E
l viento se había retirado al nordeste y estaba regresando impetuoso. Warren contemplaba el avecinarse de las nubes amenazadoras. Sacudió la cabeza. Todavía le era difícil abandonar su sueño.
Habían transcurrido tres días desde que sobrepasara la isla. Había pensado mucho acerca del asunto con Rosa. Cuando tenía la cabeza despejada estaba seguro de no haber cometido ningún error. La había dejado hacer lo que deseaba y si no lo había comprendido era porque él no pudo hallar una manera de contárselo. Era el mar mismo el que enseñaba y también los Espumeantes, y tú tenías que escuchar. Rosa se había escuchado sólo a sí misma y a su estómago.
Al segundo día de sobrepasar la isla, el aire se había vuelto nubloso y la tormenta se avecinó desde el norte. Había creído que se trataba de un chubasco hasta que la cubierta se puso a cabecear en ángulos pronunciados y una parte se quebró con un crujido. Entonces se había atado al tronco e intentó arriar la hoja contrachapada. Logró alcanzarla, pero el collar que había elaborado con su cinturón estaba resbaladizo por la lluvia. Haló del cuero resquebrajado. Pensó en usar el cuchillo para zafar la hoja pero entonces el cinturón no serviría. Retorció el rígido nudo y en ese instante la primera ola grande se deshizo en espuma sobre la cubierta y lo perdió. Las olas venían veloces y no pudo ponerse en pie. Cuando alzó la vista estaba oscuro arriba y el contrachapado fue arrancado del mástil. El viento azotaba el mástil y, en lo alto, el collar colgaba suelto. Una ola grande le golpeó y cuando volvió a ver la lámina estaba hecha pedazos. Uno cayó en cubierta y Warren pugnó por cogerlo, resbalando sobre la gastada tablazón. Una ola arrastró el pedazo por el costado. Las maderas de la cubierta entrechocaban y hubo más destrozos entre ellas. Warren seguía sujeto al tronco. El segundo collar del mástil se rompió y la hoja golpeó la cubierta junto a él. Alargó una mano hacia ella y sintió algo cortante en el brazo. La cubierta cabeceaba. La hoja de contrachapado cayó para atrás, se deslizó y se fue por el costado antes de que pudiera intentar cogerla.
La tormenta duró toda la noche. Arrastró el refugio y los suministros. Él se aferraba al tronco, y la amarra que tenía en torno a la cintura le provocó un corte por la noche. Warren dejó que el agua bañara libremente las heridas, sintiendo el picor de la sal por la espalda y sobre el vientre, porque sanaría más deprisa de esa forma. Procuró dormir. Hacia el alba dormitó y despertó sólo al percibir un cambio en las corrientes. El viento se había retirado al nordeste. La marejadilla bañaba todavía la cubierta y un tercio de la balsa se había roto, pero el mar se estaba calmando con la llegada del amanecer. Warren despertó lentamente, sin querer dejar escapar los sueños.
No quedaba más que el mástil, algunos palos que había amarrado al tronco central y su cuchillo y flecha. De un palo y un metro de cuerda hizo un arpón con el cuchillo. La cuerda estaba deshilachada. Era una labor lenta y la cuerda se deslizaba entre sus dedos entumecidos. La corteza del tronco le había provocado cortes por la noche y estaban reblandecidos por el agua y el roce. El sol ascendió velozmente y el viento trajo el calor que hostigó sus heridas y las hizo sudar. Pudo sentir que la noche le había agotado y supo que tendría que conseguir comida para mantener despejada la cabeza. Le constaba que los Espumeantes volverían a acercársele, y si había un mensaje tendría que comprenderlo.
Ató rápido el cuchillo en el palo con la cuerda pero no quedó bien sujeto y no quiso arriesgarse a utilizarlo a menos que fuera preciso. Un parche verdoso de algas se aproximó y lo cogió con un gancho. Si era posible pretendía usarlo como cebo, pero al agitarlo cayeron a la tablazón pequeños camarones. Brincaron y sacudieron las patas como pulgas de arena, y, sin pensárselo, Warren les sacó la cabeza con las uñas y se los comió. Crujieron en sus dientes las cáscaras y las colas, y le llenaron la boca de una acre humedad salobre.
