22 - Vance esboza una hipótesis

(Jueves 20 de junio, 9 de la mañana)

Markham se presentó en el departamento de Vance a la mañana siguiente a buena hora. Eran las nueve, y venía de mal humor. En cuanto se sentó frente a la mesa, dijo:

—Vamos a ver, Vance: necesito saber el sentido de las palabras con que anoche se despidió usted de mí.

—Coma de ese melón, querido amigo —dijo Vance—. Procede del norte del Brasil, y es muy sabroso. Pero no eche a perder su aroma y sabor con pimienta o con sal. Esa es una costumbre disparatada…, aunque no tanto como el llenar la parte hueca del melón con crema helada. Los norteamericanos realizan con la crema helada las cosas más estupefacientes. Ponen crema helada en la tarta; la ponen en el agua de seltz; la encierran dentro de una cáscara de chocolate, igual que un bombón; la colocan emparedada entre bizcochos dulces y a lo que resulta de esa combinación le llaman bocadillo de crema helada. Hasta la emplean en lugar de la nata batida en la Charlotte russe

—Lo que yo quiero saber… —empezó a decir Markham, pero Vance no le dejó terminar la frase.

—Es cosa que sorprende la cantidad de ideas equivocadas que tienen las gentes acerca de los melones. Sólo existen dos clases de melones: el melón de Castilla y el de agua, o sandía. Las distintas variedades de melones que comemos en el desayuno lo son del melón de Castilla. Sin embargo, la gente cree que el melón llamado cantaloup responde a un término genérico. En Filadelfia dan ese nombre a todos los melones; la verdad es que el melón de esa calidad se cultivó originariamente en Cantalupo, Italia…

—Todo eso es muy interesante —le interrumpió Markham, disimulando apenas su impaciencia—. ¿Pretendió usted acaso con la observación de anoche…?

—Currie, mi ayuda de cámara, le tiene preparado un plato especial para usted, después que haya comido el melón. Es mi obra maestra de cocina…; desde luego, con la colaboración de Currie. Me costó meses enteros llegar a la receta final, a fuerza de tanteos y combinaciones. Todavía no le he puesto nombre; quizá pueda usted apuntar un calificativo apropiado… La receta de este plato es la siguiente: Se empieza cortando un huevo duro bien hervido, y se mezcla con queso rallado de Port du Salut, agregándole una pizca de estragón. Se entierra esta pasta dentro de un filete de perca blanca, a la manera de un hojaldre. Se ata con hilo de seda, se envuelve en un batido de almendras especialmente preparado, y se cuece en mantequilla fresca. Como es natural, todo esto no es sino un ligero esbozo de la manera de preparar este plato, y omito los detalles verdaderamente exquisitos.

—Debe de ser apetitoso —Markham lo dijo sin rastro alguno de entusiasmo—. Pero yo no he venido aquí para que me dé usted lecciones de cocina.

—Usted menosprecia la trascendencia de los placeres del estómago —prosiguió Vance—. El comer es la única guía infalible para el progreso intelectual de un pueblo, de la misma manera que es lo que calibra en forma inevitable el temperamento del individuo. Los salvajes cocinan y comen como salvajes. En las épocas primitivas del género humano, éste sufrió la maldición de una enorme epidemia de indigestiones. De ahí fue de donde nacieron sus ideas acerca de los demonios y espíritus malos, así como la del infierno: no eran otra cosa que pesadillas originadas por la dispepsia. Luego, a medida que el hombre dominó la técnica de cocinar, se fue civilizando; y sus más elevadas hazañas del arte culinario coinciden con el punto más elevado a que llegó en el desarrollo de su cultura y de su inteligencia. Los retrocesos del arte del comer bien fueron simultáneos con las épocas retrógradas del hombre. La cocina desabrida y tipificada de Norteamérica es una manifestación típica de nuestra decadencia. Créame usted, Markham: una sopa perfectamente bien combinada eleva más que la Sinfonía en re menor de Beethoven.

