(Jueves 20 de junio, a mediodía)
Markham, al marcharse, se llevó el revólver y el joyero. Desde mía farmacia vecina telefoneó a Heath para que se presentara en el despacho inmediatamente con el capitán Hagedorn. También telefoneó a Stitt, el perito contable, diciéndole que esperaba su informe cuanto antes.
—Espero —dijo Vance, una vez instalados en el taxi que nos llevaba al Palacio de Justicia— que se habrá dado cuenta usted de la gran ventaja de mi método sobre el suyo. Si uno sabe desde el principio quién ha cometido el crimen, no se deja engañar por las apariencias. Sin ese conocimiento preliminar, cabe equivocarse fácilmente con una coartada ingeniosa. Por eso le pedí que comprobase las coartadas; sabiendo que el comandante era el criminal, me imaginé que se habría preparado una coartada buena.
—De todos modos, ¿por qué pedir las de todo el mundo, por qué perder el tiempo comprobando la del coronel Ostrander, por ejemplo?
—¿Qué probabilidades tenía yo de comprobar la coartada del comandante si no hubiese deslizado su nombre de una manera que podríamos llamar subrepticia en la lista de los demás nombres? Si yo le hubiera pedido que usted comenzara su trabajo de comprobación por la coartada del comandante, se habría usted negado. Escogí la del coronel porque parecía presentar un punto flaco. Y he tenido suerte. Sabía que, de poder encontrar una fuga en uno solo de los informes, estaría usted más dispuesto a comprobar el del comandante.
—Pero si, como usted dice, sabía desde el principio que el comandante era el culpable, ¿por qué no lo dijo, para ahorrarme una semana de molestias y de inquietudes?
—Si yo hubiese acusado al comandante, usted me hubiera detenido por difamación. Solamente engañándole y haciéndole sufrir equivocaciones, he podido hoy hacerle admitir que el comandante es culpable. En todo momento he rechazado sus sugerencias y le he mostrado hechos patentes, con la esperanza de que por fin vería la verdad. Y usted ha prescindido de mis insinuaciones y las ha interpretado mal, con una irritante perversidad.
Markham permaneció un instante callado, y preguntó:
—Ya comprendo lo que usted quiere decir. Pero ¿por qué se empeñó usted en levantar figurones y más figurones de paja, para luego deshacerlos?
—Porque usted estaba aferrado en cuerpo y alma a las circunstancias probatorias… Demostrando que esas pruebas no probaban nada es como he podido poner en evidencia al comandante… No había ninguna prueba contra él. Había tomado sus precauciones. No podía ser culpable, entre otras cosas porque el fratricidio, desde Caín, es inconcebible: lusus naturae.… Usted defendía su terreno palmo a palmo, criticando y haciendo imposibles por aniquilar mis humildes esfuerzos. Reconozca que, de no mediar mi obstinación, nunca se hubiera sospechado del comandante.
Markham movió lentamente la cabeza.
—Todavía hay cosas que no comprendo. Así, por ejemplo, ¿por qué protestó con tanta violencia cuando quise detener al capitán?
—¡Ay, mi querido Markham!… No se le ocurra nunca matar a nadie, porque en seguida le detendrían… ¿No ve que la situación del comandante resultaba inatacable si tomaba la defensa de una víctima, si protestaba contra un encarcelamiento? ¿Cómo podía escapar mejor a las sospechas? Además, sabía que a usted nada le haría apartarse del camino seguido. ¡Cómo es usted tan recto!…
—Pero varias veces tuve la impresión de que creía que miss Saint-Clair era culpable.
—Es que una inteligencia perspicaz no deja perder ninguna ocasión. Indiscutiblemente, el comandante había preparado su golpe para que se sospechara del capitán. Leacock había amenazado a su hermano públicamente y miss Saint-Clair iba a cenar sola con Benson. Al día siguiente encontrarían a Benson asesinado por una bala de Colt reglamentario. ¿De quién se iba a sospechar sino del capitán? El comandante sabía que el capitán vivía solo y que le costaría mucho justificar satisfactoriamente el empleo de su tiempo. Ahora comprenderá usted su malicia al dirigirnos a Pfyfe. Sabía que Pfyfe nos hablaría de la amenaza. Y no pierda usted de vista el hecho de que al apuntar la idea de Pfyfe llevaba una segunda intención manifiesta: quería que la cosa surgiese como por casualidad… ¡Vaya un hombre astuto y malvado!
