(Martes 18 de junio, por la tarde)
Una hora más tarde regresó, radiante de satisfacción, Phelps, al que el activo Markham había enviado al número 94 de Riverside Drive.
—Jefe, creo que ya tengo lo que usted deseaba —su voz ronca tenía secretos matices de triunfo—. Subí al departamento de miss Saint-Clair; y llamé al timbre. Salió ella misma a abrirme, yo me metí en el vestíbulo y le planteé las preguntas. Se negó a contestar. Cuando le di a entender que sabía que aquel paquete contenía el revólver con el que Benson fue asesinado, se echó a reír y, abriéndome de par en par la puerta, me dijo: «Salga usted de este departamento, individuo miserable». Phelps se sonrió.
—Bajé corriendo las escaleras, y llegaba apenas a la centralita, cuando se encendió la señal. Dejé que el muchacho tomase el número que ella le daba, y a continuación me coloqué a su lado, para escuchar la conversación… Hablaba con Leacock. Sus primeras palabras fueron: «Saben que te llevaste ayer de aquí el revólver y que lo tiraste al río». La noticia debió de producir al otro el mismo efecto que un mazazo en la cabeza, porque estuvo un gran rato sin contestar una palabra; pero, al cabo, respondió, muy tranquilo y hablando con dulzura: «No te preocupes, Muriel, y no hables con nadie una palabra de esto durante todo el día de hoy, que yo arreglaré las cosas por la mañana». Ella prometió permanecer tranquila hasta mañana, y él se despidió.
Markham permaneció algún tiempo sentado y rumiando aquel relato.
—¿Qué impresión sacó usted de lo que oyó?
—Puesto que usted me lo pregunta, jefe —dijo el detective—, yo apostaría diez contra uno a que Leacock es el culpable y la muchacha lo sabe.
Markham le dio las gracias y le dijo que podía retirarse. Vance hizo este comentario:
—Esta caballerosidad de más allá del Potomac constituye una espantosa molestia… Pero ¿no íbamos a mantener una galante conversación con el gentil Leandro?
No había acabado de pronunciar estas palabras, cuando el aludido fue anunciado.
Entró cortés, como de costumbre, a pesar de que su melosa expresión disimulaba mal cierta inquietud.
—Siéntese, mister Pfyfe —le dijo bruscamente Markham—. Nos ha de dar algunas explicaciones.
Cogió el sobre y extendió el contenido sobre la mesa, a la vista del recién llegado.
—¿Quiere hacer el favor de hablarnos de esto?
—Con mucho gusto.
La voz de Pfyfe había perdido su tranquilidad, su calma. Cuando encendió un cigarrillo, noté que le temblaban las manos.
—Hubiera debido decírselo antes —confesó, refiriéndose a los papeles.
Y tomó un aire confidencial, apoyado sobre un codo y con el cigarrillo temblándole en los labios.
—Me resulta penoso abordar este asunto; pero me resignaré a ello, por tratarse del interés de la verdad… Mis… negocios domésticos no son todo lo satisfactorios que fuera de desear… Mi suegro es muy especial, siente por mí una antipatía ridícula y me niega todo auxilio financiero. Y el caso es que me niega el dinero de mi mujer… Hace algunos meses me serví de fondos que, según supe más tarde, no me pertenecían. Eran exactamente diez mil dólares. Cuando mi suegro descubrió mi error, hube de desembolsar dicha suma para evitar un desacuerdo entre mi esposa y yo, desacuerdo que le hubiera dado mucha pena. Siento tener que decirle que me serví del nombre de Alvin. Pero se lo dije en seguida y le ofrecí este pagaré y esta confesión para demostrarle mi buena fe… Eso es todo, mister Markham.
—¿Y sobre eso versó la discusión que ustedes tuvieron la semana pasada?
Pfyfe, que pareció sorprendido, contestó:
—¡Ah! Le veo enterado de la disputa. Sí; tuvimos una pequeña discusión acerca de los términos de la… transacción.
—¿Exigía Benson que abonara usted el pagaré en la fecha de vencimiento?
