, así que, después de meditarlo, decidió que los datos médicos no le perjudicarían. Meramente querían cerciorarse de que no padecía de sobreestimulación.

Se sintió flotar, libre de sensaciones. Esto llevaría únicamente unas cuantas horas, y podría volver después al trabajo. Sintió cómo se activaban los empalmes de inserción, acoplándose directamente a las zonas sensoriales de su cerebro. Cayó más y más rápido en algo que estaba muy abajo.

… Sentado, sentado en una silla de mimbre. Le dominó el sopor. Peso de más, una panza en el centro, ropas apretadas. Un picor en el muslo derecho. Gradualmente, la habitación se materializó, emergiendo de la bruma.

Paredes de cristal vidriado, azulejos, un repiqueteo de cerámica según los camareros quitaban los platos de las mesas cercanas. Una pálida luz amarilla. Un sabor a ajo y mantequilla en la boca. Una imitación fina, elegante, de mantel bajo la palma de su mano izquierda. Murmullos de conversación de fondo. La humedad añadiendo peso a cada inspiración que daba. Una mujer al otro lado de la mesa, atractiva, que hablaba (se percató repentinamente) con él…

—No estamos haciendo nada —dijo Helen.

—Hemos visto muchas cosas —murmuró su marido a la defensiva.

—Las ruinas de Berkeley, el Monumento de los Huesos, los arroyos —repuso ella—. Después cenamos y nos vamos a la cama. Eso es todo. Y lo relativo a la cama no tiene gran atractivo, ¿verdad?

—Anoche mismo fuimos a Casa Sigma…

—Si no estuvieras conmigo, ya sabes, encontrarías sitios.

Robert hubo de admitir que era cierto. Fingió concentrarse en apurar el resto de su bebida y estudió la expresión de ella con ojos entornados. Se había teñido el pelo de azul y lo llevaba más largo hoy, la suave luz de la luna le daba un aire exuberante. A él no le gustaba mucho. Había armonizado su piel con un matiz blanco propio para la tarde, pero aquí, en la California bañada por el sol, no resultaba convincente porque uno sabía que tenía que ser artificial. Por otra parte, eso quizá fuera muy trivial en estos tiempos. Las finas arrugas de irritación que rodeaban su boca daban el tono de toda su expresión.

Por lo visto, poco podía hacer ella al respecto. Una hora después de una tonificación facial volvían, tan profundas como antes.

—Antes de salir de viaje dijiste que tomaríamos un baño de especias.

—Aquí no, Helen. Es ilegal. Espera hasta Japón.

—Bueno, debe de haber sitios aquí.

—Repulsivos, sí. Los americanos nos mirarían. Especialmente a ti. Aquí no llevan a las mujeres. Los americanos son rígidos. Es cómico, lo sé, pero…

—Tú eres el rígido. Él jugó toda su baza.

—Esos lugares están llenos de insectos. A los americanos les da igual. Ella parpadeó.

—Si yo estuviese sola en un lugar tan exótico como este, puedes estar seguro de que iría a toda clase de sitios así.

—Las danzas en moto… Ella se burló.

—Una pesadez. Son para turistas.

Él empezó a percatarse de su ira. Había gastado una buena cantidad de dinero para traerla en este viaje de negocios. Anteriormente, la había dejado atrás con frecuencia. Su conciencia había empezado a reconcomerlo al respecto últimamente. Décadas atrás, su matrimonio había sido el hecho central de su vida, una culminación. Esos sentimientos se habían esfumado. Se había visto atrapado por el cruel mundo competitivo de los hombres. Y había gozado con esa sensación de angustiosos conflictos, de aplastantes victorias tras los esfuerzos agotadores.

Sin embargo, se sentía en deuda con ella. Pero viajar con una mujer a la que no amas estaba resultando peor que vivir con ella.

Apuró la bebida y golpeó con el vaso en la tapa de mármol de la mesa.

—¡Vaya! —exclamó ella mordaz.

