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a exploración preliminar avanzaba pausadamente. Nigel intentó acelerar las cosas, pero hacía mucho que había aprendido la futilidad de intentar insuflar la política inglesa al universo.
En vez de ello, trabajó en los campos y en los tanques, hizo que las gruesas verduras creciesen bajo los fosforescentes ultravioleta. Las gomosas plantas ganaban altura, acuciadas, no por la cruel competitividad de la naturaleza, sino por un ADN bien dirigido. Eran engendros de laboratorio. En medio de estos árboles catedralicios utilizables en un 99 por ciento, el hombre era el centro de la vida, caminaba con lento arrastrar de pies, administrando su energía. Los demás hombres y mujeres del equipo de agricultura hacían su labor con vigor lleno de eficacia y viveza, pero flaqueaban al final del turno, más por aburrimiento que por fatiga. Nigel lo realizaba despacio, porque le agradaba la humedad almizcleña y cruda del suelo, el chasquido de la azada, el revoloteo en el aire de un manojo de crepitantes tallos secos.
Esto era algo que le había sido otorgado por los alienígenas. La habilidad, la sensibilidad extrañamente larvada, habían estado en él —estaba en todo el mundo— y los cegadores momentos en contacto directo con el ordenador Mare Marginis, en la nave alienígena despedazada, las habían liberado. En los primeros años sucesivos, el olor de la revelación le había seguido a todas partes. Antes, el chorrear del agua desde una urna de sillería de gruesos bordes había sido una visión reposada, hermosa, nada más. Después, tras la nave Mare Marginis, el mismo chorrear se había convertido en algo portentoso, preñado de significado. Ahora, por último, se trataba de nuevo del chorrear dentro de una urna de gruesos bordes.
Había hablado de ello, ocasionalmente, y las palabras habían quedado tergiversadas, ramificadas y definidas hasta el olvido. Sabía, aunque los demás no, que en realidad no podía hablar por nadie más, no podía penetrar en su experiencia para que otros la sintieran. Las cosas te ocurren y aprendes de ellas. Pero pretender un paisaje interior común susceptible de ser cartografiado era absurdo. Nadie se lo apropiaba. Había visto al acostumbrado surtido de eruditos, con sus fórmulas cristalizadas, pero no parecían diferentes. Escuchó aquellas frases del Tao, de Buda y del Zen, cual grandes bloques blanquiazules de luminoso granito, a través de los cuales se filtraban pálidas láminas de luz, frías y desde un lugar remoto, eternamente ciertas y por siempre inmutables y tan válidas como estatuas de alabastro en la plaza de una ciudad.
Se sintió agradecido cuando, por fin, los demás le dejaron en paz. Había trabajado y hecho la labor de la Cámara de Retardo, se sometió a sí mismo a la serie de ensayos con la calma de un animal domesticado. Pero la jeringonza alfabética de organizaciones —la AIE, después la UNDSA, luego la ANDP— eran máquinas, no personas. Y las máquinas no tienen necesidad alguna de olvidar. Así que para ellas era una rara avis con cierta fama y gloria en declive. Había estado en el programa espacial desde los veinte años. Había tomado parte en el conjunto de descubrimientos que condujeron a la yerma llanura del Mare Marginis y al encuentro con el ordenador alienígena. Eso daba utilidad a su nombre para la AIE.
Significaba también que tenían que dejarle ir en el Lancer. Había dedicado años al desarrollo de la Cámara de Retardo que había dispuesto de diecisiete años de su vida. Lo había hecho por la importancia de la investigación, sí. Para poner las estrellas al alcance del tiempo de la vida humana expandida. Mas también se había pasado años flotando en los lechosos fluidos nutritivos para ralentizar su auténtica edad, de forma que las agencias alfabéticas no pudieran utilizar sus años de vida como un arma contra él.
El yerro en la lógica, apreció, era que después del lanzamiento, la tripulación del Lancer podía hacer lo que le viniese en gana con la asignación de tareas. Ahora tenía que maniobrar.
Sabía lo que era y que ellos no harían de él un santo de yeso… aun así, la ilusión tenía su utilidad. Le dieron mayor intimidad que a cualquier miembro corriente de la tripulación, dejando que Nikka y él se labraran un apartamento nuevo para sí mismos en la roca del Lancer. Y la intimidad le ofreció tiempo para pensar.
Nigel interrumpió su labor de jardinería y se enderezó. Sintió como un esguince en la espalda y luego un súbito dolor lacerante. La conmoción le hizo soltar tres tomates que había arrancado. Parpadeó e hizo una mueca y después, antes de que nadie viese su aspecto, asomó en su rostro un aire impasible. El dolor menguó. Se inclinó cuidadosamente para recoger los polvorientos tomates. Los traidores músculos que se extendían a lo largo de su columna se estiraron y protestaron. Dejó que el dolor lo inundara, sintiéndolo con plenitud y, por tanto, desarmándolo. Era bastante por hoy. Una leyenda no debía airear problemas si podía remediarlo.