—No, no era precisamente eso… —Pfyfe se ponía untuoso—. Le ruego, caballero, que no insista sobre aquella conversación. Le aseguro que no se trataba de eso. Era una cosa particular, muy particular —y sonrió maliciosamente—. Sin embargo, confieso que me dirigí a casa de Benson la noche de su muerte con ánimo de hablarle del asunto; pero, como usted sabe, todo había acabado, y pasé la noche en los baños turcos.
—Perdone una pregunta, mister Pfyfe —dijo Vance—. ¿Aceptó mister Benson su pagaré sin garantía?
—Claro —su voz era un reproche—. Ya he dicho que éramos íntimos amigos.
—Es que, tratándose de semejante suma, hasta un amigo puede pedir prendas. ¿Cómo sabía Benson que usted se hallaría en condiciones de pagarle?
—Lo único que puedo decirle —murmuró con paciente indignación— es que él sabía que yo le pagaría.
Vance seguía, incrédulo:
—¿Lo sabía a causa de la confesión que usted le había hecho?
Pfyfe, con una mirada de aprobación, contestó:
—Se hace usted cargo admirablemente de las cosas.
Vance se apartó ya de la conversación. Y Markham continuó interrogando a Pfyfe lo menos durante media hora, aunque sin sacarle nada nuevo. Se aferraba en todos sus detalles a sus primeras declaraciones, se negaba finalmente a hablar de su disputa con Benson y alegaba que ésta no podía tener ninguna relación con el crimen. Por fin, pudo marcharse.
—No hemos adelantado mucho —observó Markham—. Empiezo a creer, como Heath, que nos hemos descaminado siguiendo las locas operaciones financieras de Pfyfe.
—Pero ¿por qué ha de ser usted siempre tan deliciosamente crédulo? —exclamó Vance, lamentándose—. Cuando Pfyfe acaba de darle la primera indicación valiosa para continuar sus pesquisas, sale usted diciendo que no le ayuda. Escúcheme… Lo de los diez mil dólares es verdad. Pfyfe se apropió esa suma, y para reembolsarla firmó un cheque con el nombre de Benson. No he creído ni un instante que tuviera que dar más garantía que el pagaré. Lo que Benson quería era que le reembolsara la cantidad y no encarcelarle. Por eso he preguntado si había alguna garantía. Pfyfe, naturalmente, ha negado; pero cuando le he instado a decir cómo sabía Benson que le pagaría, ha salido del paso con vagas explicaciones y ha necesitado que yo le sugiriera una explicación más viable, lo cual demuestra que pensaba en otra cosa… que no quería decir. Y la manera como se ha apoderado de mi sugestión confirma mi teoría.
—¿Cuál? —le preguntó impacientemente Markham.
—¡Oh, esto da grima! —exclamó Vance con una mueca—. ¿No comprende usted que hay alguien que habrá proporcionado la garantía? De no ser así, Pfyfe hubiera referido toda la discusión para escapar a la sospecha. Y, a pesar de lo difícil de su situación, se niega a contar lo ocurrido en el despacho entre Benson y él. Pfyfe, pues, protege a alguien, a pesar de que bien sabe Dios que no es un modelo de caballerosidad… ¿A qué obedece la protección? Esa es mi pregunta.
Retrepándose en el sillón, miró al techo.
—Creo —añadió— que cuando tengamos la garantía, tendremos al culpable.
Resonó el timbre del teléfono. Markham descolgó el aparato, y, mientras hablaba, sus facciones denotaron primero asombro y después regocijo. Quedó citado con su interlocutor para las cinco y media, y volvió a colgar el aparato. Seguidamente miró a Vance y se echó a reír.
—Se confirman sus presentimientos. Miss Hoffman acaba de telefonearme para decirme que quiere hablar conmigo. Vendrá a las cinco y media.
La noticia no pasmó a Vance.
—Creía que le telefonearía a la hora de almorzar.
Markham le miró fijamente, mascullando:
—Pasan aquí cosas muy raras.
—¡Oh, sí, más raras de lo que usted se figura! —repuso Vance rápidamente.
Durante más de un cuarto de hora se esforzó Markham en hacer que hablara, pero Vance parecía incapaz de decir otras cosas que no fueran trivialidades y tonterías. Por fin, exasperado, exclamó:
—Acabaré creyendo que tomó usted parte en el asesinato de Benson o que es usted un gran adivino.