Él se levantó. La silla chirrió con aspereza y un camarero, sobresaltado, se acercó rápidamente. Roben hizo retirarse al hombre.

—De acuerdo —dijo en voz alta—. Encontraré algo. Tu sitio. —Escupió la última palabra.

Robert abandonó el suntuoso hotel y recorrió Ashby. Se sentía acalorado, ya fuera por la comida o por la ira, y caminaba deprisa. No se había apercibido del hombre delgado que se puso a su lado y dijo de manera obsequiosa:

—¿Quiere algo? —Robert se detuvo.

—Tengo a mi propia mujer —fue cuanto se le ocurrió inmediatamente.

—¿Un aperitivo, entonces?

—¿Qué?

—¿Un chico?

Fuertes, desconcertantes emociones le asaltaron. Apartó al hombre de un empujón e hizo un ruido tosco, incoherente.

Se alejó velozmente, produciendo sus pasos un desagradable taconeo contra el empedrado. Anduvo dos manzanas sin ver el revoltijo de neón que le rodeaba o reparar en las tiendas mugrientas.

Alguien le dio una palmada en el hombro. Se volvió para ver al mismo tipo demacrado, esta vez a una distancia prudente. El hombre tenía en la cara un aire de confianza cortés, astuta.

—¿Senso? —inquirió.

Robert se detuvo, sorprendido al descubrir que no seguía estando colérico. El paseo se lo había disipado.

—¿Cuánto?

Con el taxi y el hombre delgado como guía salió por más de mil yens. Robert sabía que el hombre había fijado el precio por encima del valor usual en la calle, por la expresión de su cara, pero daba igual. Esto suministraría una forma sencilla de terminar con la cháchara de Helen sobre «sitios» e, incluso, podía ser regocijante. Mejor de lo que había sido lo real durante largo tiempo, al menos. Dio la vuelta para recoger a Helen.

Los tres tomaron una ruta hacia el norte hasta Richmond, por sobre un canal fangoso con una costra de sal consecuencia de las tierras baldías al norte. El taxi traqueteó por calles sinuosas y se detuvo en el exterior de una destartalada cabaña con exiguas luces anaranjadas fuera.

—Perfectamente fantasmal —murmuró Robert entre sí, pero Helen no replicó.

Subieron por unas escaleras de madera que crujían y por debajo de un panel calórico agujereado que se había medio desprendido del tejado.

—¿Es comercial? —preguntó Helen y se cogió del brazo de él.

—Por supuesto que no —respondió el hombre, envarado, apartándose de ella—. Aquí es ilegal.

Cruzaron un suelo de linóleo, a través de dos estancias vacías. El guía deslizó una llave en una cerradura y se descorrió una pared. Esto les dejó en una habitación iluminada de rojo con dos sillas vidriosas, anatómicas, entre una maraña de elementos electrónicos. Un asistente de aspecto aburrido se levantó de un sofá donde había estado viendo una 3D. Ayudó a ambos a colocarse en las sillas. El equipamiento parecía razonablemente nuevo. Poseía los insertores cerebrales que Robert había visto en los anuncios europeos. Su opinión del lugar mejoró. Helen formó un alboroto por el ajuste de los acoplamientos en el cuello y las muñecas, y luego se sosegó para el primer pase.

El primero fue una incitación, un hors d’oeuvre erótico. Un hombre de mediana edad se reúne con una mujer más joven en un restaurante. Tras el consabido tira y afloja social, van al apartamento de ella. El senso consistía en un extenso preámbulo y algunas fantasías, aunque las partes gráficas eran convincentes y vividas. Él sintió el lánguido roce de satén de la piel femenina, el empuje delicioso de músculos jóvenes, el olor a almizcle, una lujuria desenfrenada creciendo en el hombre. A Robert le gustó la obra en conjunto, aunque el peinado de la mujer le recordaba a algo conocido que, en buena medida, le desbarató las asociaciones. Supuso que el guía había escogido esta en particular porque el hombre se asemejaba bastante a él mismo y utilizar a una mujer más joven suscitaría las imágenes personales de ambos bandos. Se sonrió ante la ocurrencia.

