A
rde a popa el fuego, impulsando a la nave hasta casi la velocidad de la luz. Sus toberas magnéticas rizan el uniforme campo dipolar.
… Una saeta que surca la negrura…
… un penacho blanquiazul de rugiente hidrógeno…
… un asteroide de granito gris que surca la rugiente llamarada…
Succiona el polvo interestelar. Agita un caldero de isótopos. Y los vomita a la tiniebla, una bengala ultravioleta en el abismo insondable.
En el interior, Nigel Walmsley comía ostras.
La última copa de vino, pensó con enojo, escudriñándola. Eso era todo lo que quedaba. Hasta donde se podía dar crédito a los rumores de la nave, ningún otro había traído más de una botella, y eso era lo que se había consumido en los últimos dos años.
Hizo girar la copa e ingirió el gélido trago final. El Pinot Chardonnay suprimió el leve sabor metálico de las ostras y dejó sólo el aroma marino y la suculenta textura. Un recuerdo de la Tierra. Se bebió el frío líquido que quedaba en las conchas y lo paladeó.
A ocho años luz de la Tierra, el eco de la Corriente del Golfo se extinguió.
—Se terminaron —murmuró Nigel.
—Hum… ¿qué?
Se dio cuenta de que se había olvidado de su invitado. Ted había llegado de improviso, después de todo, y justo a la hora de cenar.
—Dudo que pueda reponer el California Chardonnay, y las ostras desde luego que no.
—¡Oh! No. Supongo que no. ¿Estás… estás seguro de que las ostras estaban buenas todavía? —Ted 33 Landon se removió desmañadamente.
—¿Considerando que han estado almacenadas al vacío durante años, quieres decir? —Nigel se encogió de hombros—. Ya veremos. —Se recostó en la alfombra tatami, y estuvo a punto de hacer añicos con el codo una lámpara lacada. Su desnudez molestaba claramente a Ted. El hombre volvió a moverse, se acomodó en su postura, sentado con las piernas cruzadas. ¡Qué se le iba a hacer! Nigel no había tenido tiempo aún de hacerse con algunas sillas en la tienda de maderas.
Ted sacó su bolsa de tabaco.
—¿Te importa?
Nigel negó con la cabeza. Sí le molestaba durante las comidas, pero probablemente Ted ya lo sabía. Lo sabía todo.
Ellos tenían un perfil de la personalidad de Nigel de más de un metro de largo y también almacenado en ferritas. Él mismo nunca lo había visto.
—¿Sabes?, cuando me enteré de que te estabas construyendo un apartamento en el Área Inferior de Esparcimiento, pensé que estarías viviendo de mala manera. Pero esto tiene un aspecto magnífico.
Nigel asintió y estudió la sala de estar, intentando verla con los ojos de Ted.
Había un jarrón carmesí, brotes de pálidas flores amarillas, una bandeja de palmatorias con un poco de incienso que ardían lentamente, una caja de madera de teca y paredes con papel de gasa fina. Oblicuos haces de luz amarilla descubrían motas de polvo en el aire ventilado —espera a que Ted tenga que evacuar y vea el retrete, un agujero revestido con porcelana traída de Corea, cerrado con una tapa de madera y flanqueado por unos soportes, en forma de pie, para los principiantes tardíos: agáchate y evacua—. ¿Por qué enmascarar un valioso momento de la jornada…?
—¿Qué hay? —inquirió Nigel, pasando al habla transatlántica abreviada.
Ted lo fulminó con la mirada, algo envarado aún.
—Estoy reorganizando al personal.
—¡Ajá! Eres el nuevo Encargado de Ocupaciones.
—No es ese el término, pero… Mira, Nigel, algunas decisiones son difíciles.
—Así es.
Ted, tranquilizado, compuso una sonrisa amplia pero susceptible de desvanecerse junto con el aleteo de uno de los párpados, tan repentinamente como había aparecido.
—Has sido un ExOp hasta ahora.
—Conectado, sí.
