P
roción era una refulgente estrella blanca F5 con una compañera binaria insignificante, anodina. La nave en vuelo de pasada enumeró los planetas y midió el viento estelar, antes de aproximarse al único planeta interesante, del tamaño de la Tierra. Estaba moteado y tachonado de nubes. Un océano envolvía el planeta de polo a polo, no había tierra. El vasto mar mostraba extrañas líneas de emisión química. La sonda comprobó y volvió a comprobar y, en una tormenta cibernética de confusión, retransmitió la respuesta. Este mundo estaba anegado de petróleo. ¿Habían sido presionadas hasta la superficie las reservas de la roca? ¿O se condensaban los elementos orgánicos del aire de esta manera? Era crudo de baja calidad, salobre y alto en azufre. Discurría en mareas y giraba en embudos bajo tormentas torrenciales. La evaporación del agua regulaba el ciclo climatológico, pero el petróleo era el fluido de superficie relevante.
Nada vivía en ese mar.
Ninguna esfera pétrea orbitaba el mundo.
Pero a su alrededor daban la vuelta vehículos destartalados, deteriorados. La sonda pasó veloz junto a uno y vislumbró un objeto cuadrangular, color estaño. Poseía velas solares, parcialmente desplegadas. Ninguno de los extraños objetos mostró la menor señal de haber detectado al intruso que pasaba. Había miles de ellos en órbita. Unos cuantos descendieron a la superficie mientras la sonda observaba. Unos cuantos ascendieron desde plataformas de lanzamiento que flotaban en el mar. Al concluir su arco ascendente, extendieron bolsas inmensas con forma de lágrima. Emprendieron órbitas de larga duración y los penachos anaranjados de sus motores menguaron hasta desaparecer.
Órbitas estacionarias. Por el promedio de lanzamientos era fácil estimar cuánto tiempo se habían estado acumulando los miles de vehículos: varios siglos. Su cargamento era, evidentemente, petróleo; la sonda distinguió arácneas estaciones de bombeo flotando debajo.
El convoy estaba esperando, tal vez, hasta que cada nave estuviese repleta. Pero ¿adónde irían? No había nada más en el sistema Proción, salvo gigantes gaseosos y lunas muertas. ¿Cuánto les llevaría alcanzar cualquier destino ulterior?
Nigel yace mudo, ciego e impedido en su sofá y, por un momento, no siente nada salvo el silencio indistinto. Se aglutina en él, eliminando el vago roce de las terminaciones que se adhieren como lampreas a sus nervios y músculos, amplificando cada movimiento, un abrazo opresivo, y…
… bang…
… se zafa de los cables de sujeción, lo inunda un torrente de visión-sonido-gusto-tacto, un tumulto de sensaciones tan fuerte e inusitado que se sacude con el impacto. Se halla servoasistido en una anguila que nada, colea y se zambulle en una danza ululante de protones. Su cuerpo está a trescientos metros de distancia, a salvo detrás de moles de roca. Pero la anguila es suya, la anguila es él. Se estremece, sacude y retuerce, deslizándose por hebras fláccidas de campos magnéticos. Para Nigel, es como nadar.
El torrente se precipita a su alrededor y siente su punzante respiración, hojas de otoño que queman. Nigel cae en picado en un brillo naranja cegador, siente que su dominio del robot servoasistido crece según adquiere percepción de él. El espléndido aparato está envuelto por una crisálida de campos magnéticos circunvalantes que repelen los protones, lanzándolos como en una antigua danza, una gavota demencial, con lo que las pesadas partículas no pueden crepitar y relumbrar sobre la chamuscada piel lisa.
Nigel distiende la piel, flexible y resistente, y se desliza a través de la turbulencia magnética de delante. Experimenta las líneas de fuerza magnéticas como manos gomosas. Se escora y acelera.
Chorros de protones evolucionan sobre él. Ejecutan una danza de colisiones unos contra otros, pero no reaccionan. La repulsión entre ellos es demasiado grande y, por consiguiente, este plasma no puede hacerlos arder, no puede hacerlos chocar con suficiente violencia. Hacer entrechocar meros protones desnudos es como intentar prender leña húmeda. Se requiere algo más o, de lo contrario, el estatocolector de la nave no logrará recolectar los átomos de hidrógeno simple, no logrará convertirlos en energía.
