(Lunes 17 de junio, 12.30 de la tarde)
A las doce y media de la tarde, cuando Markham, Vance y yo entramos en el grill-room del club de los Banqueros, el coronel Ostrander saboreaba en el bar uno de esos cócteles color de caldo sucio que sirven en Norteamérica con motivo de la ley seca. Vance le había telefoneado al salir del despacho del procurador, rogándole que nos esperase en el club, lo cual hacía con paciencia y amenidad.
—He aquí al hombre más apuesto de Nueva York —dijo Vance, presentándole a Markham, porque yo le conocía ya—. Es un sibarita y un hedonista que duerme hasta mediodía y que no da ninguna cita antes de almorzar. Yo he tenido que amenazarle con el enojo de usted para conseguir que viniera tan pronto.
—Encantado de poder serles útil —musitó el coronel—. ¡Qué asunto más lamentable, Dios mío! Leyendo los diarios, no lo acababa de creer. Por cierto que yo tenía mis ideas y he estado a punto de telefonear…
Una vez sentados a la mesa, Vance, sin preliminar alguno, se puso a interrogarle:
—Usted, coronel, que conoce a todos los miembros de la pandilla de Benson, ¿por qué no nos habla del capitán Leacock? ¿Qué clase de individuo es?
—¡Ah! ¿Han pensado ustedes en el bueno del capitán? —repuso, atusándose el blanco bigote con gran prosopopeya.
Con su ancha cara rosada, sus pestañas intrincadas y sus ojuelos azules, tenía el aspecto y las maneras de un pomposo general de opereta.
—No es mala idea, no… Pudiera ser él… Estaba encaprichado de miss Saint-Clair… No está mal la chica… Yo mismo, de tener veinte años menos…
—Tal como está usted es irresistible —interrumpió Vance—. Pero háblenos del capitán.
—¡Ah el capitán!… Procede de Georgia… Sirvió durante la guerra… Tiene una condecoración. No sentía simpatías por Benson, y hasta le detestaba… Es hombre de arrebatos, de ideas fijas y… celoso. Suele poner a las mujeres sobre un pedestal. Y no es que no puedan sostenerse, gracias a Dios. Pero es que él iría a la cárcel por el honor de una mujer. El paladín de las señoras. Un tipo caballeresco y sentimental, de los que saltarían la tapa de los sesos de su rival sin apenas gritar… Y claro está que con un hombre así no se pueden gastar bromas. Benson cometió la tontería de importunar a la joven, sabiendo que era novia del capitán… Jugar con fuego… Yo estuve a punto de avisarle, pero no quise meterme donde no me llamaban…
—¿Conocía mucho el capitán Leacock a Benson? ¿Eran íntimos amigos? —preguntó Vance.
—No —replicó el coronel, con un gesto teatral—. ¡Nada de eso! Sólo había relaciones mundanas, porque se encontraban a veces en los mismos sitios. Como yo conocía mucho a los dos, han venido frecuentemente a las veladitas de mi humilde morada.
—¿Era el capitán un buen jugador?
Con desprecio, contestó el coronel:
—¿Jugador?… ¡El peor jugador que darse pueda! Al póquer jugaba peor que una mujer… Es demasiado impresionable y no tiene dominio alguno de sí mismo. Impulsivo, muy impulsivo…
Un momento después, añadió:
—Ya veo adonde van a parar ustedes… Tienen razón… Esos jovenzuelos exaltados matan como a conejos a quienes detestan…
—En eso —dijo Vance— el capitán es muy distinto de Leander Pfyfe, el amigo de usted.
El coronel reflexionó para contestar:
—Según y cómo. Concedo que Pfyfe juega con sangre fría, pero no es un jugador científico… Impulsos rápidos, ¿no?… Mataría a un hombre y lo olvidaría cinco minutos después… Pero para ello se necesitaría una ofensa grave, una provocación…
—¿Eran amigos Pfyfe y Benson?
—Mucho. Cuando Pfyfe estaba en Nueva York, siempre se los veía juntos. Se conocían de hace muchos años. Eran amigos de corazón, como se decía antiguamente. Antes de casarse Pfyfe, vivían juntos. ¡Qué birria de mujer! Le tiene en un puño. Pero el dinero…
—Ya que hablamos de mujeres —atajó Vance—, ¿cuáles eran las relaciones de miss Saint-Clair y Benson?
—¡Quién sabe! —respondió el coronel sentenciosamente—. A Muriel no le gustaba Benson; pero las mujeres son unos seres muy extraños…
—Muy extraños —repitió Vance—. Pero yo no hablaba de las relaciones personales; quisiera concretar acerca de las disposiciones de esa mujer respecto a Benson.
