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ed Landon estaba dirigiendo la reunión hacia una conclusión ambigua. Nigel le observaba, reflexionando. Ted citaba informes de los equipos de exploración, del reconocimiento planetario, de la subsección en Ra y de los sistemas de a bordo. Una pantalla mural plana mostró las alternativas; Ted examinó las misiones sugeridas, asignando a cada una factores estudiados de ganancias contra riesgos. Cada vez que un líder de sección se perdía en los detalles, o cambiaba de tema, Ted le hacía volver a la cuestión. Las cadencias de staccato por las que se disciplinaba venían de su sistema nervioso.
—Bueno, la gran barrida que intentamos hace dos días, siguiendo los descubrimientos Walmsley-Daffler, no parece haber dado frutos. ¿Estoy en lo cierto?
Hubo cejas enarcadas y miradas inquisitivas en torno a la mesa. Después asentimientos. Nigel asintió, también, pues en verdad los hombres y mujeres desplegados sobre aquella zona volcánica no habían averiguado nada más de importancia. Las «aldeas» EM eran simples refugios y poco más. Algunas de las cuevas contenían montones de rocas diestramente trabajadas; otras estaban vacías, únicamente tenían nichos repletos de deyecciones de los EM, para delimitar su uso. En unas cuantas, había elaborados diseños rascados en las paredes y rellenos de tiras de materia superconductora. Para los EM estas podían ser arte; con igual facilidad, las complejas espirales y líneas dentadas podían ser historia, literatura o simples graffiti.
Ted pasó tranquilamente a otras misiones en la superficie de Isis. Estaban describiendo el contorno de una ecología compleja, pero aún quedaban grandes lagunas por resolver. ¿Qué ocurrió a las antiguas ciudades EM? ¿Por qué no había ningún otro sistema nervioso del tipo semiconductor en la ecología de Isis?
—Todo es muy interesante —comentó Ted atemperadamente—. Aunque, para muchos de nosotros —su mirada recorrió la longitud de la mesa— el enigma pendiente son los dos satélites. ¿Cómo llegaron hasta allí? ¿Son todo lo que queda de la tecnología EM? ¿Por qué…?
—Mira —le interrumpió Nigel—, está claro a donde quieres ir a parar. Deseas hacer una visita.
—Bueno, de nuevo te estás adelantando, Nigel, pero sí.
—Eso es demasiado peligroso.
—Son antiguos, Nigel. La espectrofotometría muestra los componentes artificiales de esos satélites. Los metales, en cualquier caso, fueron fundidos y moldeados hace mucho más de un millón de años.
—Viejo no significa muerto.
—Nigel, sé lo que estás dejando entrever. —Ted sonrió con simpatía y sus modales se volvieron más suaves. Nigel se preguntó hasta qué punto era una respuesta controlada—. Deseas un primer contacto. Los EM todavía no saben que estamos aquí. Si tus argucias han funcionado adecuadamente, estoy convencido de que la idea del manto ha funcionado, Bob, y quiero dejarlo así. Nuestras directrices, como estoy seguro de que no necesito recordar a nadie aquí, son permanecer invisibles hasta que comprendamos plenamente la situación.
—Meridianamente claro —repuso Bob, lacónico.
—Hasta que cuestionas la definición de «comprender plenamente», quizá sí —replicó Nigel—. Pero hemos visto a los EM. Ya han intentado captar nuestra atención. Y no sabemos ni una pizca sobre los satélites.
Ted entrelazó los dedos y volvió las palmas hacia arriba. Era un ademán difuso que Nigel interpretó como, ¿Qué intentas decir?, con un asomo de irritación, un signo que todos los que estaban a la mesa entenderían, mientras que simultáneamente Ted decía con calma, sin el menor timbre de irritación en la voz:
—Seguramente un artefacto bien conservado nos revelará más sobre el período cumbre de esta civilización…
—Si proviene de aquí, sí.
Ted ensanchó los ojos teatralmente.
—¿Crees que el Snark procede de aquí? ¿O el naufragio de Marginis?
—Claro que no. Pero, en ausencia de conocimientos…
—Es por esa ausencia precisamente que estimo, como la mayoría de los reunidos, que deberíamos mantener la distancia con los EM durante un tiempo. —Los líderes de sección que estaban alrededor de la mesa, convinieron con asentimientos silenciosos.
—Ni remotamente son tan potencialmente peligrosos para esta misión —repuso Nigel—. Y son formas de vida nativas. Tenemos cosas en común, debemos tenerlas. Cualquier oportunidad para nuestra especie de vida de comunicarnos…
—¿Nuestra especie?
