25 - Vance explica su método

(Jueves 20 de junio, 9 de la noche)

Aquella noche, luego del baño turco y de la comida, Markham, sombrío y cansado; Vance, tranquilo y amable, y yo, nos habíamos reunido en una salita del club. Hacía media hora que fumábamos en silencio, cuando Vance dijo así:

—Da tristeza ver que individuos tan cortos y desprovistos de imaginación como Heath formen la barrera humana entre el criminal y la sociedad.

—Se acabaron ya los Napoleones —contestó Markham—. Además, si los hubiera, no se dedicarían a policías.

—A lo mejor, aun teniendo afición al oficio, no los admitirían, por no tener la talla requerida. A los agentes se los recluta teniendo en cuenta la estatura y el peso. Y es natural que se procure que posean cierta resistencia, ya que parece que no hayan de ocuparse más que de levantamientos o motines… ¡La masa! He aquí el gran ideal norteamericano, tanto si se trata de arte como de arquitectura, de comidas como de detectives. ¡Qué ideas!

—De todas maneras, no puede negar usted la generosidad de Heath, que le ha perdonado.

Vance sonrió.

—Las alabanzas que le tributan los periódicos de esta noche son como para ablandar a cualquiera. Debiera haber perdonado hasta el golpe del comandante. ¡Buen golpe, basado, por cierto, en la fuerza de rotación!… De no haber sido Heath tan robusto, no se hubiera repuesto tan pronto. ¿Y el pobre Phelps?… Abominará de las rodillas durante toda su vida.

—Bien había previsto usted la reacción del comandante. Reconozco que de su olfato psicológico se puede sacar partido. ¿Le han puesto sobre la pista sus deducciones estéticas?

Se detuvo, fijando en Vance una larga mirada inquisitiva. Y añadió:

—¿Cómo es que usted creyó culpable desde el primer momento al comandante?

Vance se hundió todavía más de lo que estaba en el sillón, y contestó:

—Fíjese un momento en las características, en los rasgos más evidentes del crimen. Antes de disparar, el asesino hablaba o discutía con Benson, estando el uno sentado y el otro en pie. Benson hizo como que iba a leer, porque no tenía nada que decir. Leía para demostrar que estaba harto de lo que oía, porque en el transcurso de una conversación no se lee sin motivo… El criminal comprendió que la situación era desesperada, y, como estaba dispuesto a todo, sacó el arma, apuntó a la sien de Benson y oprimió el gatillo. Luego apagó las luces antes de salir… Tales eran los hechos indicados y verdaderos…

Vance echó varias bocanadas de humo, y agregó:

—Analicemos ahora esos hechos… Como ya observé, el asesino no apuntó al cuerpo, donde, si bien tenía más probabilidades de tocar a la víctima, tenía menos probabilidades de matar. Escogió el sitio más difícil, más aventurado, pero también más seguro… Su técnica, si puede decirse así, fue atrevida, directa, temeraria… Sólo un hombre con nervios de acero y de temperamento aventurero podía obrar con semejante audacia. Por tanto, había que eliminar a los tímidos, a los impulsivos, a los nerviosos. El carácter limpio del crimen, la falta de indicios que hubieran podido delatar al culpable, indicaban que el crimen había sido larga y cuidadosamente meditado por un individuo dotado de una formidable sangre fría y muy habituado a correr peligros. Nada de sutil y de fantástico. Era la obra de un espíritu agresivo, a la vez estático, decidido, intrépido y avezado a tratar los hechos y las situaciones directamente, de manera concreta y sin equívocos… Usted, Markham, es seguramente perspicaz para comprender el alcance de estas observaciones.

—Creo entender su razonamiento —dijo el otro, con cierta vacilación.

—Perfectamente —continuó Vance—. Ya hemos determinado la naturaleza psicológica del hecho.

Ahora nos falta encontrar a una persona cuyo espíritu y cuyo temperamento sean tales que, dadas dichas circunstancias, obrara exactamente como el criminal. Casualmente conozco al comandante hace tiempo. Así es que el primer día, en cuanto estudié el crimen, pude saber quién era el autor. Desde todos los puntos de vista y en todos los aspectos, el crimen en cuestión era la perfecta expresión psicológica de su carácter y de su espíritu. Aun no habiendo conocido al comandante, hubiera podido reconocerle entre mil inculpados, gracias a lo que sabía sobre la culpabilidad del criminal.

