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rabajó durante dos días en el informe. El guardián le dio un bloc de papel y una corta pluma gruesa, y Tseng le dijo que escribiese en inglés. Warren sonrió ante aquello. Pensaban que cualquier marino tenía que hablar un par de lenguas, pero él nunca había tenido ningún problema, arreglándoselas con una y unas cuantas palabras recogidas de otras. Se aprendía más observando a la gente que escuchando todas sus peroratas, en cualquier caso.
Nunca se le había dado bien escribir y no pudo anotar muchas de las cosas referentes a los Espumeantes. Trabajó en el escrito en su celda, prestando oídos continuamente al resonar de nuevos motores u objetos grandes en movimiento. Era difícil precisar nada sobre lo que los equipos estaban haciendo. Se alegró de poder descansar a la sombra de la celda y meditar, comiendo los alimentos que le traían tan aprisa como podía sin dejar de saborearlos.
El mismo guardián sin barbilla que tuvo desde el principio venía una vez al día para llevarle a la orilla. Warren llevaba el balde de excrementos. El guardián no le permitía tomarse tiempo para enterrar los excrementos y le hacía tirarlos a la rompiente. El guardián permanecía en los matorrales de uva marina mientras Warren bajaba a la laguna. Probablemente tenía orden de no dejarse ver en la playa, supuso Warren. A barlovento de la isla había mucha hierba seca y algunas quebradas. Lechos secos de arroyos corrían hasta una serie de playas en forma de media luna, y Warren pudo ver que los equipos habían amarrado allí faluchos y otras embarcaciones pequeñas. Algunos de los pelotones habían colocado tiendas muy adentro en las quebradas, aunque la mayoría estaban vacías. El guardián le condujo de regreso por aquel camino. En una de las medias lunas de arena estaba varada la balsa de Warren, arrastrada por encima de la línea de la marea pero no anclada o amarrada.
A la vuelta del segundo día había algunas negruzcas golondrinas de mar suspendidas en el viento, dando gritos prolongados y graves. Algunas anidaban en las rocas a barlovento y otras en la hierba a sotavento. Las golondrinas de mar se descolgaban del viento y caían en picado sobre las cabezas de los hombres, recogiendo huevos de los nidos rocosos. Las aves graznaban y descendían cortando el viento, pero los hombres no alzaban la mirada.
A la mañana siguiente, el soldado sin barbilla vino demasiado pronto después del desayuno y Warren tuvo que alisar la colchoneta de dormir apresuradamente.
El guardián nunca entraba en la celda umbría debido al olor del balde que Warren mantenía junto a la puerta. Había descubierto que Warren no sabía nada de chino y, por ello, en lugar de darle órdenes, empujaba a Warren en la dirección que deseaba. Esta vez fueron al norte.
Tseng estaba supervisando a un equipo de trabajo en un punto a medio camino de la cresta en el centro de la isla. Saludó a Warren e indicó que el guardián debía permanecer cerca.
—¿Su informe?
—Está casi terminado.
—Bien. Yo mismo lo traduciré. Asegúrese de que es legible.
—Lo he hecho con letra de molde.
—Como los Espumeantes.
—Sí.
—Hemos duplicado sus métodos, ya sabe; y hemos largado varios mensajes a la laguna.
Señaló una zona al norte del paso entre los acantilados. Desde aquí, en la cresta, las sombras movedizas se veían diáfanas contra la arena. El suave verdor de la laguna era como un anillo y, más allá de él, estaba el azul intenso que iba hasta el horizonte.
—Ninguna respuesta —dijo con acritud Tseng.
—¿Cómo los arrojaron?
—Tres hombres, dos armados por seguridad. Después de tantos incidentes, temen salir desprotegidos.
—¿Fueron en eso? —Warren indicó un esquife varado debajo de ellos.
—Sí. Voy a complementar su trabajo con un conjunto de aparatos acústicos. Deberían de estar… Sí, aquí llegan.
Se oyó un zumbido procedente del sur y una lancha motora se adentró en la laguna dejando una blanca estela. Penetró entre los cardúmenes y bancos de arena; en su parte trasera un carrete estaba girando al sol, lanzando veloces dardos amarillos a los ojos de Warren.
—Dispondremos de un lecho acústico completo. Un método muy prometedor.
—¿Extraen sentido de eso?
Tseng se protegió los ojos del resplandor y se volvió para sonreír a Warren.