Allí… En la ululante tormenta, Nigel ve los puntos azules que son las claves, los catalizadores: núcleos de carbono que planean como gaviotas en una corriente ascendente de aire.
Brillan los fósforos que dividen la imagen, marcándole el camino. Flota y nada en el fulgor blanquiazul que fluye, a través de una lóbrega tormenta de iones que se fusionan. Contempla penachos de núcleos de carbono que acometen a los enjambres de protones, tejiéndolos para formar los núcleos de nitrógeno más pesados. El torrente se arremolina y aúlla junto a la piel de Nigel, y, en sus sensores, ve, siente y degusta el nitrógeno grumoso, indolente, mientras este da con un nuevo protón que se avecina; y, con el restallar carnoso de la fusión, los dos se cohesionan, se sustentan, se cimbrean como gotas de lluvia. Caen juntos, se amalgaman, se hinchan en un nuevo núcleo, aún más pesado: oxígeno.
Pero las verdes motilas de oxígeno son inestables. Estas frágiles formas se escinden instantáneamente. Chorros de nuevas partículas se abalanzan a través del fulgor circundante: neutrinos, rojizos fotones lumínicos, y más lentas, más oscuras, se aproximan las pesadas hijas del matrimonio: una nube inflamada, de un dorado abrasador. Un bamboleante isótopo de hidrógeno más pesado.
El proceso continúa raudo. Cada núcleo colisiona un millón de veces con los demás en un torbellino de la dimensión de un punto semejante a brillantes copos de nieve. Todo en el lapso de un parpadeo. Los copos surcan las líneas del campo magnético. Los rayos gamma se inflaman y chisporrotean entre las erráticas motas, como luciérnagas caprichosas. El fuego nuclear ilumina el largo corredor que es el propulsor principal de la nave.
Nigel nada mientras rompen sobre él las chispas de un blanco candente cual espuma. Al frente, divisa los puntos violáceos del nitrógeno y los oye quebrarse en carbono y partículas alfa. Así pues, a la postre, la larga cascada produce el carbono que la catalizó, carbono que iniciará de nuevo su andadura en la ululante ventisca de protones que llega desde el estómago delantero de la nave.
Con la ayuda del carbono, un átomo de hidrógeno interestelar se ha erigido a sí mismo desde un mero protón hasta, finalmente, una partícula alfa, grupo estable de dos neutrones y dos protones. La partícula alfa es la meta de todo ello. Escapa de la procelosa tormenta, llevando la energía que la fusión aporta el gas interestelar, de intenso color rubí, está desposado ahora, protón a protón, con el carbono como casamentero.
Nigel siente que un campo eléctrico en aumento tira de él. Se mueve para verter su excedente de carga. Llevar aquí un manto de electrones es fatal. Corriente arriba se hallan las fauces devoradoras de la antorcha, donde son absorbidos los protones entrantes, despojados de su energía cinética por los campos eléctricos. Las partículas son frenadas allí, traídas al interior de la nave para descansar, almacenada su energía fluyente en los condensadores.
Un ciclón aúlla detrás de él. Nigel nada lateralmente hacia las paredes de la cámara de combustión. El fuego de fusión que llamea a su alrededor no es nunca puro, no puede ser puro porque la escoria del cosmos se vierte por aquí, como cebada entrelazada con granos de granito. La lluvia atómica entrante salpica continuamente las paredes del flujo vital, aniquilando las hebras superconductoras orgánicas que hay allí. Nigel se impele contra los gomosos campos magnéticos y se lanza en picado a lo largo de la costra de las paredes moteada de amarillo y azul. En el fluctuante fulgor que relampaguea de infrarrojos y ultravioletas, avista la excrescencia escamosa que mengua los campos magnéticos y reduce el fuego nuclear de la tobera. Se distiende, se retuerce y hace virar a la forma semejante a una anguila. Esto sitúa al disparador de haces electrónicos en un radio de milímetros.
Se incendia. Un crepitar chisporroteante salta sobre la pared escamosa. La lengua corroe y perfora.
