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N

igel se agita con desasosiego, siente picores debidos a las sondas que le oprimen y a los receptores que están acoplados a él. Está sujeto a esta red electroneural y sólo percibe difusamente la atestada cápsula.

Aguarda a que Isis se despliegue en su interior. Allí… empieza. Por todas partes se hallará atrapado en la asfixiante presa de una máquina, mas está deseoso de soportar las sensaciones desagradables que esto comporta a cambio de la experiencia que le brinda. Allí…

Sale del cobertizo de almacenamiento y mantenimiento, el traje produce sonidos metálicos. Sisean los hidráulicos y camina sobre la escabrosa faz de Isis.

Difuminada en tonos marrones y rosas, el polvo azota a su paso con una persistente ferocidad tumultuosa, aunque refluye lentamente, perdida ya su fuerza de torbellino ciclónico procedente del Ojo, después de estos tres días de procelosa tormenta. Hay una capa rosácea por doquier. Alcanza quizás a ver a unos diez metros en la óptica, treinta en el IR, nada más allá de sus guantes enlosUV.

¿Dónde están los EM? Lejos, en esa dirección, indica la pantalla de su placa facial. Pasados los zumbantes tabuladores de referencia que han dejado los primeros equipos como faros en la tiniebla, corrige el rumbo. El traje se desvía, escorándose como de costumbre. Garras enormes se elevan en los silicatos horneados, mientras en el silencio opresivo chirrían las deslizantes láminas de brazos y piernas.

Nigel recibe señales escindidas de sus dos mundos. Encajonado en el módulo silencioso a bordo del Lancer, percibe la sutil flexibilidad dirigida de los servos respondiendo y amplificando cada movimiento. Al mismo tiempo, a través de kiloclics de espacio, los exosensores y sensoceptores retroalimentados le transfieren el tacto y el resonar metálico de los robots de hidracero que se desplazan sobre montículos y piedras, dos locomotoras dirigidas hacia delante mientras dos estabilizadores recogen la turba desmenuzada. Todo va grabándose en las cintas a medida que él recopila datos en busca de marcas en el terreno, puntos familiares ya para el Mando, pero que a él le resultan nuevos y vividos, recién llegado a este lugar nacido de la tormenta.

Un mundo herrumbroso. Pasan volando granos de hierro, rozando sus lentes, y los dióxidos de sulfuro dibujan blancas trayectorias en la atmósfera rojiza, tanto oxígeno aprisionado para siempre en la tierra, agitado por los vientos. Un estallido de IR crepita por encima de la vertiente que está ascendiendo y Nigel pulsa el amplificador, amalgama los fotones en los conductos lumínicos y los procesa, filtra la turbulencia del aire y las rachas de polvo, reduce el cono de recepción y la escala. Porque a él le consta que este claro en las nubes pasará, así que sólo dispone de unos momentos para captar una panorámica, ve el valle que ha memorizado, lo coteja con la sobreimpresión que destella en su placa facial y se desplaza para seguir el giro de su cabeza. La distante escarpadura forma una silueta como un cuchillo de filo mellado, y se abre en abanico, debajo suyo, el flujo de negro basalto. Matorrales escuálidos tachonan las quebradas donde la hierba parduzca, semejante a una estera, se arracima, agarrándose al suelo arcilloso que los vientos no logran arrancar. Tuerce ladera abajo, con el clank clank de las botas sobre piedras ricas en metal. El brillo perseverante de Ra colma momentáneamente el firmamento, como réplica al tono rosado del terreno. A la izquierda, el humo se eleva en volutas desde el pie de la montaña. Vislumbra el soporífero calor en el descomunal cúmulo de rocas al oeste, el horno que puede retumbar con caprichosos flujos de lava y amoníaco hirviente y de cuya caldera se lleva el vapor, fresca humedad libre al fin para empapar los vientos y detener la marea de polvo procedente del Ojo. Se inclina hacia adelante e, inopinadamente, se produce un cambio en el sonsonete que escucha a medias, alterando el balbuceo de la radio. Es una onda cromática, eso al menos han averiguado, no los tonos diatónicos de la música oriental, por lo que Nigel no puede fingir que asimila los chasquidos desperdigados y cambios como música, aun cuando acertara a ensamblarlos en su mente tras eliminar las largas pausas entre cada fugaz pitido. Y, sin embargo, algo que ahora está cambiando en ellos atrae su atención. El zumbido del espectro de radio hace destellar un exhibidor de tiempo aditivo y lo observa evolucionar, está ganando rapidez, se añaden nuevas pulsaciones de amplitud modulada a la pauta constante.

