(Miércoles 19 de junio, 2.30 de la tarde)
El capitán Leacock entró indiferente, al mismo tiempo que abatido, con los hombros caídos y los brazos colgantes. Sus ojos estaban desencajados, como si hubiera pasado varios días sin dormir. Al ver al comandante, se irguió y avanzó hacia él con la mano tendida. Bien se veía que si odiaba al difunto Benson, consideraba al comandante como a un amigo. De pronto se dio cuenta de la situación y, confuso, procuró borrar su gesto. Pero el comandante se le acercó y le cogió del brazo. Suavemente, le dijo:
—No puedo creer, Leacock, que usted matara a Alvin.
El capitán le miró prudentemente, y dijo, con voz apagada:
—Pues sí que le maté. Ya le había avisado.
Vance se adelantó y le ofreció un asiento.
—Descanse, capitán. El procurador desea oír el relato del crimen. Como usted comprenderá, la Justicia no puede aceptar una confesión sin pruebas. Y como en este asunto sospechamos de otras personas, queremos que usted responda a ciertas preguntas que establezcan su culpabilidad. En otro caso, proseguiríamos las pesquisas.
Se sentó a su vez frente a Leacock, cogió el papel de la confesión, y dijo:
—Confiesa usted que mister Benson le ofendió y que usted fue a casa de él alrededor de las doce y media de la noche en cuestión… Bien. Cuando usted dice que le ofendió, ¿se refiere usted al galanteo de que hacía objeto a miss Saint-Clair?
El rostro de Leacock expresaba agresividad.
—¿Qué importa el motivo de que yo le matara?… ¿No pueden dejar tranquila a miss Saint-Clair?…
—De acuerdo —contestó Vance—. Yo le prometo no mezclarla en nada de esto. Pero hemos de conocer el fondo de las razones de usted para su acción.
Tras un breve silencio, contestó Leacock:
—Perfectamente.
—¿Cómo sabía usted que miss Saint-Clair cenaba con mister Benson aquella noche?
—Los había seguido hasta el restaurante Marseilles.
—¿Y luego regresó usted a su casa?
—Sí.
—¿Por que fue más tarde a casa de Benson?
—Es qué cada vez pensaba más en aquello… No lo podía resistir… Me obcequé, cogí mi Colt y salí dispuesto a matarle.
Vibraba su voz. ¿Podía mentir?
Vance volvió a la confesión.
—Dice usted que fue al ochenta y siete de la calle Cuarenta y Ocho Oeste y que entró por la puerta… ¿Llamó? ¿O es que la puerta no estaba cerrada?
Leacock iba a responder, pero vaciló. Era evidente que recordaba las reseñas de los periódicos y la declaración del ama de llaves afirmando que no habían llamado.
—¿Qué más da? —repuso, esforzándose en ganar tiempo.
—Nos gustaría saberlo —respondió Vance.
—Pues ya que le conceden tanta importancia a ese detalle, ni llamé ni estaba abierta la puerta —ya no vacilaba—. En el momento en que yo llegaba a la casa, regresaba Benson en taxi…
—Un momento. ¿Vio usted otro auto delante de la casa? ¿Un Cadillac gris?
—Sí.
—¿Reconoció a quien lo ocupaba?
Hubo un corto silencio.
—No estoy muy seguro. Creo que era un individuo llamado Pfyfe.
—Así es que él y mister Benson estaban allí al mismo tiempo, ¿no?
Leacock pareció contrariado.
—Al mismo tiempo, no. Cuando yo llegué, no había nadie. No vi a Pfyfe hasta poco después, al salir…
—¿Llegó en coche mientras usted se hallaba en la casa?
—Sin duda.
—Ya… Volvamos atrás. Benson regresó en taxi. ¿Y después?
—Me acerqué a él y le dije que quería hablarle. Me rogó que entrara, y entramos juntos. Llevaba su llave.
—Cuéntenos, capitán, algo de lo que pasó allí dentro.
—Dejó su sombrero y su bastón en el perchero y entramos en el salón. Se sentó a la mesa y yo permanecí en pie. Le dije lo que tenía que decirle, saqué mi revólver y disparé.
