12 - El propietario de un Colt 45

(Lunes 17 de junio, por la mañana)

Al día siguiente, por la mañana, Vance y yo llegamos al despacho del procurador poco después de las nueve. Ya hacía veinte minutos que nos esperaba el capitán.

Markham indicó a Swacker que le hiciera pasar inmediatamente.

El capitán Phillip Leacock era muy alto, imberbe y flaco; tenía la cara seria e inmóvil, y se colocó ante el procurador como soldado que esperase, erguido y atentísimo, las órdenes de un superior.

—Siéntese, capitán —dijo Markham—. Le he llamado, como usted sabe, para hacerle algunas preguntas respecto a sus relaciones con mister Alvin Benson.

—¿Se sospecha de mí como implicado? —preguntó, con ligero acento del Sur.

—Ya lo veremos —contestó fríamente Markham—. Precisamente voy a preguntarle para averiguarlo.

El otro, rígido en su asiento, esperaba.

Markham le miraba fijamente a los ojos.

—Creo que usted amenazó a mister Benson —dijo.

Leacock se estremeció y sus dedos se crisparon en sus rodillas. Antes de que pudiera responder, añadió Markham:

—Voy a concretarle cuándo profirió usted la amenaza. Fue en una velada que dio Leander Pfyfe.

Leacock vaciló y luego apretó las mandíbulas para confesar:

—Reconozco que pronuncié amenazas. Benson era una mala persona, que se merecía que le pegasen un tiro. Y aquella noche, más que de costumbre. Había bebido mucho. Y yo también, lo confieso.

Apareció en su boca una triste sonrisa. Miraba por el ventanal que se abría a espaldas del magistrado.

—Pero yo no le he matado —dijo—. Ignoré su muerte hasta leerla al día siguiente en los periódicos.

—Fue muerto con un Colt reglamentario, como los que ustedes llevaban en la guerra —indicó Markham, clavándole los ojos.

—Ya lo sé. Lo decían los periódicos.

—Usted tiene un revólver de esa marca, ¿no?

El capitán vaciló.

—No, señor —musitó imperceptiblemente.

—¿Qué ha hecho de él?

El oficial miró a Markham y bajó rápidamente la vista.

—Lo…, lo… perdí en Francia.

Markham inició una sonrisa.

—Entonces, ¿cómo explica usted que mister Pfyfe lo viera el día que usted amenazó a mister Benson?

—¿Vio el revólver?

Miró, pasmado, al procurador.

—Sí, lo vio. Era una pistola del Ejército —añadió Markham, con voz inalterable—. También el comandante vio cómo usted hacía ademán de sacar un arma.

Leacock lanzó un gran suspiro y apretó furiosamente las mandíbulas.

—Le aseguro, caballero, que no tengo la pistola. La perdí en Francia.

—Quizá no la perdiera. A lo mejor, la prestó.

—No la presté, no.

Estas palabras salieron rápidamente de la boca del capitán.

—Piénselo bien… ¿No la prestó?…

—No.

—Anoche hizo usted una visita a Riverside Drive. ¿La llevaba acaso encima?

Vance, que escuchaba atentamente, murmuró:

—¡Qué fuerte es esto!…

Leacock se agitaba, inquieto. Estaba pálido y evitaba las miradas del magistrado, para lo cual dirigió la vista hacia la mesa. Cuando habló, su voz estaba entrecortada por la ansiedad:

—No la llevaba encima, no la he prestado…

Markham, inclinado hacia adelante por encima de la mesa, con la barbilla apoyada en la mano, parecía una imagen tallada y amenazadora.

—Quizá se la prestó usted a alguien con anterioridad a esa mañana.

—¿Con anterioridad a…?

Leacock alzó rápidamente la vista y se detuvo, como si estuviese analizando las palabras de Markham.

Este último quiso aprovechar aquella perplejidad.

—¿Prestó usted su pistola a alguien después de su regreso de Francia?

—No, a nadie… —empezó a decir; pero de pronto se cortó y se sonrojó, agregando luego con precipitación—: ¿Cómo iba a prestársela a nadie? Lo que yo le decía a usted…

—¡No se preocupe de eso! —le interrumpió, tajante, Markham—. Quedamos, pues, capitán, en que usted tenía una pistola, ¿no es así?… ¿Continúa ésta en su poder?

Leacock abrió los labios para hablar, pero volvió a cerrarlos apretadamente. Después se retrepó en el sillón y continuó el interrogatorio:

—Usted sabía que Benson perseguía con asiduidad a miss Saint-Clair, ¿no?