—Hay una tercera hipótesis —objetó Vance—. Y es que se confirman mis suposiciones estéticas y mis deducciones metafísicas, como usted dice. Poco antes del almuerzo entró Swacker para decirnos que Tracy había vuelto de Long Island con el correspondiente informe.
Vance interrumpió, preguntando:
—¿Es el individuo a quien usted envió a indagar los asuntos sentimentales de Pfyfe? Si es él, tengo impaciencia por verle.
—Él es… Que pase, Swacker. Tracy entró sonriendo, con una libreta negra en una mano y con su lente en la otra.
—No me ha sido difícil recabar noticias del Pfyfe. En Port Washington le conoce todo el mundo. Y he recogido mucha información.
Luego de ajustarse cuidadosamente el monóculo, abrió la libreta.
—En mil novecientos diecinueve se casó con una tal miss Hawthorn. Es rica, pero Pfyfe no se aprovecha de su dinero, porque lo guarda el suegro.
Vance interrumpió, diciendo:
—No se ocupe, mister Tracy, de miss Hawthorn y de su amantísimo padre, que ya mister Pfyfe nos ha hablado de su triste casamiento. Es preferible que nos hable, si puede, de sus aventuras extraconyugales. ¿Hay otras mujeres por medio? Tracy interrogó a Markham con la mirada, ya que ignoraba el locus standi de Vance. Pero el procurador le hizo una seña, con lo que volvió una página, y siguió diciendo:
—Hay otra mujer que vive en Nueva York y que telefonea frecuentemente a una farmacia vecina de casa de Pfyfe, para quien deja recados. Y como él también se sirve de dicho teléfono para hablar con ella, ha tenido que entenderse con el propietario. Provisto yo, gracias a éste, del número de la dama, a la vuelta he preguntado su nombre y su domicilio en la sección correspondiente de la central telefónica. Se trata de mistress Paula Banning, una viuda de costumbres bastante ligeras, según creo, que vive en el número doscientos sesenta y ocho de la calle Setenta y Cinco Oeste.
Aquello era todo lo que traía Tracy. Una vez hubo salido. Markham dijo, sonriendo:
—No nos ha informado de grandes cosas. —¡Al contrario, al contrario! Ha recogido los datos necesarios.
—¿Necesarios? Hay otras cosas más importantes que los amores de Pfyfe.
—Sin embargo, los amores de Pfyfe son la clave del misterio Benson.
Markham, que tenía mucho trabajo y muchas citas, decidió almorzar en el despacho. Vance y yo le dejamos para ir a comer al Elíseo. Tras una visita a una exposición de puntillas francesas en casa de Knoedler y la audición de un cuarteto de Mozart, en el Ælolian Hall, volvimos, poco antes de las cinco, al despacho del procurador. No mucho después llegó miss Hoffman.
—Esta mañana no le he dicho todo. Y no lo diré si usted no tiene por confidencial lo que puedo añadir. Me juego el empleo.
—Le prometo que no saldrá de entre nosotros —aseguró Markham.
La mujer, tras una vacilación, dijo:
—Esta mañana, cuando he hablado del difunto mister Benson y de mister Pfyfe al comandante, me ha dicho en seguida que viniera aquí y que lo contara todo. Ya en camino, me ha dado a entender la conveniencia de callar parte de la historia. En realidad, no me ha dicho exactamente que callara, pero me ha explicado que ello no tenía ninguna relación con el drama y que no haría sino complicar las cosas. Al volver al despacho lo he pensado mejor, y ya que la muerte de mister Benson es un asunto grave, he decidido decirlo todo inmediatamente. Por si acaso lo que yo sé tiene alguna relación con eso, no quiero que se me pueda reprochar el silencio —en realidad, no parecía convencida de que obraba bien—. Espero, pues, no cometer una tontería. He aquí la verdad: mister Benson, el día de su disputa con mister Pfyfe, me pidió que le diera el sobre y otra cosa. Era un paquetito cuadrado y pesado con la misma inscripción del sobre: «Pfyfe. Particular». Pfyfe y Benson parecían discutir respecto del paquetito.
—Cuando usted fue a buscar el sobre para el comandante, ¿estaba el paquete en el cofre? —preguntó Vance.
