20 - Una mujer explica…

(Miércoles 19 de junio, 4.30 de la tarde)

Mientras íbamos en el tren, dijo Vance:

—Esta investigación en que nos hemos embarcado en busca de luz pudiera resultar un poco fatigosa; pero es preciso que ponga usted en tensión su fuerza de voluntad y colabore conmigo. No se puede imaginar lo ardua que es la tarea que tengo entre manos, además de no resultar en modo alguno agradable. Soy acaso demasiado joven para ser sentimental, y, sin embargo, me siento medio inclinado a dejar escapar al culpable.

—¿Tendría usted inconveniente en explicarme el porqué de esta visita que hacemos a miss Saint-Clair? —preguntó Markham, con resignación.

Vance dio amablemente satisfacción a esa pregunta:

—No tengo ningún inconveniente; es más, creo que es preferible que lo sepa usted. Existen, por lo que se refiere a esta señorita, varios puntos que requieren aclaración. El primero es el de los guantes y el bolso. ¿Verdad que no hay adormidera ni mandrágora capaz de hacerle conciliar a usted el dulce sueño, como ayer confesó, hasta enterarse de todo lo referente a esos objetos? Además, ya se acordará de que miss Hoffman nos dijo que el comandante estaba escuchando en el momento en que cierta dama entró a visitar a Benson el día en que éste fue asesinado. Sospecho que la dama visitante era miss Saint-Clair, y siento bastante curiosidad por saber qué es lo que ocurrió dentro del despacho, y por qué razón regresó ella más tarde. También quiero saber por qué fue a tomar el té con Benson en el transcurso de la tarde, y qué papel representaron las joyas en aquel intercambio de conversaciones… Pero no es esto sólo. Por ejemplo: ¿por qué razón llevó el capitán su revólver a casa de la joven? ¿Qué le movió a pensar que era ella quien había matado a Benson? Porque ya sabe usted que el capitán está en esa creencia. ¿Y por qué ella, por su parte, creyó desde el primer momento que el capitán era el culpable?

Markham le miró con escepticismo, y le preguntó:

—¿Espera usted que ella nos lo diga?

—Mis esperanzas son grandes —contestó Vance—. Ella no perderá nada descargando su alma, mientras su gallardo caballero se encuentre encarcelado como asesino confeso…, pero no podemos andarnos faroleando. Le aseguro que ningún efecto producirán en esa mujer los métodos de preguntas agresivas a que recurre la Policía de usted.

—¿Y cómo piensa obtener la información que busca?

—Con guante blanco, como suele decirse. Es un método mucho más fino y caballeresco.

Markham meditó unos momentos.

—Prefiero quedar al margen, y dejar totalmente a cargo de usted los sofismas socráticos.

—Esa es una idea de una brillantez extraordinaria —dijo Vance.

Cuando llegamos a la casa, anunció Markham por el teléfono interior que había venido en una misión de importancia vital. Miss Saint-Clair nos recibió inmediatamente. Estaba preocupada por el capitán Leacock. Se sentó frente a nosotros en un saloncito que daba al Hudson. Su rostro estaba pálido, y sus manos, entrecruzadas, temblaban. Ya no tenía la soberbia altivez de antes. La ansiedad y la vigilia habían cercado oscuramente sus ojos. Vance entró al momento en materia. Hablaba con voz alegre, casi juguetona, que suavizaba la tensión de la atmósfera y quitaba toda gravedad a nuestra visita.

—Tengo el grandísimo disgusto de manifestarle que el capitán ha confesado tontamente que mató a Benson. Estamos convencidos de su buena fe. Flotamos a la deriva entre Escila y Caribdis, sin poder decidir si el capitán es un cruel asesino o un caballero sin miedo y sin tacha. Su relato del crimen resulta incoherente e impreciso en puntos de mucha importancia, hasta el extremo de que apagó la luz con un conmutador que no existe. Y se me ha ocurrido que ha inventado esa historia para proteger a una persona a la que cree culpable. El fiscal —prosiguió Vance, luego de indicar a Markham con un gesto de cabeza— no comparte completamente mi opinión, porque su espíritu, eminentemente jurídico, se aferra más tiempo a las ideas. Ya recordará que, porque usted había pasado la velada con Benson y por otras razones igualmente raras y fútiles, mister Markham dedujo que usted se hallaba complicada en el asesinato. Como usted es la única persona a quien el capitán puede proteger tan heroicamente, y como, por otra parte, estoy seguro de su inocencia, ¿quiere usted hacer el favor de aclarar algunas de sus relaciones con Benson? Esos informes no causarán ningún perjuicio ni a usted ni al capitán y quizá disipen en la mente de mister Markham —agregó, con sonrisa irónica— las últimas dudas sobre la inocencia de su novio.