El capitán, al oír el nombre de la joven, se irguió todavía más, se puso colorado y miró al procurador de una manera terrible. Respirando profunda y lentamente, dijo, sin abrir la boca:

—No hablemos de miss Saint-Clair.

Se hubiera dicho que estaba listo para saltar sobre el magistrado.

—Desgraciadamente, hemos de hablar de ella —repuso Markham, con amabilidad y firmeza—. Está muy relacionada con el asunto. Al día siguiente del crimen se encontró su bolso en el salón de Benson.

—¡Mentira!

El magistrado, haciendo caso omiso de la injuria, continuó:

—La misma miss Saint-Clair ha reconocido el hecho —el otro iba a replicar, pero se limitó a un gesto de protesta—. No interprete mis palabras como una acusación contra miss Saint-Clair. Me limito a procurar poner en claro las relaciones de usted con ella.

El capitán parecía dudar de las afirmaciones de Markham.

—Pues nada tengo que añadir, caballero.

—¿Sabía usted que miss Saint-Clair cenó en Marseilles con Benson el día del crimen?

—¿Qué quiere usted decir? —repuso el capitán, de mal talante.

—¿Sabe usted que salieron juntos del restaurante, alrededor de medianoche, y que miss Saint-Clair no regresó a su casa hasta las dos de la madrugada?

Extraño fulgor pasó por los ojos de Leacock. Se hinchó su cuello y respiró hondamente, sin mirar en torno.

—Y, naturalmente, sabrá usted —continuó Markham, con su voz monótona— que Benson fue asesinado a las doce y media.

Leacock no contestó. Imperturbable, miraba fijamente ante sí, con los labios sellados. Y el magistrado se levantó, diciendo:

—En este caso, ha terminado el interrogatorio.

En cuanto hubo salido el capitán, llamó Markham a su secretario.

—Dígale a Ben que sigan a ese hombre. Hay que saber adónde va y lo que hace. Esta noche quiero informes en el club.

Cuando nos quedamos solos, Vance dijo a Markham, con un sí es no es de ironía:

—Muy ingenioso, por no decir astuto… Sus preguntas respecto a la mujer no han podido ser más indiscretas…

—Bien —admitió Markham—. Pero estábamos sobre una pista, y la inocencia de Leacock…

—¿Qué?… ¿Cuáles son las señales de su culpabilidad?…

—Cuando le pregunté sobre su revólver, palideció… Tenía los nervios a flor de piel… Era el miedo…

Vance suspiró para decir:

—¡Qué filosofía la suya, Markham! ¿No sabe que un inocente de quien se sospecha puede ponerse más nervioso que un criminal que ha tenido el impulso de matar y está convencido de que ustedes, los magistrados, creen que un hombre que demuestra miedo es, desde luego, culpable? Eso de que un hombre tiene la fuerza de diez porque su alma es pura resulta uno de tantos dichos. Si usted le da en el hombro a un inocente, diciéndole: «Queda usted detenido», al momento se le dilatarán los ojos, se le cubrirá el cuerpo de sudor frío, se pondrá exangüe, temblará como el azogue y respirará fatigosamente. Si es cardíaco, hasta se desmayará. En cambio, si usted se acerca a un criminal y le da en el hombro, fruncirá el ceño, aparentando sorpresa e indignación, y hasta será probable que le chille a usted antes que le haya dicho nada.

—Quizá proceda así un criminal empedernido; pero un inocente no se descompone cuando se le acusa.

—¿Para qué sirven, querido amigo, los trabajos de Crile y de Voronoff? Las reacciones resultan únicamente de las secreciones glandulares y no demuestran sino que el sujeto tiene el tiroides poco desarrollado y las glándulas renales con anormalidad. Siguiendo sus teorías, el hombre a quien usted acuse de un crimen y enseñe el arma ensangrentada sonreirá tranquilamente, gritará, tendrá una crisis de nervios, se desvanecerá o parecerá distraerse. Y todo ello aparte de su culpabilidad. La teoría de usted sería perfecta si todos tuviéramos las mismas secreciones internas. La verdad es que no se puede mandar un hombre a la muerte porque esté falto de endocrinos. No, no…

Antes que Markham hubiera podido contestar nada, se presentó Swacker y anunció a Heath. El sargento, con la faz radiante, penetró en el despacho, olvidándose hasta de estrechar la mano a los presentes.

—Por fin tenemos una buena pista… Anoche fui a casa de Leacock. La noche del tres se quedó en su casa; pero poco después de las doce salió y se dirigió hacia el Oeste, detalle que conviene retener, y no volvió hasta la una y cuarto.