Markham escuchaba insensible toda esta charla de Vance, que duró lo que el desayuno. Realizó varias tentativas para poner sobre el tapete el tema del crimen, pero Vance las esquivó con su locuacidad. Hasta que Currie levantó los manteles, no habló para nada del objeto a que se debía la visita de Markham. Su primera pregunta fue esta:

—¿Ha traído usted los informes comprobatorios de las coartadas?

Markham asintió con un gesto de cabeza, y dijo:

—Dos horas me llevó anoche el dar con Heath, después de separarme de usted.

—Es muy triste —contestó Vance con tono de lamentación, y luego se dirigió a la mesa de escribir y cogió una hoja de papel completamente escrita—. Quisiera que viese esto y me diera su opinión —dijo, alargando la hoja a Markham—. Lo preparé ayer después de haber escuchado el concierto.

Más tarde tuve el documento en mis manos para completar mis notas sobre el caso. He aquí una copia fiel:

Hipótesis. —Mistress Anna Platz mató a Alvin Benson la noche del 13 de junio.

Lugar. —Vivía en la casa y reconoció hallarse en ella cuando fue disparado el tiro.

Ocasión. —Estaba sola con Benson. Todas las ventanas se hallaban cerradas por dentro. La puerta de entrada, con llave. Ninguna otra salida.

Su presencia en el salón era natural. Pudo entrar con excusa de preguntar cualquier cosa a Benson.

Colocada enfrente de Benson, éste no habría levantado la cabeza. De ahí su actitud, que era la de un hombre que lee.

¿Quién hubiera podido acercársele sin despertar su atención?

No se preocupaba de su tocado en presencia de su ama de llaves.

Ésta se hallaba acostumbrada a verle sin peluquín y sin dientes, de cualquier modo. Como vivía en la casa, pudo escoger el momento propicio para matar.

Momento. —La doméstica le esperaba. A pesar de sus declaraciones, el amo pudo decirle a qué hora regresaría.

Regresó solo y se puso ropa de estar por casa. Así supo ella que no esperaba visitante alguno.

Y la mujer escogió el momento subsiguiente al regreso de la víctima para que se pudiera creer que ésta había llevado consigo al asesino.

Medios. —Se sirvió del revólver de Benson. Este, seguramente, tenía más de uno, ya que, de haber tenido uno sólo, lo hubiera guardado más bien en su dormitorio. Desde el momento que se encontró un Smith & Wesson en el salón, habría, probablemente, otro en el dormitorio.

Mistress Platz conocía, como ama de llaves, la existencia de este otro revólver. Mientras Benson leía en el salón, cogió ella el arma y la disimuló bajo el delantal.

Luego del crimen, arrojó u ocultó el arma.

Para ello dispuso de toda la noche.

Cuando fue preguntada acerca de las armas de Benson, tuvo miedo. Era que no sabía si conocíamos la existencia de este otro revólver.

Móvil. —Aceptó el empleo de ama de llaves temiendo por su hija. Las noches en que ésta acudía a trabajar a casa de Benson, la madre estaba al acecho.

Recientemente descubrió que Benson tenía malas intenciones y creyó que su hija estaba en peligro. Una madre que se sacrifica por el porvenir de su hija, como ésta, no vacila en matar para protegerla.

Las alhajas las escondió y las guarda para su hija. ¿Iba Benson a marcharse dejándolas sobre la mesa? Si las guardó, ¿quién sino ella, conocedora de la casa y con tiempo por delante, podía encontrarlas?

Conducta. —Su mentira respecto a la visita de miss Saint-Clair.

Más tarde dijo que sabía que miss Saint-Clair estaba complicada en el asunto. ¿Intuición femenina? ¡No! Sabía que miss Saint-Clair era inocente porque ella era culpable. Sin embargo, muy maternal para dejar que se sospechara de una inocente.

Ayer, cuando pronunció el nombre de su hija, tenía mucho miedo, porque temía que el descubrimiento del parentesco revelara los móviles de su acto.

