(Lunes 17 de junio, 6 de la tarde)
Aquella tarde pasamos Vance y yo una hora en casa de Anderson viendo los tapices que habían de ser subastados al día siguiente. Luego estuvimos en casa de Sherry. Poco antes de las seis llegamos al Stuyvesant, en uno de cuyos salones nos reunimos más tarde con Markham y Pfyfe.
Pfyfe estaba tan elegante y altanero como cuando su primera comparecencia. Llevaba un traje de deporte con polainas de tela cruda e iba muy perfumado.
—¡Oh, qué gusto más inesperado volver a verlos tan pronto! —dijo como si nos diera la bendición.
Markham, lejos de mostrarse amable, le acogió bruscamente. Vance se había inclinado y miraba a Pfyfe con enojo, buscando, sin conseguirlo, su razón de ser.
En cuanto al procurador, se fue directamente al meollo.
—He descubierto, mister Pfyfe, que dejó el coche en el garaje el viernes a mediodía y que dio veinte dólares al encargado del garaje para que callara.
Pfyfe levantó los ojos, como indignado.
—¡Eso me perjudica mucho! Di cincuenta dólares.
—Celebro mucho que reconozca usted los hechos. Ya sabía usted por los diarios que la noche del crimen fue visto su coche ante la casa de Benson.
—Naturalmente. De no ser así, ¿por qué había de gastarme dinero para que no revelasen mi estancia en Nueva York?
Por el tono de su respuesta se adivinaba que le irritaba la obtusa inteligencia de su interlocutor.
—En ese caso, ¿por qué lo dejó en la ciudad? Podía habérselo llevado a Long Island…
Pfyfe movió tristemente la cabeza y tomó una actitud benévola y suave, porque con aquel magistrado estúpido había que portarse como el buen profesor con el alumno torpe y había que desenmarañarle las cuestiones.
—Yo, mister Markham, estoy casado —dijo, como si a dicho estado se vinculara una gracia especial—. El jueves, después de comer, me puse en marcha hacia los Catskills, con intención de pasar un día en Nueva York para despedirme de alguien… Llegué muy tarde, más de medianoche. Y decidí ir a ver a Alvin. No había luz en su casa. Así es que, sin tan siquiera llamar, me llegué a pie a casa de Pietro, en la calle Cuarenta y Tres, para beberme otro cóctel (allí tengo un poco de whisky). Pero ¡ay!, estaba cerrado. Volví, pues, a mi coche. Y durante mi ausencia habían matado a Alvin —se detuvo para limpiar el monóculo—. ¡Qué ironía! No pude adivinar lo que sucedía a mi camarada. ¿Quién iba a pensarlo? Ignorante del drama, fui a pasar la noche a los baños turcos y no me enteré hasta el día siguiente. Y como los diarios, en sus últimas ediciones, mencionaban mi coche, empecé a inquietarme… Bueno, inquietarme no es la palabra justa; digamos mejor que comprendí la situación difícil en que me encontraría si daban con el coche… Así es que lo llevé a un garaje y pagué al encargado para que no me descubriera, temiendo que el descubrimiento del coche complicara aún más el asunto.
Por sus palabras hubiera podido creerse que la compra del silencio la había hecho para comodidad del magistrado y de la Policía.
—¿Por qué no continuó usted su viaje? Es poco probable que hubieran descubierto su coche.
Pfyfe fingió una ingenua sorpresa.
—¿Cómo iba a tener yo corazón para distracciones cuando acababan de asesinar a mi mejor amigo? Volví a mi casa y dije a mi esposa que el coche había sufrido una avería.
—Me parece que podía haber ido a casa en su propio automóvil —le hizo observar Markham.
El rostro de Pfyfe expresó una infinita resignación. Y suspiró profundamente, para demostrar que, si bien le era imposible aguzar la percepción de Markham, al menos podía lamentar su deplorable incomprensión.
—Si, como creía mi esposa, estaba yo en los Catskills, ¿cómo me hubiera enterado tan pronto de la muerte de Alvin? Yo no le había dicho a mi esposa que me detendría en Nueva York. Tenía razones para desear que mi esposa no sospechase mi estancia en la ciudad. Y de haber vuelto inmediatamente en coche, tengo el disgusto de decirle que hubiera sospechado que me había detenido en el camino. Por eso adopté las medidas que me parecieron más prudentes.
Markham, cohibido por la elocuente hipocresía de aquel hombre, callaba. Pero de pronto dijo bruscamente:
—¿Por qué deseaba tan manifiestamente complicar al capitán Leacock en el asunto? ¿Por qué el coche de usted estaba parado ante la puerta?