—¿Y si hubiese sido culpable otra persona del tipo del comandante?

—Todos nos diferenciamos unos de otros, cualesquiera que a veces sean nuestras semejanzas —explicó Vance—. Y si en el caso presente parece imposible que otro pueda ser culpable, hay que tener en cuenta la ley de las probabilidades. Supongamos que haya en Nueva York dos individuos de personalidad y de instintos casi idénticos. ¿Tendrían ambos un motivo para matar a Benson? Sin embargo, y a pesar de la imposibilidad, cuando se presentó, en escena Pfyfe y supe que jugaba y era cazador, examiné sus títulos a ser considerado autor del crimen. Como no le conocía personalmente, recurrí al coronel Ostrander. Y lo que este me dijo de Pfyfe fue bastante para que le descartara inmediatamente…

—No obstante, tiene ímpetu, es temerario, juega… —observó Markham.

—¡Oh! Entre un jugador temerario y un jugador sereno y atrevido como el comandante hay un abismo de diferencias… Sus impulsos son distintos… El temerario obra por temor, por esperanza o por deseo, mientras el hombre de sangre fría obra por necesidad, por convencimiento o por raciocinio… El uno es emotivo y el otro intelectual. El comandante, contra lo que le ocurre a Pfyfe, es jugador nato y dueño de sí mismo. Esa seguridad no es temeridad, aunque se le parezca. Se basa en la instintiva creencia en su infalibilidad, al contrario de lo que los freudianos llaman un complejo de inferioridad; es una forma de egomanía, una variedad de la manía de grandezas. El comandante padecía eso, y Pfyfe no. Y como el crimen revelaba que su autor padecía esa enfermedad, deduje que Pfyfe era inocente.

—Comienzo a comprender vagamente —dijo Markham, tras un silencio.

—Además, tenía yo otras indicaciones, psicológicas o no. Todo indicaba la culpabilidad del comandante: el desarreglo de Benson, el bisoñé y la dentadura en la alcoba, el hecho de que el asesino conociera las costumbres de la casa, el hecho de que Benson le hiciera pasar, el hecho de que supiese que Benson estaba solo a aquellas horas… Pero ello tenía poca importancia, porque si mis medidas no hubieran correspondido a la estatura del comandante, yo hubiera deducido, a pesar de todos los Hagedorns de la tierra, que la bala se había desviado.

—¿Por qué estaba usted tan seguro de que no se trataba del crimen de una mujer?

—Por de pronto, una mujer no hubiera trabajado de aquella manera. Hasta las mujeres más cerebrales se emocionan cuando se trata de un acto como el de quitar la vida a alguien. El hecho de que una mujer hubiese podido preparar semejante crimen, y que luego lo cometiera con tanta maestría, apuntando y matando de un tiro en la sien a dos metros aproximados de distancia, sería contrario a todo cuanto se conoce de la humana naturaleza. Además, cuando discuten las mujeres, no están ellas en pie y sus contrincantes sentados; sentándose ellas, se notan más seguras y hablan mejor, mientras los hombres hablan mejor en pie. Y aun cuando delante de Benson hubiera habido una mujer en pie, le hubiese sido imposible disparar sin llamar la atención de Alvin. Es natural que un hombre se lleve la mano al bolsillo; pero como las mujeres no llevan bolsillo y han de guardar el revólver en el bolso, pone alerta el hecho de que abran el bolso estando enfurecidas, ya que la incertidumbre del carácter femenino ha acostumbrado a los hombres a desconfiar de los actos de las mujeres cuando están coléricas. Pero lo que sobre todo hacía imposible la hipótesis de una mujer era que Benson estuviera en zapatillas y luciendo su calva.

—Acaba usted de decir que el criminal llegó a casa de Benson dispuesto a recurrir a todos los medios. Por otra parte, ha dicho usted que había preparado el crimen.