—Sus «canciones» de alta frecuencia constituyen un método básico de comunicación. Ya tenemos mucha experiencia con los delfines. Podemos conversar libremente con ellos. Aunque se trata de individuos con poco seso, desde luego. Mucho de lo que sabemos sobre las actividades de los Espumeantes y los Pululantes es gracias a los delfines.
Warren dijo con acritud:
—Mire, ¿por qué perder el tiempo con esa tontería? Déjeme salir y les preguntaré lo que desee.
—Eventualmente, puedo hacerlo —asintió Tseng—. Pero debe entender que los Espumeantes tienen motivos propios para no contarle todo lo que es importante.
—¿Cómo por ejemplo?
—Atención. —Tseng chasqueó los dedos a un edecán que se hallaba cerca. El soldado tendió un maletín de documentos. Tseng extrajo un conjunto de fotografías y se las alargó a Warren. La de arriba era una instantánea en color del estómago y pechos de una mujer. Había en ellos pequeñas hinchazones, bultos blancos en la piel bronceada. Uno de los bultos estaba en el pezón izquierdo inflamado.
Warren pasó a la siguiente, y la siguiente. Los bultos se hacían mayores y más blancos.
—Son muy dolorosos —dijo Tseng desapegadamente—. Una especie de larva se introduce en una glándula sudorípara y, en un día, comienza esto. La larva es mayor cerca de la piel, armada de agudas púas amarillas. El gusano gira según se alimenta. Las púas presionan contra los nervios. La víctima siente un dolor súbito, intenso. Al cabo de otro día la víctima está histérica e intenta arrancarse la larva. Estas son pequeñas. Hay informes de larvas mayores.
En una fotografía, las heridas abiertas estaban sangrando y secretando un pus blanco.
—Como una garrapata —comentó Warren—. Quémela. Use yodo. O cúbrala con un apósito para que no pueda conseguir aire.
Tseng suspiró.
—Cualquier ataque de esa índole y la larva libera algo, no estamos seguros de qué, en el flujo sanguíneo de la víctima. La paraliza para que no pueda seguir un tratamiento ulterior.
—Bueno, si…
—La larva aparentemente no respira. Toma oxígeno directamente del anfitrión. Si algo extirpa las espinas, una vez que están clavadas, la larva libera el paralizador y algo más, algo que transporta una especie de huevo, con lo que otra larva puede crecer en algún otro sitio. Todo esto en cuestión de minutos.
Warren meneó la cabeza.
—Nunca he oído hablar de ninguna garrapata o parásito así.
—Proceden de los Pululantes. Cuando están en tierra.
Warren observó cómo la lancha motora cruzaba metódicamente la laguna de lado a lado, girando el carrete. Sacudió la cabeza.
—¿Guarda relación con su apareamiento? No sé. No tiene sentido. Los Espumeantes…
—No han dicho nada al respecto. Interesante, ¿eh?
—Tal vez no lo sepan.
—Parece improbable.
—¿Qué es lo que pretenden escuchar, pues?
—El contacto entre los Espumeantes y los Pululantes. Algún conocimiento sobre cómo interactúan.
—¿No hay tratamiento para este parásito? ¿No pueden deshacerse de él?
—Posiblemente. Los centros médicos europeos están en ello ahora. Pero hay otras enfermedades. Se están extendiendo rápidamente desde los puntos de contacto cerca de Ning-Po y Macao.
—Quizá puedan cercarlos.
—Los seres están por todas partes. Vienen a tierra y las larvas son portadas por las aves, los animales, de alguna forma. Por esa razón hemos consumido nuestras reservas de combustible para venir hasta tan lejos.
—¿A las islas?
—Únicamente traban contacto en lugares aislados. Los incidentes detallados son de la dársena del Pacífico. Es por eso que hay aeronaves japonesas cerca de aquí, y soviéticas y americanas. Usted es americano, ¿no?
—No.
—Oh. De alguna forma creí… pero, no importa. Las demás potencias están desesperadas. Desconocen lo que está sucediendo y envidian nuestro liderazgo informativo. ¿Ha reparado en nuestra instalación al sur?
Tseng hizo un ademán. Warren vio en el extremo rocoso de la isla un abanico de esbeltas siluetas apuntando al cielo.
—Misiles antiaéreos. No desearíamos que nadie más explote esta oportunidad.
—Ajá.
La lancha motora rugía, abriéndose paso hacia la orilla oriental. Warren estudió la isla, reparando en dónde estaban ubicadas las tiendas y dónde trajinaban los hombres en equipos de trabajo y dónde impedía la visibilidad la jungla de matorrales.
—Si fuese listo no usaría una motora en la laguna.
