L
a debilidad hizo mella en él durante un día y no pudo caminar mucho. El chino le trajo comida fría en latas y leche de coco. Hablaron pero ninguno conocía una sola palabra de las dichas por el otro y pronto lo dejaron. El chino se señaló a sí mismo y dijo «Gijan», o algo parecido, por lo que Warren le llamó así.
Al parecer, Gijan había ido a la deriva hasta aquí en un bote salvavidas pequeño. Vestía prendas semejantes a un pijama gris y tenía dos maletines con comida enlatada.
Warren dormía profundamente y le despertó una detonación lejana. Bajó a la playa trastabillando, buscando a Gijan con la mirada. El chino se hallaba hundido hasta la cintura en la laguna. Apuntó con una pistola en el agua y disparó, produciendo un fuerte estrépito, aunque sin levantar mucha espuma. Mientras Warren observaba salieron a flote delgados peces blancos, conmocionados. Gijan los recogió del agua y los puso en una hoja de palmera que llevaba. Vino a la orilla sonriendo y le mostró uno de los peces a Warren. Tenía los ojos saltones.
—¿Crudo? —Warren meneó la cabeza. Pero Gijan no tenía fósforos.
Warren señaló la pistola. Gijan cogió la automática de calibre medio y la sopesó, mirándole.
—No, es decir, dame una concha. —Vio que era inútil hablando. Hizo un gesto como de cosas saliendo de la boca del arma, Gijan lo entendió y extrajo un cartucho de un bolsillo. Gijan echó los peces sobre la arena cuando empezaron a agitarse en la hoja de palmera, despertando de la conmoción.
Warren recogió broza seca y ramas, las mezcló y cavó un hoyo con las manos. Aún tenía su cuchillo y un poco de alambre. Abrió el cartucho sirviéndose de ellos. Mezcló la pólvora con la madera. La noche anterior había estado observando a Gijan y este no estaba utilizando fuego, meramente comía de las latas. Warren encontró un poco de madera y friccionó el alambre a lo largo ante la mirada de Gijan, con el ceño fruncido al principio. Los peces estaban muertos y brillaban al sol.
Ni loco iba Warren a comer pescado crudo ahora que estaba en tierra. Frotó el alambre con más fuerza, sosteniendo la madera entre las rodillas y friccionando el alambre velozmente arriba y abajo. Sintió que le calentaba las manos. Cuando estaba sudando y el alambre le quemaba y laceraba las manos, se arrodilló junto a la madera y le aplicó el alambre candente. La pólvora crepitó y chisporroteó durante un instante para prenderse luego con un estampido, las ramas crujieron y el fuego originó un pálido resplandor propio al sol. Gijan sonrió.
A Warren le había disgustado el uso del arma para conseguir peces. Pensó en ello mientras Gijan y él los asaban en palos, pero la idea se esfumó cuando se puso a comérselos y el suculento sabor crujiente irrumpió en su boca. Se comió cuatro seguidos sin dejar de beber leche de coco de la que Gijan tenía en latas. El hambre le asaltó inusitadamente, como si acabara de acordarse de la comida, y no desapareció hasta que dio cuenta de seis peces y se comió medio coco. Después volvió a pensar en el uso del arma a tal propósito pero no le pareció tan malo.
Gijan intentó describir algo, utilizando las manos y dibujando imágenes en la arena. Una nave, hundiéndose. Gijan en un bote. El sol elevándose en el cielo siete veces. Posteriormente la isla. El bote destrozado en los corales; Gijan, a pesar de todo, nadando junto a él y llevándolo hasta la orilla medio hundido.
Warren asintió y dibujó su propia historia. No mostró a los Pululantes ni a los Espumeantes salvo en el naufragio, porque no sabía cómo contar al hombre la experiencia y, también, porque no sabía qué le parecería a Gijan la idea de comer Pululantes. Warren no estaba seguro de por qué le había rondado la cabeza esta duda pero decidió atenerse a ella y no contarle a Gijan demasiado sobre cómo había sobrevivido.
Por la tarde, Warren se hizo un sombrero y paseó por la isla. Era llana en su mayor parte cerca de la playa con un pronunciado afloramiento de roca parda donde el contorno de la isla se adentraba en el mar. Había palmeras y matorrales y hierba y lechos secos de arroyos. Encontró una gran extensión rocosa llena en el extremo meridional de la isla y la contempló durante un tiempo. Luego regresó, trajo a Gijan hasta esta e hizo gestos de recoger algunas de las pálidas rocas y de acarrearlas.