Vance, entre tanto, escrutaba sus menores gestos con atención.
—Entonces, ¿cómo se explica que mister Benson estuviera en actitud de leer?
—Es que cogió un libro mientras yo hablaba, para demostrar que no le importaba nada lo que yo le decía.
—Piense las cosas bien. ¿Fueron ambos directamente al salón?
—Sí.
—Entonces, ¿cómo es que mister Benson se hallaba en babuchas?
Leacock, fastidiado, miró como distraído a su alrededor.
—¡Calle!… Pensándolo mejor, creo recordar que Benson subió al otro piso unos instantes. Estoy muy nervioso —añadió, desesperado— para acordarme de todo.
—Es muy comprensible —excusó amablemente Vance—. Cuando bajó, ¿notó usted algo de particular en sus cabellos?
Leacock pareció no comprender.
—¿En sus cabellos? No entiendo…
—Me refiero al color. Cuando mister Benson estaba sentado ante usted, a la luz de la lámpara, ¿no notó algo nuevo en él?
El capitán cerró los ojos como si intentara rememorar la escena, y contestó:
—No, no recuerdo.
—Es un detalle. Vamos a otro —prosiguió Vance—. Cuando Benson bajó, ¿no hablaba con torpeza? ¿No se le notaba cierta dificultad para hablar?
El otro estaba visiblemente molesto.
—No acabo de comprender… Pero, desde luego, hablaba como de costumbre.
—¿Se fijó usted en que hubiese un joyero azul sobre la mesa?
—No.
Vance fumó unos momentos, pensativo.
—Cuando usted salió del salón, luego de haber matado a Benson, ¿apagó las luces?
En los casos en que el capitán no respondía en seguida, Vance le sugería una respuesta.
—Debió usted de apagar, porque mister Pfyfe dijo que cuando llegó no había luz.
Leacock, afirmando con la cabeza, dijo:
—Sí, sí. Es que no recordaba bien…
—Perfectamente. No tiene nada de particular. ¿Cómo apagó?
—Pues…, pues… dando la vuelta al conmutador…
—¿Dónde estaba el conmutador?
—No lo recuerdo.
—Piénselo. Seguramente se acordará.
—Creo que cerca de la puerta del pasillo.
—¿A qué lado de la puerta?
—No sé decirlo. ¡Estaba yo tan alterado!… —contestó lastimosamente—. Creo que estaba a la derecha.
—¿Entrando o saliendo?
—Saliendo.
—¿Al lado de la biblioteca?
—Sí.
Vance parecía satisfecho.
—Vamos al revólver. ¿Por qué lo llevó usted a casa de miss Saint-Clair?
—Por cobardía, por miedo a que lo encontraran en mi casa. No creía que sospecharían de ella.
—Y cuando se sospechó de ella, ¿lo cogió usted inmediatamente y lo arrojó al agua?
—Sí.
—Supongo que faltaba una bala al cargador, lo cual hubiera podido resultar… feo.
—Ya lo pensé. Por eso arrojé el arma.
Vance frunció el ceño para decir:
—Tiene gracia, hay dos revólveres. Hemos dragado el río y hemos encontrado un Colt automático con el cargador lleno… ¿Está usted completamente seguro de que el revólver que lanzó al agua era el suyo?
Yo ignoraba que hubiera sido sacado del río un revólver, y me preguntaba adónde quería ir a parar mi amigo. Markham estaba inquieto. Y Leacock tardó en contestar. Con voz fosca, dijo, por fin:
—No hay dos revólveres. El que han encontrado es mío. Lo que ocurre es que yo mismo lo volví a cargar.
—¡Ah, todo tiene su explicación! —exclamó Vance amablemente—. Perdone otra pregunta, capitán… ¿Por qué ha venido usted mismo hoy a confesar?…
Leacock alargó el cuello y, por primera vez, se iluminaron sus ojos.
—¿Por qué? Porque era el único camino honorable. Sospechaban ustedes de un inocente, y yo no quiero que nadie padezca por mí.
Aquello fue el fin de la entrevista. Como Markham no tenía nada más que preguntar, el agente hizo salir al capitán.