—Las civilizaciones de la máquina están ahí afuera en alguna parte también.
—¡Humm! —Ted fingió considerar la cuestión—. ¿Cuán preponderante crees que es la vida, Nigel?
Era un asunto peliagudo. Isis constituía la única fuente de transmisiones artificiales que los astrónomos habían hallado en más de medio siglo de prestar oído a cada parte concebible del espectro electromagnético. Nigel hizo una pausa momentánea y después dijo:
—Razonablemente.
—¿Oh? ¿Por qué el silencio radiofónico, entonces? A excepción de Isis.
—¿Has estado alguna vez en una fiesta donde la persona que está insegura de sí misma no deja de parlotear? ¿Y todos los demás guardan silencio?
Ted sonrió.
—El Señor me proteja de las analogías. La galaxia no es una fiesta.
Nigel sonrió, asimismo. No tenía modo alguno de revocar la decisión aquí, pero podía hacer acto de presencia.
—Probablemente. Aunque tampoco es una casa abierta.
—Bueno, vamos a llamar a una puerta, a ver qué pasa —replicó Ted.
Nigel encontró a Nikka y a Carlotta cocinando un guiso elaborado en el apartamento. Estaban sazonando con pimienta tajadas de carne blanca y envolviéndolas en aceites aromatizados. Había varios condimentos y cada mujer trabajaba con solemnidad, hábilmente, provocando la miríada de pequeñas decisiones, de una frase aquí, o de una prolongada deliberación allá, tejiendo todo un lazo que él conocía bien. No era el momento adecuado de inmiscuirse.
Se presentó voluntario para cortar verduras. Desfogó su acaloramiento con las cebollas, las zanahorias y los brécoles, y se tomó una taza de café. La primera fruta de la «estación» había llegado, por lo que hizo una ensalada, siguiendo las instrucciones de Carlotta, elaborando un ligero y especiado aceite de sésamo para ella. Los primeros cítricos habían madurado el día anterior, acogidos con un pequeño ritual. El Amor por las Tres Naranjas, de Prokofiev, había acariciado a la multitud que lo presenció, reverberando en la caverna. Alguien había echado sal a las nubes que se formaban sobre el eje, por lo que unos gallardetes escarlatas y jades orillaron fantasmagóricas líneas rectas en lo alto, por la columna de la nave. Finalmente, dijo él, en una tregua:
—Acabo de oír las noticias.
—¡Oh! —exclamó Nikka, comprendiendo.
—¿Por qué no me cuentas que te has presentado voluntario para la misión satélite?
—¿Voluntario? No lo hice. Estoy en la lista de tareas rotativas.
—Pensaron que era mejor para la moral —intercaló Carlotta— que dejáramos que el programa de optimización personal eligiera a los componentes de la misión. Más justo, también.
—¡Oh, sí!, debemos ser justos, ¿no? Una idea fabulosamente estúpida —repuso él.
—Todo el mundo se está muriendo por salir de la nave —dijo Carlotta.
—Bien puede resultar que sea precisamente esto lo que ocurra-observó él amargamente. Nikka dijo:
—Pensé que era mejor dejar simplemente que las noticias salieran a colación como de costumbre. Estuve a punto de contártelo antes…
—Bien, pues, estoy a punto de darte las gracias.
—¡Es mi oportunidad de hacer algo!
—No quiero que te arriesgues. Nikka repuso retadoramente:
—Yo me acojo a mis oportunidades, al igual que haces tú.
—Estarás en el equipo servoasistido, según dice el manifiesto.
—Sí. Operando los detectores móviles.
—¿Cuán cerca del satélite?
—A unos kilómetros.
—No me gusta. Ted está yendo adelante con esto sin meditarlo.
Carlotta soltó una escobilla batidora y dijo:
—No puedes gobernar la vida de Nikka. Él la miró firmemente.
—Y tú no puedes esperar que no me preocupe.
—¡Madre! ¿Realmente quieres discutir por esto? —inquirió Carlotta.
—La diplomacia parece haberse desmoronado. Nikka dijo tranquilamente:
—La misión está planificada, hay apoyos, cada contingencia…
—Somos unos malditos ignorantes. Demasiado ignorantes.
—El satélite rocoso parece tener la misma antigüedad que los últimos cráteres mayores de Isis, ¿correcto? —preguntó Nikka con un tono ligero, para suavizar la cuestión.
—¿Y bien?
—Es evidente que representan los últimos artefactos de la tecnología EM. Los dos satélites, los superconductores de la aldea… eso es todo lo que queda.