Los copos borbotean como brea, ennegrecidos y, finalmente, calcinados. La impetuosa corriente de electrones arrastra a los copos, revelando el azul acerado de debajo. Ahora las hebras superconductoras al descubierto pueden iniciar la lenta poda de sí mismas, la vida se desprende de su muerte. Sus moléculas de prolongadas cadenas orgánicas pueden alimentarse y crecer nuevamente. Mientras Nigel corta, gira y talla, observa cómo el carrete ahusado de fibras se deslía y amontona en remolinos. Finalmente, se alejan girando en la avasalladora tormenta de protones. Las fibras muertas chisporrotean y se inflaman donde son golpeadas por los protones entrantes y, posteriormente, con un retumbo en sus bobinas de recepción acústica, ve cómo son arrasadas.
Algo tira de él. Delante se encuentra la pala rugosa donde se disparan las partículas alfa energéticas. Se precipitan como luminosas avispas de jade. La pala las succiona. En el interior serán agrupadas, drenadas de energía para inducir megavatios de potencia para la nave. La nave se beberá hasta su última gota de inercia y las dejará atrás, una estela de átomos quebrantados.
Súbitamente, gira a la izquierda, Jesucristo, cómo puede…, piensa, y el campo de la pala lo fustiga. Un megavoltio por cada metro de cimbreante vórtice eléctrico se apodera de él. Enorme, veloz implacable se aferra a sus brillantes superficies. La abertura de la pala es una boca que acomete, aúlla. Chorros de átomos esplendorosos pasan por su lado en torbellinos, burlones. Las paredes próximas a él contrarrestan su movimiento incrementando los campos magnéticos. Las líneas de fuerza se expanden y arraciman.
«¿Qué es esto…?», es todo lo que tiene tiempo de pensar antes de que estalle cerca un punto hiriente. Su presencia, tan próxima a la estrella, ha alterado los porcentajes combinatorios. Si la reacción queda fuera de control, puede arder por el depósito recipiente, por la roca del asteroide, al otro lado, y cruzar con fuego corrosivo hasta la nave, hacia el domo vital.
Un rugido estentóreo. La pala tira de sus talones. Los iones se ponen al rojo blanco. Siente una punzada de advertencia. Tantean en su busca enredadas cuerdas magnéticas, solidificándose a su alrededor.
El pánico le oprime la garganta. Desesperadamente, hace fuego con su disparador de haces electrónicos contra la pared, confiando en que le facilite un impulso, un vector nuevo…
No basta. En torno a él, florecen y rugen y se inflaman los iones anaranjados.
Otra muerte.
—Muy mal —dijo Ted Landon. Nigel trató de enfocar la vista. Los artilugios terapéuticos le hurgaban y acariciaban como amantes mecánicos. Logró distinguir el ceño de Ted, y dijo en dirección a la imagen borrosa:
—Qué… intenté… volver para afianzar…
—No lo conseguiste.
Nigel yacía de espaldas, dejando que las sensaciones se sumieran en la inconsciencia. Sentía el cuerpo consumido y tumefacto.
—El…
—Destruido, perdido. El trazador muestra que golpeó la pared. La cuestión es que sufriste un gran choque retroalimentado en el sistema nervioso central cuando estalló.
—No puedo… mi cuerpo no parece el mismo.
—No lo será durante un tiempo. Eso afirman los médicos, en todo caso. La cuestión es que nunca antes se nos ha presentado esta lesión precisa. Los demás tipos salieron de esas oleadas. Tú deberías haber sido capaz de alejarte de ella. No había nada especial en esa oleada.
—Me… pasó de lado, supongo. No dejaré que ocurra…
—Me temo que esto te aparta permanentemente de las tareas manuales, Nigel. De ninguna forma puedo permitir que permanezcas en lista.
No se le ocurrió nada que decir, y, en cualquier caso, apenas podía esclarecer la confusión de impulsos distorsionados que le proporcionaban sus sentidos. Miró hacia la puerta de exop. La gente se apelotonaba en círculo, atendiendo mientras un médico hablaba en un murmullo quedo. Sintió que las lágrimas le corrían por la cara. Había perdido algo, algún equilibro interior; su cuerpo no era el mismo instrumento afinado que había llegado a tolerar tan fácilmente. De él surgió un sollozo desazonador. Buscó entre la gente y, en la parte posterior, un punto de reposo tranquilizador en los rostros arracimados, encontró a Nikka. Ella sonreía.