—Y esas dos afirmaciones no son contradictorias. No cabe duda de que el crimen fue preparado. Pero el comandante quería dar a su víctima una última posibilidad de salvar la vida. He aquí mi teoría: el comandante, que atravesaba dificultades pecuniarias, y que se veía ya en la cárcel, sabiendo que su hermano tenía en su arca fondos que podían salvarle, combinó su crimen y fue a casa de Alvin dispuesto a matarle. Debió de hablarle de su difícil situación y pedirle dinero. Alvin le mandaría a paseo. Quizá el comandante insistiera para no tener que matar a su hermano, por lo cual Alvin se pondría a leer. Y el otro, al ver la inutilidad de la insistencia, no vacilaría ya…

Markham, que fumaba, dijo por fin:

—Acepto lo que usted dice, pero no veo cómo pudo saber usted, según ha afirmado esta mañana, que el comandante había preparado el crimen de manera que se sospechase del capitán Leacock.

—Así como un escultor, conociendo las leyes de la forma y de la composición, puede sustituir íntegramente lo que falte de una estatua —explicó Vance—, el psicólogo conocedor del espíritu humano puede facilitar el factor que falte en una acción humana. Y, entre paréntesis, puedo añadir que todas las historias referentes a los brazos de la Venus de Milo son tonterías… Un artista competente que conociera las leyes de la estética podría reconstituirle los brazos. Semejantes restauraciones no dependen más que del contexto, por decirlo así. Basta con que el factor que falta conforme con lo demás, armonice con el conjunto.

Y subrayó aquellas palabras con un gesto, cosa rara en él.

—El problema de las sospechas —añadió— es muy importante en la preparación de un crimen. Dado que la concepción general del crimen que nos ocupa era positiva, decisiva y concreta, cada una de sus partes había de ser necesariamente positiva, decisiva y concreta. El hecho de arreglar esas cosas únicamente para que no sospecharan de él era en el comandante una concepción muy negativa, en gran desacuerdo con los otros aspectos psicológicos del acto. Era una cosa muy vaga, muy indirecta, muy indefinida… El espíritu que había concebido el crimen era preciso que hubiera previsto de una manera determinada y tangible, si vale la frase, dónde había de recaer la sospecha. Por eso, cuando se acumulaban las pruebas contra el capitán; cuando el comandante le defendió con vehemencia, adiviné que el capitán era el escogido… Al principio creí que el comandante había elegido como víctima a miss Saint-Clair; pero cuando me enteré de que sus guantes y su bolso estaban por casualidad en casa de Alvin; cuando recordé que el comandante nos había indicado a Pfyfe para que nos revelara la amenaza del capitán, comprendí que la aparente culpabilidad de la mujer no era premeditada…

Markham se levantó y se desperezó.

—Ha terminado su tarea, Vance. Y empieza la mía. Necesito descanso.

* * *

Ocho días después, el comandante Benson era acusado de la muerte de su hermano. Su proceso fue resonante. Diariamente la prensa le consagraba columnas enteras ilustradas. Sabido es que el acusador ganó el proceso, a pesar de la falta de pruebas tangibles, y que Anthony Benson, luego de haber apelado, fue condenado a la pena de muerte, que posteriormente le fue conmutada por veinte años de presidio.

Markham no ejerció la acusación pública. Como había sido amigo del culpable, y su situación no resultaba ni envidiable ni fácil, no se le censuró que cediera el sitio a su sustituto Sullivan. El comandante Benson se rodeó de un ejército de consejeros tal, como raramente se ve en los juicios. Le defendía el abogado Blashield y Bauer, que recurrió a todos los medios legales. Pero su talento quedó vencido ante la acumulación de cargos contra su cliente.

Una vez seguro de la culpabilidad del comandante, Markham mandó hacer una investigación en los negocios de los dos hermanos. La situación era todavía más grave de lo que Stitt había indicado. Habían utilizado depósitos para especular. Y mientras Alvin salía airoso y conseguía grandes beneficios, el comandante casi estaba arruinado. Markham pudo comprobar que el comandante, para reemplazar los fondos perdidos y escapar a la Ley, no tenía más que una esperanza: la muerte de su hermano. En el transcurso del proceso se supo que el día del crimen el comandante había prometido formalmente reembolsos que no podía hacer sin acudir a la caja de su hermano. Incluso había firmado un contrato especial, con vencimiento a los dos días, que le hubiera desenmascarado de haber vivido su hermano. Miss Hoffman fue un testigo de cargo útil e inteligente; conociendo perfectamente lo que pasaba en el despacho de los Benson, pudo fortalecer la acusación.