El hombre captó la idea al segundo intento. Warren garabateó SOS en la arena y se lo mostró. Gijan frunció el ceño, intrigado. Hizo su propio signo con un palo y Warren no pudo entenderlo. Había cuatro líneas como el contorno de una casa y una transversal. Warren golpeó la arena junto al SOS y dijo, «¡Sí!», y volvió a golpearla.
Muy seguro estaba de que SOS era su símbolo internacional, pero el otro simplemente se le había quedado mirando. El silencio se prolongó. Hubo tensión en el aire. Warren no acertaba a comprender de dónde provenía. No se movió. Al cabo de un momento, Gijan se encogió de hombros y fue a coger más rocas de las de color claro.
Las depositaron por el espacio rocoso, letras de cincuenta metros de longitud. Warren sospechaba que el aeroplano que había visto estaba buscando supervivientes de la nave de Gijan, que se había ido a pique en las proximidades, y no del Manamix. Resultaba curioso que Gijan no hubiese pensado en hacer una señal, aunque tampoco había pensado en hacer fuego.
A la mañana siguiente, Warren representó dibujos de pesca y se halló con que Gijan no lo había intentado. Warren supuso que el hombre simplemente estaba esperando a que lo recogieran y que sentía un poco de miedo de la gran isla silenciosa e incluso más del mar vacío. Las manos de Gijan eran más suaves que las de Warren, y presumió que el hombre había sido principalmente oficinista. Gijan habría intentado pescar cuando se agotara la comida enlatada, no antes. Cuanto había hecho hasta ahora era trepar a unas cuantas palmeras y hacer caer cocos. No obstante, aquí las palmeras estaban poco crecidas, y no había mucha leche en los cocos. Necesitarían agua.
Warren trabajó el metal de las latas sobrantes y realizó anzuelos. Gijan vio lo que estaba haciendo y se marchó por la parte norte de la isla.
Warren estaba inspeccionando la laguna, buscando zonas profundas cerca de la orilla, cuando encontró la balsa amarrada en una caleta angosta. Gijan debía de haberla hallado a la deriva, asegurándola allí. La tablazón tenía aspecto gastado y frágil, y el conjunto —la caña del timón resquebrajada, la lona despintada, las ataduras de alambre oxidadas— transmitía la sensación de un antiguo naufragio fútil. Warren la examinó durante un rato y, seguidamente, se marchó.
Gijan le encontró en un tosco refugio rocoso que sobresalía por encima de la laguna. Gijan llevaba una caja que Warren no había visto. Depositó la caja y la señaló, sonriendo levemente, orgulloso. Warren miró dentro. Había un revoltijo de sedales en el interior, algunos anzuelos, una caña, una mascarilla de buceo, aletas, un manual en chino o algo parecido, un destornillador, y algunos cachivaches. Warren miró al hombre y deseó saber cómo formular una pregunta. La caja era del mismo tipo que la que contenía la comida enlatada, así pues, Warren supuso que Gijan había traído todo esto en el bote.
Bajaron a la playa y Gijan dibujó algunas imágenes más, y esa fue la historia que resultó de ello. No dibujó nada sobre el haber escondido la caja, pero Warren pudo figurarse que lo había hecho. Gijan debía de haber visto la balsa acercándose y, precipitadamente, atemorizado, echó mano a lo que pudo y lo escondió. Después, viendo que Warren no era motivo de preocupación, salió y trajo la comida. Dejó el resto atrás sólo por ser precavido. Todavía estaba siendo precavido cuando utilizó la pistola para pescar. Acaso fuera un modo de enseñársela a Warren sin llevar a cabo amenaza alguna.
Warren sonrió ampliamente, le estrechó la mano e insistió en transportar la caja de vuelta al campamento. Los cangrejos de tierra se escabullían alejándose de sus pies según caminaban, dos hombres con un silencio extraño entre ellos.
Warren pescó por la tarde. Los artículos enlatados no durarían mucho si tenían que comer los dos, y Warren no recordaba haber estado nunca tan hambriento. Su cuerpo estaba despertando después de haber estado medio muerto y deseaba alimentos y agua, más agua de la que podían extraer de los cocos. Tendría que hacer algo al respecto. Pensó en ello mientras pescaba, usando gusanos sacados de las partes umbrías de la isla, y entonces vio sombras que se movían en la laguna. Se trataba de peces grandes pero se contorsionaban en sus giros de una manera que le era familiar. Observó; aunque no salieron a la superficie, estaba seguro.