¿Dónde están? Algunos sensores regionales, enterrados en hendeduras para pasar desapercibidos a los EM, le informan con una ráfaga de datos puntuales. Allá unos cuantos EM están en activo, emitiendo su elaborada señal al cielo, hacia la recóndita Tierra invisible que, durante algunas horas va a estar pendiente de Ra. Pero la mayoría están dormidos y sus trazadores permanecen estáticos, a pesar de que unos pocos dan muestra de perezosos movimientos en el mapa proyectado en 3D. Nigel pulsa una anticipación de su sendero de reconocimiento, constata que no alcanzará la proximidad de las criaturas EM durante algunas horas, y desciende sin titubeos, reforzado por el traje. El impulso le envía en arco por encima de un peñasco gris, hasta la cara opuesta de la cima. Los giróscopos le evitan dar traspiés en este nuevo avance desaforado, y aterriza, con un crujido, para lanzarse de nuevo, con saltos de baja altura a fin de no llamar la atención del Mando. Pero se mueve deprisa, clavada la vista en la oscuridad que se cierra ante él cuando se posa de nuevo el polvo, dejando atrás velozmente los achaparrados árboles alambre de la parte inferior. Sus acústicos registran el persistente hálito inmemorial de los vientos del Ojo y, más alto, una algarabía de rumores del frenético escabullirse de seres que se dispersan frente a él. Corren sólo unos pocos metros y se detienen, exhaustos y a la escucha, conservando sus reservas musculares en tanto que husmean el aire, cargado de polvo, en busca de oxígeno. Esta nueva tormenta impregnada de azufre, proveniente del Ojo, ha sustraído del aire más oxígeno de lo que es habitual y, por debajo del vendaval, la vida se torna torpe, indolente. Corre a ras del suelo. Queda atrás, más abajo, uno de los curiosos túmulos, hendidas sus piedras por rayas dentadas, sin que parezcan una representación de nada que los hombres puedan determinar, aunque han sido realizadas por los EM, de eso están convencidos. Algunas de las criaturas se han detenido cerca de los túmulos, colocando de nuevo las piedras, musitando en el microondas.

Avanza entre las escabrosas colinas, gasta reservas de energía sin comedimiento, corre con trepidar metálico, sondea la lobreguez rojiza que se extiende ante él. Por encima suyo una brillante lanza amarilla aflora en la escarpadura: la lava. Su humeante resplandor atraviesa una mortaja de polvo, y Nigel resella, el ejercicio provoca en él un leve asomo de fatiga mientras baja precipitadamente una prolongada pendiente hasta el suelo del valle asolado. Una sombra se disipa para volver a formarse luego y Nigel se detiene en seco, semioculto por un saliente de roca. Una extraña sensación de cosquilleo penetra en él, mientras contempla la sombra detrás de un velo de polvo, una sombra de un azul pálido que maniobra hacia adelante. Tiene cuatro piernas, sí, es el imperativo cuadrúpedo, según había dicho uno de los biomecánicos de a bordo. Y el alienígena se hace manifiesto, repentinamente cercano, al soplar una racha de aire. Enorme. Silencioso. Inmóvil. No obstante, dimana de él una pulsación crujiente de microondas cuando vuelve su larga cabeza rectangular, se agita como una rueda sobre cremalleras, lejos de Nigel y en dirección a la base de la escarpadura. Su piel es cerúlea basta, cubriendo un aparato de huesos tan evidente que a Nigel se le antoja estar viendo muy hondo en el ser radial. Ve la urdimbre, las costillas encajonadas, la frágil jaula de varillas que reviste el abdomen, las largas piernas rígidas que trepidan cuando el ser tantea el camino entre las rocas resquebrajadas por el calor, andando con cautela, avanzando a tientas. Nigel lo deja retirarse hasta ser una sombra tenue en la rosácea calígine, y después lo sigue. Por encima, unos dedos amarillos entrecruzan la vertiente rocosa. Sus acústicos registran el borboteo espumeante del volcán. Va en pos de la criatura EM. A la derecha de Nigel algo borroso aparece de pronto, cobra nitidez; es enorme, descuella sobre él, en la variable corriente bermeja. Nigel se agazapa, apaga su susurro mecánico, contiene el aliento…

¿Nigel, qué te ha llevado a apartarte del sendero de reconocimiento? Acabo de empezar y he puesto en marcha una comprobación de todas las estaciones. Ramakristen dice que todo el mundo está bloqueado hasta que amaine esta tormenta, y te encuentro

—Tranquilo, Bob. Te informaré más tarde.

¿Qué significa eso de más tarde? Tío, estás a tres sigmas de tu punto.

—En módulo de contacto, Bob. Remite mi salida a T’ang.