Cuando acabó, se encontró jadeando ligeramente y dijo: «Adecuado», como si estuviese experimentado en esto.

—¿Y eso es todo? No es muy…

—No, no, el plato viene a continuación.

Comenzó. La escena era una calle anticuada al anochecer. Un hombre se aproximó a una mujer que esperaba el autobús. La mujer llevaba prendas muy bonitas y un tocado de adorno, desfasado tres décadas, que le ensombrecía el rostro. Hubo poca conversación. Mucho era lo que expresaba la chulería del hombre, la prominente cadera de la mujer, un ardiente intercambio de miradas. A la luz en declive de la puesta de sol, sus caras estaban oscurecidas y una farola captaba únicamente matices sugerentes de sus expresiones, estableciendo un tono de energía erótica en aumento.

Ella respondió a una inclinación de la cabeza de él y una invitación musitada. Robert disfrutó este coqueteo ardoroso, casual, le era grata la sensación de un cuerpo esbelto, musculoso. Al hombre lo inundaba de fortaleza su magnífica complexión, esa tirantez y fuerza que menguan con la edad.

Caminaron una corta distancia hasta el apartamento de él. Estaba acondicionado y se adaptaba a la apostura morena, intimidatoria, del hombre. Él se desvistió primero, mostrando un pecho fornido y vello corporal crespo, negro. La disposición de la luz se proyectó de una manera misteriosa cuando ella se reclinó. La excitación gravitaba sobre sus ademanes.

El hombre se miró en un espejo cercano de cuerpo entero. Esto era para consolidar la identificación con el personaje, pero, al ver la cara al completo, avivó la memoria de Robert con un inusitado estremecimiento. La apariencia esquiva del hombre, el sofá raído del rincón, una familiar acuarela francesa junto al espejo…

El hombre inició los preámbulos entre las piernas de la mujer y la sensación húmeda de la cama llegó hasta Robert mientras se debatía con los recuerdos.

«Vaya». El pensamiento de Susan, anulando la entrada del senso, le sobresaltó. El hombre estaba haciendo su efecto.

«Demasiado crudo para mí», pensó con vehemencia, esperando penetrar la avalancha de sensaciones que podía experimentar entre ellos. «Me gustaría interrumpirlo».

El hombre se conducía diestramente, con habilidad fruto de la práctica. Sí, pensó Robert para sí, era habilidad, técnica. Mera técnica. En su momento había creído que era pasión tan plena y nueva como la de la mujer. No había considerado el hecho de que el hombre de pecho fornido era seis años mayor que ella, y mucho más sofisticado.

«No. Quiero quedarme. Concéntrate. Puede ayudarte», concluyó ella secamente.

«Realmente creo…».

«No. Si lo interrumpes se detiene, ¿verdad? Y yo quiero proseguir».

Robert sabía que podía extraer las conexiones, terminar con esto ahora. Alargó la mano hacia los insertores, cogió uno, y se detuvo. Algo en su interior deseaba que esto ocurriese. Se avivaron viejos recuerdos.

El hombre abrazó a la lánguida mujer y sus manos la recorrieron, expertas. La mujer —una muchacha, en realidad— se puso de costado a una orden de él. Los movimientos de ella poseían una fresca calidad a pesar de lo artificial de la situación. Para fijar la identificación de Helen con el papel, se miró en el espejo.

Sintió el súbito ramalazo de estupor de Helen.

«Es… eres… tú».

«Era yo. Hace más de treinta años». La muchacha acariciaba el cuerpo oscuro, musculoso y Robert captó el temblor de excitación que asaltó a Manuel, el hombre.

«Pero yo… nunca me has contado… todos estos…».

«Te conocí mucho después».