Comenzó a sentir sed tras haber capturado dos peces. Dejó un sedal con cebo, fue tierra adentro e hizo caer tres cocos, mas no le depararon demasiada cantidad de la dulce leche. Llevó el pescado al campamento donde Gijan mantenía vivo el fuego. Warren se sentó y contempló cómo destripaba el pescado, sin hacer de ello un buen trabajo. Se sintió como en los primeros días en la balsa. Hechos nuevos, problemas nuevos. Esta isla era únicamente una balsa mayor con más que extraer, aunque primero tenían que averiguar los medios de hacerlo.
La extraña caja de equipamiento de Gijan contaba con un trozo de manguera de goma que había compartido alguna pieza de equipamiento ahora omitida. Warren estudió el amasijo durante un rato. Ociosamente, comenzó a elaborar una cubierta para una de las latas grandes, encajando piezas metálicas. Doblándolas sobre el borde de la lata y en torno al extremo de la manguera, descubrió que constituían un sello excelente. Realizó un asa para la lata, trabajando pacientemente. Gijan le observaba con interés. Warren le mandó a por algas en una lata grande. Aparejó la manguera para pasarla a través de una serie de latas más pequeñas. Llenó la lata grande de algas, selló la cubierta hermética y la puso al fuego. Contemplaron cómo hervía el agua y luego salía vapor por la manguera. Gijan entendió la idea y metió algas en las latas pequeñas. Enfriaban la manguera haciendo que, en el extremo, el fino chorro de vapor se condensara en un reguero de agua fresca.
Se sonrieron mutuamente y contemplaron el lento goteo. Al atardecer bebieron por primera vez. Era salobre, aunque no mala.
Warren se sirvió de gestos y dibujos en la arena para preguntar a Gijan por el surtido del equipamiento. ¿Había estado en un navío de investigación? ¿En una embarcación ligera muy rápida?
Gijan dibujó el perfil de un carguero corriente, añadiendo incluso las botavaras. Gijan señaló a Warren, por lo que hizo un bosquejo del Manamix. Mediante pantomima, ademanes y sonidos imitativos, se comunicaron sus oficios. Warren trabajaba con máquinas y Gijan era una especie de comerciante. Gijan sacó un mapa desproporcionado del Pacífico y señaló un punto no lo bastante grande o en el lugar correcto para ser ninguna isla que Warren conociera. Gijan bosquejó redes y bote a motor y Warren supuso que habían estado utilizando un carguero para probar fortuna. Sonaba estúpido. Hasta ahora no se había parado a pensar en las islas aisladas desde hacía años y en cómo obtenían alimentos. No se podía abastecer a una población pescando en la orilla. La mayoría de las cosechas eran escasas en el terreno arenoso. Por lo que imaginó que la isla de Gijan había blindado un carguero, haciéndolo zarpar con redes, a la desesperada. Si se trataba de una isla lo bastante grande, podían tener un aeroplano y algo de combustible en reserva, y quizá fuera ese el que había visto.
Gijan volvió a mostrarle los chismes que contenía la caja. Estaban bastante baqueteados y cubiertos de sal, y Warren presumió que habían sido abandonados hacía años, cuando el carguero todavía estaba en funcionamiento. En la época en la que los Pululantes se estaban expandiendo, Warren poseía un arma como todo el resto de la tripulación, no en su propio petate donde alguien podía haberlo encontrado, sino en un armario de repuestos para las máquinas. Ahora que pensaba en ello, un bote salvavidas era un sitio mejor para estibar un arma, junto con algunos pertrechos raros que nadie querría. Al necesitar un arma, ya estarías en cubierta y podrías acceder a ella fácilmente.
Miró el rostro consternado de Gijan y trató de leer en él, pero los ojos del hombre eran inexpresivos, meramente observaban con un fruncimiento de estupor. Era difícil apreciar lo que Gijan quería dar a entender con algunos de sus dibujos, y Warren se hartó de todo el asunto.
Comieron cocos a la puesta de sol. Los verdes eran como gelatina por dentro. Gijan tenía un medio de abrir los usando una estaca metida en cuña en el suelo apretado. La estaca era aguzada y Gijan golpeaba el coco contra ella hasta que la cáscara verde se rompía. Los de cáscara dura tenían la correosa carne blanca en el interior aunque no mucha leche. Las palmeras se combaban con los vientos alisios y eran de poca altura. Warren las contó a todo lo largo de la playa y estimó cuánto les llevaría a los dos despojar la isla. Menos de un mes.