Guardó algunos como cebo a pesar de que eran pequeños. La cuerda era demasiado pesada para resultar un buen sedal, mas la utilizó como lo había hecho antes, en los primeros días tras el hundimiento del Manamix, cuando lo había intentado con algo de su comida como cebo y no había capturado nada. Era un marino pero no sabía pescar. Dispuso tres sedales que se balanceaban y se sentó a esperar, deseando tener el refugio para aplacar al sol. La corriente discurría bien ahora y la marejadilla había amainado. Warren sopesó el arpón y esperó a que viniese un Pululante. Pensaba en ellos como apetitos móviles, insensatos cuando estaban solos, pero peligrosos si venían bastantes a la vez y acometían la barca.
Se inclinó y miró fijamente a un rizo de agua a unos treinta metros de la balsa. Algo se movió. Cambiantes prismas de luz verde descendieron en las oscuras aguas. Pensó en un señuelo. Con Rosa había sido fácil, un ademán para atraerlos y un disparo rápido. Warren se volvió, buscando algo que aparejar para engatusar, y vio que el sedal oscilante de la izquierda se atirantaba, luego siseó y saltó agua de él. Alargó la mano para restarle algo de peso y halar del sedal. Restalló. A la derecha algo brincó desde el agua. La delgada forma azul coleó ruidosamente tres veces. Otra nadaba enhiesta al otro costado de la balsa mientras que la primera se zambullía para atrás en alborotado chapoteo blanco. Una tercera saltó y brilló al sol como un espejo azul plata, y otra y otra, y estaban brincando por todas partes a la vez, liberándose del mar liso, con las cabezas inclinadas a los lados para ver la balsa. Warren nunca había visto a Espumeantes en grupo ni la manera en que formaban ondas en el agua con sus arremetidas veloces. No se asemejaban a los Pululantes ni en su aspecto grácil ni en el modo en que planeaban por el aire durante más tiempo del que parecía verosímil, hasta que observabas de cerca las dos colas anteriores que batían el agua y creaban casi la ilusión de caminar.
Warren se irguió y miró. El balanceo acrobático de los Espumeantes en la cima del arco era veloz y diestro, una nota de alborozo. Sus marcas bajaban hacia la cola. Había motas púrpura y luego tres finas rayas blancas que se abrían en las colas anteriores. No había ningún orificio en la panza como el lugar en el que los Pululantes enrollaban sus hebras. Warren estimó que los más pequeños medían tres metros. Más grandes que la mayoría de los merlines o tiburones. Sus finas bocas se abrían en la punta del arco y mostraban estrechos dientes afilados, blancos contra la lisa piel azul.
Resultaba fácil entender por qué su desmañada pesca no había capturado nunca ningún pez grande. Estas criaturas y los Pululantes poseían dientes por algo. Había multitud de ellos en los océanos ahora y tenían que alimentarse.
Brincaron y brincaron y volvieron a brincar. Sus aletas anteriores se retorcían en vuelo. Las aletas se separaban en caballetes huesudos en sus extremos y se rizaban rápidamente. Cada caballete formaba una proyección achatada. Las aletas posteriores eran iguales. Golpeaban el agua enérgicamente y llenaban el aire de tanto rocío que pudo ver un arco iris en una de las tenues nubes blancas.
Con similar celeridad desaparecieron.
Warren esperó su regreso. Al cabo de un rato se lamió los labios y se sentó. Comenzó a pensar en agua sin desearlo. Algo de lluvia había entrado en su boca la noche anterior, pero poca. Cuando las olas estaban inundando la cubierta se había visto obligado a no continuar porque el agua salada le habría sido dañina aun cuando tuviera buen sabor al bebería junto con la lluvia.
Tenía que atrapar a un Pululante. Se preguntó si los Espumeantes los alejaban. Atrapar a un pez normal sería de alguna ayuda, pero los de aquí no proporcionaban mucho líquido incluso cuando exprimías la carne y, de cualquier modo, sólo contaba con dos sedales ahora y los pequeños camarones como cebo. Necesitaba un Pululante.
Por la tarde vio una ondulación al este pero pasó yendo al norte. El resplandor alto, riguroso del sol lo abrumaba. Nada tiraba de los sedales. El mástil trazaba una elipse en el cielo cuando venían las olas. La corriente discurría con fuerza.
Una salpicadura de luz blanca captó su atención. Era una mancha en la lisa planicie del mar. Se acercó paulatinamente. Él entrecerró los ojos.
Una lona. Debajo había una forma azul tirando de una esquina. Warren lo izó a bordo y el alienígena dio un gran brinco, rodándole de agua, con la huesuda cabeza sesgada para situar uno de los grandes ojos blancos y elípticos en dirección a la figura de la cubierta. El Espumeante se zambulló, volvió a brincar, y se alejó nadando veloz, dando cortos saltos.
