11 - Un motivo, una amenaza

(Domingo 16 de junio, por la tarde)

Al día siguiente, domingo, almorzamos con Markham en el Stuyvesant Club. Vance había propuesto la víspera la reunión, porque, según explicó, quería encontrarse allí para el caso de que Leander Pfyfe viniera de Long Island.

—Me divierte mucho —dijo— ver que se complican a más y mejor las situaciones más fáciles. Se profesa horror a lo sencillo y directo. El sistema comercial moderno no es más que un colosal mecanismo para hacer una cosa con el máximo de complicaciones. Si se hace una compra de cincuenta céntimos en unos grandes almacenes, la historia de esa transacción, inscrita en triple ejemplar, comprobada por una docena de inspectores, firmada y contrafirmada, ingresada en innumerables libros escritos con tintas de distintos colores, acaba por ser depositada con mil precauciones en un arca de bronce. Y nuestros hombres de negocios, no contentos con esa minuciosidad verdaderamente china, han creado un ejército de peritos inmenso y costoso, cuyo único trabajo consiste en complicar y embrollar el sistema… En todas partes ocurre lo mismo. Véase el golf, esa insoportable locura. Se trata de enviar, por medio de un bastón, una bola a un agujero. Los fervientes de ese deporte han creado un uniforme; durante veinte años se esfuerzan en torcer los pies de una manera especial y en agarrar el bastón con arreglo a las normas peculiares; además, para hablar de las seudodificultades de ese deporte idiota, tienen un vocabulario extraño e incomprensible aun para los mismos eruditos.

Señaló con desprecio un montón de periódicos.

—El asesinato de Benson es un asunto muy sencillo, sin importancia alguna. Pero toda la máquina judicial ha sido puesta a presión e inunda con sus chorros de vapor a todos los ciudadanos. Y el caso es que si se reflexionara cinco minutos, el asunto se arreglaría tranquilamente.

Durante el almuerzo no hizo alusión al crimen. Por acuerdo tácito, no lo nombramos. Al salir del comedor, Markham anunció que esperaba a Heath. Este se hallaba en el salón de fumar y se le notaba que no estaba satisfecho del giro de los acontecimientos.

—Ya le dije, mister Markham, que este asunto nos daría mucho que hacer… ¿Tienen ustedes informes referentes a miss Saint-Clair?

Markham volvió la cabeza para decir:

—No está complicada…

Y contó brevemente lo que había ocurrido la víspera en casa de Benson.

—Si usted encuentra eso suficiente, no hay más que hablar… Pero ¿y el capitán Leacock?

—Para hablarle de él le he hecho venir —dijo Markham—. No tenemos ninguna prueba contra él, a pesar de lo cual muchas circunstancias dudosas tienden a complicarle en el asunto. No parece que tenga la estatura requerida, y no se ha de olvidar, al mismo tiempo, que mataron a Benson con una pistola y que Leacock podía tener una semejante. Es novio de la joven, y los galanteos de Benson para con ésta podían determinar un motivo…

—Además —añadió Heath—, desde que terminó la guerra, esos militares no piensan más que en matar. En el viejo mundo se han acostumbrado a la sangre.

—Lo que ocurre es que Phelps, encargado de vigilar al capitán, me ha dicho que volvió a su casa a las ocho de la noche. Claro está que puede haber un punto oscuro. Por eso quería yo que se hicieran nuevas diligencias. Phelps, que ya tiene antecedentes, pudiera apurar más las cosas. De averiguar que Leacock no estaba en su casa la noche del crimen a las doce y media, ya tendríamos una buena pista.

—Yo mismo me ocuparé personalmente de ello —repuso Heath—. Esta noche iré a verle. Y si mintió, habrá de confesármelo antes que me marche.

Nuestra conversación se prolongó varios minutos más, hasta que un camarero se inclinó cortésmente ante nosotros para anunciar a mister Pfyfe. Markham le indicó que introdujera al visitante en el salón de fumar, y dijo a Heath:

—Quizá le convenga oír lo que va a decirme.

Leander Pfyfe era impecable y suave; avanzaba, satisfecho, con pasos menudos; sus piernas largas y delgadas y sus rodillas, ligeramente arqueadas, soportaban un torso corto y abultado; su pecho se abombaba pomposamente como el buche de un palomo. Tenía la cara redonda, y sus mejillas llegaban a formar pliegues sobre un cuello demasiado estrecho para ser cómodo. Llevaba los cabellos, rubios y ralos, pegados y echados hacia atrás. Las puntas de su fino bigote sedoso estaban engomadas puntiagudamente. Usaba pantalones de franela gris claro, una corbata de llamativos colores y zapatos de gamo para deporte. Del correspondiente bolsillo de la chaqueta salía artísticamente un pañuelo con pesados efluvios de perfume oriental.

