15 - «Pfyfe, particular»

(Martes 18 de junio, 9 de la noche)

El día siguiente, el cuarto de diligencias, fue una jornada importante y, en ciertos aspectos, capital, porque se adelantó mucho. Aunque no se descubrió nada definitivo, un nuevo factor vino a añadirse al problema; nuevo factor que más tarde habría de llevarnos hasta el culpable.

Después de nuestra comida con el comandante Benson, y antes de despedirnos de Markham, Vance pidió permiso para presentarse a la mañana siguiente en el despacho del fiscal de distrito. Markham accedió, aunque aquella inesperada insistencia le produjo desconcierto y le impresionó. Yo soy de opinión que, de no haber sido por la influencia perturbadora de las protestas de ese otro hombre, habría tomado sus disposiciones para detener al capitán Leacock. Era evidente que, después de escuchar el informe de Higginbotham, Markham había resuelto detener al capitán y llevar adelante sus preparativos de datos para el Gran Jurado.

Vance y yo llegamos al despacho a las nueve de la mañana, y encontramos allí a Markham. Al entrar nosotros, llamó al teléfono, y pidió comunicación con el sargento Heath.

En ese instante hizo Vance una cosa asombrosa: se acercó rápidamente a la mesa de su amigo y, arrancando el auricular de manos de Markham, lo colgó de su gancho con fuerza. Luego apartó a un lado el aparato y puso ambas manos en los hombros de su amigo. El asombro y la sorpresa le impidieron protestar a Markham, y antes que pudiese recobrarse, le dijo Vance en voz baja, pero enérgica, y que resultaba aún más impresionante por su misma suavidad:

—Yo no puedo permitir que encarcele usted a Leacock…, y para eso vine aquí esta mañana. No dará usted la orden de detención mientras yo esté en este despacho y disponga de medios para impedirlo. Sólo de una manera podrá usted cumplir un acto tan disparatado, y es llamando a sus policías y haciendo que me arrojen de aquí por la fuerza. Pero le advierto que, en ese caso, tendrán que ser muchos, porque yo les haré frente como nadie se lo hizo hasta ahora en su vida de guerreros.

Lo increíble de esta amenaza era que Vance hablaba con absoluta seriedad, y Markham estaba seguro de que cumpliría sus propósitos.

—Si llama usted a sus esbirros —prosiguió Vance—, será usted el hazmerreír de la ciudad antes que se cumpla una semana, porque para entonces se sabrá con seguridad quién fue la persona que mató a Benson. Yo, en cambio, seré un héroe popular y un mártir, ¡Dios nos libre de ello!, por haber desafiado al fiscal de distrito y por haber ofrecido mi dulce libertad en el altar de la verdad, de la justicia y de esa otra cosa…

Sonó el timbre del teléfono, y Vance contestó:

—Ya no hace falta —y cortó inmediatamente la comunicación.

Después dio unos pasos hacia atrás y se cruzó de brazos.

Al cabo de un breve silencio, habló Markham con voz que temblaba de ira:

—Vance, si no se marcha usted en el acto y me deja hacer en mi despacho lo que me dé la gana no tendré otro recurso que ordenar que acudan mis policías.

Vance se sonrió. Sabía bien que Markham era incapaz de llegar a tales extremos. Al fin y al cabo, el punto en que discrepaban aquellos dos amigos era puramente intelectual; aunque lo hecho por Vance le había llevado por un momento a un terreno material, no existía peligro de que se mantuviesen las cosas en ese plan.

La mirada belicosa de Markham se fue transformando poco a poco en expresión de profunda perplejidad, y acabó preguntando con aspereza:

—¿De dónde nace ese condenado interés que usted siente por Leacock? ¿Por qué esa insistente falta de razón en que siga ese hombre suelto?

—¡Es usted un botarate inefable y que no tiene precio! —Vance lo dijo con un evidente esfuerzo por borrar de su voz toda vibración de cariño—. ¿De veras cree usted que a mí se me da un rábano por lo que pueda ocurrirle a un capitán del ejército del Sur? Existen centenares de Leacocks, todos cortados por el mismo patrón… De espaldas cuadradas, barbilla cuadrada, ropas abultadas y apegados a sus códigos anticuados de barbarie canallesca. Son tan iguales todos ellos, que sólo podría distinguirlos su propia madre… Por quien me intereso es por usted, mi viejo amigo. No quiero que dé usted un traspié, que le perjudicará más que lo que pueda perjudicar a Leacock.

