18 - Una confesión

(Miércoles 19 de junio, una de la tarde)

Una vez que estuvimos de nuevo fuera, preguntó Markham:

—¿Y cómo diablos supo usted que ella había entregado sus joyas para sacar de apuros a Pfyfe?

—Una más de mis encantadoras deducciones metafísicas —contestó Vance—. Ya le dije a usted que no era Benson el hombre altruista, espléndido y generoso, capaz de prestar dinero sin una garantía; y, por otra parte, si Pfyfe hubiese tenido algo que valiese diez mil dólares, no habría falsificado el cheque. Consecuencia: alguien le prestó la garantía. Pues bien: ¿quién podía ser tan confiado que prestase a Pfyfe una garantía que alcanzase cifra semejante de no ser una mujer sentimental, ciega a sus asombrosos defectos? Cuando este Ulises nos habló de quedarse en Nueva York para decir en voz baja adiós a algunas personas, yo fui tan mal pensado como para sospechar que había en su vida una Calipso. Cuando un hombre como Pfyfe no especifica el sexo de esa persona, podía darse por sentado que se trataba del género femenino. Por eso apunté la idea de enviar un Pablo Pry a Port Washington para que husmease en sus andanzas extramatrimoniales, con la seguridad de que daríamos con una buena amiga. Después, cuando pareció que el paquete misterioso, en el que iba con toda seguridad la garantía, era ni más ni menos que la caja de joyas vista por la curiosa ama de llaves, me dije a mí mismo: «¡Vaya! La equivocada Dulcinea de este Leandro le ha prestado sus chucherías para salvarlo de las fauces de la mazmorra». Tampoco se me pasó por alto el que, en sus explicaciones acerca del cheque, nuestro hombre parecía estar guardando las espaldas a alguien. Por eso arreglé por cuenta de usted esa cita en cuanto Tracy nos trajo el nombre y la dirección de la dama.

En ese momento cruzábamos por delante del palacio Schwab, de estilo gótico-renacentista, que se extiende desde la West End Avenue hasta Riverside Drive y la calle Setenta y Tres. Vance se detuvo un instante para contemplarlo.

Markham esperó pacientemente, hasta que Vance reanudó la marcha.

—… En cuanto le puse la vista encima a mistress Banning me convencí de que mis presunciones eran ciertas. Estábamos ante un alma sentimental, del tipo de la profesional generosa, capaz de entregar sus alhajas a su amigo del corazón. Me fijé también en que al llegar nosotros no lucía alhaja alguna…, y una mujer de su clase exhibe todas sus joyas cuando quiere causar efecto a hombres con quienes trata por vez primera. Más aún, es mujer de las que no se desprenden de las joyas aunque tengan vacía la despensa. No quedaba, pues, sino hacerla hablar.

—En conjunto, lo hizo usted muy bien —comentó Markham.

Vance se inclinó hacia él con ceremoniosidad protectora.

Sir Hubert es demasiado generoso… Pero, dígame, ¿no penetró en la oscura inteligencia de usted un rayo de luz al escuchar mi charla con esa dama?

—Naturalmente que sí —dijo Markham—. No soy tan completamente obtuso. Ella, sin darse cuenta, le hizo el juego a usted. Creía que Pfyfe no había llegado a Nueva York hasta la mañana siguiente del asesinato, y por eso nos contó con toda franqueza que le había dicho por teléfono que Benson tenía las joyas en su casa. Nos encontramos, pues, en la situación siguiente: Pfyfe sabía que las joyas estaban en la casa de Benson, y sabemos también que aquél se encontraba allí más o menos en el instante en que Benson recibió el tiro. Resultado: las joyas han desaparecido; y Pfyfe trató de borrar la pista de sus andanzas durante la noche.

Vance suspiró con desaliento.

—Lo que pasa, Markham, es que son demasiados los árboles que hay en este caso, y que ellos le impiden a usted ver el bosque. Nada más que eso.

—Existe la remota posibilidad de que usted, a fuerza de mirar un árbol determinado, no se fije en los demás.

Por el rostro de Vance pasó una sombra.

—¡Ojalá fuese así! —contestó.