Más tarde, Warren bajó a la playa y se metió en el agua. Una corriente le tironeó de los tobillos y siguió con la mirada el rizarse de las aguas claras donde discurría una corriente profunda. Rodeaba la isla hacia el pasaje en los corales, evacuando la cuenca de la laguna en el océano bajo la marea nocturna. Las crestas se ondulaban blancas contra la cuña oscura del anillo de coral y, más allá, se divisaba el negro horizonte abrupto.
Tendrían que conseguir pescado de la laguna y los sedales de la costa no serían suficientes. Aunque ese era solamente uno de los motivos para volver a salir.
Regresó a la sombría luz de la luna, pasado el fuego donde Gijan estaba sentado contemplando la silbante destiladora y, luego, se internó en los matorrales. Colina arriba, Warren encontró un árbol y lo descortezó. Lo hizo astillas y las maceró sobre una roca. Se hallaba extenuado para cuando tuvo una sopa de amargo sabor cociéndose en el fuego. Gijan observaba. Warren no tenía ganas de intentar contarle lo que estaba haciendo.
Warren vigiló la cocción, cayó dormido y despertó cuando Gijan se inclinó sobre él para probar la mezcla espesa de la lata. Hizo una mueca. Warren apartó la lata, quemándose los dedos. Meneó la cabeza bruscamente y puso la lata donde alcanzaría una borboteante ebullición. Gijan se marchó. Warren le ignoró y volvió a caer dormido.
Los mosquitos nocturnos dieron con ellos. Warren despertó y se palmeó la frente, y, en cada ocasión, a la decreciente luz anaranjada del fuego, su mano estaba cubierta por una masa aplastada de color marrón rojizo. Gijan gruñía y se quejaba.
Por la mañana, volvieron andando penosamente a los matorrales, los mosquitos les abandonaron y se ovillaron en el suelo para dormir hasta que el sol atravesó el dosel de hojas de arriba.
Los sedales que Warren había dejado durante la noche estaban vacíos. La pesca estaba abocada a ser mala cuando no tenías ninguna oportunidad de manejar el sedal. Para desayunar tomaron más cocos y Warren comprobó la mezcla, ahora enfriándose, que había preparado. Era espesa y había teñido la madera de un negro intenso. La apartó sin pensar mucho en el uso que podía darle.
Con el fresco de la mañana, reparó la balsa. El lento obrar de la marea había soltado las amarras y algunos de los tablones estaban corroídos. Serviría en la laguna, pero mientras trabajaba rememoró a los Pululantes arrastrándose tierra adentro en la última isla. Los grandes seres eran lentos y torpes, y con la pistola de Gijan los hombres tendrían ventaja, aunque sólo eran dos. Nunca podrían cubrir toda la isla. Si los Pululantes venían, la balsa podría ser la única escapatoria de que dispusieran.
Llevó los aparejos de pescar a bordo y soltó las amarras. Gijan le vio y bajó corriendo por la dura arena blanca. Warren le hizo señas. Gijan estaba alborotado farfullaba y su mirada iba de Warren a la abertura en los corales. Sacó la pistola y la blandió en el aire. Warren izó la vela de lona y giró en redondo el botalón con lo que la balsa se alejó del pasaje y avanzó a lo largo de la playa, en torno a la isla. Cuando volvió a mirar, Gijan le estaba apuntando con la pistola.
Warren frunció el ceño. No podía comprender al hombre. Un momento después, cuando Gijan vio que estaba navegando decididamente por la laguna, la pistola descendió. Warren le vio devolver el objeto al bolsillo y, a continuación, ponerse a trabajar disponiendo sus sedales. Mantuvo viento suficiente en la vela para enderezar el impulso y desplazar el cebo a fin de que pareciera que estaba nadando. Quizá debería haber hecho un dibujo para Gijan. Warren lo rumió por un instante y luego se encogió de hombros. Un sedal de popa se agitó al rozarlo algo, y Warren se olvidó de Gijan y de su pistola y se dedicó a la captura.