—Los hombres no saldrían sin un medio de retornar deprisa. Comprendo su miedo. He visto…
Un asistente se aproximó, llevando un maletín. Habló velozmente en chino. Mientras Tseng le respondía, Warren contemplaba la lancha motora cruzando cerca de un banco de arena. Debajo, corrían las sombras, rápidas siluetas negras a la cristalina luz verde.
—Las lanchas han hallado algo inusual —le dijo Tseng, haciendo señas al asistente para que abriese el maletín—. Las olas lo arrastraron al acantilado.
En el interior, húmedos aún, había tres bloques blancos, romboédricos. Warren se agachó y palpó uno. Era liviano y de color perla, con las esquinas desigualmente vueltas.
—Material de empaquetar, supongo —dijo Tseng.
—Curiosa manufactura —comentó Warren—. Irregular. No forma dobleces.
—¿Procedentes de su naufragio, quizá? No importa. No puedo dedicarle más tiempo hoy, señor Warren. ¿O preferiría ser interpelado por su rango militar?
—No lo tengo.
—Eso dice usted. —Tseng hizo señas al guardián cercano—. Adiós.
Esa noche sintió una cosa oscura encima, martilleándole, que se movía y movía, su sombra era una ondulación de luz solar. La cosa nadaba pésimamente, se desplazaba en líneas rectas sin flexionarse, firme y preternatural, y dejaba caer metal que se asentaba en él, pesado y repulsivo. El continuo escozor de arriba cortaba y quemaba. Le sacudió un agudo zumbido que le llegó a los dientes con un dolor lacerante, y se volvió de costado. Luego se elevó saliendo y alejándose hasta algún lugar muy por encima de lo que ahora veía que era un motor. Percibió que el volumen de combustible era bajo, sintió el perezoso retumbar cuando apagaron las líneas y escuchó las bujías que tampoco funcionaban bien.
Le asaltaron súbitos pensamientos. Eso era: nada funcionaba bien. Los humanos eran grandes habladores pero aquí abajo, alzándose en la penumbra salobre, acertó a verlos arriba, en la línea costera y dentro de los botes a trinquete, movían sus bocas sin resultado alguno, rígidos y distantes, sus mandíbulas se abrían y cerraban inútilmente; humanos de uniforme —pero uniforme significaba igual y, ¿cómo podía nadie desear eso?—, las palabras caían muertas en el vacío que mediaba entre ellos. En Tokio nunca había aprendido una palabra de japonés, y aquí Gijan se había hecho el mudo sin que a Warren le importase, y ahora los chinos intentaban hablar con los Espumeantes —¿quién deseaba algo que no iba a poder expresar?— y cada forma de vida poseía su propio lenguaje privado.
Se volvió de nuevo y sintió a su esposa durmiendo pegada a él, cálida, húmeda y, después, encima de él como a ella le gustaba. Ella apretó hacia abajo también como ese metal que caía y se extendía, ese metal que la máquina martilleante repartía por la laguna, plomiza, oscura y descendente. Ella rodó fácilmente sobre él, pesada y, sin embargo, suave y su cabello se posó sedoso sobre su cara y en sus ojos. Moviéndose en las sombras, el rostro era un conjunto de planos que se intersectaban, delgados y blancos, y él se llevó su cabello a la boca y lo probó. La sal y el almizcle eran como su sexo, más abajo. Palpó los planos inclinados de ella y se acordó de que ella se había apartado de él cuando deseaba su peso más que ninguna otra cosa. Y el cabello se mecía por su cara y su sabor. Hacía años, ella se había desembarazado de todo eso y era ahora un hombre. La suavidad era ahora una molicie de músculos y los órganos… mirándola con ojos entrecerrados en la playa desde la distancia, no había sido capaz de distinguirlos, eran sólo un tachón oscuro, los órganos eran, a la postre, un detalle; pero el acto del cambio había constituido la enorme diferencia final. Había deseado su peso. Y su cabello meciéndose sobre él, y su sabor.
Cuando despertó, la colchoneta estaba húmeda de sudor. Fue a tientas en la oscuridad buscando la mesa que estaba volcada para ocultar la pared opuesta, y este plano liso de madera le devolvió el presente, con lo que no tuvo que pensar en el pasado. Mas se acordó del escozor encima y comprendió cuánto aborrecían ellos lo que estaba sucediendo en la laguna.