Saludó a Markham con exquisita cortesía y se inclinó, ligeramente protector, hacia nosotros. Una vez acomodado en un sillón, se limpió el monóculo orillado en oro que ostentaba y dirigió a Markham una mirada melancólica.

—¡Qué desgracia! —suspiró.

—Conozco la amistad que se profesaban, y lamento tener que recurrir a usted en este momento. Muchas gracias por haber venido.

Pfyfe hizo un gesto evasivo con la mano, que llevaba muy cuidada, y dijo con inefable fatuidad que se consideraba muy feliz al tomarse una molestia para ayudar a los servidores de la nación. Claro está que era una triste necesidad, pero se daba cuenta de sus obligaciones. Como nobleza obliga, estaba dispuesto a todo. Y miró a Markham con un rostro satisfecho que parecía decir: «¿Qué quieren de mí?».

—Sé por el comandante Benson que usted, hablándonos de los asuntos personales y de las relaciones mundanas del difunto, puede proporcionarnos algún dato de utilidad.

Pfyfe miraba tristemente al suelo.

—¡Oh, sí! Alvin y yo estábamos en muy buenas relaciones. En realidad, éramos íntimos amigos. No puede usted figurarse cuánto he sufrido al enterarme de su muerte —diríase que se trata de un Eneas y un Acate modernos—. He sentido mucho no poder estar a la disposición de los que me hubieran necesitado.

—Seguramente hubiese sido un consuelo para los otros amigos —dijo Vance fría y correctamente—. Pero le perdonarían teniendo en cuenta las circunstancias.

Pfyfe pestañeó.

—Yo no me lo perdonaré nunca, aunque no sea enteramente culpa mía. La víspera de la tragedia me fui de excursión a los Catskills. Le dije al pobre Alvin que me acompañara, pero tenía muchas ocupaciones —Pfyfe movió la cabeza para deplorar la incomprensible ironía de la suerte—. Mas, mucho más, muchísimo más, hubiera valido…

—Usted no estuvo ausente mucho tiempo, ¿verdad? —dijo Markham para atajar un discurso sobre los designios de la Providencia.

—No. Tuve un accidente lamentable —se limpió suavemente el monóculo—. Hube de regresar a consecuencia de una avería.

—¿Qué camino siguió? —preguntó Heath.

Pfyfe se ajustó el monóculo y miró al sargento de Policía con aire cansino para decir:

—Le aconsejo, mister…, mister Sneed…

—Heath —rectificó el otro con voz ronca.

—¡Ah, sí, Heath!… Le aconsejo, caballero, que si proyecta alguna excursión a los Catskills se dirija al Automóvil club, que le proporcionará un itinerario. El que yo seguí quizá no le convenga.

Y se volvió a Markham para indicar que prefería dirigirse a un igual.

El magistrado preguntó:

—Dígame, mister Pfyfe… ¿Conocía usted enemigos a mister Benson?

Pfyfe pareció reflexionar, y dijo:

—Ninguno cuya animosidad pudiera llegar hasta el crimen.

—Sin embargo, deja usted suponer que tenía enemigos. ¿Puede decirnos algo más?

Pfyfe, con un gesto gracioso, acarició su bigote y se puso el índice en la mejilla en actitud de pensativa perplejidad.

—Su pregunta, mister Markham —dijo trabajosamente—, suscita una cuestión que no me atrevo a abordar, aunque quizá será preferible que hable. Al fin y al cabo, entre caballeros… Alvin, como muchos hombres, tenía…, ¿cómo lo diré?…, cierta inclinación por el bello sexo…

Esperaba un cumplimiento de Markham por el tacto con que había expresado tan delicada verdad. Y el otro aprobó amablemente.

—Como usted comprenderá —prosiguió diciendo Pfyfe—, Alvin no tenía lo que agrada a las mujeres —en aquel momento se notaba que Pfyfe se consideraba muy distinto a su difunto amigo—. Pues bien: Alvin se daba cuenta de lo que le faltaba, y a menudo… No sé referir este detalle… Bueno: a menudo empleaba con las mujeres procedimientos que no emplearíamos usted ni yo… A decir verdad, y me cuesta declararlo, solía imponerse a esas pobres criaturas con métodos astutos…

Calló, como impresionado por la conducta de Benson y por la apariencia desleal de su revelación.