Cogió cuatro peces grandes por la mañana. Uno tenía el lomo listado y la panza plateada de un bonito, no reconoció a los demás. Gijan y él se comieron dos, limpiando y destripando a los restantes y, por la tarde, volvió a salir. De pie sobre la balsa, acertaba a ver la sombra de los peces grandes cuando entraban en la laguna. Un Espumeante se movía veloz en lontananza y permaneció alejado de él, temiendo que viniera a por los sedales remolcados. Al cabo de un rato se acordó de que nunca habían tocado sus sedales en el océano, por lo que no viró la balsa cuando el Espumeante dio un gran brinco cerca, volteando de aquel modo insólito. Gijan se hallaba en la esplendente playa blanca, reparó Warren, observando. Otro brinco, salpicando espuma, y entonces un tubo repiqueteó en la tablazón de la balsa.
SHIMA STONES CROSSING SAFE YOUTH
WORLD NEST UNSSPRACHEN SHIG ANO
YOU SPRACHEN
YOUTH UMI HIRO SAFE NAGARE CIRCLE
UNS SHIO
WAIT WAI TYOU
LUCK
Warren fue a tierra con él y Gijan alargó la mano hacia la hoja lisa. El hombre se movió de improviso y Warren retrocedió, protegiéndose. Ambos permanecieron rígidos durante un momento, mirándose mutuamente. El rostro de Gijan crispado y atento. Luego, de manera controlada, se relajó, naciendo un ademán despreocupado con las manos, y ayudó a amarrar la balsa. Warren llevó el tubo y la hoja de una mano a otra y, finalmente, sintiéndose torpe, los tendió a Gijan. Este leyó las palabras despacio, con los labios apretados.
—Shima —dijo.— Shio. Nagare. Umi. —Sacudió la cabeza y miró a Warren, volviendo a formar las palabras con los labios en silencio.
Dibujaron imágenes en la arena. Por SHIMA, Gijan bosquejó la isla, y por UMI el mar que la rodeaba. En la laguna, dibujó líneas sinuosas en el agua y dijo varias veces, «Nagare». Al otro lado de la isla dibujó una línea y luego hizo gestos en picado indicativos de algo grande, diciendo: «Hiro».
Warren murmuró.
—¿Una isla extensa? ¿Hiro Shima? —Pero, aparte de parpadear, Gijan no mostró ningún signo de haber comprendido. Warren le enseñó una piedra por STONE, y dibujó la Tierra en vez de WORLD, aunque no tenía la certeza de si era eso lo que significaban las palabras de la hoja rebujadas con la otras. ¿Qué significaba la W en negrita de WORLD?
Hablaron atropelladamente sobre el atronar en el arrecife. La retahíla de palabras no dio pie a ningún plan sensato y, aunque así hubiera sido, Warren no estaba seguro de poder contar a Gijan su parte en él, los retazos de palabras inglesas, o de que Gijan pudiera hacerle entender las extranjeras. Sintió en Gijan ahora una inquieta energía, una impaciencia ante el enrevesado batiburrillo de lenguaje. WAIT WAIT YOU (espera espera tú) después LUCK, (suerte). A Warren se le antojaba que llevaba ya largo tiempo esperando. Aun cuando en este mensaje el inglés se prodigaba más y resultaba más claro, los Espumeantes no tenían manera de saber qué lenguaje comprendía Warren, no a menos que se lo dijera. Frunciendo el ceño por encima del diagrama que Gijan estaba dibujando en la arena harinosa, se dio cuenta repentinamente de por qué había hecho la mezcla de corteza la pasada noche.
Le llevó horas escribir un mensaje en el dorso de la hoja. Una pluma de bambú rascaba la superficie, pero si la mantenías recta no presionaba. La acre tinta negra goteaba y se corría, pero poniendo la hoja plana al sol logró que se secara sin muchos borrones.
HABLO INGLÉS. ¿VENDRÁN AQUÍ LOS JÓVENES? ¿ESTAMOS A SALVO DE LOS JÓVENES EN LA ISLA? SHIMA ES ISLA EN INGLÉS. ¿DE DÓNDE SOIS? ¿PODEMOS AYUDAROS? SOMOS AMISTOSOS.
SUERTE.