Estas palabras suavizaron a la mujer; pero yo advertí que Markham estaba interiormente quemado de esta manera que tenía Vance de echarle las culpas, a pesar de lo cual se abstuvo de interrumpirle.

Miss Saint-Clair miró fijamente a Vance durante unos momentos.

—No sé por qué razón tengo yo que confiar en usted, ni siquiera creer lo que me dice —contestó, con mucho sosiego—; pero, puesto que el capitán Leacock ha confesado (y eso ya me lo temía yo después de la última conversación que mantuvo conmigo), no veo tampoco motivo para no contestar a las preguntas que usted me hace… ¿Cree usted sinceramente que es inocente?

La pregunta brotó como una exclamación involuntaria; su emoción creciente había estallado, rompiendo el caparazón de su tranquilidad. Vance se limitó a confesarle:

—Sinceramente, lo creo. Mister Markham le dirá que antes de abandonar su despacho le supliqué pusiese en libertad al capitán Leacock. Con la esperanza de que las aclaraciones de usted le convenciesen de lo cuerdo de aquella medida, le insté a que viniese a visitarla.

Había en su entonación y en sus maneras algo que ganó la confianza de la joven. Esta preguntó:

—¿Qué es lo que usted desea preguntarme?

Vance dirigió otra mirada de censura a Markham, viendo que éste contenía a duras penas sus sentimientos ofendidos; acto seguido se volvió de nuevo hacia la mujer, para preguntarle:

—¿Quiere decirnos, por de pronto, cómo sus guantes y su bolso fueron a casa de Benson? Su presencia ha influido en el espíritu del señor magistrado de una manera lamentable.

La joven miró francamente a Markham, y dijo:

mister Benson me invitó a cenar. La comida no transcurrió con gran armonía. Al regreso, mi cólera aumentó. En Times Square hice parar el coche, prefiriendo volver sola. En mi arrebato y mi precipitación, dejé caer los guantes y el bolso. No me di cuenta hasta después de arrancar el taxi. Y como no llevaba un céntimo, hube de regresar a pie. Por tanto, si esos objetos estaban en casa de mister Benson, fue él quien los llevó.

—Es lo que yo creía. Y esta casa está lejos de Times Square…

Mirando a Markham con una sonrisa cruel, añadió:

—Ya ve usted que miss Saint-Clair no podía llegar antes de una hora…

Markham, sombrío, inmóvil, no respondió.

—Ahora —prosiguió Vance— me gustaría saber cómo la invitó a cenar.

Su cara se puso hosca y se apagó su voz para contestar:

—Había yo perdido mucho dinero. De pronto tuve la intuición de que Benson activaba mi ruina, y de que, si quería, podía ayudarme a rehacerme —dijo, con timidez—. Ya hacía algún tiempo que me galanteaba, pero no le creía capaz de tan negro propósito. Fui a su despacho y le dije francamente lo que pensaba. Me respondió que si quería cenar con él, podríamos hablar. Comprendí, desde luego, lo que quería; pero estaba tan desesperada, que decidí aceptar, esperando convencerle.

—Pero ¿cómo le dijo usted a qué hora terminarían aquella velada?

Miró a Vance entrecortada y respondió sin vacilar:

—Me había hablado de una noche de fiesta… Yo le dije con insistencia que le dejaría a medianoche, con arreglo a mi costumbre de retirarme. Cuido mucho de mi voz y, cualquiera que sea la ocasión, me impongo el sacrificio, o más bien la restricción, de retirarme a las doce.