Ella vino de nuevo y yació sobre él mientras experimentaba el peso descomunal del agua por encima. Se preguntó cómo sería vivir en un elemento estratificado con un límite en lo alto, un lugar al que ir a mirar alzándose, saltando desde el fondo del Mundo, con formas móviles en la delgada sustancia que hay por encima del agua. Nubes, hechos en suspensión que comportan la existencia de, al menos, dos elementos en el mundo; el primer reconocimiento de material que se podía manejar para hacer los instrumentos que conocíamos que, en su momento, podían ser utilizados. Las nubes se abren, podemos ver luces. Todo el tiempo pugnando por alcanzar la tierra, donde las cosas estaban siempre secas y era posible más ciencia. Fabricaba la primera arena endurecida, seguías mirando hacia arriba, veías y estudiabas las estrellas… según preservábamos la luz y, con ello, conocimos el origen distante de piedras que caen en el Mundo… Los habían metido en un Mundo falso, ¿una nave?, y trasladado lejos. Sobrevivir en un viaje de muchos años dentro de una máquina automática requería una fuerte organización social, cuando los animales que no están vivos pero engullen —¿una especie de robot cazador?— los llevaron lejos de sus mares nativos y, en el transcurso de largos años, empezaron a cambiarlos, trastornando su apareamiento y su época de procreación agua amarga cambiando a los recién nacidos su canción se aleja de nosotros, mata a muchos… Hasta que, finalmente, hubo corrientes nuevas y nadaron débilmente en un océano nuevo extraño como nuestro Mundo aunque no Mundo de afuera. Sus jóvenes se diseminaban y se comportaban extrañamente, atacaban barcos, cuando debieran estar tomando parte en una cacería arcaica, genéticamente estipulada, de grandes animales de superficie. En sus océanos nativos, la caza desencadenó el ir-a-tierra, pero, en la Tierra, se estaba dando una grotesca versión de ella, traían naves del mar, y ahora los jóvenes sufrían heridas, en tanto que sus mayores, los Espumeantes, intentaban dar un sentido a su caos y desesperación. Habían despejado el área próxima a esta isla expulsamos a los jóvenes, el acto nos mastica pero no acaba con nosotros pero ahora era competencia de los humanos, no de los humanos en barcos os encontramos en las pieles que amáis, no podemos cantar para vosotros pero en esta isla… y quizá los Espumeantes hablarían solamente con humanos que estaban solos tu especie no puede oír a menos que seas uno pero los Espumeantes flaqueaban, no podrían proteger la isla perpetuamente pueden ser masticados por vosotros pero hay muchos, muchos de ellos y Warren supo de su desazón ante las lanchas motoras de la laguna, un signo para los Espumeantes de que la ciega, necia especie de los humanos había regresado. Hombres que no llegarían a saber lo suficiente, que no podrían impedir a los Pululantes que atacasen ahora están doloridos por las pieles-que-se-hunden más de lo que lo habían hecho anteriormente están locura están viniendo y os mastican otros duran.
Dio vueltas y vueltas, golpeándose contra la pared, y despertó. Buscó a su esposa con la mano pero había desaparecido. Había dado con nuevas ideas, comprendía más, sí; pero en el frío previo al amanecer se ovilló formando una bola pequeña, procurando dormir de nuevo, pues en el sueño había sido más feliz de lo que recordaba haber sido nunca.
Antes del alba su celda retumbó y un trueno cayó del cielo. Se despertó y miró por las ventanas a través de la pesada malla de alambre. Muy alto en la negrura, cosas luminosas se desplomaban y estallaban en auras azules, carmesíes, para deshacerse luego en la nada. Llegaban distantes truenos sordos, mucho después de que los relámpagos se hubiesen esfumado y los sonidos, a continuación, se perdían en el batir sobre el acantilado.
Por la mañana, el soldado sin barbilla vino de nuevo y cogió el plato de hojalata que Warren había rebañado. Al soldado no le gustaba su cometido y dio dos empellones a Warren para enseñarle hacia dónde caminar. Primero fueron a la playa con el balde de excrementos, que ahora contenía más porque el cuerpo de Warren ya no absorbía casi toda la comida. Desde la playa, contempló los pequeños queches y catamaranes con motor que permanecían cerca de la costa mientras largaban algo al agua, dejando caer por la popa cajas que yacerían sobre el fondo y, Warren estaba convencido, informarían del paso de sonidos y movimientos.
El guardián le llevó al norte y al interior de la isla, justo fuera de la vista del acantilado. Tseng estaba allí con una multitud y todos estaban contemplando las verdes aguas desde muy atrás entre los árboles.
—¿Los ve? —preguntó Tseng a Warren cuando se hubo abierto camino por entre el grupo de hombres y mujeres.