—¡Ah! ¿Si hubiera sido capaz de recurrir a medios extremos para defenderse contra él?… Es una idea… —y el coronel quedó pensativo—. Muriel es muy voluntariosa… Como cantante, excelente… Pero tiene mala intención… Y es muy capaz de… No, no teme aprovechar las ocasiones… Independiente, además… No me gustaría encontrarme en su camino si tuviera algún resentimiento contra mí… Nada la detendría… Y es que las mujeres son malas… Nos desconciertan… Las más pacíficas matarían fríamente a un hombre sin avisarle.
Se levantó de pronto, y sus ojuelos azules brillaron como porcelana.
—¡Oh!… Muriel Saint-Clair cenó con Benson la misma noche del crimen… ¡Yo los vi juntos en Marseilles!…
—¡Ah!, ¿sí? —masculló Vance sin la menor curiosidad—. Eso de cenar, realmente, es muy vulgar… A propósito: ¿conocía usted bien a Benson?
El coronel pareció sorprendido; pero le tranquilizó visiblemente el aire inocente y cándido de Vance.
—¡Pobre amigo!… Hace lo menos quince años, si no más, que le conozco. Yo le hice conocer la ciudad…, que entonces era una alegre ciudad, donde todo se hacía a las claras y se tenía lo que uno quería… ¡Oh, qué años!… Era la época del viejo Haymarket… Nadie volvía a casa antes de almorzar…
Vance interrumpió nuevamente sus divagaciones:
—¿Era usted acaso íntimo del comandante Benson?
—¿Del comandante?… Esa ya es otra cuestión. Pertenecemos a dos escuelas diferentes, de gustos opuestos. No congeniamos y nos vemos raramente.
Y juzgando necesaria una explicación, añadió:
—El comandante no era de los nuestros. No le gustaba la bullanga. No se mezclaba con nosotros. Nos encontraba demasiado frívolos. Él es muy serio.
Vance comió algunos instantes en silencio y pronto lanzó como una pregunta suelta:
—¿Ha especulado usted por medio de Benson y Benson?
El coronel pareció vacilar por vez primera, y se enjugó los labios antes de contestar:
—Algo he hecho —dijo finalmente con desenvoltura—. Pero nunca he tenido demasiada suerte. En realidad, todos, de cuando en cuando, hemos flirteado con la suerte por medio de la casa Benson y Benson.
Durante toda la comida estuvo Vance acribillándole a preguntas por el estilo. Y al cabo de una hora no sabía mucho más que al principio. El coronel Ostrander era locuaz, de una volubilidad vaga y desordenada. Insertaba paréntesis, adornaba sus respuestas con juicios incoherentes y era casi imposible extraer de tanta hojarasca los escasos detalles que aportaba.
Sin embargo, todo ello no parecía descorazonar a Vance. Insistió en saber cuál era el carácter del capitán Leacock, aparentando un interés especial en sus relaciones personales con Benson. También se ocupó de las aficiones de jugador de Pfyfe, y dejó que el coronel se explayase de una manera aburrida sobre la casa de juego que tenía en Long Island y sus cacerías por el sur de África. Vance hizo muchas preguntas acerca de los demás amigos de Benson, pero prestó escasa atención a las contestaciones.
La conversación me pareció sin objeto, y me pregunté qué habría esperado Vance sacar de ella. También Markham estaba perplejo. Simulaba un interés lleno de cortesía, movía la cabeza durante los largos discursos del coronel, a veces erraba su mirada y en muchas ocasiones fijaba en Vance unos ojos llenos de interrogaciones y de reproches. Sin embargo, era evidente que el coronel conocía bien a todos sus amigos.
Vueltos al despacho del procurador, luego de haber dejado al charlatán a la entrada del Metro, Vance se dejó caer, evidentemente satisfecho, en un sillón.
—Me hacen gracia —dijo— las grandes disposiciones del coronel para eliminar sospechosos.
—¿Para eliminar? —repuso Markham—. Afortunadamente, no pertenece a la Policía, porque haría detener a media ciudad por la muerte de Benson.
—En efecto: es hombre que tiene, hasta cierto punto, sed de sangre —reconoció Vance—. Quiere a toda costa encarcelar a alguien por el crimen.
—Según ese viejo guerrero, la pandilla de Benson es una partida de pistoleros, sin exceptuar a las mujeres. Escuchándole, me resultaba imposible desembarazarme de la impresión de que fue un milagro el que a Benson no le hubiesen acribillado a balazos hace muchísimo tiempo.
—Sin embargo —comentó Vance—, usted se ha pasado por alto los relámpagos luminosos que hubo entre los truenos del coronel.
—¿Hubo alguno? —preguntó Markham—. En todo caso, no puedo decir que su brillo me haya cegado, ni mucho menos.
—¿Y tampoco le sirvieron de solaz sus palabras?
—Únicamente aquellas en que se despidió de mí tan afectuosamente. La separación no ha llegado, ni con mucho, a destrozar mi corazón… Lo que ese veterano dijo acerca de Leacock viene a ser, de todos modos, lo que se llama una opinión que confirma las demás. Confirmó, si es que había necesidad de confirmación, las pruebas en contra del capitán.
Vance se sonrió con algo de sarcasmo.