Nigel era demasiado viejo para hacer el trabajo directamente, con la fuerza de sus músculos. Pero su coordinación y reflejos, intensificados por el constante servicio médico, todavía eran buenos. Por lo que le conectaban mediante circuitos a robots servoasistidos que operaban en el exterior de la nave.
—Bueno, hay una larga lista de espera para ese tipo de trabajo. Y tú eres…
—Demasiado viejo —dijo Nigel bruscamente.
—Muchos así lo creen. Cuando se recibió la votación de la comunidad, la votación sobre quién hará algo en el espacio Isis, obtuviste un montón de descalificaciones.
—No me sorprende.
—Así que estoy aquí para pedirte que dimitas. Deja el ExOp.
—No.
—¿Qué?
Seguramente no podía haber sido tan difícil de entender.
—No.
—Pero la votación de la comunidad está muy cerca de ser obligatoria.
—No. Es meramente indicativa. Mis compañeros de tripulación no pueden darme el carpetazo, zip, de ese modo. Tú eres la estructura de mando, Ted. Seguramente sabes que puedes derogar cualquier cosa, salvo una mayoría absoluta en la comunidad.
—Bueno…
—Y con 1266 votos, dudo que la mayoría me quisiera fuera de mi puesto. Gran parte de ellos no conoce mi trabajo, ni les importa.
Ted tenía un pequeño hábito. Apretaba la mandíbula levemente y fruncía la boca, de forma tan leve que Nigel apenas pudo ver cómo la presión blanqueaba el rojo de los labios.
Luego se tocó los dientes frontales y los frotó cuidadosamente arriba y abajo, como si estuviera afilándolos metódicamente unos contra otros. Los músculos de su barbilla se contrajeron.
—Técnicamente, Nigel, estás en lo cierto.
—Estupendo, pues.
—Pero tu sentido comunitario debería conducirte a ver que la oposición activa a una mayoría significativa es, bueno, contraria a los intereses a largo plazo de nuestra misión y…
—¡Al infierno!
Ted realizó de nuevo su ademán de afilarse los dientes, mientras distendía los músculos de la mandíbula.
—Creo que encontrarás atractiva la labor alternativa.
—¿En qué consiste?
—Una tarea de altos hornos. Se trataba de fundir la roca del asteroide y pretensar puntales, utilizando cortadores láser y rayos e.
—¿Conectado?
—¡Eh! Sí, por supuesto.
Te enganchaban a las grandes máquinas, te conectaban por la cadera, la rodilla, el codo y la muñeca, empalmando la delicada interfaz electrónica directamente con tus nervios. Y experimentabas la máquina, sentías la máquina, hacías funcionar la máquina, servías a la máquina, eras la máquina.
—No.
—Has estado utilizando mucho esa palabra últimamente, Nigel.
—Es enormemente económica.
Ted suspiró. ¿Aquello era espontáneo o calculado? Era difícil de precisar. Se cogió las rodillas con sus grandes manos. La postura zazen era incómoda para él, incluso con los zapatos quitados. Por alguna razón, la mayoría de los invitados adoptaba esa posición, aun cuando Nigel por lo general se repantigaba sobre los cojines. Tal vez estimaban que la simplicidad rectangular de su habitación oriental sugería a sus ocupantes una disciplina de enderezamiento de la columna. A Nigel le sugería justo lo contrario.
—Nigel, sé que no te agrada abandonar las operaciones externas, pero creo que cuando te hayas adaptado al trabajo de fusión te sentirás…
—Como un sello matasellado.
La cara de Ted enrojeció repentinamente.
—¡Maldita sea, espero sacrificios de todos los de a bordo! Cuando te pido que cambies de trabajo, lo elemental…
Nigel le hizo callar. Había descubierto que un gesto especialmente abrupto, que concluía con el índice extendido, casi siempre daba fin a la furia desatada de Ted. Era una valiosa argucia.
—¿Y si no me someto? ¿Las Cámaras de Retardo?