La mirada de Markham perdió toda su dureza, porque comprendió el móvil que guiaba a Vance, y perdonó a éste, a pesar de que estaba firmemente convencido de la culpabilidad del capitán. Permaneció pensativo un rato, y, al cabo de ese tiempo, pareció haber llegado a una resolución; tocó el timbre para que acudiese Swacker, y le pidió que hiciese entrar a Phelps.

—Tengo un proyecto capaz de sacarnos inmediatamente de dudas —dijo—. Nos proporcionará una prueba que ni usted mismo, Vance, podrá menospreciar.

Entró Phelps, y Markham le dio las siguientes órdenes:

—Vaya inmediatamente a entrevistarse con miss Saint-Clair. Arrégleselas de un modo u otro para preguntarle qué era lo que contenía el paquete que el capitán Leacock se llevó de sus habitaciones ayer y que luego tiró al East River —y procedió a resumir de una manera breve el informe que Higginbotham le había dado la noche anterior—. Insista usted en que se lo diga, y dele a entender que usted sabe que se trataba del revólver con el que fue muerto Benson. Es probable que se niegue a contestar y que le ordene que salga de su casa. En ese caso, baje las escaleras y espere los acontecimientos. Si telefonea, escuche lo que habla en la centralita. Si acaso envía una carta a alguien, intercéptela. Y si sale de casa, lo que no creo probable, sígala y averigüe lo que pueda. En cuanto tenga usted alguna novedad, comuníquemela en el acto.

—Entendido, jefe.

Aquella misión pareció gustarle a Phelps, y se marchó muy animoso.

—¿Es que en su docta profesión se consideran morales unos métodos como ésos, tan propios de un topista y de un alcahuete? —preguntó Vance—. Si usted quiere que le diga la verdad, me es imposible poner de acuerdo semejante conducta con las demás cualidades que le distinguen.

Markham se recostó en su sillón y levantó la vista hacia la araña del techo.

—No se trata aquí de cuestiones de ética personal. Y si se tratase, las consideraciones y exigencias de la Justicia las relevarían, porque son más elevadas y trascendentales. Es preciso proteger a la sociedad; los ciudadanos de este distrito esperan de mí que los ponga a salvo de los ataques de los criminales y de las gentes de mal vivir. A veces, en el cumplimiento de mi deber, me veo obligado a seguir normas de conducta que pugnan con mis instintos personales. No tengo derecho a poner en peligro a toda la sociedad por atenerme a una supuesta norma ética de interés individual… Ya comprenderá usted, de todos modos, que yo me libraré bien de recurrir a informes conseguidos por estos métodos que se salen de la ética, a menos que constituyan un indicio vehemente de actividades criminales de aquel mismo individuo. En ese caso, estoy completamente en mi derecho al valerme de ellos para el bien de la comunidad.

—Desde luego, creo que tiene usted razón —bostezó Vance—. Pero a mí no me interesa de un modo especial la sociedad. Prefiero, con mucho, las buenas maneras a la rectitud.

En el momento en que terminaba de hablar, entró Swacker para anunciar que el comandante Benson deseaba ver inmediatamente al magistrado. Entró acompañado de una linda mujer de veintidós años, de roja cabellera recortada y vestida tan sencilla como elegantemente con un vestido de crespón de China azul celeste. A pesar de su aire jovial y frívolo, tenía una reserva y una dignidad que ganaban inmediatamente la simpatía. El comandante la presentó como su secretaria, y Markham le ofreció un sillón frente a su mesa.

El comandante dijo:

miss Hoffman acaba de informarme de algo que parece esencial. Y por eso la he traído inmediatamente.

Parecía más serio que de costumbre, y su mirada mostraba ansiedad e inquietud.

—Repita exactamente a mister Markham lo que acaba de decirme, miss Hoffman.