Warren tendió la mirada más allá de la brillante arena blanca que hería los ojos y vio formas de un azul plateado que saltaban.
—¿Qué es…? ¿Por qué están haciendo eso? —inquirió.
—Les estamos devolviendo sus señales acústicas. Como una especie de prueba.
—No es sensato.
—¿Oh? —Tseng se volvió con interés—. ¿Por qué?
—No sabría decirlo, realmente, pero…
—Es una técnica de progresión. Interpretamos sus canciones, apropiadamente moduladas. Vemos cómo reaccionan. Los delfines, eventualmente, se comportaron bien con esta aproximación.
—Estos no son delfines.
—Así es. Sí. —Tseng pareció perder interés en las formas chapoteantes de la laguna. Se dio la vuelta, las manos pulcramente a la espalda, y condujo a Warren por entre un grupo de consejeros que les rodeaban—. Pero debe admitir que están dando una especie de respuesta.
Warren increpó.
—¿Hablaría usted con alguien si no dejan de meterle el dedo en el ojo?
—No es una buena analogía.
—¿No?
—No obstante… —Tseng aflojó el paso, escrutando el agua espejeante a través de los matorrales y las palmeras—. Usted es el único que ha conseguido material sobre cómo vinieron aquí. Fueron capturados y realizaron un largo viaje para luego ser arrojados al océano. Usted consiguió eso. Antes no tenía noticias al respecto.
—Ajá.
—Tiene cierto sentido. Peces como esos… pueden hacer mensajes impresos, sí. Han demostrado que pueden servirse de nuestros pecios y realizar algo semejante a la impresión electrostática bajo el agua, incluso. Pero ¿construir un cohete? ¿Una nave que atraviese las estrellas? No.
—Alguien les trajo.
—Estoy empezando a creerlo. Pero ¿por qué? ¿Para propagar estas enfermedades?
—No lo sé. Déjeme salir y…
—Más adelante, cuando nos hayamos cerciorado. Entonces sí. Pero mañana tendremos más pruebas.
—¿Han contado cuántos hay ahí afuera?
—No. Es difícil seguirles el rastro. Yo…
—Son muchos menos ahora. Puedo apreciarlo. ¿Sabe lo que ocurrirá cuando los expulsen?
—Warren, tendrá su oportunidad. —Tseng le retuvo con una mano en la manga—. Sé que ha pasado momentos difíciles aquí y en la balsa, pero, créame, somos capaces de…
Gijan se aproximó, llevaba algunos trozos de papel. Parloteó algo en chino y Tseng asintió.
—Me temo que nos interrumpen una vez más. Esos incidentes de la noche pasada, ¿los vio?, nos han involucrado. Un grupo de investigación, en… Bueno, los americanos han sido humillados de nuevo. Sus misiles fueron abatidos fácilmente.
—¿Está seguro de que aquellos chismes eran suyos?
—Son ellos quienes se están lamentando, ¿no es obvia la conclusión? Creo que ellos y también, quizá, sus lacayos, los japoneses, han descubierto lo mucho que estamos progresando. Con sumo agrado sacarían un provecho nacionalista de los Pululantes y sus larvas. Estos mensajes —agitó un fajo de ellos— son más noticias diplomáticas. Los japoneses han dado a mi gobierno un ultimátum de alguna índole. ¡Ja! ¡Imagíneselos…! —Resopló despectivamente.
—¿Cree que poseen fuerzas cerca de aquí? —preguntó Warren.
—Es improbable. Otras potencias, sin embargo… —Ojeó a Warren—. Falta uno de nuestros hombres.
—¿Oh?
—Imaginamos que se escabulló para ir a pescar anoche. En la playa… nadie es lo bastante estúpido para salir al agua solo, ni siquiera un soldado. No regresó.
—¡Ah! Los Espumeantes generalmente se van más allá del acantilado al anochecer. No debiera haber nada en la laguna por la noche. Pescar es peligroso, en cualquier caso.
—Un soldado no lo sabría. Quizá pensó en conseguir carne fresca. Comprensible. —Tseng frunció el ceño por un instante y después dijo formalmente—: Estoy seguro de que incluso usted entiende que esto forma parte de un juego de mayor envergadura. China no desea, por supuesto, utilizar a los Pululantes contra otras potencias. Aunque supiéramos cómo hacerlo.
—Yo no sé nada al respecto.
—Pero creí que era americano.
—No creo haber dicho tal cosa.
—Ya veo. Creo que es hora de hacer que el suboficial Gijan le lleve de vuelta a su habitación.