Este era el efecto esperado. Sacar de pronto las Cámaras de Retardo a colación elevaba las apuestas. Sin embargo, alteraba la manera comedida con la que los administradores gustaban de negociar y, asimismo, recordaba a Ted el hecho de que Nigel había ayudado a desarrollar las Cámaras de Retardo como conejillo de Indias voluntario. Había pagado deudas que eran más que simbólicas.
—Nigel… —balbució Ted, meneando la cabeza con tristeza—. Me sorprende que pienses en esos términos. Nadie de la comunidad del Lancer quiere meterte en una urna de sueño. Tus amigos simplemente están tratando de decirte que quizás es hora de retirarse de las tareas que requieren reflejos, pericia y vigor que, afrontemos los hechos, estás perdiendo gradualmente. Todos…
—De acuerdo. En otras palabras, siempre han visto mi nombramiento para una labor exterior en activo como un pez político arrojado a una foca sublimada por la 3D.
—Estas son unas palabras muy duras Nigel. Y por supuesto completamente falsas.
Nigel sonrió, juntó las manos en la nuca, y se recostó con los codos alzados para aliviar el silente coro de la tensión en los músculos inferiores de su espalda.
—No tan lejos de la verdad como podrías pensar —repuso casi con ensoñación—. No tan lejos…
Por su mente desfilaron viejas imágenes: la incursión alienígena en el sistema solar; la perlada esfera del Snark, un navío explorador con el que se había encontrado, sólo unos instantes, más allá de la Luna; el naufragio del Mare Marginis, una cáscara de huevo aplastada que había caído de las estrellas hacía un millón de años; la lógica propia del ordenador alienígena de Marginis que les había enseñado cómo construir el Lancer. Había estado allí, lo había visto, pero ahora las imágenes estaban difuminadas.
Ted dijo solemnemente:
—Había confiado en poder impresionarte con el peso de la opinión que hay tras esta votación. Estaremos en el espacio de Isis dentro de unos meses. Los equipos de superficie deben empezar a practicar en serio. No puedo, en aras…
—Pasaré al status de apoyo —declaró Nigel casualmente.
—¿Qué?
—Ponme en la unidad exploradora de reserva. Seguramente habrá horas muertas cuando estemos en la superficie. Horas en las que la mayor parte de la tripulación estará durmiendo o trabajando en alguna otra cosa. No querrás que esos módulos servoasistidos permanezcan ociosos en la superficie, ¿verdad? Yo simplemente mantendré el puesto. Haré guardia hasta que la auténtica cuadrilla de trabajo vuelva a asumir el mando.
—¡Hum! Bueno, aunque no es exactamente lo que yo había…
—Tus planes me importan un comino, si he de serte sincero. Te estoy ofreciendo un arreglo.
—El puesto de apoyo no es de jornada completa.
—Haré pluriempleo, entonces.
—Bien…
—Trabajaré con los hidros. Agricultura, tal vez. Sí, eso me va a gustar.
Observó a Ted sopesando esta nueva posibilidad. El sujeto barajó la idea como si se tratase dé un animalito huidizo. Probablemente no era ninguna amenaza, aunque sí, impredecible, tan presto a clavarle los colmillos en el pulgar como a escurrirse súbitamente en cualquier dirección insospechada. Nigel no era ni una serpiente ni un esturión, y a Ted le disgustaban las cosas sin etiqueta. Tras el aparente grupo de gobierno político del Lancer acechaban esos directivos tradicionales de segunda fila, con instintos tan viejos como Tyre.
La sonrisa de Ted reapareció de pronto.
—Bien. Bien. Nigel, me alegro de que hayas sido capaz de verlo a nuestro modo.
—En efecto.
—Nigel.
Hubo un embarazoso silencio.
—¿Hay algo más, Ted?
—Sí, lo hay. Creo que debes darte cuenta de que estás algo así como… distante… del resto de tus compañeros de la tripulación. Eso puede haber influido en esa votación.
—Generaciones diferentes.