Era cerca de la una y media, y nos dejamos caer por el Fountain Room del Hotel Ansonia para almorzar. Markham dio muestras de gran preocupación mientras comíamos, y cuando después tomamos el metro, miró inquieto a su reloj.

—Creo que voy a ir a Wall Street para hacer una corta visita al comandante antes de volver a mi despacho. No me explico la razón de que dijese a miss Hoffman que no me hablase del paquete… Después de todo, quizá no contenía las joyas.

—¿Imagina usted siquiera, por un momento, que Alvin le informó al comandante de la verdad acerca del paquete? —preguntó Vance—. Tenga usted en cuenta que se trataba de un negocio poco limpio, y que el comandante le habría preguntado de dónde venían aquellas alhajas.

La explicación del comandante Benson no corroboró la suposición de Vance, porque, al referirle Markham la entrevista que había celebrado con Paula Banning, hizo hincapié en el episodio de las joyas, con la esperanza de que el comandante mencionase espontáneamente el episodio del paquete, puesto que la promesa hecha a miss Hoffman le vedaba dar a entender que estaba al corriente de que el otro conocía su existencia.

El comandante le escuchó con gran asombro, y la expresión de su mirada se fue haciendo gradualmente iracunda, hasta acabar por decir:

—Me parece que Alvin me engañó —se quedó por unos instantes con la mirada perdida en el vacío, y se fue suavizando la expresión de su cara—. No quiero pensar en ello, ahora que está muerto. Pero la verdad es que cuando miss Hoffman me habló esta mañana acerca del sobre, mencionó asimismo un paquete que dijo que tenía Alvin en su caja particular de seguridad; y yo le pedí que omitiese toda referencia a este detalle cuando hablase con usted. Yo sabía que en aquel paquete estaban las joyas de mistress Banning, pero me pareció que el poner a usted en antecedentes no haría sino embrollar el caso. Alvin me había informado de que se había dictado yo no sé qué sentencia contra mistress Banning y que Pfyfe le había llevado las joyas para que se las guardase de momento en su caja de caudales, antes que tuviesen lugar las actuaciones accesorias.

Cuando regresábamos al edificio del Tribunal de lo Criminal, Markham agarró del brazo a Vance, y se sonrió:

—Por lo que veo, empieza a fallar su facultad adivinatoria.

—¡Claro que sí! —asintió Vance—. Según parece, Alvin, al igual que Warren Hastings, decidió morir prevaricando hasta el último instante… Como un magnífico embustero, ¿no es así?

—Sea como sea, lo cierto es que el comandante ha añadido otro eslabón a la cadena adversa a Pfyfe —contestó Markham.

—Veo que está usted coleccionando cadenas —comentó secamente Vance—. ¿Qué ha hecho usted de las que forjó en torno a miss Saint-Clair y a Leacock?

—Por si usted cree otra cosa, le diré que todavía no las he arrumbado —le contestó Markham, con gravedad.

Cuando llegamos al despacho, encontramos a Heath esperándonos con una sonrisa de felicidad.

—Esto marcha, mister Markham. A mediodía, luego de marcharse usted, ha venido Leacock a vernos. Como le han dicho que usted se había marchado, ha telefoneado al puesto central y le he contestado yo. Quería verme para una cosa de importancia. Y me he dado prisa en venir. Estaba en el salón de espera y me ha dicho: «Vengo a constituirme prisionero. Yo maté a Benson». En vista de ello, he hecho que dictara a Swacker una confesión que ha firmado. Aquí la tengo…

Y entregó a Markham una hoja de papel.

El fiscal cansado, se sentó. La tensión de los últimos días le había agotado. Y suspiró:

—¡Gracias a Dios, han terminado los disgustos!

Vance, moviendo tristemente la cabeza, le dijo:

—Creo más bien que sus disgustos no han hecho más que empezar.

Markham, una vez hubo leído la confesión, la entregó a Vance, que la leyó cuidadosamente, aunque con el rostro sonriente.

—Este documento no es legal. Lo rechazaría todo juez digno de este nombre. No comienza por el ritual, no contiene ni un «resultando», ni un «considerando», ni un «por la presente»; no habla de «claridad de juicio» ni de «las facultades mentales»; el capitán no se designa nunca como «parte interesada»… No, no tiene ningún valor… Yo que usted, mister Heath, enviaría al firmante a paseo.