Retrocede velozmente en la arremolinada calígine de polvo y las dos sombras se alejan juntas, con sacudidas de sus piernas envaradas, a mayor velocidad de la que se les ha visto nunca en la 3D. Las cabezas rectangulares se giran y oye un balbuceo, un chapoteo de banda ancha de latidos en microondas y armónicos.

Cristo. Tienes a los EM a tu alrededor, Nigel. ¿Cómo has llegado hasta ahí y por qué condenada razón?

Nigel activa la sobreimpresión codificada por el color y ve los pitidos que convergen, ahora apuntan hacia él todos los vectores integrados… No, no, cerca de él, unos cientos de metros al este.

—Algo está sucediendo.

Eso es lo que se suponía que no debía suceder; estás ahí para retener la posición, no para hacer

—¿Qué indica el mapa radial? —murmura Nigel para despistar al sujeto, y se mueve cautelosamente por detrás de las oscilantes sombras que se desplazan con sordo ruido, fundiéndose con el azote del aire grumoso.

Lo estoy recibiendo. Alex está a la escucha, pero tengo que hacer saber esto a Ted, Nigel, has mandado las normas tácticas al infierno.

Nigel guarda silencio, atento al hueco ulular de los vientos cuando soplan sobre los peñascos enhiestos de las rocas quebradas, presta oído a los canales acústicos pendiente de algo que proceda de los EM. No se oye nada, nunca se ha oído. Al parecer carecen de habla. Son también ciegos y se perciben unos a otros mediante las voluminosas cajas emisoras de radio de sus cabezas. Su canción varía ahora, se dispersa a lo largo de una escala diatónica. Se aproxima esquinadamente. Estos son de los mayores, más de cuatro metros de altura, y se tambalean al buscar un punto de apoyo en las rugosas rocas grises.

Un atronador estallido rueda por los días eternos, amortajados de polvo, hermosos.

¡Eh!, aléjate de ahí, acabo de registrar

—Se trata del volcán, eso es todo.

Pero estás atascado en la cima de un

—Puedo correr más rápido que un torrente de lava.

¿Y si hay un corrimiento? Están produciéndose continuamente ahí

—Tranquilo.

Joder, Nigel, estás

—¿Qué dice Alex?

Por delante distingue más sombras.

¡Oh!, los EM han enmudecido todos. Dejaron de oírse hace aproximadamente un minuto, todos

—Tranquilo.

El sibilante calor del torrente de lava se halla más lejos; lo registra claramente en los acústicos. Delante, las sombras se inclinan y se aposentan. ¿Buscando calor? Resultaría beneficioso; poseen un bajo promedio metabólico y, habida cuenta de que no son reptiles, podrían ahorrar valiosas reservas calentándose en una fuente oportuna, aunque peligrosa. Él se encoge en una grieta rocosa. Seis de ellos convergen en una prominencia irregular, donde unas manchas verdeazuladas salpican la roca quebrada. Se mueven torpemente, desplazando y ladeando sus voluminosos cuerpos y, paulatinamente, toman asiento, con las negras protuberancias que enmarcan sus abdómenes henchidos hacia el frente —a Nigel se le pasa por la cabeza una imagen sexual—, sobre la roca pelada. Él se aproxima. Ningún chisporroteo de radio. Como si estuvieran dormidos. Alcanzarían a verle a la menguante luz rosácea si poseyeran ojos, mas no se inmutan. Nigel aguarda. Ningún movimiento. Luego, despacio, se inicia un cambio en sus pieles. Empiezan a sonrojarse y su habitual tono azul pálido parece bañado por fugaces arco iris de color. Se hallan inertes, pero su brillante carne cerúlea danza en abigarrada filigrana cromática. El distante volcán retumba con amarillos destellos. Algo está sucediendo, algo callado e importante, y si consigue devanar la madeja…

Nigel, soy Ted. Se te ordena que regreses, de inmediato. No quiero que

—Ciertamente.

En la pedante voz de Ted hay un asomo de ira. Nigel entiende que ha llevado los límites de su misión de vigilancia tan lejos como le permitirán en esta ocasión. Mejor retirarse. Y está cansado, demasiado, más de lo que era de esperar. Hay algo intenso aquí que le ha drenado en el esfuerzo por percibirlo.

—Retrocedo, Ted.

Se aleja. Suda dentro de su arnés servoasistido y confía en que las cintas inscritas no revelen cuan fatigado está. El mero hecho de retornar al módulo de almacenamiento y mantenimiento de trajes será un gran placer. Ha aprendido a saborear semejante inmersión. Remueve la arena de color limón y vuelve sobre sus pasos, contemplando a los EM que se pierden de vista, y se interna en el impetuoso ulular del viento y el sempiterno fluir del arcaico y transido mundo herrumbroso.