10 - La eliminación de un inculpado

(Sábado 15 de junio, 5.30 de la tarde)

Cuando se presentó el ama de llaves, era mucho más dueña de sí misma que la víspera. Nos miró de arriba abajo con aire de inquina e indomable. Markham la saludó y Vance, levantándose, le indicó un sillón Morris, blando y bajo, muy cercano a la chimenea y enfrente de las ventanas. La mujer se sentó en el borde y colocó sus codos sobre los anchos brazos del sillón.

—He de hacerle algunas preguntas, mistress Platz —dijo Vance, mirándola severamente—. Para todos es conveniente que usted diga la verdad. ¿Comprendido?

La amena desenvoltura de Vance había sido sustituida por una implacable severidad. La mujer levantó la cabeza; su rostro no expresaba nada, pero sus labios flácidos estaban apretados, y su mirada, llena de inquietudes. Vance, tras esperar un instante, dijo, pronunciando claramente cada palabra:

—¿A qué hora vino la dama el día del crimen?

Mistress Platz no se movió, pero sus ojos se abrieron mucho para contestar:

—No vino nadie.

—¡Vino alguien! —replicó Vance, con gran firmeza en la voz—. ¿A qué hora?

—Le repito que no vino nadie.

Vance encendió lentamente un cigarrillo, fijando sus ojos en los de la mujer, que de pronto bajó los párpados. Entonces se acercó a ella y dijo rotundamente:

—Si dice usted la verdad, no se le hará daño. Si se niega a darnos los informes que necesitamos, habrá que marearla. Callar es un crimen, y la Ley es implacable.

Vance hizo una mueca de soslayo a Markham, que escuchaba con gran interés.

La mujer empezó a dar señales de agitación. Apretó los codos contra el cuerpo, y su respiración se aceleró.

—¡Lo juro por el nombre de Dios! No vino nadie.

Una leve ronquera fue la prueba de la emoción que la dominaba.

—Dejemos en paz a la divinidad —apuntó Vance al desgaire—. ¿A qué hora vino esa señora?

Los labios de la mujer continuaban tercamente cerrados. Se produjo un pesado silencio. Vance fumaba con mucha calma. Markham esperaba inmóvil, con el cigarro entre el índice y el pulgar. Vance, impasible, preguntó nuevamente:

—¿A qué hora estaba aquí?

El ama de llaves se retorció nerviosamente las manos.

—Ya le he dicho… Le juro…

Vance tendió el brazo perentoriamente y dijo con glacial sonrisa:

—Está usted equivocada. Lo que hace es una tontería. Hemos venido aquí para saber la verdad, y tiene que decírnosla.

—Ya la he dicho.

—¿Quiere que la detenga el procurador?

—He dicho la verdad.

Vance aplastó su cigarro en un cenicero.

—Perfectamente. Ya que se niega a hablar de la joven que vino por la tarde, voy a hablarle de ella —parecía muy seguro de lo que decía, y la mujer le miraba con inquietud—. Al anochecer del día del crimen llamaron a la puerta. Quizá mister Benson había avisado previamente de que esperaba una visita. El caso es que usted abrió la puerta e hizo pasar aquí a una encantadora joven. ¿Qué pensaría usted, señora mía, si yo afirmase que se sentó precisamente en el mismo sillón donde usted se ha sentado tan mal? —sonrió cruelmente—. Después, usted misma sirvió el té a mister Benson y a la joven, que no tardó en marcharse. Y entonces mister Benson subió a vestirse… Ya ve usted cómo estoy enterado… —encendió un cigarrillo—. ¿Se fijó usted en aquella mujer? En caso contrario, voy a describírsela. Es baja, morena, de ojos oscuros y sencilla en el vestir.

En mistress Platz se había operado un cambio. Tenía los ojos inmóviles, pálidas las mejillas, ruidosa la respiración.

—¿Tiene usted, señora, alguna cosa que decir?

Suspiró:

—No vino nadie.

Era admirable su terquedad. Vance la miraba, y Markham, que iba a hablar, se contuvo.

—Su actitud es muy comprensible —declaró Vance—. Las dos tienen razones personales para desear que no se sepa que la joven estuvo aquí.

Al oír estas palabras, la doméstica se levantó horrorizada y exclamó:

—¡Nunca la había visto!