La joven levantó con gracia la inteligente cabeza y dijo con armoniosa voz:

—Hace cosa de unos ocho días, el miércoles, según creo, mister Pfyfe vino al despacho a ver a mister Benson. Yo estaba en una habitación contigua, donde se halla la máquina de escribir. Entre las dos piezas no hay más que una separación de madera y cristal; así es que si se habla en voz alta en el despacho de mister Benson, yo oigo lo que dicen. Al cabo de cinco minutos, mister Pfyfe y mister Benson empezaron a discutir. Me extrañó, porque eran buenos amigos. Pero sin poner atención, continué mi trabajo de copia. Como levantaran la voz, sorprendí algunas palabras. El comandante me ha pedido que se las repitiera y he supuesto que también usted deseará conocerlas. Se trataba de un pagaré; una o dos veces hablaron de un cheque. En varias ocasiones oí la palabra suegro. Una de ellas, mister Benson respondió: «No se puede hacer nada». Luego me llamó para rogarme que le buscara en el cajón de su arca un sobre con la inscripción «Pfyfe. Particular». Se lo di. Poco después me necesitó el contable. Y no oí nada más… Cuando mister Pfyfe se marchó, un cuarto de hora más tarde, mister Benson me hizo colocar el sobre en su sitio, y me dijo que si volvía mister Pfyfe, bajo ningún pretexto le dejara entrar en el despacho si no estaba él. También me recomendó que no entregara el sobre a nadie, aun llevando un escrito… Nada más.

La actitud de Vance mientras ella hablaba era tan interesante como el mismo relato. Al entrar la joven la distraída mirada de mi amigo se fijó en la recién llegada, a la que observó muy de cerca. Además, le ofreció una silla y al mismo tiempo se había levantado para coger un libro de la mesa que había junto a la joven, con el cual se inclinó, cosa no necesaria, para examinar mejor su perfil, al menos, así lo creí. Miraba sin cesar, volviéndose a derecha e izquierda para verla mejor. Adiviné qué serias razones provocaban aquella rara actitud. Cuando la joven hubo acabado, el comandante sacó de su bolsillo un largo sobre y lo arrojó sobre la mesa, delante de Markham.

—Aquí está —dijo—. Al hablarme de él miss Hoffman, le he rogado que me lo entregara.

Markham echó mano del sobre, con vacilaciones, como si tuviese dudas de si estaba en su derecho al examinar su contenido, pero el comandante le dijo, aconsejándole:

—Lo mejor que puede usted hacer es ver lo que contiene, porque quizá ese sobre pudiera influir profundamente en la marcha de las investigaciones.

El magistrado esparció el contenido sobre la mesa. Era un cheque de diez mil dólares a nombre de Leander Pfyfe, firmado por Benson; un pagaré de diez mil dólares a nombre de Alvin Benson, firmado por Pfyfe, y una corta declaración, igualmente firmada por Pfyfe, reconociendo que el cheque era falso. Este cheque llevaba fecha del 20 de marzo último. La confesión y el pagaré habían sido escritos dos días después. El pagaré era por noventa días, y había vencido dos días antes del día en que nos encontrábamos. Durante cinco minutos, Markham estudió aquellos documentos en silencio. Parecía turbarle aquel descubrimiento inesperado. Al volver a meter los papeles en el sobre, tenía el aire perplejo. Interrogó cuidadosamente a la joven, sin enterarse de nada más. Y, por fin, se volvió hacia el comandante, diciendo:

—Si me lo permite, voy a quedarme algún tiempo con este sobre. De momento no comprendo lo que significa. Me gustaría meditar sobre ello.

Antes de marcharse el comandante y su secretaria, Vance se levantó para desentumecer las piernas. Y murmuró:

—Todo marcha: el sol, la luna, la mañana y la tarde, la noche y sus estrellas… Videlicet: empezamos a progresar…

—¿Qué diablos quiere usted decir? —preguntó Markham, irritado por la nueva complicación a cargo de Pfyfe.

—Es interesantísima esta joven miss Hoffman —repuso Vance sin contestar a la pregunta—. No le era simpático el difunto Benson y detesta con todo su corazón al lindo Leander, el cual seguramente le habrá dicho que su esposa no le comprendía y la habrá invitado a comer.

—Es bonita —añadió Markham, indiferente—. A lo mejor, Benson le hizo proposiciones y por eso le detesta.

—Bonita, pero desconcertante —siguió diciendo Vance—. Es una ambiciosa muy capaz y sabedora de lo que debe hacer. No es una muñequita, no. Creo que en ella hay un fondo sólido, honrado, de sangre germánica —y tras detenerse, pensativo, aún agregó—: Tengo el presentimiento, Markham, de que tendrá usted más noticias de la joven miss Katinka.