Gijan no pudo comprender nada o, al menos, no lo demostró. Warren volvió a sacar la balsa al anochecer cuando el viento se retiró hacia el norte y amainó en brisas caprichosas. La vela se orzó y tuvo dificultades para sacar la balsa de las raudas corrientes de la laguna hacia el punto en el que sombras vacilantes cruzaban la blanca extensión de un banco de arena. Un Espumeante saltó y giró mientras se aproximaba. Sostuvo el botalón para beneficiarse de las últimas ráfagas de viento crepuscular y, cuando las sombras estuvieron bajo la balsa, arrojó el tubo al agua. Se balanceó y comenzó a derivar hacia el pasaje al mar en tanto Warren aguardaba, observando las sombras, preguntándose si lo habían visto, con la certeza de no poder alcanzar ahora el tubo antes de que llegara al arrecife y, entonces, un veloz movimiento impreciso debajo revolvió la arena pálida y una forma ascendió, rizando el agua lisa al saltar. El Espumeante se dobló en el aire y gravitó durante un instante, volteando, antes de caer con un restallido y desaparecer en una cascada de brillante espuma. El tubo se había esfumado.
Esa noche los mosquitos vinieron de nuevo y les expulsaron hasta el suelo rocoso cercano al centro de la isla. Por la mañana, tenían las manos entreveradas de sangre donde se habían palmeado la cara y las piernas durante la noche, pillando a los rollizos mosquitos a medio camino de su banquete.
Al alba, Warren salió de nuevo y dispuso sus sedales a la mayor brevedad. Había muchos peces junto al banco de arena. Uno de ellos rozó un sedal, y, cuando Warren lo sacó, el ser tenía los ojos muy hundidos, una boca pequeña como pico de loro, agallas legamosas y duras escamas azules. Oprimió la carne y la depresión permaneció durante un tiempo, como ocurre si aprietas las piernas a un hombre con lepra o hidropesía. Desprendía mal olor según se iba calentando sobre la tablazón, por lo que lo tiró, convencido de que era venenoso. Flotó. Un Espumeante saltó en su proximidad, luego lo cogió y desapareció. Warren pudo ver más Espumeantes moviéndose debajo. Estaban comiéndose el pez venenoso.
Capturó dos atunes saltarines y los llevó a tierra para que Gijan los limpiara. El hombre le estaba observando fijamente desde la playa y a Warren no le agradó. Lo que había entre los Espumeantes y él era algo suyo, y no deseaba continuar con la estupidez de los dibujos y la gesticulación para intentar explicárselo a Gijan.
Fue al palmeral donde el fuego crepitaba y cogió la mascarilla de buceo que había visto en la caja de Gijan. Estaba hecha para una cabeza más pequeña, pero con la tira de goma apretada pudo ceñirla contra el puente de la nariz y hacerla encajar. Cuando bajaba a la playa Gijan dijo algo, mas Warren prosiguió hasta la balsa y zarpó, bogando con el viento del sur hacia el banco de arena. Varó la balsa en el banco para que se mantuviera firme.
Se tendió en la balsa y escudriñó las sombras movedizas. Estaban al menos a cuatro brazadas por debajo y habían acabado con el pez venenoso. Siete Espumeantes flotaban por encima de una mancha oscura, ondulando sus aletas delanteras donde los huesudos lomos sobresalían como gruesos dedos. La luz del sol arrancó destellos del objeto en el que estaban afanados y una vaharada de niebla gris emergió súbitamente de él, deshaciéndose en burbujas. Era vapor.
Warren yacía asomado de medio cuerpo sobre el costado de la balsa y observaba las bocanadas regulares de vapor ascendiendo desde la máquina. Sin pensar en el peligro, se deslizó por la borda y se zambulló, nadando con fuerza, impeliéndose tan hondo como le fue posible a pesar de la tirantez y la quemazón en el pecho. Los Espumeantes se movieron al verle y la máquina ganó nitidez. Era un montón de chatarra, piezas del casco de un barco y collares de cubierta y aparatos de todos los tamaños. Había cuatro baterías montadas en un flanco y cables recubiertos de óxido iban desde ellas hasta la máquina. Había otros fragmentos y trozos de metal trabajado y estaba seguro de que parte de ella no había sido fabricada por el hombre. Aquí y allá crecían nudos de algo amarillo, y a la luz ondulante, vacilante, había algo en la forma y configuración del objeto que Warren reconoció como pertinente y, sin embargo, le constaba no haber visto nunca antes nada semejante. Hay una lógica en una máquina que deriva de la labor que ha de ejecutar, y estimó que esta estaba bien moldeada, en tanto que los pulmones al fin le ardieron demasiado y pugnó hacia arriba, abandonándole todo pensamiento cuando dejó que el aire escapara de él y siguió el ascenso de las burbujas plateadas hacia las láminas cambiantes, oblicuas, de sol amarillo verdoso.