«La cara, tu cara. Incluso con la edad y los cambios, puedo ver que eres tú».

«Cambié lo menos posible. Redistribuí el peso del cuerpo, alteré las hormonas…».

«Todo este tiempo…».

«Sí».

«Podías habérmelo contado».

«No. Mi cambio tenía que ser completo. Sin mirar atrás».

«Entonces, es por eso que no podías tener niños. Y yo creía…».

«Sí».

«Dios mío, no creo que pueda…».

Pero la oleada de emociones que la embargaron a ella atajó las palabras. Robert sintió la misma marea ascendente que hacía presa en él y no luchó. El ardor y los estentóreos gritos de décadas anteriores los dominaron a ambos.

Continuó llevándole a él durante unos momentos muy insoportablemente largos a un febril, hermético y simulado clímax.

En el silencio ulterior, las imágenes se desdibujaron, las cosquilleantes sensaciones se desvanecieron. Estaban abandonados, dos personas en las sillas vidriosas, los cables colgando de ellos.

Nada dijeron mientras Robert pagaba al hombre y se metían en el taxi en dirección al hotel.

—Es indignante —dijo Helen—. Averiguar de esta forma…

—La práctica es común ahora.

—No entre la gente que conocemos, no… —Ella se detuvo.

—Tenía que ocultarlo. Me trasladé posteriormente, a Chile, donde nadie sabía que me había hecho el Cambio.

—¿Cómo, cómo te llamabas?

—Susan.

—Ya veo —repuso ella rígidamente.

Qué esperaba, pensó él amargamente. Que hubiese cambiado Roberta por Robert, como en algún chiste malo.

—Así que eras del tipo de mujeres que hacen cosas como ese senso.

—Para él, sí, lo era.

—Él era repulsivo.

—Era hipnótico. Ahora lo entiendo.

—Debía de serlo, para llevarte a hacer cosas degradantes como…

—Qué es más degradante, ¿hacerlas o tener necesidad de ellas?

Ella crispó el rostro y él lamentó haberlo dicho. Ella alegó con amargura.

—No soy yo quien necesita ayuda, recuerda. Y no es de extrañar…, no eres realmente lo que todo el mundo creía, ¿verdad?

Él ignoró su tono.

—Lo he hecho bastante bien. No tenías ninguna queja al principio, según recuerdo.

Ella guardó silencio. El taxi chirrió por calles mal iluminadas.

—Me has traicionado.

—Todo ocurrió mucho antes de conocerte.

—De haber sabido que eras así, tan desequilibrado como…

—Fue una decisión que tomé. Tenía que hacerlo.

—¿Para qué? El hombre debe haber…

—Él… —Robert se interrumpió—. Yo le amaba.

—¿Qué fue de él, entonces?

—Se fue. Me dejó.

—No me sorprende. Cualquier mujer que… —Ella se estremeció y atravesaron su rostro emociones encontradas.

El taxi llegó al hotel. Los mendigos salieron renqueando de las sombras, Robert les rechazó. Ambos se encaminaron a la habitación sin mediar palabra. Sus pasos resonaron huecamente en los viejos corredores. Ya dentro, él se quitó el abrigo y se dio cuenta de que le palpitaba el corazón.

Ella se volvió hacia él resueltamente.

—Quiero, quiero saber cómo era. Porque tú… Él la atajó:

—El proceso era espinoso entonces. Manuel me había abandonado. En aquella época creí que había dejado de amarme, pero, mirando atrás, sintiendo lo que esta noche…

—¿Sí?

—No lo sé. Puede que se hubiera cansado de mí.

—Pero algo te hizo…

—Sí. Todo resulta tan lejano ahora, no puedo estar seguro de lo que sentí. Es como si hubiese una bruma entre yo y ese senso.

—¿No lo reconociste hasta…?

—No, no lo hice. Pasé dos años de droga, depresión, terapia, insertores. Olvidé tanto. El esfuerzo de mi cuerpo…

—Todavía no… quizás ese hombre, era tan obsequioso, debe de haberte hecho cosas para llevarte a desear cambiar.

