(Miércoles 19 de junio, por la mañana)
Al día siguiente, antes de las nueve, Markham, Vance y yo llegamos al despacho donde Heath nos esperaba ya. Parecía contrariado.
Cuando hablaba, se notaba en su voz un reproche hacia Markham.
—¿Y el dichoso Leacock? Creo, mister Markham, que lo mejor sería detenerle cuando antes. Se le ha seguido y ocurren cosas muy extrañas. Ayer por la mañana fue a su Banco y pasó media hora en el despacho del cajero principal. De allí pasó a casa de su abogado, donde estuvo más de una hora. Seguidamente volvió al Banco. Entró en el Astor Grill, pero no almorzó: miraba fijamente la mesa. A las dos estaba en el domicilio del gerente de su casa, y nos enteramos de que ofrecía subarrendar su piso desde mañana. Vio a seis amigos antes de regresar. Luego de comer, uno de nuestros hombres llamó a su puerta y preguntó por mister Hoozitz. Leacock hacía el equipaje… Todo, pues, parecen preparativos de marcha…
Markham frunció el ceño, visiblemente contrariado por el informe de Heath. Pero antes que pudiera contestar, dijo Vance:
—¿A qué tanta agitación? Si usted vigila al capitán, estoy seguro de que no se nos escapará de entre las manos…
Markham miró a Vance y luego se volvió hacia Heath.
—En efecto —dijo—, si Leacock intenta huir, deténgale.
Heath salió descontento.
—A propósito, Markham —dijo Vance—. No formalice ninguna cita para las doce y media. Ya tiene una. Y con una señora…
Markham dejó la pluma y abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Qué significa esta broma?
—He dado la cita sustituyéndole a usted. Esta mañana he telefoneado a la dama en cuestión, y estoy seguro de haber despertado a la pobrecita…
Markham, furioso, tartajeaba una protesta; pero Vance le calmó con un gesto.
—Hay que recibirla. Como he dicho que quien hablaba era usted, sería descortesía no presentarse. Pero le prometo que no lamentará esa visita. Anoche todo parecía un rompecabezas, y yo no puedo verle sufrir así. Por eso he procurado que se entrevistara con Paula Banning, la Eloísa de Pfyfe… Estoy convencido de que podrá disipar en parte las espesas tinieblas que le rodean.
—Pero da la casualidad —objetó Markham en son de reproche— de que aquí mando yo…
Se detuvo en seco, comprendiendo que era inútil enfrentarse con la serenidad del otro. Además, la idea de interrogar a Paula Banning no era completamente nueva en su espíritu. Poco a poco se disipó su mal humor. Cuando volvió a hablar, su voz casi era normal.
—Ya que usted me ha comprometido, la recibiré. Preferiría que Pfyfe no se pusiera en comunicación con ella. Es capaz de llegar provocando una casualidad…
—¡Ah! —exclamó Vance—. Lo mismo pensé yo. Y por eso anoche le telefoneé para que regresara a Long Island.
—¿Le telefoneó usted?
—¡Perdón! —dijo Vance, contristado—. Estaba usted acostado; el sueño enmarañaba el ovillo de sus preocupaciones… Y no me atreví a despertarle… Por lo demás, Pfyfe lo agradeció mucho, con verdadera emoción… Dijo que su mujer también lo agradecería mucho. ¡Oh, qué sentimentalismo el de pensar en ella! Creo que necesitará todos los recursos de su elocuencia melosa para explicar su ausencia.
—¿En qué otras cosas me ha mezclado durante mi ausencia? —preguntó Markham, con acrimonia.
—En ninguna más —respondió Vance, levantándose para acercarse al ventanal.
Fumando con aire pensativo, miró hacia la calle. Cuando volvió, ya no mostraba su expresión burlona. Y se sentó frente a Markham.
—El comandante —dijo— casi confesó que sabía mucho más de lo que expuso. Es evidente, por otra parte, que usted no puede apretarle más, dado lo digno de la actitud en que se ha colocado. Sin embargo, dio a entender ayer que dejaría saber lo que sabe con tal de no decirlo él mismo. Ahora bien: hay un medio de saberlo sin obligarle a ir contra sus principios… Recordará usted que miss Hoffman contó que los dos hermanos escuchaban pegados a las puertas y que el comandante habló de una conversación de su hermano que, luego de la muerte de éste, había adquirido gran importancia. Es, pues, infinitamente probable que se trate de asuntos de la casa o, por lo menos, de un cliente.
