N
igel giraba lentamente en la Cámara de Sueño. No era un sueño auténtico, sino un soñar a la deriva, sin rumbo. Experimentaba leves tirones y oscilaciones según le hacían moverse los fluidos que daban masaje a sus músculos agarrotados, cuidaban de los tejidos blandos y arrugados, aseguraban un flujo regular de sangre y oxígeno. Los fluidos mantenían su nivel metabólico una fracción por encima del punto crítico que acarrearía la muerte.
Era como un nadar doloroso y laborioso, asido por corrientes que uno podía sentir sólo difusamente. Reposaba en lo húmedo, libre de la tarea de respirar, llenos los pulmones de una sustancia esponjosa que distribuía fluidos curativos y oxígeno burbujeante directamente en él.
De su piel manaba una nieve de copos y excrecencias, un torrente de impurezas. En su interior, la policía celular buscaba renegados.
Morir resultaba ser, con frecuencia, meramente una respuesta inadecuada al universo.
El modo más sencillo de que el cuerpo se defendiera contra los invasores era generando anticuerpos. Había fracasado, la evolución había forjado una respuesta más profunda. Generaba linfocitos asesinos, células blancas que atacaban a los invasores y hacían un molde de ellos.
Elaboraban elementos específicos, toxinas de corto alcance, variaban el veneno hasta que destruía al invasor. Mucho después de la batalla, los linfocitos portaban el molde de este intruso para reconocer y matar a primera vista a cualquier enemigo que regresara.
Pero esta respuesta inmunológica puede fallar. Por eso era peligroso comer carne. A menos que la carne estuviese bien hervida, alguna porción cruda entraría inevitablemente en la cavidad del cuerpo, a través de orificios en las membranas. Los linfocitos, entonces, desarrollaban una respuesta de eliminación de la proteína animal, dado que no era una célula humana.
El problema era que la proteína animal es muy similar a la proteína humana. Mientras los linfocitos recorrían los ríos sanguíneos, hallando y matando invasores, a veces cambiaban. La radiación o el calor podía dañarlos. Si los cambios fortuitos hacían que el molde de la proteína animal se asemejara a la proteína humana, los linfocitos podían confundirse. Atacarían a las propias células del cuerpo. Un suicidio celular. Cáncer.
Con la edad el cuerpo desarrollaba más y más moldes. Las posibilidades de un error catastrófico se incrementaban. Para combatir esto, el cuerpo intentaba desarrollar el llamado supresor de linfocitos, que podía controlar a los asesinos y detener su multiplicación. A menudo, esto fallaba.
Sin importar cuantas soluciones técnicas pudieran idearse para los problemas cardíacos y la degeneración de órganos, este nudo irreductible del problema persistía. Estaba arraigado en la naturaleza misma de las defensas del cuerpo envejecido.
A la evolución no le importaba si una medida preventiva se desmandaba, una vez pasada la edad de procrear. De hecho, tanto mejor. Constituía un modo sencillo de despejar el escenario, una vez que los actores habían desempeñado sus papeles.
La medicina del siglo veintiuno se preocupaba de las respuestas inmunológicas desenfrenadas, de cuerpos que se habían convertido en extraños para sí mismos.
Nigel percibía difusamente el discurrir de fluidos en su interior, buscando linfocitos desquiciados. Afuera, el mundo continuaba con su chirriar de grillo, el Lancer se acercaba a la velocidad de la luz, y pensó en el frío mundo que una máquina inteligente debe experimentar: frágil, árido, un laberinto de diseño lógico y minucioso, un espacio enrarecido y con rigideces geométricas. Muy distinto al mundo lechoso que lo nutría aquí, alisando la piel ahora arrugada como papel viejo de carnicero.
Este tratamiento prolongaría su período de vida, oxígeno libre para que pululase por las partes de su cerebro que ahora declinaban. Pero implicaba años en la nada, entontecido por las drogas, reducido meramente a unos cuantos días autopercibidos. Años restados del ritmo de los acontecimientos.
Ese gran borrador era más hondo que el sueño. Como cualquier tecnología nueva, te hacía la vida más llevadera, te aislaba de un hecho brutal y te dejaba con una visión desazonadora la naturaleza esculpía la mortalidad en sus hijos haciendo que se atacaran a sí mismos.