Una vez cerrada la puerta, reinó entre todos un extraño silencio. Markham fumaba desesperadamente, con las manos detrás de la cabeza y los ojos en el techo. El comandante, hundido en su sillón, miraba visiblemente satisfecho a Vance.
Éste, a su vez, miraba a Markham con el rabillo del ojo y sonreía. Las expresiones y las actitudes de aquellos tres hombres revelaban su diversa reacción; la conversación había turbado a Markham, satisfecho al comandante y divertido a Vance.
Éste habló para decir:
—¿Ve usted cómo la confesión es ridícula, Markham? Nuestro pundonoroso capitán miente muy mal. Imposible mentir peor. Inimitable su torpeza. ¡Y quiere que le creamos culpable! De ridículo, llega a emocionar. Por lo visto, había creído que usted iba a clavarle la confesión en el pecho y enviarle así al patíbulo. Ni tan siquiera sabía cómo había entrado en casa de Benson. La presencia confesada de Pfyfe ha comprometido su improvisada explicación de que había entrado con Benson. Y había olvidado que el difunto fue encontrado con babuchas y demás. Cuando se lo he recordado, se ha contradicho y ha enviado a Benson a cambiarse rápidamente. Por fortuna, los diarios no hablaban del peluquín postizo. Leacock no ha comprendido nada cuando le he dado a entender que Benson se había teñido los cabellos al cambiarse de ropa y calzado… A propósito, comandante, ¿tartajeaba su hermano cuando no llevaba el puente?
—Sí. Si aquella noche Alvin no hubiera llevado el puente, como he adivinado por la pregunta de usted, Leacock seguramente lo hubiera notado.
—Hay otras cosas en que tampoco se fijó: el joyero, el sitio del conmutador…
—Respecto a esto último, se ha equivocado del todo. La casa de Benson es vieja, y el único conmutador cuelga de un hilo colgado de la lámpara.
—En efecto. Pero su peor equivocación ha sido la referente al arma. Dijo que había arrojado el revólver al río porque le faltaba una bala. Y cuando le he notificado que el cargador estaba lleno, ha explicado que lo había vuelto a cargar. Y todo ello para que yo me convenciese de que se trataba de su arma. Es evidente que Leacock se figura que miss Saint-Clair es culpable y quiere que se le acuse a él y no a ella.
—Esa impresión he sacado yo.
—Sin embargo, la actitud del capitán es turbia. No cabe duda de que ha estado mezclado en el crimen; de no ser así, ¿por qué escondió su revólver el día siguiente? ¿Será uno de esos hombres bastante estúpidos para amenazar a quien cree que codicia a su novia y que llevan a cabo su amenaza? Su conciencia está evidentemente inquieta. ¿Por qué? Desde luego, no por haber matado. El crimen fue preparado y él es incapaz de preparar nada. Es un buen hombre que tiene una idea fija y que realiza el acto de que se trate bravamente y dispuesto a soportar todas las consecuencias. Recuerda a los caballeros de antaño. Por eso mismo hubiera tenido más lucidez en sus contactos con el tipo de Don Juan. Quiero decir que no hubiera olvidado llevarse los guantes y el bolso de su dama. Realmente, no está más probado que matara a mister Benson que lo contrario, o sea que no lo matara. Psicológicamente, hubiera podido matar; pero psicológicamente no hubiera cometido el crimen de ese modo.
Vance encendió un cigarrillo y miró las volutas del humo.
—Si no fuera inverosímil, diría yo que salió de su casa dispuesto a matar y que a su llegada a casa de mister Benson ya había sido cometido el crimen. Eso explicaría que Pfyfe pudiera verle y que Leacock escondiera al día siguiente su revólver en casa de miss Saint-Clair.
Sonó el timbre del teléfono. El coronel Ostrander quería hablar con Markham. Tras una rápida conversación, el magistrado miró a Vance con inquietud.
—Su sanguinario amigo pregunta si se ha detenido a alguien. Y ofrece inestimables datos por si acaso no he determinado aún quién es el culpable.