Frunció el ceño con aire de asombro y de pena e hizo un gesto para protestar con voz vibrante ante la sospecha, que reputaba injusta.
—¡Caballero! Si en mis palabras de ayer notó una acusación latente, fue porque vi con mis propios ojos al capitán ante el domicilio de Benson en el momento que yo llegaba.
Markham miró a Vance con extrañeza y preguntó a Pfyfe:
—¿Está usted seguro de haber visto allí a Leacock?
—Seguro. Lo hubiera dicho ayer de no haber implicado esa declaración mi presencia en el mismo sitio.
—¡Qué importaba eso! El detalle hubiera podido servirme ayer. Fíjese en que colocaba usted su propia tranquilidad por encima de las exigencias legítimas de la Justicia. Su actitud hace singularmente sospechosa la conducta de usted en la noche del crimen.
—Extrema usted la severidad. Pero como me hallo en una situación delicada, he de aceptar sus críticas.
—¿Sabe usted —continuó Markham— que muchos colegas míos le detendrían en vista de su comportamiento y sabiendo lo que yo sé de usted?
—¡Qué quiere que le diga! —repuso suavemente—. Es para mí una suerte tenerle de juez.
Markham se levantó.
—¡Basta por hoy! Quédese en Nueva York hasta que se le autorice a volver a su casa. En caso contrario, haré que le retengan como testigo.
Pfyfe protestó pidiendo que le ahorraran semejantes rigores, y se despidió ceremoniosamente. Cuando nos quedamos solos, Markham miró a Vance y le dijo:
—Se ha realizado su profecía… ¡No esperaba yo tanto! La declaración de Pfyfe es el último eslabón de la cadena de acusaciones contra Leacock.
Vance, que fumaba lánguidamente, repuso: —Reconozco que su teoría del crimen es muy satisfactoria. Lo malo es que permanece en pie la objeción psicológica. En este caso todo se ajusta de una manera conveniente, a excepción del capitán, el cual no hay modo que encaje… Sí, ya sé que es una tontería. Pero es tan difícil atribuirle el asesinato de Benson como hacer representar a la corpulenta Tetrazzini el papel de la tuberculosa Mimí.
Es evidente que Vance se refería a la representación de La bohéme en el teatro de la Opera de Manhattan el año 1908, en la que tomó parte la Tetrazzini.
—En cualquier otro momento yo escucharía de una manera reverente las encantadoras teorías de usted —contestó Markham—. Pero, después de todas las pruebas circunstanciales y de las presunciones de que yo dispongo en contra de Leacock, a mi inferior criterio legal le suena como un simple absurdo el que se le diga: «No puede ser culpable un hombre que se peina con raya en medio y que se ata la servilleta al cuello». La lógica va con demasiada fuerza en contra de un razonamiento de esa clase.
—Quiero concederle a usted que su lógica es irrefutable…, porque, de otro modo, no sería lógica. Es muy posible que, guiándose por el simple razonamiento de que son culpables, haya usted conseguido dejar convictas a muchas personas inocentes.
Vance se desperezó con expresión de aburrimiento.
—¿Qué le parece a usted si tomásemos un ligero refrigerio en el restaurante de la terraza? Ese inefable Pfyfe me ha dejado cansado.
En el comedor veraniego que el Stuyvesant Club tenía en la terraza del edificio encontraron al comandante Benson, que estaba sentado sin compañía, y Markham le invitó a que nos acompañase en nuestra mesa, diciéndole:
—Tengo buenas noticias, comandante. Creo que ya he dado con nuestro hombre. Todos los indicios le señalan. Supongo que mañana acabaré con esto.
El comandante miró a Markham, frunciendo el ceño de una manera inquisitiva.
—No le comprendo bien. Por lo que usted me dijo el otro día, saqué la impresión de que había una mujer mezclada en el asunto.
Markham esbozó entonces una sonrisa embarazosa y esquivó la penetrante mirada de Vance, diciendo:
—Desde entonces ha corrido mucha agua por debajo del puente. La mujer a la que yo me refería quedó eliminada de entre los presuntos culpables en cuanto empecé a comprobar sus movimientos. La marcha de las gestiones me condujo hacia un hombre de cuya culpabilidad tengo pocas dudas. Esta mañana estaba casi completamente seguro, y hace un momento que acabo de saber por un testigo digno de crédito que a ese hombre le vieron delante de la casa del hermano de usted unos minutos antes de la hora en que fue hecho el disparo.
—¿Puede decirme el nombre?
—Sí, porque mañana lo sabrá toda la ciudad. Es el capitán Leacock.
—¡Imposible! —exclamó el comandante Benson—. No puedo creerlo. Le conozco suficientemente, pues ha estado conmigo tres años en Europa. Hay un error; la Policía sigue una mala pista.