Mistress Platz dijo en sus declaraciones que diversas veces había oído discutir a los dos hermanos. Y reveló que quince días antes del crimen el comandante, al no conseguir que su hermano le prestara cincuenta mil dólares, le amenazó diciendo: «Si algún día he de escoger entre tu piel y la mía, no me preocuparé mucho».

Teodoro Montagu, el huésped que, según el recepcionista, regresó a la pensión a las dos de la mañana, declaró que cuando volvía, los faros de su taxi habían descubierto a un individuo oculto en la puerta de servicio de un inmueble de enfrente, y que el individuo en cuestión se parecía al comandante Benson. Esta declaración no hubiera tenido gran peso de no haber confesado Pfyfe que encontró al comandante en la esquina de la Sexta Avenida, yendo a casa de Pietro.

Explicó que no había concedido gran importancia a dicho encuentro, suponiendo que el comandante salía de un restaurante de Broadway. Por cierto que el comandante no le vio.

Tanto esta declaración como la de mister Montagu echaban por el suelo la coartada del comandante. La defensa se contentó con decir que los testigos habían podido equivocarse. Y el jurado se impresionó mucho cuando Sullivan, sustituto del procurador general, explicó detalladamente, gracias a las sugestiones de Vance, cómo el comandante había podido salir y entrar sin ser visto. También se demostró que el asesino se había llevado las alhajas, pues Vance y yo fuimos llamados a testimoniar que las habíamos encontrado en la habitación del comandante. Se repitió ante el Tribunal la demostración de Vance referente a la talla del asesino, aunque numerosas objeciones impidieron que semejante demostración tuviera gran influencia. El punto más discutido por la defensa fue la identificación del revólver por el capitán Hagedorn. El juicio duró tres semanas, y hubo escandalosas revelaciones, a pesar de los esfuerzos de Sullivan, que, aconsejado por Vance, evitaba hablar de aquellos otros personajes mezclados en el caso involuntariamente y por su desgracia.

El coronel Ostrander aún no ha perdonado a Markham que no le citara como testigo. Durante la última semana del juicio, miss Muriel Saint-Clair desempeñó un papel de primera tiple en una opereta que representó dos años seguidos en un teatro de Broadway. Después se casó con el caballeroso capitán. Y parece ser que viven muy felices.

Pfyfe, que continúa casado, es más elegante que nunca y va regularmente a Nueva York, a pesar de la muerte de su «querido Alvin». Le vi una vez con mistress Banning, mujer que siempre me será simpática. Pfyfe reunió los diez mil dólares, no sé cómo, para reclamar las joyas. En el transcurso del proceso no se dijo a quién pertenecían.

La noche del día en que se dictó el fallo, Vance, Markham y yo estábamos reunidos en el Stuyvesant. Habíamos comido sin hablar de lo que había ocurrido varias semanas antes. De pronto los labios de Vance se fruncieron con una sonrisa irónica para exclamar:

—¡Qué grotesco ha sido el proceso, Markham! Ni tan siquiera se ha hablado de la única prueba real. Benson ha sido condenado por suposiciones, presunciones, complicaciones e inferencias… ¡Que Dios ayude al inocente Daniel que cae en la fosa de los leones judiciales!…

Con gran sorpresa mía, Markham asintió, muy serio, con un movimiento de cabeza, y agregó:

—Sí; pero si Sullivan hubiese intentado dejar convicto al reo en las que usted llama hipótesis psicológicas, le habrían tomado por loco.

—¿Qué duda cabe? —suspiró Vance—. Muy poco tendrían que hacer los iluminados de la profesión legal si trabajasen de una manera inteligente.

—Teóricamente —contestó, por último, Markham—, las teorías que usted sostiene son bastante comprensibles; pero me temo que yo llevo demasiado tiempo manejando los factores materiales para que los abandone, a fin de seguir la psicología y el arte… Sin embargo —agregó en broma—, si de aquí en adelante me fallan las pruebas legales, ¿podré contar con la ayuda de usted?

—Querido amigo, yo estoy siempre al servicio de usted —contestó Vance—. No obstante, ¿quiere usted que le diga que cuando más me necesita es precisamente cuando las pruebas legales le empujan a usted de una manera irresistible hacia su víctima?

Esta advertencia, que en aquel momento no pasó de ser una broma amable, resultó, andando el tiempo, de una realidad profética sorprendente.