—¿Piensa usted en alguna mujer a la que Benson pudo tratar así? —interrogó el magistrado.

—En ninguna mujer, pero sí en un hombre que se interesaba por ella. Ese hombre amenazó a Alvin. Me cuesta trabajo revelarlo… Bien es cierto que tengo la excusa de que la amenaza fue hecha en público, tuvo otros testigos…

—Pues no puede acusársele de revelar un secreto —observó Markham.

Pfyfe dio las gracias con un movimiento de cabeza.

—La escena —dijo modestamente— ocurrió en una pequeña reunión que para mi desgracia organicé.

—¿Quién era ese hombre?

—No sé si decirlo… ¡Compréndame!… Por otra parte, callando su nombre, perjudico al desgraciado Alvin… Era el capitán Phillip Leacock.

Y un profundo suspiro dio curso a su emoción.

—Supongo que no me pedirá usted el nombre de la mujer.

—No es necesario —repuso Markham—. Pero me gustaría que refiriese usted el incidente.

Pfyfe, para acceder a ello, tomó un aire de paciente resignación.

—Alvin estaba muy prendado de la mujer en cuestión. La cortejaba asiduamente, lo cual desagradaba al capitán. En la reunión a que yo le había invitado, lo mismo que a Benson, cruzaron palabras molestas y, ¿por qué no decirlo?, groseras. Como había corrido el vino, Benson había perdido su prudencia habitual. El capitán, en un acceso de cólera, le dijo que, si no dejaba en paz a aquella mujer, le costaría la vida, y llegó hasta a sacar un revólver del bolsillo.

—¿Un revólver o una pistola automática? —preguntó Heath.

Pfyfe despreció la interrupción, hizo un gesto de cansancio y siguió, dirigiéndose a Markham:

—Me he equivocado. No era un revólver, sino una pistola automática reglamentaria. Realmente, no lo vi bien…

—¿Dice usted que había más testigos?

—Varios invitados, sí, aunque no recuerdo fijamente sus nombres. Concedí poca importancia al incidente. Puede decirse que lo había olvidado por completo antes de leer el relato de la muerte del desgraciado Alvin. Entonces recordé de pronto el desdichado incidente, y pensé para mí: «¿Por qué no contárselo al fiscal de distrito?…».

—Pensamientos que respiran y palabras que abrasan —murmuró Vance, que durante toda la entrevista había permanecido sentado y con expresión de abrumador aburrimiento.

Pfyfe se ajustó de nuevo el monóculo y lanzó a Vance una mirada de censura.

—¿Decía usted, mister…?

Vance le sonrió, conciliador.

—Era una cita sacada de Gray. Hay momentos en que me voy instintivamente hacia la poesía… A propósito: ¿conoce usted por casualidad al coronel Ostrander?

Pfyfe miró a Vance fríamente, pero su mirada tropezó tan sólo con una cara sin expresión alguna.

—Le conozco —respondió altivamente.

—¿Se hallaba presente el coronel cuando ocurrió el incidente? —preguntó Vance, con sencillez.

—Ahora que usted lo dice, creo recordarlo —contestó Pfyfe, frunciendo el ceño.

Pero Vance miraba distraídamente por el balcón, y Markham, contrariado por la interrupción, se esforzaba en dar un giro agradable a la entrevista. Pfyfe, a pesar de su locuacidad, tenía pocas ganas de informarnos. Siempre iba a parar al capitán Leacock; era evidente que, no obstante sus protestas, daba a la amenaza más importancia de la que insinuaba. Markham le interrogó por espacio de una hora, sin enterarse de nada nuevo. Cuando Pfyfe se levantó para salir, Vance le saludó y le miró con maliciosa bonachonería para decirle:

—Ahora, mister Pfyfe, que está usted en la ciudad y que ha tenido la mala suerte de no poder regresar antes, supongo que se quedará hasta el fin de las diligencias.

Una expresión de asombro se pintó en las facciones habitualmente tranquilas de Pfyfe.

—No pensaba quedarme.

—Pues convendría, si puede ser —insistió Markham, quien, estoy convencido, no había tenido la intención de pedírselo antes que Vance hubiera hablado.

Pfyfe vaciló, y luego hizo un ademán elegante de resignación.