—Usted, desde luego, le ha dado calurosamente las gracias… ¿Y qué le ha dicho de su estado de espíritu?
—Que continuaba aún a oscuras —respondió Markham, con sonrisa triste y cansada.
Así confesaba que no creía en la culpabilidad de Leacock.
El comandante se le acercó, tendiéndole la mano.
—Comprendo lo que usted siente —dijo—. Es desconsolador, pero más vale no castigar jamás al culpable que hacer sufrir a un inocente… No se preocupe, no se disguste… Ya encontrará usted la verdadera solución… Y entonces… no le pondré ningún obstáculo, le ayudaré —terminó el comandante, apretando las mandíbulas y mascullando las palabras.
Luego sonrió melancólicamente y cogió su sombrero.
—Me voy a mi despacho. Si me necesita para algo, avíseme. Quizá pueda auxiliarle…, más tarde…
Saludó a Vance amistosamente y salió. El magistrado quedó silencioso.
—Este dichoso asunto —exclamó— se complica cada vez más. ¡Estoy harto y deshecho!
—La verdad es, mi querido amigo, que no debería usted tomarlo tan a pecho —le aconsejó Vance, con despreocupación—. Ya sabe usted que no conduce a nada bueno molestarse acerca de las pequeñeces de la vida.
No hay nada nuevo,
no hay nada verdadero;
si bien se mira, nada importa un bledo.
»En la guerra cayeron muertos varios millones de soldaditos, y no por eso deja usted que enloquezcan sus propios fagocitos, ni que se inflamen sus células cerebrales. Y ahora que una mala persona recibe el pago que merecía y le pegan un tiro, se pasa usted las noches en vela y se llena de congojas y sudores. ¿Cómo se entiende eso? Palabra de honor que es usted un hombre falto de lógica.
—La lógica… —empezó a decir Markham, pero Vance le cortó la palabra:
—No me venga usted con citas de Emerson. Prefiero con mucho a Erasmo. Debería usted leer su Elogio de la locura, que le produciría alegrías sin fin. Le aseguro que aquel lascivo profesor holandés no habría enfermado de ningún berrinche por la muerte de Alvin, el Calvo.
—Tenga usted en cuenta, Vance, que yo he sido electo para este cargo —replicó secamente Markham—, y que…
—Sí…, sí…, ya lo sé…, y que el honor es lo primero, con esas otras zarandajas —le dijo en broma Vance—. No se queje tanto. Aunque el capitán haya conseguido escapar de las garras de la Justicia, quedan cuatro o cinco esperanzas. Mistress Platz…, Pfyfe…, Ostrander…, miss Hoffman… y mistress Banning… ¿Por qué no los va deteniendo sucesivamente y les pide a cada uno una confesión?… Heath se pondría loco de júbilo… Markham estaba muy abatido para responder a aquellas bromas. La alegría de Vance parecía reanimarle.
—A decir verdad, me entran ganas de hacer eso. Lo que ocurre es que no sé por quién empezar.
—¿Y qué va a hacer ahora con el capitán? Si le deja en libertad, le va a dar un disgusto.
—Pues no habrá más remedio. Que se fastidie. Voy a ocuparme de las formalidades del caso.
Ya iba a telefonear, cuando Vance le detuvo diciendo:
—¡Un minuto! No ponga tan pronto término a ese feliz martirio. Que sea feliz un día o dos. Creo que nos será útil languideciendo en su celda, como el prisionero de Chillón.
Markham volvió a colgar el aparato sin decir una palabra. Cada vez seguía más dócilmente las opiniones de Vance. A ello le inclinaban su indecisión y su incertidumbre, así como la impresión que daba Vance de saber más de lo que decía.
—¿Ha intentado usted encajar a Pfyfe y a su tortolilla dentro del caso? —le preguntó Vance.
—Sí, eso y algunos millares de enigmas por el estilo —fue la petulante contestación que recibió—. Pero cuanto más me esfuerzo por poner lógica en el problema, crece más y más el misterio de todo el asunto.