—¿Se lo ha dicho algún pajarito?

—Nada de eso —contestó distraídamente Vance, que miraba por el ventanal—. Es que, por decirlo así, he penetrado algo el silencio y he estudiado un poco la frenología.

—Creí notar que miraba usted con gran atención a la muchacha —dijo Markham—. Pero ¿cómo es posible que pudiese usted analizar sus protuberancias craneanas llevando, como llevaba, el pelo rizado y el sombrero puesto?… Ya ve usted que empleo la misma frase de ustedes, los frenólogos.

—No se olvide usted de aquel predicador del escritor Goldsmith —le advirtió Vance—. Se impuso la verdad que salía de su boca, y los que habían acudido a mofarse se quedaron…, etcétera… Empecemos porque yo no soy un frenólogo, aunque sí creo en las variaciones craneanas propias de la época, de la raza y de la herencia. A este respecto no paso de ser un darwiniano anticuado. Hasta los chicos saben que el cráneo del hombre de Tiltdown se diferencia del del hombre de Cromagnard; y hasta un abogado podría distinguir una cabeza de tipo ario de otra de tipo Ural-Altaieo, o una de Maylaic de la de un negro. Y la persona que tiene algún conocimiento de la teoría mendeliana sabe que es posible descubrir las semejanzas craneanas hereditarias…; pero me temo que toda esta erudición esté más allá de su comprensión. Baste decir que, a pesar del sombrero y del pelo de la joven, podía yo examinar el contorno de su cabeza y la conformación de los huesos de su cara; hasta llegué a descubrir la de su oreja.

—Y de su oreja sacó usted que volveríamos a oír hablar de ella, ¿verdad? —agregó en tono de mofa Markham.

—De un modo indirecto…, sí —confesó Vance, y luego agregó, después de una pausa—: ¿No es cierto que, teniendo presentes las revelaciones que nos hizo miss Hoffman, empiezan a tomar un aspecto fosforescente los comentarios que oímos ayer al coronel Ostrander?

—¡Por favor! —exclamó Markham con impaciencia—. Déjese usted de circunloquios, y vamos al grano.

Vance retrocedió lentamente de la ventana y miró a Markham con expresión vengativa.

—Voy a hacerle, Markham, una pregunta completamente académica. La falsificación de Pfyfe, su confesión y el billete, ¿no constituyen motivos suficientes para suprimir a Benson?

El magistrado se irguió.

—¿Cree usted que Pfyfe es culpable?

—Verá usted… Resulta que Pfyfe ha firmado un cheque con el nombre de Benson y se lo ha confesado. Y se ha sorprendido mucho cuando su viejo compañero ha exigido un pagaré a noventa días y una confesión escrita en garantía de pago… Veamos los hechos… En primer lugar, la semana pasada Pfyfe fue a ver a Benson, discutió con él, quizá se habló del cheque. Damon suplicó a Pitias que retrasara el vencimiento, y se le contestó que no se podía hacer nada. En segundo lugar, dos días más tarde, más de una semana antes del vencimiento, fue asesinado Benson. En tercer lugar, Pfyfe estaba en casa de Benson cuando se cometió el crimen. No solamente ha mentido cuando ha llegado la ocasión, sino que compró el silencio del encargado del garaje. En cuarto lugar, Pfyfe, sorprendido en plena mentira, dio la tonta explicación de que iba a buscar su whisky favorito, Haig and Haig. En quinto lugar, es un jugador temerario que apuesta grandes sumas, y sus aventuras en África del Sur le familiarizaron con las armas de fuego. En sexto lugar, atacó a Leacock con vehemencia y hasta con indignidad, llegando a decir que había visto al capitán frente a la casa de Benson a la hora del crimen. En séptimo lugar… Pero ¿a qué seguir? ¿No le he proporcionado todos los factores, Markham, que usted tanto estima? Motivo, hora, lugar, ocasión, conducta… Sólo falta el arma. Pero el revólver está en el fondo del río. Así es que no puede saberse nada respecto a él…

Markham escuchaba atentamente y miraba en silencio a su mesa.

—¿Y si habláramos un poco con Pfyfe antes de detener al capitán? —propuso Vance.