Confesó haber oído la detonación. De haberlo negado, un experimento hubiera demostrado que desde su dormitorio se oía una detonación procedente del salón. ¿Acaso una persona que se despierta enciende la luz y mira la hora? Y de haber oído verdaderamente una detonación que parecía proceder de la misma casa, ¿no hubiera indagado o dado alarma?

En el primer interrogatorio no ocultó que detestaba a Benson.

Tuvo mucho miedo en todos los interrogatorios.

Es una alemana terca, astuta y decidida, capaz de haber perpetrado y realizado semejante crimen.

Estatura. —Alrededor de un metro setenta y cinco centímetros, o sea la que había de tener el asesino, según demostración.

Markham releyó varias veces aquel resumen por espacio de un cuarto de hora. Acabó y, sin decir una palabra, se puso a dar zancadas por la habitación durante diez minutos largos.

—No es una fantasía —observó Vance—. Creo que hasta el Jurado lo comprendería. Naturalmente, usted puede arreglar ese papel y adornarlo con innumerables frases desprovistas de sentido y con términos jurídicos.

Markham no respondió seguidamente. En pie ante la ventana, miraba a la calle. Por fin dijo:

—¡Tiene usted razón!… Es extraordinario. Me preguntaba yo adónde iba usted a parar, y el interrogatorio de mistress Platz en el día de ayer me pareció inútil. Reconozco que jamás tuve la menor sospecha. ¡Qué cosas haría Benson!…

Se volvió y vino hacia nosotros con la cabeza gacha y las manos a la espalda.

—No siento ganas de detenerla… Tendrá gracia, pero nunca se me ha ocurrido que pudiera estar complicada en el asunto este…

Se detuvo ante Vance para decir:

—Usted mismo no pensó en ella al principio…, aunque ayer se ufanara de saberlo cinco minutos después de la llegada a casa de Benson.

Vance sonrió y se acomodó en su butaca. Y Markham prorrumpió, indignado:

—Recuerdo que al día siguiente me dijo usted que, a pesar de las pruebas, no había disparado una mujer, y me hizo todo un discurso sobre el arte, sobre la psicología y sobre no sé qué más…

—Ciertamente —murmuró Vance con la misma sonrisa—, no fue una mujer quien disparó.

—¿Que no fue una mujer? —exclamó Markham, descompuesto.

—No, señor; no.

Y señalaba la hoja de papel que estaba en manos de Markham.

—Se trata de una broma —añadió al mismo tiempo Vance—. La pobre mistress Platz es más inocente que una paloma…

Markham arrojó el papel sobre la mesa y se sentó. Nunca le había visto yo tan furioso, porque se refrenaba admirablemente.

—Es que —explicó Vance con su voz reposada y tranquila— tenía unas ganas irresistibles de demostrarle que las pruebas circunstanciales y materiales son estúpidas. Estoy orgulloso de mi requisitoria contra mistress Platz. Y estoy seguro de poderla convencer de su culpabilidad a base de ese documento. Pero, como el fundamento teórico de la ley de ustedes, es tan preciso como falso. Las pruebas circunstanciales son una cosa que tiene muchísima gracia… La teoría de las mismas se parece hasta cierto punto a la de nuestra democracia actual. Según la teoría democrática, si acumula usted en las urnas una suma lo bastante grande de ignorancia, el producto es la inteligencia; en la teoría de las pruebas circunstanciales, si se logra acumular un gran número de eslabones débiles, la resultante es una cadena fuerte.

El magistrado interrogó fríamente:

—¿Me ha hecho venir esta mañana para endilgarme un discurso sobre la teoría de la justicia?

—¡Oh, no! —respondió alegremente Vance—. Sencillamente, he de prepararle para que acepte mi revelación, porque no tengo ninguna prueba contra el culpable. Sin embargo, sé que es culpable con tanta seguridad como sé que usted se halla sentado en esa silla, a punto de pensar en los medios de torturarme y de matarme sin ser castigado.