Ted abarcó con la mirada las planas, casi romas superficies de la estancia. En la mayoría de los interiores del Lancer cada pared estaba cubierta por una vivida imagen de un bosque, de un océano o de montañas. Aquí, en cambio, los ángulos eran severos y no había ningún sucedáneo de exterior. Ted parecía encontrarlo perturbador. Nigel le observó rebullir en su asiento y trató de adivinar lo que el hombre estaba pensando. Nigel sentía dificultad en entender a gente como Ted si no se entregaba al abrumador proceso de adentrarse en ellos por completo. Por otro lado, Ted era americano. Nigel había vivido en Estados Unidos gran parte de su vida, pero retenía sus hábitos mentales ingleses. Muchos de los puestos de relieve en el Lancer los detentaba el afable tipo directivo americano como Ted, y a Nigel le separaba de ellos algo más que la diferencia de edad.
—Mira —comenzó Ted de nuevo. Su voz era resuelta y pragmática—, todos sabemos que eres… Bueno, tu actividad neural de alguna forma resultó incrementada por el ordenador del Marginis. Por lo que tu entrada sensorial, tu procesamiento, tu correlación de datos… todo puede darse en cantidad de niveles distintos. Simultáneamente. Con claridad.
—Je, je.
—Vas a parecer algo extraño, seguro. —Sonrió quejumbrosamente—. Pero ¿tienes que ser tan reservado? Quiero decir, si tan siquiera mostrases algún signo de que intentas hacernos comprender cómo es eso, incluso, creo…
—Tanaka y Xiaoping y Klein y Mauscher… —Nigel confirió a los nombres una cadencia machacona. Esos hombres habían ido, después de él, a experimentar con la red del ordenador alienígena de Marginis. Todos habían sufrido un cambio, todos pensaban de manera distinta, todos declararon ver el mundo con una oblicua intensidad.
—Sí, conozco su obra —prorrumpió Ted—. No obstante…
—Has leído sus descripciones. Has visto las cintas.
—Claro, pero…
—Si te sirve de algo, ni yo mismo puedo entresacar mucho de ese galimatías.
—¿De veras? Suponía que todos tendríais mucho en común.
—Lo tenemos. Por ejemplo, ninguno de nosotros habla muy bien de ello.
—¿Por qué no?
—¿Para qué? Difícilmente sea ese el camino a seguir.
—El 3D que Xiaoping realizó significa mucho para nosotros. Si tú…
—Pero no para mí. Y ese mismo hecho es más importante que cualquier otra cosa que pueda contarte.
—Si solamente hubieras…
—Muy bien. Mira, hay cuatro estados de conciencia. Está el ¡Ajá!, y el Yum-yum y el ¡Oy vey! Pero la mayor parte del tiempo se da el ¡Ho-hum! —Nigel lució una mueca enajenada.
—Vale, vale. Debería haber sido más sensato. —Ted sonrió cansinamente. Sorbió los restos del té.
Nigel cambió de posición y apoyó menos peso en el nudoso extremo de la columna. El apartamento estaba lejos del eje de giro del Lancer, por lo que la atracción centrífuga local era más fuerte que la de sus antiguos alojamientos en la cúpula. Al moverse, su piel se arrugó y plegó como una bolsa demasiado usada. Aún poseía vigor, pero sabía mejor que nadie hasta qué punto se estaban acartonando sus músculos, se volvían fibrosos e inseguros. Se miró las rojas manchas pecosas de las manos y se permitió un suspiro. Ted malinterpretaría el sonido, pero ¡qué demonios!
Ted rio entre dientes.
—Habré de recordar eso. ¡Ho-hum! Sí. ¡Eh!, mira —dijo animadamente, preparándose para marcharse—, tu respuesta a este asunto del trabajo ha sido de primera categoría. Me alegro de que haya resultado. Me alegro de que hayamos zanjado el problema antes de que se hiciera, bueno, más espinoso.
Nigel sonrió. Sabía que no habían zanjado nada en absoluto.