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esollando, con un resonar de metal y múltiples chasquidos, Nigel gana velocidad. Detrás de él, Daffler tiene problemas para que su locomotora izquierda gire hacia arriba. Si logra poner tierra de por medio, puede que Daffler no lo alcance y Nigel esté en disposición de desenvolverse con cierta libertad, siguiendo su olfato…
—¡Eh! He dicho que esperes.
—Hay algo por este lado…
—Si he dicho que esperes, significa que esperes. Mira, Nigel, Millard lo dejó muy claro. O sigues mis órdenes sobre el terreno o te desconecto.
Nigel frena. Sabía que no iba a resultar, pero algo en su interior dio validez a la intentona, algo orgulloso y travieso que afloró cuando de nuevo sintió sus estabilizadores y locomotoras clavándose en la corteza de Isis. Estima que esta será su mejor oportunidad, acaso la única, de ver a los EM tal como son, no a través de la 3D o en secos informes, todo lo cual le distancia de la experiencia real y le obliga a seleccionar espectros, datos, lugares y retazos de información para sustituir los que podría obtener personalmente.
—Ya he asegurado este alojamiento lateral. Estoy contigo.
Nigel sonríe apenas, pensando en el interior de fría piedra de una catedral inglesa, en los servicios que abnegadamente había soportado allí hacía tanto, un chiquillo atemorizado aún por las altas columnas de granito y el abrumador peso solemne del servicio mismo. El Señor sea con vosotros. Amén. Y con tu espíritu. La ostia quemándole la lengua con su vínculo que se consume blandamente, prometiendo que al final él ascendería, un nudo de sangre rebosando de un cuerpo marchito, listo para asimilar la noche, tomad, comed, este es mi cuerpo y mi sangre, coméoslo todo, engullid un universo de tinieblas que se cuelan por debajo de las puertas hasta el naranja cálido de la sala de estar familiar. Su padre sentado en aquella mecedora oscilante, mordisqueándose el labio mientras escuchaba, meciéndose, meciéndose, severo. Habla su hijo. Tonos deliberadamente apagados subrayan las largas notas desafinadas que vienen del órgano, mientras recogen la colección, las monedas tintineando en las bandejas, una gelidez de liso granito que se alza en el aire. Él afirma que la mecedora[2] se trocará en un cohete, Padre, Padre que estás en los Cielos, Padre que estás en los Cielos ahora…
—Parece que están girando al este de nuevo.
Nigel se alza y conecta la trama de su placa facial. Se ven unos puntos rojos. El avance temporal muestra que escalan el valle, lejos de los vientos radicados del Ojo. Se están moviendo deprisa. Más deprisa, afirma Alex, de lo que haya visto trasladarse antes a los EM a parte alguna, con un ritmo que exige más energía de la que permitiría el entorno escaso en oxígeno. Alex se percató de la actividad en este valle hacía más de una semana. Pero otros puntos de la superficie tenían prioridad, y para cuando el gran disco había enfocado la región, una nueva tormenta se había internado procedente del Ojo. El valle estaba horadado de orificios volcánicos que manaban.
El polvo se arremolinaba en las columnas de calor ascendentes en el aire rico en agua, amoníaco y dióxido de carbono.
Nigel vuelve sus instrumentos ópticos hacia abajo, para ver su propio caparazón de hidroacero, donde unas salpicaduras marrones emborronan los números de serie del robot, goteando hacia el suelo en regueros. Es lluvia de barro. El polvo se vuelve sulfuroso cuando aquella entra en contacto con el aire volcánico. Parece raro que los EM prefieran este valle resbaladizo, estruendoso, en penumbra, a los valles en declive del otro lado, donde corre clara el agua y el aire lleva solamente la tenue bruma de polvo del Ojo que se resiste a los húmedos volcanes.
—Ve rápido hacia el este, Nigel, detecto una microonda aguda procedente de allí.