—¿Cómo ha llegado usted a esa conclusión no teniendo pruebas?

—Únicamente por el análisis psicológico, por lo que llamaré la ciencia de las posibilidades personales.

Markham se mordía los labios mientras miraba a Vance con aire feroz y glacial.

—¿Espera usted —dijo el magistrado— que yo lleve a su víctima al Tribunal y que pronuncie ante el juez estas palabras: «He aquí al asesino de Alvin Benson. No tengo ninguna prueba contra él; pero hay que condenarle a muerte porque mi brillante y sagaz amigo mister Philo Vance, inventor de la perca rellena, asegura que la naturaleza de ese hombre es perversa»?

El otro se encogió de hombros con indiferencia para decir:

—Le advierto que no me voy a morir de disgusto si usted no detiene al culpable. Pero he creído que era más humano decirle quién era, aunque sólo fuese por impedir que molestara a los inocentes.

—Perfectamente. Dígame el nombre y deje que yo haga lo demás.

¿Dudaba Markham todavía de que Vance conociera al asesino de Benson? No lo creo. Pero no comprendió hasta más tarde la razón de que Vance le tuviera tanto tiempo impaciente. Cuando supo el motivo, perdonó; pero, por de pronto, estaba exasperado.

—Hay que hacer todavía una o dos cosas —repuso Vance— antes de poderle decir el nombre del criminal. Primero que nada, permítame dar una ojeada a los informes.

Markham sacó unos papeles del bolsillo y se los dio. Vance se ajustó el monóculo y se puso a leer atentamente. Luego salió y le oí telefonear. Al volver, releyó los informes, y, sobre todo, uno, en el que se detuvo, como si pesara su verosimilitud.

Murmuró unas palabras mirando pensativamente hacia el fuego. Y, refiriéndose al informe, añadió:

—Aquí veo que el coronel Ostrander, acompañado por un consejero de Bronx llamado Moriarty, fue el día trece a las Locuras de Medianoche, del teatro Piccadilly, calle Cuarenta y Siete; llegó antes de las doce y estuvo en todo el espectáculo, que terminó a las dos y media de la madrugada… ¿Conoce usted a ese consejero?

Markham arqueó las cejas para contestar:

—Le conozco. ¿Qué ha hecho?

Y una sorda cólera hacía temblar su voz…

—¿Qué hacen los consejeros por la mañana? —preguntó Vance.

—Estar en su casa. O quizá en el club. A lo mejor tienen que hacer algo en la Casa Consistorial.

—¡Oh! Esa actividad es de muy mal gusto en un hombre político… Si no fuera molestarle mucho, me gustaría hablar con él.

Markham le miró largamente, y sin decir una palabra se dirigió al teléfono.

Mister Moriarty —anunció al volver— estaba en su casa a punto de dirigirse a la Casa Consistorial. Le he dicho que al pasar por aquí subiera.

—Espero que no le desilusione. Por lo menos, vale la pena intentarlo.

—¿Se trata de una charada, de un acertijo? —preguntó Markham, sin ironía ni buen humor.

—Le juro que no. No intento enredar el problema principal. Concédame un poco de esa fe sencilla en que usted es rico. Le entregaré al culpable antes que termine la mañana. Pero quiero tener la seguridad de que la aceptará. Estos informes van a preparar el camino para lo que parece mi rareza… Una coartada, como le manifesté hace poco, es peligrosa y sospechosa; siempre cabe dudar de ella. La ausencia de coartada no demuestra nada. Estos informes, por ejemplo, me hacen saber que miss Hoffman, según dice ella, la noche del trece fue al cine y luego regresó a su casa. Nadie la vio. Quizá hizo una visita a su madre, que vive en casa de Benson. Este detalle parecería alarmante, ¿no? Y, sin embargo, de haberse encontrado en aquella casa, su falta no hubiera sido más que la de ser una hija cariñosa… Detalles de estos hay muchos, verdaderamente impresionantes. Uno de ellos es falso; ya lo sé. Tenga la amabilidad de ser paciente. Importa mucho comprobar todas estas coartadas. Un cuarto de hora después llegaba mister Moriarty. Era un hombre de unos treinta años, serio, elegante, que hablaba sin acento un inglés muy claro y que no respondía del todo a la idea que yo me había formado de un consejero.