Vance encendió otro cigarrillo.
—Por eso le propongo a usted que llame al comandante y que le pida permiso para examinar su contabilidad, el libro de compras y el de ventas. Dígale que quiere ver la cuenta de un cliente. Dé a entender que se trata de miss Saint-Clair o de Pfyfe, como usted quiera. Me figuro que así llegará usted a la pista de la persona protegida. Y creo que el comandante acogerá bien el interés de usted por su contabilidad.
Al magistrado no le pareció la idea ni muy realizable ni útil. Era evidente que le molestaba la gestión. Pero tanto insistió Vance y tan bien discutió, que, finalmente, cedió el magistrado.
—Acepta gustoso que le envíe un inspector —dijo Markham, colgando el receptor—. Hasta parece dispuesto a prestarnos la ayuda necesaria.
—Ya sabía yo —dijo Vance— que acogería bien esa idea. Si usted descubre a la persona de quien él sospecha, no podrá acusársele de haber hablado.
Markham llamó a Swacker.
—Telefonee a Stitt y dígale que quiero verle esta mañana, porque tengo un trabajo urgente para él. Stitt —continuó a manera de explicación— dirige un centro de contables jurados. Suelo recurrir a él para esta clase de labores.
Poco antes de las doce se presentó Stitt. Era un hombre joven, prematuramente envejecido, con cara maliciosa y siempre de mal humor. No obstante, le halagaba la idea de trabajar para el magistrado. Markham le explicó brevemente de qué se trataba, dándole suficientes detalles para guiarle en su tarea. Se capacitó en seguida y tomó algunas notas al dorso de un sobre desgarrado. Mientras tanto, Vance también tomaba notas. Markham se levantó, cogió el sombrero y dijo, lamentándose:
—He de ir a la cita que usted ha dado en mi nombre. Venga, Stitt, y le llevaré en el ascensor de los magistrados.
—Si usted lo permite —interrumpió Vance, mister Stitt y yo declinaremos ese honor y nos mezclaremos con la plebe del ascensor público. Ya nos veremos abajo.
Y cogiendo al contable por un brazo, se lo llevó a la sala de espera. Diez minutos después nos reuníamos.
Tomamos el metro hasta la calle Setenta y Dos y remontamos West End Avenue hasta la casa de mistress Paula Banning. Vivía en un pisito; al final de la calle Setenta y Cinco. Mientras esperábamos a la puerta, llegó a nosotros un fuerte olor a incienso.
—¡Oh! —exclamó Vance jocosamente—. Esto facilitará nuestra tarea. Las mujeres que queman incienso siempre son sentimentales.
Mistress Banning era alta, bastante gruesa y de edad incierta. Tenía los cabellos pajizos y el cutis blanco y sonrosado. En descanso, su rostro expresaba una inocencia cándida; pero era una expresión completamente superficial, que desmentían sus azules ojos, muy claros y duros. Sus mejillas, algo flácidas, y su grueso cuello hablaban de sus años de indolencia y de vida fácil. Sin embargo, no era de una fealdad definitiva, indiscutible. Nos hizo pasar amablemente a un salón rococó lleno de muebles. Una vez sentados, y cuando Markham hubo acabado sus preguntas, comenzó Vance su interrogatorio. Durante las explicaciones previas había examinado atentamente a aquella mujer, procurando descubrir la mejor manera de obtener de ella los informes que buscábamos. Al cabo de unos minutos mi amigo pidió permiso para fumar y le ofreció un cigarrillo, que ella aceptó. Sonrió mi amigo para demostrar que apreciaba tanta gentileza, y se sentó cómodamente en su sillón. Parecía que estuviese preparado a escuchar con toda simpatía lo que ella iba a decir.
—Mister Pfyfe —manifestó Vance— ha hecho todo lo posible para mantenerla a usted al margen de este asunto, y nosotros estimamos su delicadeza en lo que vale; pero ciertas circunstancias que rodean la muerte de mister Benson los complican desgraciadamente en las diligencias. Y nos ayudarán ustedes mucho diciéndonos lo que deseamos saber, para lo cual han de confiar en nuestra discreción y en nuestra inteligencia.