—¡Naturalmente! Y con lo que dijo acerca de miss Saint-Clair había para demostrar que ella es culpable…, de haberlo dicho antes del sábado pasado. De la misma manera, lo que habló acerca de Pfyfe podría haberle servido de prueba contra ese bello sablista si usted hubiese, por casualidad, sospechado de él… ¡Eh!, ¿qué pasa?
Swacker entró en aquel momento y dijo que Emery, policía de la Sección de lo Criminal, enviado por Heath, deseaba ver al magistrado. Cuando entró, reconocí inmediatamente al hombre que recogió las colillas en la chimenea de casa de Benson. Luego de mirarnos, se dirigió a Markham:
—Hemos encontrado el Cadillac gris. El sargento Heath ha supuesto que a usted le gustaría saberlo en seguida. Hace tres días que está en un pequeño garaje cerca de la avenida de Amsterdam. Lo ha descubierto un agente del retén de la calle Setenta y Cuatro y ha avisado a la Prefectura. Yo he ido inmediatamente allí. Era, desde luego, el coche, con los aparejos de pesca, aunque faltaban las cañas. Supongo que serían las encontradas en Central Park, caídas probablemente del coche. El hombre que llevó el coche al garaje el viernes pasado, alrededor de las doce del mediodía, dio veinte dólares al encargado del garaje para que callara. Y el tal encargado, que es un zorro de siete suelas, se ha excusado diciendo que no lee periódicos. Pero se ha cortado un poco cuando he apretado las clavijas —el detective sacó una libreta—. He tomado nota del número del coche. Pertenece a un tal Leander Pfyfe, que vive en Elm Boulevard, veinticuatro, Port Washington, Long Island.
La noticia asombró a Markham. Despidió a Emery en seguida con cierta brusquedad y se puso a dar manotazos en la mesa. Se le veía preocupado. Vance, divertido, le miraba.
—No estamos en un manicomio —dijo mi amigo con voz consoladora—. ¿Acaso las palabras del coronel no le regocijan ahora que sabe que Pfyfe estaba cerca de la casa en el momento en que Benson pasaba al otro mundo?
—¡Que se vaya al diablo el coronel! Lo que me interesa de momento es situar el nuevo incidente.
—Se puede situar maravillosamente para completar el mosaico… ¿Le desconcierta saber que Pfyfe es el propietario del coche misterioso?
—Como no poseo la clarividencia de usted, confieso que me desconcierta.
Markham encendió un cigarro, señal de honda preocupación. Y dijo sarcásticamente:
—Como es natural, usted, antes de la llegada de Emery, ya sabría que el coche era de Pfyfe…
—No, no lo sabía —puntualizó Vance—. Pero tenía mis dudas. Pfyfe exageró su disgusto cuando refirió lo de la avería en los Catskills y se molestó por la indiscreta pregunta de Heath respecto a su itinerario.
—La tardía penetración de usted es muy útil. Voy a poner este asunto en claro.
Y llamó a Swacker para decirle:
—Telefonee al Hotel Ansonia, pregunte por Leander Pfyfe y dígale que quiero verle mañana, a las seis, en el Stuyvesant Club. Que no falte.
En cuanto Swacker se hubo retirado, añadió Markham:
—Espero que el episodio del coche nos será útil. Pfyfe estaba seguramente aquella noche en Nueva York y no quiere que se sepa. ¿Por qué? Eso es lo que me pregunto… Nos dijo que Leacock había amenazado a Benson, e insistió en esta pista probable… Claro que puede estar indignado con Leacock por haberle birlado la dama a su amigo y querer vengarse de una manera innoble… Por otra parte, si Pfyfe estaba en casa de Benson la noche del crimen, nos dará detalles precisos; habiendo descubierto su coche, ha de decirnos lo que sepa.
—Seguramente dirá algo —afirmó Vance—. Es el tipo de embustero que dice cualquier cosa a cualquiera…, sin comprometerse nunca.
—Supongo que usted y la sibila de Cumas podrían adelantarme lo que dirá.
—Yo no puedo suplantar a la sibila —respondió Vance jocosamente—. En cuanto a mí, creo que le dirá que vio al apuesto capitán en casa de Benson.
Markham se echó a reír, exclamando:
—Lo mismo espero… Le gustaría oírlo, ¿no?
—Constituiría para mí un gran disgusto verme privado de ello.
Vance, que estaba ya en la puerta a punto de salir, se volvió y dijo:
—Quiero pedirle otro favor. Ábrale un expediente a Pfyfe. Envíe por ahí un agente que investigue la conducta y las costumbres de ese hombre. Diga al emisario que se fije, sobre todo, en la cuestión de faldas. Le prometo que no se arrepentirá.
Markham estaba verdaderamente contrariado por aquella petición, que de buena gana hubiera rechazado. Pero lo pensó mejor, llamó y dijo, sonriendo:
—Si le he de dar gusto, enviaré a alguien inmediatamente.