Traquetea sobre rocas húmedas y se abre camino ladera abajo. La ilusión va mejorando a medida que los bucles retroactivos le acoplan cada vez mejor a los elementos dinámicos de la máquina. Llegan hasta él los movimientos diestros y seguros de los servos al posarse con fuerza los anchos pies, clump, clack, hacen sentir a Nigel como si diera zancadas por terreno desigual con botas de instrucción. Nota incluso los estabilizadores, cuyas firmes tenazas se convierten en músculos de la pantorrilla; los muslos se tensan y relajan; la columna montada sobre sus discos; los brazos oscilan para mantener el paso uniforme, seguido, mientras que el hidroacero se desplaza con estrépito por un mundo difuso, escruta y aparta cortinas de polvo con motas de vida, el denso aire de aquí es una factoría química estimulada en última instancia por las fuerzas de la marea que desgarran la tierra, erigen las montañas del Ojo, rezuman a través de las capas de polvo horneadas, perforan orificios en los altos valles montañosos, arrojan por todas partes humedad y escorias al cielo, ocultan para siempre el firmamento por lo que los EM nunca han conocido las estrellas, salvo quizá por una noche en un millar de años, cuando cayera el polvo y los puntos argénteos titilaran en la inmensidad. Pero los EM carecen de ojos para ver.
—¿Estás recibiendo esto, Nigel? Es una especie de balbuceo en los doscientos megahertzios.
—Correcto, un poco por debajo de los dieciséis grados desde esta dirección.
—Lo calculo en diecisiete punto dos. Cerca.
—Vamos a localizarlo.
Desciende. Los servos transforman el movimiento en un salto que le lleva por encima de un cañón de vegetación parda, posándole, con un crump, en un peñasco de basalto pulido. El pie resbala, pero el robot le endereza a tiempo. Cinco metros de visibilidad en la óptica. La lluvia enturbia sus lentes. Vuelve a brincar, despegando cuando los hidráulicos traseros entran en acción con un uuoosh, y patina sobre retorcidos tocones verdeazulados de plantas —legamosas, dobladas bajo las ramas cargadas de barro—. La sobreimpresión chisporrotea, con vectores de matiz anaranjado apuntando justo al frente. No es una única fuente, ahora puede apreciarlo, sino manchas y borrones de ruido radial, que emiten en torno a los doscientos megahertzios, pero no en una frecuencia fija; algunas desprenden silbidos erizados, otras atronan con largas pautas que los elementos electrónicos ralentizadores de Nigel configuran en repiqueteos acústicos. Todo ello agrupado en un sonido que recuerda a una muchedumbre que pisa cristales rotos.
—Acabo de cotejarlo con Alex. No hay ningún EM en un radio de un klick. Esto debe de ser alguna forma de vida.
—La señal es débil. Eso puede explicar por qué Alex no puede detectarlo. Pero, sin embargo…
Por entre el polvoriento torbellino aparece un saliente rocoso. Nigel tuerce a la izquierda, pasando a IR. La visibilidad mejora. Puede avistar un largo cañón, en penumbra a la luz sanguinolenta de Ra.
—Aquí parece como si las rocas hubieran sido trabajadas. —Avanza cautelosamente. No se ve ninguna forma de vida. Las paredes del cañón están entreveradas y talladas, como largas gubias rizándose al unísono. Vuelve a sintonizar los doscientos megahertzios y los chasquidos y taponazos irrumpen hacia él, provenientes de los cortes en la roca—. Parece arte. Las vetas están marcadas con una extraña materia plateada. —Nigel extrae un manípulo, lo rasga.