—Es posible —musitó Nigel—. Posible. Pero, para comprender Isis hemos de ir con cuidado, empezar dando palos de…
—Estamos dando palos, eso por descontado —adujo Carlotta.
—No quiero que arriesgues tu vida por una suposición.
El rostro de Carlotta se ensombreció.
—Dios, llevas las cosas demasiado lejos. ¿Realmente vas a impedirle a Nikka hacer la labor para la que nació?
Nigel abrió la boca para decir: Mira, esto es algo privado entre nosotros dos, pero vio a donde conducía eso.
—Puede que seas un condenado monumento viviente —dijo Carlotta—, pero no puedes dominar mediante la autoridad. No con nosotras.
Nigel parpadeó, pensó: Tiene razón. Es tan fácil caer en esa trampa y…
… Súbitamente vio cómo era la cosa para Nikka, con su mente a la deriva, desasosegada, cuajada de recuerdos, yendo hacia él ahora con las manos todavía húmedas de cocinar, la expresión resuelta en la cara, el firme empuje en el estómago, una tirantez lograda gracias a horas interminables de ejercicios, de mantener la maquinaria preparada para poder salir aún. Las manos extendidas lisas y ajadas por la edad, con manchas parduzcas, cubrieron el espacio que había entre ellos…
—No puedes preservarme entre algodones —dijo ella.
—A ninguna de nosotras, ¡maldita sea! —agregó Carlotta.
Para él, el rostro de Nikka refulgía de recuerdos asociados, brillaba en la estrecha cocina con emoción receptiva.
—Yo… supongo que tienes razón.
… Era de nuevo el 2014. Él vuelve a casa en el cálido atardecer de Pasadena, traqueteando en un escúter. Abre la cerradura y golpea la gran puerta de roble para anunciarse, sube luego por la escalinata. La llama al llegar a la blanca sala de estar. Algo chirría levemente en sus oídos. Sus pasos resuenan en las baldosas mexicanas marrones cuando se encamina a la intersección arqueada de cocina y cenador.
Un zapato claveteado de mujer yace sobre la baldosa. Un zapato. Directamente debajo del arco del dormitorio. Da un paso adelante y el pitido en sus oídos aumenta. Al dormitorio. Mira a la izquierda. Alexandria yace inmóvil, boca abajo. Las manos extendidas, crispadas. En los brazos una repulsiva hinchazón roja, donde la enfermedad la está corroyendo y no dejará de corroer…
Lo supo entonces, la vio caer en la nada. La ambulancia que chillaba a través de las nieblas nocturnas, el hospital antiséptico, las cosas terribles que le hicieron después…, todo eso era una coda a la vida sinfónica que ambos habían compartido, que habían intentado tener igualmente con Shirley, empero el problema a tres cuerpos había permanecido insoluble para siempre…
Vio abruptamente que el miedo de perder a Alexandria se había convertido ahora en parte de él. Nunca se había recobrado. Con la edad, el miedo al cambio penetraba en su interior y se mezclaba con la pérdida de ella. Nikka llevaba ya más tiempo con él del que estuvo con Alexandria, y un mero indicio de peligro para ella…
Nigel sacudió la cabeza, dejando que las viejas aunque todavía diáfanas imágenes se difuminaran.
—¿Estás de vuelta con nosotras? —preguntó Carlotta.
—Eso espero —respondió él trastornado. Nikka le estudiaba. Despacio, la comprensión afloraba a su rostro. Él dijo:
—Estas cosas requieren un poco de tiempo. Carlotta repuso:
—No dejaré que la avasalles. —Rodeó a Nikka protectoramente con los brazos.
—¿Por qué esta conversación no deja de recordarme a las Naciones Unidas?
—Bueno, es cierto. Nikka dijo a Carlotta:
—Sin embargo, cada uno tenemos algo de poder sobre el otro.
—No de esa clase.
—De todas las clases —alegó Nigel—. Los muslos se abren ante mí como el Mar Rojo. La cuestión es, ¿cuáles son los límites?
—Si no te hago frente, la arrollarás —dijo Carlotta.
Nikka repuso contemporizadoramente:
—Eso depende de las circunstancias. Nigel sonrió.
—No soy del tipo ambivalente. «¿Siempre trata de ver el asunto por ambos lados, señor Walmsley?». «Bueno, sí y no». No es mi estilo.
—Bueno, más te vale hacerlo…
—¡Oh, vamos! Callaos los dos. La crisis ha pasado —dijo Nikka.
—¿Un poco de Mar Rojo más tarde? —preguntó Nigel.
—Negociaremos en el desierto.