—Muy bien, muy bien. ¿Conocen sus amigos las costumbres de usted?

—Sí. Por eso me llaman La Cenicienta.

—¿Lo saben mister Pfyfe y el coronel Ostrander?

—Sí.

Vance reflexionó.

—¿Cómo fue que usted tomó el té con mister Benson, si había de cenar con él?

—Eso tiene una explicación —repuso ella, ruborizada—. Luego de haber salido del despacho de mister Benson, rectifiqué la decisión que había tomado y volví, pero ya no le encontré. En vista de ello me dirigí a su casa, para suplicarle por última vez y rogarle que me devolviera la libertad. Se echó a reír, y luego de haber insistido para que tomara una taza de té, me dijo que me vistiera para salir por la noche. Alrededor de las siete y media vino a buscarme.

—Y cuando usted le rogó que le devolviera la libertad, intentó intimidarle recordándole la amenaza del capitán, a lo que él respondió que le importaba un bledo.

—Es verdad —murmuró ella, estupefacta.

Vance la tranquilizó con una sonrisa.

—El coronel Ostrander me dijo que había visto a usted y a Benson en Marseilles.

—Ya. Bien que me avergoncé. Conocía a Benson y me había prevenido varios días antes.

—Yo creía que el coronel y mister Benson eran buenos amigos.

—Lo fueron hasta la semana pasada. El coronel ha perdido más dinero que yo especulando según los consejos de Benson. Y me dio a entender que Benson nos había engañado deliberadamente en provecho propio. Mientras estábamos en Marseilles no habló con Benson.

—¿Y las piedras preciosas que había junto al té en casa de Benson?

—Eran regalos para seducirme —su despectiva sonrisa era más dura para Benson que el más severo castigo—. Aquel caballero creyó que iba a trastornarme la cabeza. Para ir a cenar, me ofreció un collar de perlas, que yo rechacé. Y me dijo que si me avenía a razones, tendría alhajas como aquellas, si no eran las mismas, completamente mías, el veintiuno de junio.

—¿El veintiuno? ¡Naturalmente! —exclamó Vance—. ¿Oye, Markham? El veintiuno vence el pagaré de Leander. Si no pagaba, perdía las alhajas. ¿Llevaba mister Benson las alhajas encima? —terminó preguntando a miss Saint-Clair.

—Creo que no; me parece que mi negativa le había desalentado.

Vance la miró con cordialidad y regocijo.

—¿Quiere hablarnos del episodio del revólver?… Cuéntenoslo a su manera, según suelen decir los abogados con la esperanza de meterlo después a uno en un lío.

Pero era evidente que la joven no temía que la enredasen, porque respondió:

—Al día siguiente del crimen, el capitán Leacock vino y me dijo que había ido a casa de Benson alrededor de las doce y media, dispuesto a matarle; pero que había visto a mister Pfyfe, y, suponiendo que entraría, había abandonado su proyecto y había dado media vuelta. Temiendo que Pfyfe le hubiera visto, le dije que me trajera su revólver y que declarara, si le preguntaban algo, que lo había perdido en Francia… A decir verdad, yo creía que había matado a Benson y que me mentía para ahorrarme un disgusto. Aún me convencí más de ello cuando vino a buscar su arma para arrojarla al río.

Sonriendo a Markham, añadió:

—Por eso me negué a contestar… Prefería que usted creyese que yo había sido la asesina… Así no sospecharían del capitán.

—Pero él no mentía —dijo Vance.

—Ya sé que no mentía. Y hubiera debido comprenderlo antes. De haber sido culpable, no me hubiera traído el revólver.

Sus ojos se empañaron.

—¡Pobre! Ha confesado porque me creía culpable…

—Ésa era la dificultad —subrayó Vance—. ¿Dónde creía él que usted había podido procurarse un arma?