Markham, aterrado, escuchaba atentamente.
—En cuanto a la ocasión… Usted trastornó sus planes diciéndole que sabía quién había cenado con Benson la noche del crimen y que tenía bastantes pruebas para detener a la persona culpable. Eso le sugirió una idea. Sabía que en nuestro país nunca se condena a una mujer bonita, a pesar de las pruebas que haya contra ella, y es bastante listo para preferir que no se castigue a nadie. Así es que no tuvo inconveniente, ni mucho menos, para que usted se orientase hacia la mujer. Y maniobró bien haciendo como que no quería acusarla.
—¿Por eso me dijo usted que le diera a entender que era miss Saint-Clair en quien yo pensaba cuando se mandó examinar su contabilidad y discutir la confesión?
—Por eso.
—Y la persona a quien él protegía…
—Era él mismo… Pero prefería que se creyese que se trataba de miss Saint-Clair.
—Si estaba usted seguro de la culpabilidad del comandante, ¿por qué mezcló al coronel Ostrander?
—Por la esperanza de que llevara más leña a la hoguera del comandante… Sabía que era íntimo de Alvin y de su pandilla. Sabía también que era muy curioso y que habría olfateado la enemistad existente entre los dos hermanos, lo cual le podía haber servido muy bien para adivinar la verdad. Asimismo, yo tenía interés en que nos hablara de Pfyfe, para descartar toda sospecha.
—Pero ya conocíamos a Pfyfe…
—¡Oh! Es que yo no hablo de las indicaciones materiales. Quería conocer el carácter y la psicología de Pfyfe, sobre todo considerado como jugador. El crimen es obra de un hombre previsor e impasible; sólo ha podido ser cometido por un hombre dotado de carácter.
Markham parecía no interesarse en aquel momento por las teorías de Vance.
—¿Creyó usted al comandante —preguntó— cuando le dijo que su hermano había mentido en lo referente a las joyas?
—Probablemente el malicioso Alvin jamás habló de ello a Anthony, el cual se enteraría escuchando tras la puerta. Precisamente, mientras nos referíamos a su costumbre de escuchar detrás de las puertas, se me ocurrió el probable motivo del crimen. Espero que Stitt nos ilustrará sobre ese punto.
—Según su teoría —prosiguió Markham—, el crimen fue rápidamente concebido, ¿no?
—Los detalles de la ejecución fueron rápidamente concebidos —rectificó Vance—. Hace ya algún tiempo que el comandante pensaba desembarazarse de su hermano. Lo que no había decidido era el cómo y el cuándo. Bien pudo formar y abandonar una docena de proyectos. Y en el que hacía trece se presentó la ocasión: todas las condiciones eran favorables a su proyecto. Había oído a miss Saint-Clair la promesa de que iría a cenar con Alvin; sabía que éste estaría en casa alrededor de las doce y media, y suponía que en caso de asesinato se sospecharía del capitán. Había visto que Alvin se llevaba las joyas, lo cual era otra coincidencia feliz. Había llegado, pues, el momento propicio que esperaba. Sólo faltaba arreglar una coartada, combinar un modus operandi. Y ya hemos visto cómo lo hizo.
Markham estaba meditabundo, y al cabo de un momento levantó la cabeza.
—Casi me ha convencido. Pero ¡hay que probarlo! Y la verdad es que no sobran las pruebas.
Vance se encogió de hombros.
—No me interesan sus tribunales estúpidos y su absurda necesidad de pruebas. Ya que le he convencido de la culpabilidad del comandante, no puede decirme usted que he faltado a mi promesa.
—¡Claro que no! —respondió Markham tristemente.
Y su boca se abrió lentamente para añadir:
—Usted ha hecho lo suyo, Vance. Voy a continuar…
Heath y el capitán Hagedorn nos esperaban en el despacho. Markham los saludó con su reserva y con su sencillez habituales. Se había repuesto e iba a poner manos a la tarea con la sombría fuerza de voluntad que de antiguo le caracterizaba.