—No lo plantea usted con justeza —criticó Vance—. Los seres humanos no dan lugar a misterios, sino únicamente a problemas. Y cualquier problema a que da lugar un ser humano puede ser resuelto por otro ser humano. Sólo requiere conocimiento del alma humana y aplicar ese conocimiento a los actos de las personas. ¿Verdad que es cosa sencilla?
Vance miró al reloj.
—¿Cómo le irá a mister Stitt en su inspección de los libros de Benson y Benson? Espero su informe, con la seguridad de que ha de ser emocionante.
Esto era ya demasiado para Markham. Su control de sí mismo se había evaporado, por fin, bajo el roce constante de las insinuaciones y de las veladas pullas de Vance. Se inclinó hacia adelante y dio un airado puñetazo en la mesa.
—Estoy ya más que harto de la actitud de superioridad que usted adopta —se lamentó apasionadamente—. O sabe usted algo o no sabe nada. Si sabe usted algo, debe usted decírmelo. Desde que Benson fue asesinado no ha cesado usted de lanzar indirectas en un sentido u otro. Si usted tiene, efectivamente, una idea concreta de quién es el asesino, quiero saberlo.
Markham, después de decir esto, se recostó en el respaldo de su sillón y echó mano a un cigarro. Mientras lo despuntaba cuidadosamente y le prendía fuego, no miró a nadie. Creo que estaba un poco avergonzado de haberse dejado llevar por aquel arrebato de ira.
Mientras duró éste, Vance siguió sentado con apariencias de no darle importancia. Por último, estiró las piernas y fijó en su amigo una mirada prolongada y atenta.
—Mi querido Markham, no le censuro a usted en absoluto por esos momentos de ebullición injustificada. La situación ha sido, en efecto, extraordinariamente provocativa, pero creo que ha llegado ya el momento de poner fin a la pequeña comedia. Créame que yo no he bromeado. En realidad, tengo algunas ideas sumamente interesantes acerca de este asunto.
Se levantó y bostezó, prosiguiendo:
—El día es extraordinariamente caluroso, pero no hay más remedio que aguantarlo… ¿Cómo? ¿Qué iba yo diciendo?
Tan próximo está el hombre a su Creador
como están nuestras glorias del sepulcro.
Cuando el deber susurra: «Es obligado»,
la juventud contesta: «Puedo hacerlo».
»Yo soy la generosa juventud, no lo olvide. Usted, en cambio, es la voz del deber… Aunque no acaba de hablar precisamente en un susurro…, pero ¡al diablo con todo!…
Entregó su sombrero a Markham, a la vez que le decía:
—Vamos, postume. Todas las cosas tienen su estación, y hay un tiempo para cada cosa bajo el cielo.
Esta cita, sacada del Eclesiastés, me hace recordar que Vance era lector asiduo del Viejo Testamento. En cierta ocasión le oí decir: «Cuando me siento fatigado de la literatura profesional encuentro estímulo en la prosa majestuosa de la Biblia. Si nuestros contemporáneos sienten la necesidad absoluta de escribir, deberían invertir obligatoriamente dos horas diarias, por lo menos, leyendo a los historiadores bíblicos».
Tras una breve pausa, prosiguió:
—Por hoy, ha terminado usted, Markham, con las tareas de su despacho… ¿Quiere usted decírselo a Swacker?… ¡Es usted un encanto! Vamos de visita a casa de una dama…, nada menos que a la de miss Saint-Clair.
Comprendió Markham que aquellas maneras juguetonas de Vance no eran otra cosa que el disfraz de propósitos muy serios. Sabía también que Vance le comunicaría lo que él sabía o sospechaba, pero siempre a su manera, y que, por retorcido y fantástico que pareciese su sistema, tenía excelentes motivos para seguirlo. Más aún, desde que había puesto al descubierto que la confesión del capitán Leacock no era sino ficción pura, se hallaba en un estado de espíritu que le inclinaba a seguir cualquier sugerencia que encerrase la más débil esperanza de llegar al descubrimiento de la verdad. Tocó, pues, el timbre llamando a Swacker, y le comunicó que ya no volvería al despacho durante aquel día.
Antes de diez minutos, íbamos por el ferrocarril subterráneo camino del número noventa y cuatro de Riverside Drive.