—Y…

—Leacock había comprado al mozo para que jurara que él, el capitán, no había salido. ¿Qué le parece, mister Markham? ¡Es otro detallito! Pero el mozo hubo de soltar la sin hueso porque le dije que, si no hablaba, le mandaría a pasar una temporada a la sombra —añadió Heath, con una sonrisa desagradable—. Y no dirá una palabra a Leacock.

Markham movió la cabeza.

—Lo que usted me dice confirma las ideas que se me han ocurrido esta mañana durante el interrogatorio. Ben ha hecho que le siguieran y espero un informe esta noche. Quizá mañana pondremos fin a todo. A la madrugada, si hay alguna noticia para usted, ya le avisaré.

Salió Heath. Markham, con las manos cruzadas detrás de la cabeza y bien retrepado en el sillón, dijo:

—Creo que ahora nos acercamos al punto final. La mujer cenó con Benson y le acompañó a su casa. El capitán, que tenía sospechas, salió, la encontró en casa de Benson y mató a este. Eso explica la presencia de los guantes y del bolso, así como el tiempo que necesitó para regresar de Marseilles. Eso explica también su actitud del sábado y la mentira del capitán respecto al revólver. Vamos, pues, hacia la solución… Y esto lo confirma el descubrimiento de esta falsedad del capitán.

—Del todo —comentó Vance como si no supiera lo que decía—. Brilla la más rutilante de las esperanzas…

Markham le miró fijamente, y le dijo:

—Pero ¿es que ha renunciado usted para siempre a las luces de la razón humana para llegar a las soluciones? Tenemos ya una amenaza, un motivo, la hora, el lugar, la ocasión, la conducta y el culpable.

—¡Hombre! —exclamó Vance—. Recuerdo perfectamente esas palabras. Casi todas eran aplicadas antes a la joven… Pero fíjese usted en que aún no tiene al culpable… Seguramente ahora andará por ahí, por cualquier parte… Claro está que eso es un simple detalle.

—No le tengo cogido literalmente —repuso Markham—, pero le vigila continuamente un fino sabueso. Y Leacock no podrá separarse fácilmente del arma.

Vance se encogió de hombros con indiferencia, y le dijo a modo de prevención:

—En todo caso, despreocúpese usted. Mi humilde opinión es que lo único que ha conseguido usted es poner al descubierto un complot.

—¿Complot?… ¡Santo Dios! ¿De qué clase?

—Una confabulación de circunstancias, eso es todo.

—Me alegro, de todos modos, de que nada tenga que ver con la política internacional —replicó Markham con buen humor.

Miró al reloj.

—¿No le importa a usted que me ponga a trabajar? Me esperan una docena de asuntos, y he de visitar a un par de comités. ¿Por qué no cruza usted el vestíbulo, charla con Ben Hanlon y vuelve a verme a las doce y media? Almorzaremos juntos en el club de los Banqueros. Ben es nuestro mejor especialista en asuntos de extradiciones, y se ha pasado la mayor parte de su vida persiguiendo por el mundo a los fugitivos de la Justicia. Le contará algunas anécdotas interesantes.

—¡Qué programa tan fascinador! —exclamó Vance, bostezando.

Sin embargo, en vez de aceptar aquella idea, fue hasta la ventana y encendió un cigarrillo. Durante un rato no hizo otra cosa que darle chupadas, zarandearlo entre los dedos y examinarlo con expresión de crítica.

—¿Se ha fijado usted, Markham —preguntó—, que en nuestros días degenera todo? Son cosas de esta estúpida democracia. Hasta la nobleza está degenerando. Por ejemplo, estos cigarrillos de la marca Régie han perdido calidad de una manera espantosa. Hubo un tiempo en que ningún potentado habría fumado un tabaco de calidad tan inferior como el que venden ahora —Markham se sonrió.

—¿Qué clase de favor piensa usted pedirme?

—¿Favor? ¿Qué tiene que ver eso con la decadencia de la aristocracia europea?

—Me he fijado en que cuantas veces quiere usted pedirme un favor en el que entra hasta cierto punto la etiqueta empieza con una censura a las personas reales.

—¡Qué hombre más observador! —comentó Vance con sequedad. Pero luego se sonrió también, y dijo—: ¿Le molestará que invite al coronel Ostrander a almorzar con usted?

Markham le miró, preguntando:

—¿A Bigsby Ostrander, al misterioso coronel por quien usted ha preguntado a todo el mundo estos días?

—Al mismo. Es un magnífico majadero, pero su presencia puede resultar útil y edificante. Formaba parte de la pandilla de Benson y participaba en todas sus diversiones. Un viejo verde, ¡ea!

—Que venga —dijo Markham, descolgando el teléfono.