Vance, al citar a Pfyfe, había subrayado especialmente su nombre, y la mujer había bajado los ojos. Se veía que tenía miedo. Y miraba a Vance, preguntándose con tanta claridad como si hablara qué sabría.
—No comprendo sus palabras —respondió mistress Banning, esforzándose en manifestar asombro—. Ya sabe usted que Andy no estaba en Nueva York aquella noche —era un crimen de lesa majestad oír que al elegante y aristocrático Pfyfe se le llamaba Andy—. No llegó a la ciudad hasta el día siguiente, a las nueve de la mañana.
—¿No leyó usted lo que decían los periódicos del Cadillac gris parado ante la casa de Benson?
Vance imitaba su asombro. Ella, confiada, contestó, sonriendo:
—No era su coche. Al día siguiente tomó el tren de las ocho para Nueva York. Y dijo que era una casualidad que un coche parecido al suyo se encontrara la víspera frente a la casa de Benson.
En su voz había sinceridad y convicción. Por lo visto, Pfyfe le había mentido. Y Vance, sin desengañarla, la dejó suponer que aceptaba la explicación y que no creía que Pfyfe hubiera estado aquella noche en la ciudad.
—Al decir —explicó— que mister Pfyfe y usted se hallaban complicados en el asunto, me refería a otra cosa. Hablaba de la amistad que los unía con mister Benson.
La mujer sonrió con indiferencia para responder:
—Me figuro que también en esto se equivoca. Entre mister Benson y yo no había amistad; realmente, apenas nos conocíamos.
El tono exagerado de su respuesta denotaba su deseo de crudeza y le quitaba la indiferencia que deseaba expresar.
—Las relaciones de negocios —insistió Vance— pueden tener un aspecto personal, sobre todo cuando el intermediario es amigo íntimo de ambas partes.
Ella le miró rápidamente, apartó la vista, y dijo:
—No comprendo… —su rostro perdió por un momento lo que tenía de inocente y apareció preocupado—. Supongo que no querrá usted decir que yo tenía negocios con Benson.
—Directamente, no. Pero mister Pfyfe seguramente tenía relaciones de negocios con él. Creo que uno de esos asuntos la afectaba a usted.
—¿Me afectaba?
Y soltó una carcajada nada espontánea.
Vance continuó diciendo:
—Temo incluso que el asunto sea lamentable. En primer lugar, porque mister Pfyfe hubo de recurrir a mister Benson, y en segundo lugar, porque la mezcló a usted.
La actitud de mi amigo era serena y firme. Su interlocutora comprendió que ni el desprecio ni el desdén, aun bien simulados, le impresionarían. Y adoptó un aire divertido, incrédulo y paciente.
—¿Dónde se ha enterado usted de eso? —preguntó, jovial.
—No me he enterado en ninguna parte —contestó Vance con la misma jovialidad—. Por eso me permito esta deliciosa visita. Tenía la candidez de creer que usted se apiadaría de mi ignorancia y me informaría.
—Le advierto que, de existir ese misterioso asunto, no le hablaría de él.
—¡Qué lástima! —sugirió Vance—. Me veo, pues, obligado a manifestarle lo que sé, y a contar con su simpatía para que me ilumine.
A pesar del desagradable anuncio que constituían aquellas palabras, hablaba Vance con tal afabilidad, que se calmaron las inquietudes de su interlocutora.
—¿Será para usted una noticia nueva —preguntó mi amigo— decirle que mister Pfyfe firmó un cheque falso de diez mil dólares con el nombre de mister Benson?
La mujer vaciló, pensando las posibles consecuencias de su respuesta.
—No, no es una noticia nueva. Andy me lo cuenta todo.
—¿Sabía usted también que mister Benson, al enterarse, se enfadó y exigió un pagaré y una confesión firmada?
En los ojos de la mujer brilló un relámpago de cólera.
—Lo sabía, sí. ¡Después de todo lo que Andy había hecho por él!… Si un hombre ha merecido la muerte, era Alvin Benson. ¡Qué indecente! ¡Y pretendía pasar por el mejor amigo de Andy! Al hecho de negarse a prestarle dinero sin una confesión escrita no se le puede llamar negocio, sino emboscada vergonzosa y villana.