—Sí, voy a seguir sus consejos —dijo lentamente Markham, luego de haber reflexionado—. ¿Estará en su hotel?

—¡Ya lo creo! Esperando impacientemente.

Pfyfe, en efecto, estaba en el hotel cuando Markham le telefoneó rogándole que acudiera inmediatamente al despacho.

—Le agradecería que usted hiciera por mí otra cosa —dijo Vance, cuando el otro hubo telefoneado—. Me gustaría saber lo que cada uno de los personajes mezclados en este asunto hacía mientras mataban a Benson, o sea entre las doce y la una de la madrugada del día catorce.

Markham le miró lleno de asombro, y Vance prosiguió diciendo con despreocupación:

—Parece tonto, ¿verdad? Sin embargo, ¿no es cierto que usted creyó firmemente en las coartadas, aunque en ocasiones hayan resultado desalentadoras? Tomemos, por ejemplo, el caso de Leacock. Si el muchacho aquel del vestíbulo le hubiese dicho a Heath que se fuese con la música a otra parte, usted no habría podido meterse para nada con el capitán, lo cual viene a demostrar que es usted demasiado confiado… ¿Por qué no averiguar dónde se encontraba cada una de las personas? Pfyfe y el capitán estuvieron en casa de Benson, y usted sólo ha hecho averiguar las andanzas de esos dos individuos. Es muy posible que otros rondasen también aquella noche por los alrededores de la casa de Alvin. Es muy posible que hubiese toda una variedad de amigos y de conocidos al alcance de la mano…, ni más ni menos que si se tratase de una fiesta nocturna con todas las de la ley… De haber ocurrido esas cosas, ya tenía el afligido sargento Heath algo con qué consolarse contrastando el ir y venir de todos esos señores.

Sabía Markham tan bien como yo que Vance no habría hecho una sugerencia de esa clase de no actuar movido por razones muy serias; el fiscal examinó atentamente durante algunos momentos la cara de su amigo, como si intentase leer la razón de aquella petición inesperada.

—Pero… ¿qué entiende por cada uno? —preguntó Markham, tomando un lápiz para ir anotando nombres, en vista de la seriedad con que hablaba Vance.

—No olvidemos a nadie. Ponga a miss Saint-Clair, al capitán Leacock, al comandante, a Pfyfe, a miss Hoffman…

—¿A miss Hoffman?

—A todo el mundo… ¿Ha anotado ya a miss Hoffman?… Ahora, al coronel Ostrander.

Markham interrumpió:

—Pero…

—¡Nada, nada!… Quizá haya que añadir dos o tres más… Sin embargo, basta con esos para empezar…

Antes que Markham pudiera replicar, Swacker anunció la llegada de Heath.

—¿Y nuestro amigo Leacock? —exclamó el sargento al entrar.

—Espere un día o dos más. Quiero volver a ver a Pfyfe antes de hacer nada definitivo —exclamó Markham, que a continuación refirió rápidamente la visita del comandante y de miss Hoffman.

Heath examinó el sobre y su contenido y lo devolvió al magistrado.

—No comprendo lo que pueda significar esto… Quizá es un simple asunto entre Benson y Pfyfe. Nuestro hombre es Leacock. Cuanto más pronto lo detengamos, mejor.

—Mañana —dijo Markham—. Y no se desanime por el retraso. Supongo que continuará vigilando al capitán, ¿eh?

—¡No faltaba más!

Vance le preguntó a Markham con aparente ingenuidad:

—¿Y la lista que había preparado usted para el sargento Heath, con objeto de comprobar la inversión del tiempo?

Markham vaciló y, con mal humor, entregó finalmente la lista dictada por Vance.

—Como simple medida de precaución —dijo morosamente—, me gustaría saber cómo invirtieron el tiempo estas personas la noche del crimen. Quizá nos sea de alguna utilidad. Sobre todo compruebe aquello de que ya se tiene indicación, como, por ejemplo, lo referente a Pfyfe, y deme cuenta de lo que haya cuanto antes.

Cuando Heath hubo salido, exclamó Markham, exasperado:

—Es usted uno de esos entrometidos del diablo que…

—¡Ingrato! Yo, Markham, soy su deus ex machina, su genio tutelar, su hada buena, su hada madrina…