Robert meneó la cabeza. Se volvió bruscamente y fue al baño. Permaneció allí largo tiempo, dándose una ducha y dejando que el agua caliente erradicase la noche y diera un matiz rosáceo a la piel. Se contempló a sí mismo y pensó en lo que los años habían hecho a los músculos y la piel. Sentía su cuerpo pesado, voluminoso y extraño como una máquina. Se preguntó qué habría sucedido si esa muchacha, vagamente recordada, no hubiera…

Cuando volvió al dormitorio las luces estaban apagadas. Fue hacia la cama despacio, vacilante, y oyó el leve susurro de las sábanas.

—Ven aquí-dijo ella. Le tendió la mano.

—Tú… tú has sido bueno conmigo. —Una caricia apenas iniciada—. Supongo que no puedo… culparte por un pasado que habías… borrado, incluso antes de que nos…

La besó. Ella murmuró:

—Eras más débil entonces, ya sabes. Creía que era sólo la juventud, la inexperiencia. Pero te volviste fuerte durante los años siguientes. Recuerdo que estaba sorprendida.

Él vio a dónde iba a parar y dijo:

—Gracias a ti.

Y era cierto. Ella estaba empezando a darse cuenta de que fue ella, y los primeros años gloriosos de matrimonio, lo que le habían convertido verdaderamente en un hombre. Y esta constatación la estaba liberando de su encontrada vorágine de emociones.

Ella probó las cosas que había hecho tantas veces antes. Para sorpresa de él, se produjo alguna respuesta. Las hondas impresiones del senso quizás habían penetrado en él y hallado alguna reserva.

Un calor húmedo creció rápidamente en ella y él prosiguió, ejecutando los viejos movimientos que sabía que darían su fruto. Ella fue más deprisa. Una parte de él mantuvo un tibio interés, el suficiente para hacer convincente la actuación. Ella jadeó, y volvió a jadear. Algo, en el curso de esta noche, había hecho que su vorágine de emociones se condensase en este acto, algún acicate había brotado del senso y la conmoción. Ahora respondía a él como si se tratase de algo exótico.

Robert se acordó inusitadamente de Manuel. Dios, espero que esté muerto ya. Sería mejor si se daba la posibilidad de que la vida lo hubiese abandonado para siempre. La terapia había borrado y suprimido a Manuel. Los terapeutas estaban muy convencidos de que era lo mejor.

Helen se movía enérgicamente debajo de él, tratando de provocarle una pasión que ya no sentía. Cristo, pensó. Experimentó una nueva empatía hacia ella, por la ayuda que ella pudiese hallar en esto.

Repentinamente, se sintió por encima de los cuerpos entrelazados que se afanaban en la cama. Vio la pasión desde una perspectiva elevada aunque sin menoscabo alguno, una doble visión de sí mismo. Era como las múltiples capas de la impresión que uno tenía en el senso, la impresión de ser varias personas a la vez. Pero más extraña y más honda.

Vio que el simple hecho de la cópula estaba rodeado de un aura, un halo diferente de asociaciones para cada sexo. Un acto de esencial autodefinición.

Ciertamente era difícil expresar cuan profunda era la diferencia.

Experimentó un choque y volvió a pensar en Manuel. La muchacha vivaz, confiada de allí… ¡había deseado a Manuel tan desesperadamente! Y, cuando él se fue, el único medio de aferrarse a él era intentar, de una manera insólita, huir de sí misma y convertirse en lo que había querido retener.

Helen gimió y se apretó contra él, como para guarecerse en esta tormenta privada, y profirió un grito agudo, desgarrador. Él la acarició, lloró y, por primera vez en muchos años, vio verdaderamente de nuevo, en Helen, a esa muchacha de antaño, la otra margen de un ancho río silencioso que nunca podría volver a cruzar.