—Quien ha dado con él no es la Policía, sino yo con mis propias pesquisas.
El comandante no respondió, pero su silencio mostró claramente sus dudas.
—Mire usted, comandante —intervino Vance—: Mi criterio respecto al capitán es igual al suyo. Me satisface bastante que un hombre que le conoce desde hace tanto tiempo venga a corroborar mis impresiones.
—¿Qué podía, pues, estar haciendo Leacock aquella noche delante de la casa? —insistió Markham mordazmente.
—¡Quién sabe! Es muy posible que estuviese cantando coplas debajo de la ventana de Benson —apuntó Vance.
Iba Markham a contestar, pero en ese instante el camarero principal le entregó una tarjeta. Al leer, de una ojeada, su contenido, dejó escapar un refunfuño de satisfacción, y ordenó que subiese en el acto el visitante. A continuación se volvió hacia nosotros y nos anunció, con cierto aire de triunfo:
—Quizá sepamos ahora algo más. Este hombre es Higginbotham, y le estaba esperando. Se trata del detective que siguió esta mañana a Leacock cuando salió de mi despacho.
Higginbotham era hombre enjuto, de rostro pálido, joven y de ojos tristes y maneras astutas. Se acercó desgarbadamente a la mesa y permaneció vacilante en presencia del fiscal de distrito.
—Siéntese, Higginbotham, y hable. Estos caballeros trabajan conmigo.
—Alcancé al pájaro mientras esperaba el ascensor —dijo, mirando a Markham con aire cauteloso—. Tomó el Metro hasta la calle Setenta y Nueve. Atravesó la calle Dieciocho y fue al número noventa y cuatro de Riverside Drive. Sin dar su nombre al portero, tomó el ascensor. Estuvo arriba dos horas largas; no bajó hasta la una y veinte. Subió a un taxi, me metí en otro y le seguí. Marchó por la Drive hasta la calle Setenta y Dos, Central Park y la calle Cincuenta y Nueve Este. Se detuvo en la avenida A, atravesó el puente de Queensborough, a medio camino de la isla Blackwell, se detuvo, se apoyó en la barandilla, sacó un paquete del bolsillo y lo arrojó al río.
—¿De qué tamaño era el paquete?
Higginbotham indicó las dimensiones de la mano.
—¿Grueso?
—Quizá poco más de tres centímetros.
—¿Podía ser un revólver, un Colt automático? —preguntó ansiosamente Markham.
—Podía serlo por el tamaño y, además, por lo pesado, a juzgar por la manera como lo llevaba y como cayó en el agua.
—¿Qué más? —interrogó Markham, visiblemente contento.
—Luego de haber arrojado el arma, volvió a su casa, y le dejé.
Una vez que salió Higginbotham, Markham dijo a Vance con orgullo y tristeza al mismo tiempo:
—¡He ahí el instrumento del crimen! ¿Qué más necesita usted?
—¡Muchísimas cosas más! —exclamó con languidez Vance.
El comandante Benson le miró, perplejo.
—No me hago cargo bien de la situación. ¿Para qué pudo ir Leacock a Riverside Drive en busca de su revólver?
—Tengo razones para creer que lo llevó a casa de miss Saint-Clair al día siguiente del asesinato —dijo Markham—. Quizá lo hiciese por razones de seguridad propia, porque no le habría agradado que lo encontrasen en su casa.
—¿Y no sería posible que lo hubiese llevado a casa de miss Saint-Clair antes de ese día?
—Sé adónde va usted a parar —respondió Markham—. Yo también me acordé de la afirmación que hizo el comandante el día anterior de que miss Saint-Clair era mucho más capaz que el capitán de matar a su hermano. Yo tuve también esa idea, pero ciertos hechos probatorios y evidentes me hicieron eliminar a esa señorita de entre los sospechosos.
—Sin duda alguna que algo habrá que le haya tranquilizado a usted por completo —contestó el comandante; pero se expresaba en un tono de duda—. A pesar de todo eso, a mí no me cabe en la cabeza que Leacock sea el asesino de Alvin. Se calló y puso la mano sobre el brazo del fiscal de distrito.
—No quiero parecer presuntuoso o indiferente a su esfuerzo, pero le ruego que espere un poco antes de detener a ese hombre. Las personas más prudentes y más concienzudas pueden equivocarse, porque a veces nos engañan los mismos hechos. En este caso, no puedo menos de creer que los hechos le han inducido a error.
Aunque la súplica afectó a Markham, su instintiva inclinación al deber le permitió, no obstante, resistir. Y con voz firme, pero muy amable, dijo:
—He de obrar con arreglo a lo que crea que es la verdad.