—Ahora —dijo— creo que tenemos al culpable, sargento. Siéntese, que voy a contarle las novedades. Pero antes quiero hacer unas cosas…
Y entregó el revólver del comandante al capitán.
—¿Quiere examinar esa arma y decirme si puede asegurarse que sea el arma con que se mató a Benson?
Hagedorn se dirigió hacia el ventanal con sus pesados pasos, dejó el revólver en el alféizar, sacó del bolsillo algunos instrumentos, que depositó junto al arma, se ajustó una lente, abrió el arma, quitó el gatillo, la dobló, quitó el resorte de seguridad y, en una palabra, me figuré que iba a descomponer el revólver en sus más menudas piezas. Pero lo único que deseaba era dar luz al cañón, que tenía de modo que pudiera recibir la claridad del exterior. Y pegó el ojo a la boca del arma. Así permaneció largo rato. De cuando en cuando movía el revólver para ver el reflejo del sol en distintos puntos del interior. Finalmente, sin decir una palabra, con mucho cuidado y aseo, se metió las diferentes partes en el bolsillo, volvió a su sillón y pestañeó rápidamente. Por fin, alargando el cuello y mirando a Markham por encima de los lentes, dijo:
—Pudiera ser el arma en cuestión. No lo afirmo, sin embargo. Cuando el otro día vi la bala, observé ciertos arañazos especiales, y el cañón de este revólver me parece que tiene accidentes que pueden coincidir con esos arañazos. Pero no estoy seguro. Para ello tengo que examinar el arma con mi helixómetro.
Yo supe después que el helixómetro es un instrumento que permite examinar por medio de un microscopio toda la superficie interior del cañón de un arma.
—¿Es o no es el arma de que se trata?
—No puedo afirmarlo. Pero creo que sí. Ahora bien: puedo equivocarme.
—Bien. Pues llévesela y deme a conocer el resultado de su examen.
—Seguramente es el arma en cuestión —dijo Heath cuando Hagedorn hubo partido—. El perito, de no estar seguro, no hubiera hablado tanto. ¿Quién es su propietario?
—En seguida se lo diré.
Markham luchaba aún contra la evidencia; no podía creer en la culpabilidad del comandante. Así es que rectificó:
—Pero antes de decir nada quiero oír a Stitt. Le he enviado a examinar los libros de contabilidad de Benson. Está para llegar de un momento a otro.
Durante nuestra espera, que duró cosa de un cuarto de hora, Markham simuló ocupaciones. Por fin entró Stitt. Dio simplemente los buenos días a Markham y a Heath y sonrió al ver a Vance.
—¡Qué faenita! —le dijo—. Si hubieran retenido al comandante Benson, hubiera podido enterarme de más cosas. Cuando estaba presente, no me perdía de vista.
—Yo he hecho lo que he podido —suspiró Vance, mirando a Markham—. Ayer me pasé el almuerzo calentándome la cabeza para encontrar un medio que obligara al comandante a dejar su despacho durante el examen de mister Stitt. Y la confesión de Leacock me dio una buena excusa. No tenía yo la menor gana de ver al comandante; lo único que deseaba era dejar el campo libre a mister Stitt.
—¿Qué ha encontrado? —preguntó Markham.
—Muchas cosas —respondió lacónicamente el interpelado.
Y sacó del bolsillo una hoja de papel, que dejó sobre la mesa.
—He aquí un breve resumen… Siguiendo los consejos de mister Vance, he mirado los borradores de cajero y he anotado los recibos. He prescindido de los ingresos del diario en el libro Mayor. Me he limitado a las actividades de los dueños. El comandante ha hipotecado obligaciones que tenía en su poder a título subsidiario, ha especulado bastante y ha perdido mucho… ¿Cuánto? No puedo decirlo…
—¿Y Alvin Benson? —preguntó Vance.
—Llevaba las mismas combinaciones, pero tenía suerte. Jugó un paquete de Columbus Motors hace unas semanas y puso todo ese dinero en su arca. Al menos, eso me ha dicho su secretaria.
—Si el comandante tenía la llave del arca —sugirió Vance—, es una suerte para él que hayan matado a su hermano.
—Una suerte, sí —repuso Stitt—. Eso le salva de la cárcel.