—Esta materia es un conductor, una antena. —Se da la vuelta. Se halla en una extensa zona acotada, como un corral. A través de la oscuridad ve cuevas cavadas en la roca, cuevas con aberturas ovales, otras rectangulares y cuadradas, otras triangulares—. Es una aldea. —Los impulsos de radio, crepitantes, repiqueteantes, vienen de unas marcas situadas junto a los umbrales; uook uook de los ovales, escaah escaah de los rectangulares. Otras marcas gañen y murmuran desde la roca pelada. ¿Señales de calles?, piensa Nigel, casi patinando en el suelo fangoso, marcado con unos dibujos curvos que no parecen tener sentido alguno. Desciende por el cañón, consciente de que las cintas en marcha lo captarán todo y una docena de especialistas concebirán una docena de ideas al respecto para cuando se encuentre fuera de la vaina servoasistida.
—He encontrado otro, un cañón muy similar. Estimo que me hallo a unos doscientos metros al este. Si tú…
—Espera…
Colgaban ante él unas hebras tejidas. Estaban sujetas a las paredes del cañón y se extendían atravesándolo a unos seis metros por encima del suelo. De las hebras colgaban películas de la materia plateada, algunas de las cuales desprendían un coro de balbuceos radiales, otras permanecían en silencio. Nigel se aproximó.
—Hay algo ahí… —Le llega un Hhaa yyy aaalgggo oooah híiiii procedente de las películas, reverberando por el cañón, enredando—. Creo que las… —ccrre oo oo qqu e laaaasss— pelícu… —peeluc cu pel lassiiippecuu— películas superconductoras…
Se da la vuelta, huye, sin deseos de abandonar su espectro de radio aunque confundido por la burlona pared de ecos. Se detiene a unos cien metros de distancia, cobijado por un reborde de piedra, y dice:
—Tienen algunas, bueno, estancias elaboradas, supongo. Un modo de obtener alguna intimidad, imagino… No, eso no tiene sentido. ¿Por qué hacerlas reflectoras? No, debe tratarse de una especie de amplificador, una manera de, bueno, ¿un sistema de interpelación público? No…
—Nigel, estás confuso. ¿No crees que deberías…?
—Olvídate de eso. Mira, tráete a un equipo, aquí abajo, para estudiar esta, esta aldea.
—Claro, lo haremos. No te pongas tan…
—¿Todavía no te ha causado ninguna molestia, Herb?
—¿Eh? Qué es lo que no…
—Superconductores. ¿Cómo es que los EM elaboran superconductores sin haber dejado ninguna tecnología, sin haber dejado ninguna ciudad en pie?
—Oh, bueno, están esos satélites. Tal vez…
—He echado un buen vistazo a las películas. Están ajadas. Tienen resquebrajaduras. Tienen el aspecto de haber sido dobladas y vueltas a doblar muchas, muchísimas veces. Son viejas, mi buen amigo. Viejas.
—El próximo equipo va a entrar, veamos, seis horas seguidas. Pediré una biodatación. Pero aguarda, quiero echar una ojeada a tu aldea también. Estaré ahí…
—Espera. Quédate donde estás. O quizá sea mejor que retrocedas.
—¿Porqué? Es sólo un…
—Los EM están en el exterior deambulando incesantemente, dice Alex. Nos hemos topado con algo que se asemeja a una aldea, ¿correcto? Y posiblemente la razón por la que no hemos visto antes una es que ellos están siempre ocupados. No deseamos contacto directo, por tanto hemos pasado por alto las aldeas.
—Suena plausible. Sin embargo, no podemos…
—Pero nadie abandona una aldea realmente. Dejas atrás…
A través de las rachas en forma de torbellinos de la niebla bermeja aparece una forma oscura. Nigel se lanza detrás de un peñasco, haciendo una mueca, y apaga las transmisiones de radio. Dejas atrás a los débiles, a los viejos, acaso a los niños. Pero no los dejas desprotegidos.