Muy orgulloso estaba Heath de su éxito para molestarse; así es que, con una sonrisa magnífica y tolerante, preguntó:

—¿Le parece esto gracioso, mister Vance?

—Si usted lo supiese, seguramente se echaría a reír —y volviéndose hacia Markham, añadió—: Yo no tengo ninguna confianza en este papel. Quizá sea, sin embargo, una poderosa palanca para conseguir que resplandezca la verdad. Por lo demás, celebro mucho que el capitán guste de la literatura fantástica. Con este maravilloso documento podremos vencer los escrúpulos del comandante y hacerle hablar. Quizá esté yo equivocado; pero vale la pena intentarlo.

Inclinándose sobre la mesa del magistrado, dijo, con voz cicatera:

—Yo, que aún no le he inducido a error, voy a proponerle otra cosa. Telefonee al comandante y pídale que venga en seguida. Dígale, además, que tenemos una confesión; pero, sobre todo, tenga buen cuidado de callarle de quién es. Dé a entender que se trata de Pfyfe o de miss Saint-Clair, o de Poncio Pilato. E insista para que venga inmediatamente. Dígale que quiere hablar con él antes de extender el acta de acusación.

—No veo la necesidad de ello. Estoy casi seguro de verle esta noche en el Círculo, y entonces se lo diré.

—No sería lo mismo —remachó Vance—. Si el comandante puede iluminarnos, debe hacerlo en presencia del sargento Heath.

—Yo no necesito que nadie me ilumine —interrumpió el aludido.

Vance le miró con sorpresa admirativa para decir:

—¡Qué hombre más maravilloso! El mismo Goethe pedía mehr Licht y usted se halla saturado de luz… ¡Asombroso, asombroso!…

—¿Por qué complicar las cosas, Vance? Es una pérdida de tiempo y una molestia pedir al comandante que discuta la confesión de Leacock. Y no tenemos ninguna necesidad de sus declaraciones.

De todos modos, la voz de Markham expresaba consideración para su interlocutor. A pesar de que rechazaba a priori aquella diligencia, la experiencia de los días anteriores le había enseñado que las sugerencias de Vance no eran despreciables. Vance, que adivinada su vacilación, añadió:

—Tengo otros motivos, aparte del deseo de volver a ver el rubicundo rostro del comandante. Le aseguro, con toda la seriedad de que soy capaz, que su presencia nos ayudaría mucho.

Markham reflexionó y discutió. Por fin, la insistencia de Vance pudo con él.

Heath, visiblemente disgustado, se retrepó en un sillón y se consoló fumando un cigarro.

El comandante Benson llegó con asombrosa rapidez, y cuando Markham le presentó la confesión, ocultó mal su impaciencia. A medida que leía se ensombrecía su cara, y su mirada expresaba mayor sorpresa. Por fin, levantó los ojos para decir:

—No acabo de comprender. Confieso que me coge de nuevas. Parece inverosímil que Leacock haya matado a Alvin. Pero, en fin, puedo equivocarme…

Depositó el papel sobre la mesa de Markham y se dejó caer en una poltrona.

—¿Está usted satisfecho?

—Claro —replicó Markham—. De no ser culpable, ¿cómo se hubiera denunciado? Por lo demás, bien sabe Dios que hay pruebas contra él. Dos días atrás ya iba a detenerle.

—Claro está que es culpable —corroboró el sargento Heath—. Desde el principio le eché el ojo.

El comandante no contestó en seguida, porque probablemente preparaba su respuesta.

—Quizá… Es posible… A lo mejor, Leacock tiene otro motivo…

Me parece que todos comprendimos el pensamiento que aquellas palabras intentaban disimular.

—Reconozco que, al principio, creí que miss Saint-Clair era culpable, y lo dejé entender así a Leacock —dijo Markham—. Pero más tarde se me ha demostrado que sobre ella no podía recaer sospecha alguna.

—¿Lo sabe Leacock? —preguntó vivamente el comandante.

Markham reflexionó antes de decir:

—No, no lo creo. Es muy probable que continúe sospechando de ella.

—¡Ah!…

La exclamación del comandante fue casi involuntaria.