—No. Cuando se fue mister Pfyfe la semana pasada dejó el sobre y el paquete en el arca; pero el día de su muerte se llevó mister Benson el paquete a su casa.
Markham, a quien aquello no interesaba, iba a cortarlo en seco. Pero Vance continuó:
—Ha hecho usted muy bien, miss Hoffman, hablándonos de ese paquete. Ya que está usted aquí, quisiera hacerle algunas preguntas más… ¿Cuáles eran las relaciones de mister Benson y del comandante?
La joven miró a Vance con extraña sonrisa.
—No muy buenas. ¡Eran tan distintos!… mister Alvin no era ni muy amable ni muy recomendable. Nadie hubiera creído que eran hermanos… Disputaban sin cesar a propósito de los negocios y casi no tenían confianza mutua.
—¡Claro, claro! Tenían los caracteres muy distintos… ¿Y cómo se manifestaba esa desconfianza?
—Por de pronto, se espiaban. Como sus despachos estaban contiguos, escuchaba cada uno a la puerta del vecino. Yo, que estaba encargada de todo el trabajo del despacho, los he visto frecuentemente escuchar así. Y a veces, uno de ellos me preguntaba sobre su hermano.
—No sería la situación muy agradable para usted —respondió Vance, animándola con una sonrisa.
—¡Bah! —repuso ella, sonriendo también—. La cosa me divertía…
—¿Cuándo sorprendió a alguno de ellos escuchando?
La joven, luego de pensar, dijo:
—El mismo día de la muerte de mister Benson vi al comandante pegado a la puerta. Mister Benson tenía un visitante, por cierto, una señora, y el comandante parecía demostrar un gran interés. Era por la tarde. Aquel día mister Benson salió muy pronto: cosa de media hora después de aquella señora. Ésta volvió al despacho algo más tarde, pero ya él se había marchado, como le manifesté.
—¿Sabe usted quién era aquella señora? —interrogó Vance.
—No, no dio su nombre.
Vance aún hizo algunas preguntas antes de irnos al metro. Miss Hoffman se separó de nosotros en la calle Treinta y Tres. Durante nuestro viaje, Markham estuvo silencioso y preocupado. Y mi amigo no habló antes de haberse instalado cómodamente en el sillón del salón de fumar del club. Encendiendo un cigarrillo, dijo:
—¿Se da usted cuenta del sutil proceso mental que me llevó a profetizar la segunda visita de miss Hoffman? ¿Qué me dice usted, Markham? Sabía yo que nuestro amigo Alvin no habría pagado, sin tener una garantía, aquel cheque falsificado, y sabía también que la trifulca debió de ser a propósito de esa garantía, porque a Pfyfe no le preocupaba verdaderamente el peligro de que su alter ego le llevase a la cárcel. Yo me inclino a sospechar que Pfyfe buscaba que el otro le devolviese la garantía antes de liquidar su descubierto, y recibió la contestación de que no había nada que hacer a ese respecto. Además, esa señorita es una chica muy buena, etcétera; pero no le va al temperamento femenino el que al otro lado de la puerta estén discutiendo acaloradamente dos tunantes como aquellos sin escuchar atentamente lo que se dicen. La verdad, yo no quisiera tener que descifrar lo que ella escribió en la máquina durante aquel episodio, según ella dice. Tenía la seguridad de que esa mujer había oído más de lo que nos decía y me planteaba a mí mismo esta pregunta: ¿por qué esta ocultación? La única respuesta lógica era: porque el comandante se lo había indicado. Y ya que se trataba de una buena alma de mujer alemana, me arriesgué a pronosticar que nos relataría el resto en cuanto se encontrase libre de la jurisdicción cariñosa de su tutor, con objeto de poner a salvo su propia piel en el caso de que se llegase a descubrir la cosa más adelante… ¿Verdad que, una vez explicado, no resulta tan misterioso?
—Eso está muy bien —asintió Markham, con petulancia—; pero ¿adónde nos lleva?
—Yo no diría que el movimiento de avance es completamente imperceptible.
Vance fumó durante un rato con aspecto impasible, y luego dijo:
—Me imagino que ya se habrá dado usted cuenta de que aquel misterioso paquete encerraba la garantía del cheque.
—Sí; es posible hacer esa afirmación —concedió Markham—. Pero si usted cree que con eso me deja boquiabierto, se equivoca.