Una vez se hubo marchado el contable, Markham, inmóvil como una estatua, miró con los ojos fijos en la pared. Desaparecía lo último a que había unido su indestructible fe en el comandante. Sonó el timbre del teléfono. Cogió lentamente el receptor y, mientras escuchaba, se leía en sus ojos una expresión de resignación completa. Luego se apoyó, agotado, en el respaldo de su sillón.
—Hablaba Hagedorn. Asegura que es el arma supuesta.
Y recobrando la presencia de ánimo, dijo a Heath:
—Esa arma, sargento, pertenece al comandante Benson.
El detective lanzó una pintoresca exclamación y abrió desmesuradamente los ojos. Pero poco a poco su rostro fue recobrando la expresión de estupidez que le era habitual.
—No me asombra —dijo.
Markham llamó a Swacker.
—Telefonee al comandante Benson, dígale que voy a proceder a una detención y niéguele en mi nombre que venga.
Todos comprendimos la razón de que diera el encargo a Swacker en vez de telefonear él mismo. Luego el magistrado resumió las acusaciones. Y cuando terminó, dispuso las sillas delante de su mesa. Señalando una que estaba frente a su sillón, dijo:
—Aquí se sentará el comandante Benson. Usted, Heath, siéntese a su derecha, y que Phelps u otro agente, si no está él, se coloque a su izquierda. No se muevan antes que yo les haga señas para ello. Entonces le detendrán.
Una vez hubo vuelto Heath con Phelps y se hubieron instalado, advirtió Vance:
—Le aconsejo, sargento, que esté alerta, porque cuando el comandante sepa lo que le espera se le echará encima.
—No es el primer individuo que detengo —replicó Heath con despectiva sonrisa—. De todas maneras, gracias por sus consejos, mister Vance. Además, el comandante no es de ésos, porque no le dejan los nervios.
—Lo que usted guste —repuso Vance con indiferencia—. Ya le he advertido. Por lo demás, el comandante es muy reflexivo. Juega fuerte, y perdería su último dólar sin mover un músculo de la cara. Ahora bien: al verse acorralado perderá la válvula de seguridad y estallarán físicamente los frenos de toda su vida. Un hombre que vive sin pasión, sin emoción, sin entusiasmo, ha de estallar forzosamente algún día… Para algunos, el estallido se resuelve en un suicidio, que viene a ser lo mismo; cuestión de reacciones fisiológicas. Pero como el comandante no es de los que se destruyen, por eso me he permitido decir que estallará.
—Nosotros —comentó Heath— no sabemos realmente demasiada psicología; pero conocemos bastante la naturaleza humana.
Vance disimuló un bostezo y encendió un cigarrillo. Observé que había llevado un poco atrás su silla.
Phelps, con voz ronca, dijo a Markham:
—Creo, jefe, que ya ha llegado usted al final de las preocupaciones… A decir verdad, yo creía que el culpable era Leacock… ¿Quién olió la pista del comandante Benson?…
—Ese honor recaerá sobre Heath y la Sección de Criminales… Mis servicios, Phelps, no serán, mencionados…
—Todo llega —observó filosóficamente Phelps.
Reinaba entre nosotros un pesado silencio. Markham empezó varios cigarrillos, miraba las notas aportadas por Stitt y bebió. Vance abrió un libro al azar y leía, muy divertido al parecer, el juicio de un magistrado del Oeste en una causa por corrupción. Heath y Phelps, acostumbrados a esperar, no se movían.
Markham recibió al comandante con un despego exagerado, hasta el punto de que, para no darle la mano, simuló que estaba buscando unos papeles en un cajón. Heath estuvo casi jovial y dijo una encantadora tontería comentando la temperatura. Vance había cerrado ya el libro y estaba sentado muy tieso y con los pies bajo la silla. El comandante se mostraba digno y cordial. Miró rápidamente al magistrado, y si notó algo, no lo dejó traslucir.
Markham, con voz apagada, pero clara, empezó así el interrogatorio:
—Deseo, comandante, hacerle algunas preguntas, si usted no tiene inconveniente.
—Lo que usted guste —respondió el otro.
—Tiene usted un revólver reglamentario, ¿no?
—Un Colt automático, sí —respondió, arqueando las cejas como para interrogar.
—¿Cuándo lo limpió y recargó?