—Desde luego que me quedaré. Cuando vuelvan a tener necesidad de mis servicios, me encontrarán en el Hotel Ansonia.

Se expresaba con exaltada condescendencia, y al retirarse dedicó una magnánima sonrisa de despedida a Markham. Pero esa sonrisa no brotaba del interior. Parecía como si la hubiese ajustado en su cara la mano invisible de un escultor, y únicamente afectó a los músculos que mueven los labios.

En cuanto Pfyfe salió de la habitación, Vance dirigió a Markham una mirada de contenido regocijo.

—«Elegancia, agilidad y ritmo de oro…» Pero, mi querido Markham, no se fíe usted de la poesía. Nuestro ciceroniano amigo es un fabricante incansable de desengaños.

—Si lo que trata de decir es que Pfyfe es un embustero dulzarrón —comentó Heath—, no estoy de acuerdo con usted. Creo que lo que nos ha dicho de la amenaza del capitán es la pura verdad.

—¡En cuanto a eso, sí! ¡Naturalmente que es verdad!… ¿Sabe usted, Markham, que el caballeresco mister Pfyfe sufrió una terrible desilusión al ver que usted no insistió en que revelase el nombre de miss Saint-Clair? Me temo que este Leandro no habría sido capaz jamás de cruzar a nado el Helesponto por una mujer.

—Sea o no sea nadador —exclamó Heath, con impaciencia—, nos ha proporcionado una pista.

Markham reconoció que la narración de Pfyfe había aportado materialmente pruebas a las ya existentes contra Leacock.

Poco después de partir llegó el comandante Benson, a quien Markham invitó a que se reuniera con nosotros.

—Acabo de ver que Pfyfe se marchaba en un taxi —dijo, sentándose—. ¿Le ha interrogado sobre los asuntos de Alvin? ¿Ha aportado alguna luz?

—Así lo espero —repuso suavemente Markham—. A propósito, comandante… ¿Qué sabe usted del capitán Leacock?

El comandante, asombrado, levantó la vista.

—¿Ignora usted que era capitán de mi regimiento?… Creo que conocía mucho a Alvin, pero me parece que no se entendían muy bien… ¿Se sospecha de él?…

Markham no respondió a la pregunta.

—¿Asistió usted a una reunión dada por Pfyfe y en la cual el capitán amenazó a su hermano?

—Recuerdo haber ido una o dos veces a casa de Pfyfe. En general, no me gustan esas reuniones; pero Alvin estaba convencido de que asistir a ellas era buena política comercial.

Mientras decía esto, miraba fijamente hacia adelante, como si buscara un recuerdo olvidado.

—No me acuerdo de nada… ¡Ah!… Si se refiere usted a eso, no hay que tomarlo en cuenta… Aquella noche estábamos todos un poco idos…

—¿Sacó el capitán su revólver? —le preguntó Heath.

El comandante repuso:

—Ahora que usted lo dice, creo recordar ese gesto…

—¿Vio usted el arma? —continuó Heath.

—No.

Markham reanudó el interrogatorio:

—¿Cree usted a Leacock capaz de matar?

—Difícilmente. No es ningún bruto. En cambio, la mujer que causa enredos es muy capaz de semejante acción.

Siguió un silencio, que Vance se apresuró a interrumpir diciendo:

—¿Qué sabe usted de Pfyfe, ese lindo maniquí, ese tierno corazón? ¡Vaya pájaro! ¿Tiene historia o su presencia es la única prueba de su vida?

—Leander Pfyfe es el tipo del joven moderno que no hace nada. Y digo joven aunque se halle cerca de la cuarentena… Ha estado muy mimado y acostumbrado a tener todo lo que quería… Gustó en exceso de todos los placeres… Estuvo dos años cazando fieras en África y contó sus aventuras en un libro… Desde entonces no ha hecho nada… Se ha casado, creo que por dinero, con una bruja muy rica… Pero el suegro tiene los cordones de la bolsa y sólo le pasa una módica pensión… Y se dedica a gastarla.

El comandante había hablado como si no abrigara prejuicios y no concediera importancia al individuo en cuestión; pero dedujimos que detestaba a Pfyfe.

—No resulta simpático —dijo Vance—. ¡Va tan perfumado!

—De todos modos —objetó Heath—, se necesita ánimo para matar fieras. Y, querido comandante, quien mató a su hermano era hombre animoso. Disparó sobre él estando despierto y con una criada en casa…

—¡Qué perspicacia! —exclamó Vance.