—Como es natural, Markham, el espíritu jurídico de usted, avezado a los raciocinios, habrá identificado el paquete de que hablaba miss Hoffman con el joyero visto por mistress Platz sobre la mesa de Benson el día del crimen.
Markham se incorporó para hundirse nuevamente en el sillón, encogiéndose de hombros.
—¿Y qué? No creo que eso sirva para que adelantemos mucho. De no haber sabido el comandante que ese paquete no tenía nada que ver con el asunto, no hubiera rogado a su secretaria que no hablase de él.
—¡Oh! Para saber lo que no tiene relación con el asunto hay que saber lo que está relacionado con él. ¿Cómo decidir lo que es útil y lo que no lo es? Siempre me ha parecido que ese hombre sabe más de lo que dice… No olvide que él nos puso sobre la pista de Pfyfe y que estaba seguro de la inocencia del capitán Leacock.
Markham reflexionó y dijo:
—Ya veo adónde quiere usted ir a parar. En realidad, esas alhajas pueden ser muy importantes… Creo que me decidiré a charlar con el comandante acerca de la marcha de las cosas.
Luego de comer, el comandante vino al salón de fumar, donde nos habíamos aposentado. El magistrado le abordó seguidamente, diciéndole:
—¿Quiere, comandante, ayudarnos a aclarar el asesinato de su hermano?
El otro le miró fijamente, porque la voz de Markham desmentía la apariencia casual de la pregunta.
—Bien sabe Dios —respondió, pesando y midiendo cada palabra— que no quiero poner obstáculos y que he de auxiliarles en cuanto me sea posible. Sin embargo, hay una o dos cosas que no puedo decirles ahora. Si se tratase solamente de mí, sería distinto…
—¿Sospecha de alguien?
—En cierto sentido, sí. Un día, en el despacho de Alvin, sorprendí una conversación que, a partir de la muerte de mi hermano, ha adquirido mucha importancia.
—La generosidad no debe detenerle. Si sus sospechas son fundadas, lucirá la verdad.
—No, no debo aventurar una sospecha al azar. Es preferible que ustedes resuelvan el problema sin mí.
Markham insistió; pero el otro no quería decir nada, se excusó y se marchó poco después. Markham, desconcertado, fumaba nerviosamente y no cesaba de golpear con los dedos en el brazo del sillón.
—¿Qué le pasa?
—¡Tiene gracia! —masculló el magistrado—. Todo el mundo parece saber más cosas que la Policía.
—Eso no tendría mayor importancia si no se mostrasen todos tan endiabladamente reticentes —dijo Vance, completando alegremente el pensamiento del fiscal—. Lo más conmovedor del caso es que se diría que cada uno de ellos calla para salvaguardar a alguna otra persona. Ha empezado mistress Platz negando que Benson hubiera recibido una visita para no comprometer a la joven. Miss Saint-Clair se ha negado categóricamente a hablar para que no se sospechara de nadie. El capitán se ha quedado mudo cuando usted le ha dicho que su novia estaba comprometida. Hasta Leander Pfyfe se niega a disculparse para no inculpar a otro. Y ahora el comandante… ¡La verdad es que hay que enfadarse! Claro está que consuela y levanta el ánimo tener que tratar con almas tan nobles y tan dispuestas al sacrificio…
—Este asunto me pone fuera de mí —exclamó Markham, dejando su cigarro y abandonando el asiento—. Voy a dormir… y mañana será otro día.
—La antigua creencia de que la noche es una consejera equivale a una ilusión o, si se quiere, a una excusa que aparece cuando no somos capaces de pensar con claridad. Por lo demás, es una creencia poética. Todos los poetas creen en la noche. Dulce nodriza de la Naturaleza… Alivio de los males… Mandrágora de los niños… Tónico del cansado cuerpo… Y así sucesivamente. ¡Qué estupidez! Cuando el espíritu está muy despierto y en tensión, funciona mejor que cuando se halla apático y entorpecido por el sueño. El sueño es un calmante, no un estimulante.
—Pues vele y piense.
—Eso es precisamente lo que voy a hacer —repuso Vance alegremente—. Pero no en el asunto Benson, que para mí está agotado ya hace cuatro días.