—No lo sé exactamente —respondió el comandante, sin pestañear tan siquiera—. Lo he limpiado varias veces, pero no lo he recargado desde que volví de Francia.
—¿Lo ha prestado hace poco?
—No, no recuerdo.
Markham cogió el informe de Stitt y lo miró.
—¿Cómo hubiera dado usted satisfacción a sus clientes si estos hubieran reclamado de pronto sus depósitos?
El comandante adelantó con desprecio el labio inferior.
—¿Para eso, disfrazado de amistad, ha hecho usted examinar mis libros?
Y en su cuello apareció una mancha roja, que se extendió hasta los oídos.
La contestación había molestado a Markham, que respondió:
—Da la casualidad de que yo no he enviado a su despacho para eso. En cambio, he estado en su casa esta mañana.
—¡Ah! ¿También fuerza las puertas?
Tenía la cara escarlata, y en su frente se hinchaban las venas.
—Y en su casa —añadió el magistrado— he encontrado las alhajas de mistress Banning. ¿Cómo han llegado allí?
—¡Eso no le interesa! —respondió el otro, con voz firme.
—¿Tampoco me interesa saber que la bala que mató a su hermano salió del revólver de usted?
El comandante le miraba fijamente; con sarcasmo masculló:
—¡Bah! ¿Otro interrogatorio? Me ha llamado usted para detenerme, ya que, cogiéndome desprevenido, me hace preguntas que me condenan. ¡Qué conducta tan poco noble es esa!
Vance se adelantó y, manejando las palabras como látigos, dijo:
—¡Imbécil! ¿No ve usted que es su amigo que le hace las preguntas con la desesperada esperanza de que usted aparezca como inocente?
El comandante, dando media vuelta, replicó:
—¡No se meta en lo que no le importa, víbora!
—Está bien —murmuró Vance.
—En cuanto a usted —dijo, tendiendo hacia Markham un dedo amenazador—, ya me pagará todo esto…
Brotaban de sus labios las injurias y las amenazas; se dilataba su nariz y chispeaban sus ojos. Su rabia sobrepasaba los límites humanos; se le hubiera podido tomar por un epiléptico, retorcido, repugnante, fuera de sí.
Markham esperaba inmóvil, silencioso, con la cabeza entre las manos y los ojos cerrados. Cuando la furia del comandante llegó al paroxismo, hizo un gesto a Heath, que era la señal convenida. Pero antes que Heath pudiera hacer movimiento alguno, se irguió el comandante y, girando sobre sí mismo, abatió su puño sobre el rostro de Heath, que cayó sobre la silla, y después, completamente aturdido, sobre el suelo. Entonces saltó Phelps y se replegó sobre sí mismo; pero jugó la rodilla del comandante, que dio con el pie en el bajo vientre y le hizo caer entre gemidos.
Los ojos del comandante relampagueaban, sus labios se doblaban y redoblaban, su nariz se ensanchaba más y más. Tenía los hombros levantados, los brazos extendidos y los dedos rígidos. Era la vibrante imagen del mal…
—¡Ahora le toca a usted!
Sus palabras guturales, llenas de hiel, resonaron como un gruñido. Mientras las pronunciaba, saltó para precipitarse sobre Markham. Vance, que durante la escaramuza había continuado sentado, fumando tranquilamente y mirando entre sus párpados entornados, se levantó bruscamente y dio la vuelta a la mesa. Alargó los brazos. Con una mano agarró la muñeca derecha del comandante y con otra el codo. Luego retrocedió, girando sobre sí mismo. Inmediatamente el brazo del comandante, oprimido de una manera férrea, se retorcía hacia el omóplato. Y Benson aulló y se dejó caer.
Heath, que había recobrado el conocimiento, se levantó rápidamente, dejando oír ruido de esposas. El comandante, que se había desplomado en un sillón, movía el brazo lentamente y se quejaba.
—No es nada grave —advirtió Vance—. Un ligamento desgarrado. Dentro de unos días ya no le dolerá.
Heath se adelantó y, sin decir una palabra, tendió la mano a Vance. Era una excusa y un homenaje.
Se marchó Heath con su prisionero. Fue sacado Phelps. Y Markham, cogiendo del brazo a Vance, le dijo:
—Vámonos, que estoy reventado…