Estaba fuera de sí. Había caído su máscara de buena educación y vituperaba a Benson, sin preocuparse de los términos que empleaba. Había olvidado la reserva habitual de una conversación entre desconocidos.
Vance, moviendo la cabeza con amabilidad, dijo:
—Estoy completamente de acuerdo con usted.
Aquello estableció entre ambos cierta simpatía.
—Al fin y al cabo —añadió mi amigo, sonriendo—, casi se hubiera podido perdonar a Benson que se quedara con la confesión si no hubiese exigido garantías.
—¿Qué garantías?
Vance notó la inflexión de la voz. Aprovechando el arrebato de la mujer, durante el cual le había caído la careta, había mencionado las garantías. La pregunta, atemorizada y casi involuntaria, de mistress Banning indicaba que había llegado el momento. Antes que se repusiera o que disipara su pasajero temor, prosiguió Vance amablemente:
—El día de su muerte, mister Benson trasladó de su despacho a su casa un joyero azul.
Mistress Banning se quedó por un instante sin respirar, pero no dio ninguna otra señal exterior de emoción.
—¿Cree usted que las había robado?
En el instante mismo de formular esa pregunta, se dio ella cuenta de que era una equivocación técnica. A un hombre vulgar quizá le hubiese despistado momentáneamente de la verdad; pero la sonrisa de Vance la hizo comprender que para éste había significado una confesión.
—Ha sido realmente un acto admirable de parte de usted el prestar sus joyas a mister Pfyfe para que garantizasen su deuda.
Al escuchar esto levantó ella la cabeza. Se le había retirado la sangre del rostro, y la pintura encarnada de sus mejillas adquirió una tonalidad rara y como jaspeada.
—¿Que yo dejé mis alhajas a Andy? Le juro que…
Vance la hacía callar con un gesto y con la mirada. Quería ahorrarle la futura humillación de haber hecho un juramento vehemente e inútil. La delicadeza de aquella acción reanimó la confianza que tenía en mi amigo, aunque le considerase como un adversario.
Mistress Banning se hundió en su butaca y preguntó con voz apagada:
—¿Qué le hace suponer que dejé mis alhajas a Andy?
Vance comprendió la pregunta. Habían acabado las mentiras. El silencio que siguió fue una tregua. La mujer iba a decir la verdad.
Y dijo:
—De no tenerlas Andy, Benson le hubiera mandado detener.
Notábase el extraño amor de sacrificio que por el indigno Pfyfe sentía aquella mujer, la cual añadió:
—De no haberlo hecho Benson, lo hubiera hecho el mismo suegro de Andy. Andy es aturdido, negligente, obra sin pensar en las consecuencias de sus actos… Y eso que yo le repito que ponga cuidado… ¡Menos mal que esto le servirá de lección!
Tuve la impresión de que si Pfyfe podía recibir lección alguna, no habría otra mejor que la ciega fidelidad de aquella mujer.
—¿Sabe usted por qué discutió con mister Benson en el despacho de este el miércoles pasado?
—Por mi culpa —dijo ella, suspirando—. Se acercaba el vencimiento, y yo sabía que Andy no tenía los fondos necesarios. Entonces le pedí que fuera a ver a Benson, que le ofreciera lo que tenía y que le pidiera mis alhajas… Claro está que se lo negó.
Vance la miraba con simpatía.
—No quiero molestarla más. Dígame solamente la verdadera razón de la cólera manifestada poco antes contra Benson.
La mujer se inclinó llena de admiración, y dijo:
—Tengo muchos motivos para detestarle. Benson, luego de negar mis alhajas a Andy, me telefoneó por la tarde para invitarme a almorzar con él en su casa al día siguiente. Añadió que en su casa tenía las alhajas, y me dio a entender que quizá, quizá pudiera rescatarlas. ¡Indecente! Le telefoneé a Andy, que se hallaba en Port Washington, pidiéndole que viniera a Nueva York al día siguiente. Llegó alrededor de las nueve de la mañana. Y por los periódicos nos enteramos de que Benson había sido asesinado la noche anterior.
Vance, tras un momento de silencio, se levantó y le dio las gracias en estos términos:
—Nos han sido muy útiles sus declaraciones. Mister Markham es amigo del comandante Benson. Tenemos el cheque y la confesión. Voy a pedirle que utilice toda su influencia para que el comandante nos autorice a destruirlos cuanto antes.