—¿Qué importa? —repuso Heath, impaciente—. ¿Cree usted que marcha a la silla eléctrica para salvar la reputación de ella? ¡Ni hablar! Eso ocurre en el cine, pero en la vida real no hay un hombre tan idiota.

—No lo sé, no lo sé —contradijo Vance, remolonamente—. Las mujeres son demasiado sensatas y prácticas para hacer locuras; pero los hombres tienen una gran capacidad de idiotez.

Y dirigió hacia el comandante una mirada investigadora.

—¿Puede decirnos usted —preguntó— por qué Leacock habrá podido desempeñar ese papel?

El comandante se refugió en generalidades. No tenía la menor gana de seguir su primera idea respecto al motivo de Leacock. Aunque Vance le interrogó repetidamente, no pudo vencer su reserva. Heath, cada vez más impaciente, atajó:

—Su discusión no salvará a Leacock, mister Vance. Considere los hechos. Amenazó con matar a mister Benson si le encontraba con aquella mujer. Y mister Benson, que estuvo con ella, fue asesinado. Leacock escondió su revólver en casa de la joven. Y cuando las cosas se pusieron feas, lo volvió a coger y lo echó al agua. Compró el silencio del portero. Se le vio en casa de Benson a las doce y media. Cuando se le interrogó, fue incapaz de dar una explicación satisfactoria. Si las cosas no están claras, confieso que soy un burro.

—Los hechos —repuso el comandante— son convincentes. Pero ¿no podrán ser explicados de otra manera?

Heath se dignó responder:

—He aquí cómo veo yo las cosas. Leacock sospechó algo alrededor de medianoche, cogió su revólver y salió. Al ver a mister Benson con la mujer en cuestión, le mató con arreglo a sus amenazas. En mi opinión, los dos están complicados pero quien disparó fue Leacock. Y, además, tenemos su confesión. No hay Jurado que no le condene.

—Las pruebas y la justicia de los hombres… ¡Bah! —masculló Vance. Se presentó Swacker, diciendo con una sonrisa forzada:

—Los periodistas desean que se ocupen de ellos.

—¿Es que están al corriente de la confesión? —preguntó Markham a Heath.

—Todavía no. Hasta ahora no les he dicho nada. Por eso reclaman. Pero si a usted le parece, voy a contarles cualquier cosa.

Markham asintió.

Heath se dirigió hacia la puerta, pero Vance salió a su paso.

—¿No podría usted dejar eso para mañana? —preguntó a Markham.

—Si quiero, desde luego. Pero ¿por qué?

—Por usted mismo, ya que no por otras razones. Ya que su presa está segura, refrene su orgullo durante veinticuatro horas. El comandante y yo sabemos que Leacock es inocente. Mañana a estas horas lo sabrá todo el país.

Empezó otra discusión, que, como la primera, terminó a satisfacción de Vance.

Markham había comprendido hacía un rato que Vance conocía un secreto que no quería divulgar aún. Si se oponía a lo que pedía su amigo, era para comprobar lo que sabía. Me convencí de ello al verle discutir gravemente la oportunidad de publicar la confesión del capitán. Vance, como siempre, procuraba no revelar nada. Así es que venció solamente gracias a su terquedad. Y Markham rogó a Heath que callara hasta el día siguiente.

El comandante, con un leve gesto, aprobó la decisión.

—Diga a los periodistas —sugirió Vance al sargento— que mañana tendrán una noticia sensacional.

Heath salió, abatido y sombrío.

—¡Qué impulsivo es este hombre! —murmuró Vance.

Luego volvió a coger el papel de la confesión, lo repasó nuevamente y añadió:

—Traiga a su prisionero, Markham; instálelo en ese sillón; dele uno de esos excelentes cigarros que usted reserva para las grandes ocasiones, y escuche mientras yo hablo con él… Supongo que el comandante se quedará durante la conversación.

—Se lo concedo de buen grado —contestó Markham—, porque ya había decidido hablar con Leacock.

Llamó y entró rápidamente un rubicundo secretario.

—Una libranza para el capitán Leacock —mandó.

Se la trajeron y firmó.

—Entréguesela a Ben y dígale que le traiga en seguida.

Desapareció el secretario en el pasillo. Diez minutos después entraba con el prisionero un agente de los Tombos.