Markham le presentó y le explicó rápidamente las razones de que le hubiera suplicado que viniese.

—Ayer me interrogó un detective sobre lo mismo —repuso Moriarty.

—Tenemos su informe; pero es algo vago. ¿Quiere usted decirnos exactamente lo que hizo aquella noche después de haber encontrado a Ostrander?

—El coronel me invitó a cenar y a ir al Folies. Me reuní con él en Marseilles a las diez. Cenamos y fuimos a Piccadilly poco antes de las doce. Allí estuvimos hasta las dos y media. Acompañé al coronel a su casa, bebimos, charlamos y regresé en el metro alrededor de las tres y media.

—¿Dijo usted al detective que ocupaban un palco?

—Así era.

—¿Estuvieron ustedes en el palco durante toda la representación?

—No. Al final del primer acto se acercó un amigo mío, y el coronel se excusó para ir a determinado sitio. En el segundo entreacto, el coronel y yo fumamos en un pasillo.

—¿Qué hora era al final del primer acto?

—Las doce y media, poco más o menos.

—¿Dónde está ese pasillo? —preguntó Vance—. ¿Es el que se halla a lo largo del salón y lleva a la calle?

—Ese.

—¿No hay una salida junto a los palcos que lleve al pasillo?

—Sí. Precisamente salimos por ahí.

—¿Cuánto tiempo estuvo ausente el coronel durante el primer entreacto?

—Unos minutos. No lo recuerdo exactamente.

—¿Estaba cuando se levantó el telón para el segundo acto?

Moriarty, luego de reflexionar, contestó:

—Creo que no. Creo que entró unos momentos después de haber empezado.

—¿Diez minutos?

—No puedo afirmarlo. Pero seguramente no más de eso.

—Entonces, si el entreacto dura veinte minutos, ¿el coronel pudo estar ausente durante veinte minutos?

—¡Ya lo creo!

Así terminó el interrogatorio. Luego de marcharse Moriarty, Vance se retrepó en su butaca y se puso a fumar ensimismado.

—¡Qué casualidad más asombrosa! El teatro Piccadilly está cerca de casa de Benson. ¿Comprende usted? El coronel invitó a un consejero al espectáculo de las Locuras y tomó un palco cerca de la salida. Poco antes de las doce y media salió a la calle por el pasillo, corrió a casa de Benson, llamó, entró, mató y regresó inmediatamente al teatro. Tuvo tiempo para todo en veinte minutos…

Markham se incorporó sin decir nada.

—Veamos ahora —continuó Vance— lo que puede indicar y confirmar eso… miss Saint-Clair nos dijo que el coronel había perdido una gran cantidad en casa de Benson, al que acusaba de poca honradez. Hace una semana que ya no hablaba con Benson, lo cual indica la frialdad de sus relaciones. Vio a miss Saint-Clair y a Benson en Marseilles, sabía que ella se retiraría a las doce y escogió las doce y media… Al principio, pudo tener el propósito de esperar hasta un poco más tarde (por ejemplo, a la una y media o las dos), antes de salir del teatro. Como militar, tiene un Colt automático y puede ser un buen tirador. Además, parecía impaciente de que se detuviera a alguien, a cualquiera. Hasta le telefoneó a usted para saber noticias. Era, por otra parte, una de las pocas personas a las que Benson hubiera recibido sin estar compuesto, ya que se conocían desde quince años antes, y que mistress Platz, según dijo, había visto que su amo se quitaba una vez el peluquín delante del coronel. Además, estaba al corriente de las disposiciones de la casa, por cuanto seguramente había dormido más de una vez en el domicilio de Benson cuando le enseñaba las maravillas de Nueva York… ¿Qué opina usted?…

Markham se levantó y dio unas zancadas con los ojos casi cerrados.