Nigel agacha la cabeza, sabiendo que este movimiento no tiene análogo alguno para el aparato que está manejando, pero lo hace de todas formas, dándose cuenta de que ahora, distanciarse de la máquina en cualquier sentido disminuirá su efectividad. Esconderse, agazaparse, evitar el radar acariciante de la criatura que se acerca, esperar que el traje se refleje como una piedra gris indistinta…
Un pie palmeado desciende sobre su cubierta anterior. La criatura EM se hace manifiesta, cerniéndose sobre las rocas, con la cabeza oscilando y rastreando, el pie apretando hacia abajo. Las planchas se comban en la cubierta anterior estriada. Un motor gime a modo de protesta y enmudece abruptamente. Zumban los circuitos, en alerta.
Nigel siente la presión uniforme convirtiéndose en un dolor lacerante, trepidante. Se debate contra su impulso de retroceder, de zafarse de debajo.
—He conectado la banda K, Nigel, espero que estés recibiendo esto. Acaba de interferirse tu pitido de auxilio. ¿Debo dirigirme a ese cañón?
Nigel decide arriesgar una transmisión. Si Daffler se deja ver, moviéndose, la criatura EM seguramente se dará cuenta, sabrá que hay extrañas rocas dotadas de movimiento en la aldea. Activa la banda K y emite:
—¡Para!
Un momento congelado. El EM se detiene, balanceándose con dos pies sobre la quejumbrosa cubierta de Nigel. Alguna banda tangencial de la onda de bandas K debe haberse abierto paso hasta él, aunque los EM parecen emitir y recibir en una longitud de onda mucho mayor.
El EM se inclina hacia adelante dubitativamente, tanteando el camino. Alza un pie. Después el otro. Se va, alejándose cañón arriba. Nigel detecta gorgojeantes estallidos de radio mientras el ser se localiza a sí mismo mediante el eco, emitiendo interminablemente su «nombre» y recibiendo el mundo pictórico reflejado y amalgamado, pintado por el «nombre» mismo: el cañón, los rasguños metálicos, las películas superconductoras, en lo alto un cielo que es un vacío salvo por el grave susurro de Ra. Nigel se pregunta, observando su lento avance doloroso, qué efecto debe tener este modo de ver, en la manera de pensar del EM, si «pensar» fuera la palabra adecuada. Para él el mundo respondía eternamente con fragmentos de su propio nombre, como un constante coro tranquilizador que al tiempo dice al EM lo que necesita saber y le reafirma en su individualidad propia, en su importancia dentro del puro acto de definir el mundo. Si el EM no pronuncia su nombre, el mundo es un cero, un silencio. Mas si habla, el universo mismo cobra vida. Únicamente los prójimos EM eran emisores. Cada uno emite en una longitud de onda ligeramente distinta, a fin de que el parloteo de la comunidad no lo ciegue todo.
Nigel se pregunta cómo habrá descubierto un EM solitario el leve murmullo de la Tierra, una voz que aparece periódicamente como un débil punto en el firmamento no lejos del ensordecedor estruendo de Ra. Acaso un EM solitario, meditando, lo hubiera visto, sondeado, hubiera adivinado la existencia de otras inteligencias en la hueca inmensidad.
—Nigel, Bob quiere que vaya, hacia ti. Estoy escalando el cañón, dirigiéndome al norte a treinta y ocho. Tu señal de daños de subsistemas en…
—¡Calla!
—Mira, el EM se va y a Bob se le ha ocurrido que puede comprobar tus sistemas antes de que intentemos moverte o…
—Continúa si no queda más remedio, pero mantente en silencio.
El EM se ha esfumado, engullido por la desapacible tiniebla roja. Nigel mira en derredor y distingue más surcos practicados en la roca. Deja que su mirada sea conducida por las líneas de declive, cañón abajo. Desde este ángulo el diseño se torna evidente de inmediato. Rodadas que se intersectan en una red que tiende hacia abajo, evacuando aquí y allá en agujeritos próximos a las paredes del cañón: cisternas. A mayor distancia, una ráfaga disipa el aire por un instante y Nigel ve un aliviadero, la roca marrón que lo forma está corroída y erosionada, pero sigue siendo funcional, y más allá, una tosca zona de recepción. Así pues, los EM acumulaban agua aquí, la almacenaban. Pero no hay agricultura.