Warren estudió la lona empapada, albeada. Se asemejaba a una lona empleada para cubrir los emplazamientos de los cañones en el Manamix pero no podía estar seguro. Había agujeros orlados de cobre a lo largo del borde. Los utilizó para enderezar el mástil, atándolos con un alambre y abriendo nuevos agujeros para ceñir la botavara. No tenía sedales suficientes para ponerlo bien pero la lona se llenó con la brisa rápida del atardecer.
Contempló la lona abultada y pacientemente dejó de pensar en la sed. Un chapoteo de rocío le sobresaltó. Un Espumeante, ¿el mismo?, estaba brincando junto a la balsa.
Se lamió los labios hinchados y pensó por un momento en coger el arpón y luego descartó la idea. Contempló al Espumeante arqueándose y zambulléndose para alejarse luego velozmente. Recorrió unas cuantas decenas de metros, dio un salto elevado, viró y regresó. Le salpicó, se fue luego y le salpicó, luego se marchó y volvió a hacer lo mismo.
Warren frunció el ceño. El Espumeante se estaba dirigiendo al sudoeste. Trazó una línea recta en las aguas semovientes.
Para mantener ese curso precisaría de una caña de timón. Arrancó un tablón del borde de la balsa y amarró a él una estaca. Realizar un collar que se asentara en la cubierta resultaría más dificultoso. Enrolló tiras de corteza firmemente dentro de un agujero que había practicado con el arpón. Se sostuvieron durante un rato y hubo de continuar reemplazándolas. La caña del timón era endeble y no podía girarla con rapidez por temor a romper la amarra. Era imposible ejecutar ninguna maniobra seria como girar si el viento variaba, pero la brisa crepuscular generalmente se mantenía constante y, en cualquier caso, podía arriar la lona si el viento variaba demasiado. Asintió. Sería suficiente.
Orientó la proa hacia la senda que el Espumeante estaba describiendo. La corriente le desvió a un lado y pudo sentirlo a través de la caña del timón, mas la balsa se enderezó y comenzó a producir un gorgoteo donde esta friccionaba contra la corriente. La lona se hinchó.
Las nubes estaban engrosándose de nuevo y confió en que no se desencadenaría otra tormenta. La balsa era más frágil y el maderamen crujía con el alzarse y caer de cada ola. No duraría ni una hora si tenía que asirse a un tronco en él agua.
Un profundo cansancio se apoderó de él.
El mar se estaba serenando, alisándose. Se rascó la piel donde la sal la había resecado y escocía. Entornó los ojos y miró hacia el ocaso. En el océano, que ahora al ocaso semejaba un lago, se reflejaban bancos de nubes. Las olas mudaban la imagen de las nubes en franjas de luz yuxtapuestas. Una pálida nube, a continuación tres pinceladas de azul, después hileras de nubes nuevamente. El reflejo otorgaba a la luz un matiz óseo, quebrado en haces y ángulos. Cremosas cuñas cuadradas flotaban sobre la piel cristalina. Alzó la mirada al cielo despoblado, por encima de la bola anaranjada del sol, y avistó una fina raya de color blanco. Al principio intentó discernir cómo se originaba esta ilusión, si bien nada había en óptica que ocasionara una línea de luz que se proyectara hacia arriba, en vez de extenderse horizontalmente. No era la cola de ningún reactor o cohete. Se adelgazaba levemente según ascendía por la bóveda oscura del firmamento.
Tras describírselo a sí mismo de esta manera, Warren barruntó luego lo que debía ser. El Gancho del Cielo. Había olvidado el proyecto, no lo había oído mencionar durante años. Supuso que lo estaban construyendo todavía. El ramal comenzaba bien adentrada la órbita y descendía hacia la Tierra conforme se aplicaban a él más hombres. Faltaban años aún para que el extremo entrase en contacto con el aire y se iniciase la peor parte de la tarea. Si lograban hacerlo descender a través de kilómetros de aire y lo anclaban al suelo, el artilugio sería una especie de ascensor. La gente y las máquinas subirían por él hasta la órbita, y los cohetes no volverían a surcar el cielo nunca más. Años atrás Warren pensó en intentar conseguir un empleo trabajando en el Gancho del Cielo, pero únicamente sabía cómo funcionaban los motores y allí no utilizaban nada semejante, nada que requiriese aire para hacer combustión. Resultaba hermoso donde captaba el sol como la tela de una araña. Lo contempló hasta que se convirtió en rojo sobre la negrura para desvanecerse posteriormente al tenderse la noche.