—¿Eso era lo que a usted le hacía interesarse tanto por el coronel? ¿Por eso preguntaba si le conocían y le invitaban a almorzar?… ¿Qué le hizo pensar en que fuera culpable?

—¿Culpable? —exclamó Vance—. Pero ¿cómo ha de ser culpable ese viejo idiota? Eso, Markham, es absurdo. Tengo la seguridad de que durante los veinte minutos estuvo peinándose las cejas y arreglándose la corbata en el lavabo. Y no lo hizo en el palco, porque las señoritas le hubiesen visto.

Markham se detuvo bruscamente. Estaba colorado y sus ojos chispeaban.

Pero Vance, indiferente a su furia, prosiguió con calma:

—Eso constituye para mí un motivo de suerte… Tenemos, pues, que desde esta mañana hemos adelantado mucho, a pesar de las heridas en el amor propio de usted… Hay ahora nada menos que cinco personas, todas la cuales, con un poco de ingenio jurídico, pudieran ser declaradas culpables, y a quienes, desde luego, pudiera usted detener… Por de pronto, miss Saint-Clair. Usted estaba convencido de que ella era la culpable, y hasta dijo al comandante que iba a detenerla. Se hubiera podido prescindir de mi demostración de la estatura del asesino, porque es racional y concluyente, y, por tanto, ningún tribunal la hubiera tomado en serio. En segundo lugar, el capitán Leacock. Hube de recurrir a la fuerza para impedir que usted le mandara al calabozo. Prescindiendo de su divertida confesión, tenía usted pruebas contra él. Y, de haber surgido alguna dificultad, él mismo le hubiera ayudado, satisfecho de que usted le castigara. En tercer lugar, el lindo Leander Pfyfe. Contra él tenía usted más pruebas que contra los demás: una verdadera opulencia de pruebas… Cualquier Jurado le condenaría con entusiasmo… Y hasta yo mismo, si no fuera por su manera de vestir. En cuarto lugar, mistress Platz. Estoy satisfecho de mi acusación, lleno de marañas y de habilidades jurídicas. En quinto lugar, el coronel. ¿Qué más voy a decir sobre esta figura? Con algún tiempo por delante, se podrían añadir más detalles…

Se detuvo y sonrió a Markham con afable ironía.

—Le ruego que se fije en que cada miembro del quinteto tiene todo lo necesario para ser declarado culpable. No falta ninguna de las condiciones requeridas: la hora, el lugar, la ocasión, los medios, el motivo y la conducta. El único inconveniente es la inocencia de todos ellos. Tiene gracia, ¿no?… Pues así es… Y si todos aquellos de quienes se sospecha son inocentes, ¿qué hacer? ¡Qué fastidio!

Cogiendo el papel de antes, dijo:

—Falta comprobar los informes.

Yo no podía ver el blanco hacia el que disparaba con todas aquellas digresiones. Markham estaba igualmente perplejo. Pero ambos sabíamos que su locura era metódica.

—Veamos al comandante, ¿no? Es una diligencia que nos llevará poco tiempo. Vive cerca… Y toda la coartada descansa en la declaración del portero del hotel… ¡Vamos!…

Y se levantó.

—¿Sabe —objetó Markham— si ese portero estará ahora?

—Le he telefoneado antes.

—¡Pero, hombre…!

Vance cogió al magistrado del brazo y se lo llevó alegremente hacia la puerta, diciéndole:

—Nunca me cansaré de repetirle, querido amigo, que se toma usted la vida demasiado en serio.

Markham protestó con vehemencia de que se le obligara a salir, y procuraba libertar su brazo. Pero Vance estaba decidido a no ceder. Y el magistrado, tras una cálida discusión, acabó por transigir.

—Ya me voy cansando de todas estas idas y venidas, de todo este tejer y destejer —gruñó mientras subía al taxi.

—Pues yo hace tiempo que me cansé —repuso Vance.