—Te tengo en el IR, Nigel. Quédate quieto, no intentes moverte.
—Ten cuidado con las transmisiones.
—No hay problema, estoy seguro de que…
Viene hacia ellos con asombrosa velocidad, sacudiendo las rodillas a gran altura. Da trompicones sobre los peñascos. Daffler emerge desde la cortina de polvo y no ve al EM viniendo del este. Daffler es un andador de hidroacero, como Nigel, y mira al frente mediante los ópticos enfocados hacia delante con ampliación ajustada, por lo que está ciego al este a menos que gire el sensor de su cabeza; pero, según avanza, ahora únicamente a unos metros de distancia de Nigel, de nuevo cayendo polvo grueso y entreverado de blanco, el EM aparece y golpea a Daffler desde atrás.
—¡Rueda! —exclama Nigel, escapándosele la palabra en su estupor, pero Daffler no puede contraer sus piernas anteriores a tiempo y el andador se vuelca, arañando las rocas, con chispas anaranjadas rasgando el aire, y el EM arrolla al robot caído que parece ahora tan débil. Nigel se aparta de la destacada y sombría figura y contempla cómo agacha la cabeza y la desvía desde Daffler hacia Nigel. El ser está seguro de donde se halla él, debe haberle localizado antes y, sin mostrar signo alguno de ello, simplemente les acechó. Daffler está gritando.
—Tengo que cortar, algo me ha golpeado.
En tanto que la enorme cabeza se bambolea, Nigel siente a Daffler chocar contra él, trepidando, las piernas en un revoltijo, y percibe un chisporroteo repentino de impulsos radiales, una forma ondulatoria altamente estructurada, y luego un agudo sonido crepitante como de freír grasas cuando el EM levanta a Daffler y lo deposita sobre la cubierta de Nigel, aplastándole. Siente un dolor lacerante y un brillante estallido de verdor…
El montaje médico se afanaba con premura, olisqueándole, murmurando para sí mismo. Nigel yacía pasivamente, deseando que esto se acabase. Miraba al techo.
—Ese ser os llevó a ti y a Daffler a los depuradores —dijo Bob Millard casualmente.
—Vino hacia nosotros como una exhalación. De lo contrario, estoy seguro…
—No estamos seguros de nada, Nigel.
—Bueno, yo estoy seguro de que no necesito esta cosa hurgándome —golpeó el añadido del montaje médico—. ¡Cristo!, Bob, estaba a salvo dentro de la cápsula servo, no estaba en Isis. No es posible que esté herido.
Bob se encogió de hombros.
—Esto es SOP, según Medicina. Si se produce cualquier accidente de consideración, nosotros te conectamos.
—¿Entonces por qué no está aquí Daffler?
—Su unidad no quedó chafada, ese es el motivo. Todavía estamos extrayendo un vector y los diagnósticos de a bordo de su andador. El tuyo está… fundido.
—El EM debe de haber golpeado mis circuitos exteriores. Eso pudo precipitar un cese en todo…
—Podría ser. La cuestión es que no podemos volver a echar un vistazo todavía. Hemos de esperar.
—¿Porqué?
—Toda una multitud de EM se han encaminado hacia esa «aldea» tuya. Ted y yo consideramos que no debemos correr el riesgo de un contacto ulterior con ellos de inmediato. Estarán aguardando.
—Me gustaría echar una ojeada a esos superconductores.
—Al igual que la mitad de la tripulación.
—Entonces, tal vez…
—No irás, Nigel. —Bob sonrió indolentemente—. Los EM defenderán ese villorrio o lo que sea. Con todo esto parece que has olvidado para qué te mandé allá abajo.
Nigel comprendió que iba a tener que soportar esta moderada reprimenda para descubrir lo que la gente con iniciativa pensaba que era el próximo movimiento inteligente.
—¿Para qué era?
—Para averiguar qué está poniendo tan nerviosos a los EM.