—Conozco a varios militares, amigos del capitán y del mismo Benson. El año pasado, durante las vacaciones, aprendí a tirar. Así es que la hipótesis no era descabellada…

Vance se levantó, y dijo, saludando:

—Ha sido usted muy amable y nos ha ayudado considerablemente. Mister Markham abrigaba diversas teorías sobre el crimen. Al principio, creía que usted era una especie de Borgia. Luego, que el capitán y usted habían matado en colaboración. Después, que el capitán había apretado el gatillo a cappella. Y es que el espíritu jurídico se halla conformado de tal suerte, que puede al mismo tiempo creer en dos o tres teorías opuestas. Lo más triste es que mister Markham aún se halla inclinado a creer que ambos son culpables individual y colectivamente. Antes de venir aquí he intentando convencerle de lo contrario pero ha sido inútil. En vista de ello, he procurado que oyese las palabras que salieran de los lindos labios de usted.

Y dirigiéndose a Markham, que le miraba con la boca apretada, le dijo, con jovialidad:

—Qué, supongo que no continuará creyendo que miss Saint-Clair o el capitán Leacock son culpables. ¿Dejará en libertad al capitán, como yo le había pedido?

Markham abrió los brazos con un gesto de súplica teatral. Iba a estallar. Pero se levantó, se dirigió hacia la joven y le tendió la mano, diciéndole, con una cordialidad que llegó a emocionarme:

—Le aseguro, miss Saint-Clair, que no creo culpables ni a usted ni al capitán Leacock… Perdono a mister Vance sus burlas de mi espíritu jurídico, porque me ha impedido cometer una gran injusticia… El capitán será puesto en libertad en cuanto se cumplan rápidamente los imprescindibles trámites.

Cuando salimos a Riverside Drive, Markham se revolvió, furioso, contra Vance.

—¡De modo que era yo quien tenía encerrado a su inapreciable capitán y usted se esforzaba por convencerme de que yo lo pusiese en libertad! De sobra sabe usted que yo no creí que ninguno de los dos fuese culpable. ¡Lagarto indolente!

Vance suspiró.

—¡Por vida mía! ¿No quiere usted ayudar absolutamente en nada para que aclaremos el caso? —preguntó, con tristeza.

—¿Qué ha sacado usted en limpio haciéndome pasar por un botarate en el concepto de esa mujer? —farfulló Markham—. No veo que con todas sus artimañas haya conseguido usted ir a ninguna parte.

—¡Cómo que no! —exclamó Vance, completamente asombrado—. Lo que ha oído usted nos va a servir de ayuda inconmensurable para dejar convicto al asesino. Más aún: sabemos ya a qué atenernos respecto a los guantes y al bolso; sabemos además quién fue la señora que visitó el despacho de Benson, en qué invirtió miss Saint-Clair su tiempo entre las doce y la una, por qué razón cenó a solas con Alvin, por qué había tomado antes el té con el mismo, de qué manera llegaron hasta allí las joyas, por qué llevó el capitán su revólver a casa de dicha señorita, por qué lo tiró después al río y por qué hizo su confesión… Vamos a ver: ¿no basta saber todas estas cosas para calmar su amor propio? Lo que hemos sabido deja el terreno limpio de gran número de estorbos.

Vance se detuvo y encendió un cigarrillo.

Miss Saint-Clair no nos ha dicho más que una cosa verdaderamente importante, o sea que sus amigos conocían su costumbre de retirarse a medianoche. No olvide ese detalle, que es de primera importancia. Ya le había dicho anteriormente que el asesino de Benson sabía que ella cenaba con Benson.

—Supongo —masculló Markham— que no tardará en decirme quién le mató.

Vance, lanzando una bocanada de humo, repuso:

—Hace mucho tiempo que sé quién disparó…

—¿De veras? —preguntó el fiscal en broma—. ¿Desde cuándo?

—Desde cinco minutos después de haber entrado en casa de Benson el día siguiente a la noche del crimen.

—¿Y por qué no se confió usted a mí para evitar tan prolijas gestiones y pesquisas?

—Era imposible. Usted no estaba en disposición de hacerme caso. Primero había que guiarle a través de los sombríos bosques en que usted quería perderse. Tiene usted poquísima imaginación.

Pasaba un taxi y Vance lo llamó.

—Al ochenta y siete de la calle Cuarenta Oeste.

Y cogió a Markham del brazo con aire confidencial.

—Tras una breve conversación con mistress Platz, le diré al oído mis secretos virginales.