Pero calló súbitamente.

—¡Vaya! —masculló Vance, sonriente—. ¿No la había visto nunca? Es posible. En cualquier caso, no tiene importancia. Es simpática, ¿verdad?, a pesar de que tomara a solas una taza de té con mister Benson.

—¿Le ha dicho ella misma que vino? —preguntó mistress Platz débilmente porque la crisis la había descompuesto.

—Precisamente eso no. Además, no era necesario, porque ya lo sabía yo antes de que me lo dijera… ¿Cuándo llegó?

—Cosa de media hora después del regreso de mister Benson —el ama de llaves renunciaba ya a las mentiras y a las escapatorias—. Él no la esperaba; por lo menos, no me había anunciado su visita, y no encargó el té antes de que llegara ella.

Markham intervino.

—¿Por qué no me dijo que había venido cuando se lo pregunté esta mañana?

La doméstica miró a su alrededor con precaución.

—Me parece —explicó amablemente Vance— que mistress Platz tuvo miedo de que usted sospechara injustamente de la joven.

Y mistress Platz se agarró desesperadamente a esta excusa.

—¡Sí, señor! Eso es. Temí que usted pudiera creer que ella había cometido el crimen. Es tan buena, tan bonita… Únicamente por eso…

—Lo creo —repuso Vance con voz consoladora—. Pero ¿no le chocó que una muchacha tan simpática fumara cigarrillos?

Al temor sucedió el asombro.

—Me chocó… Pero no era una chica mala… La verdad… Hoy fuman la mayoría de las muchachas… Y quizá no hacen cosas que hacían las de antes…

—Tiene usted razón —aseguró Vance—. Pero no debieran echar los cigarrillos a la chimenea, debajo de la estufa de gas.

La mujer le miraba perpleja y como temiendo que le tomara el pelo.

—¿Hizo eso? —y se inclinó hacia la chimenea—. Pues esta mañana no he visto cigarrillos.

—Ni ha podido verlos. Un detective los recogió y limpió, en su lugar, esta misma mañana.

La mujer interrogó a Markham con los ojos. ¿Había de tomar en serio la observación de Vance, cuyas maneras y cuya afable voz la tranquilizaban?

—Ahora ya estamos de acuerdo —dijo mi amigo—. Mientras estuvo aquí la joven, ¿notó usted algo particular, mistress Platz? Diciendo la verdad hará un favor, tanto a ella como a nosotros, que sabemos que la muchacha es inocente.

La doméstica miró a Vance largamente y con desconfianza, como si juzgara su sinceridad. El examen debió de ser favorable, porque respondió con entera franqueza:

—No sé si esto podrá interesarle. Cuando entré con los toasts, mister Benson discutía con ella. La muchacha parecía contrariada por algo que había de suceder y le pedía que la relevara de una promesa que le había hecho. Sólo estuve presente un momento, por lo cual no me enteré de gran cosa. Cuando salí, mi señorito se echó a reír y afirmaba que todo era mentira y que no pasaría nada.

Mistress Platz se detuvo y esperó ansiosamente. Parecía temer que sus declaraciones hicieran más mal que bien a la joven.

—¿Nada más? —preguntó Vance con una voz que indicaba que la cuestión no tenía importancia.

—Eso fue todo lo que oí… Pero… Sobre la mesa había un joyerito azul…

—¡Vaya! ¿Y de quién era?

—No lo sé. La joven no lo había traído, y yo no lo había visto nunca en casa.

—¿Contenía joyas?

—Sí.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Porque cuando se marchó mister Benson quité el servicio de té, y la cajita aún estaba sobre la mesa.

—Usted, claro está, imitó a Pandora —añadió Vance, sonriendo—. Es muy natural; yo hubiera hecho lo mismo.

Retrocedió, saludando.

—Nada más, mistress Platz… No se preocupe por esa joven… No le pasará nada.

Cuando hubo salido, Markham, sacudiendo la ceniza de su cigarro, se acercó a Vance y le preguntó:

—¿Por qué no me ha dicho usted que tenía informes desconocidos por mí?

Vance arqueó las cejas en señal de protesta y extrañeza.

—¿A qué se refiere usted?

—¿Cómo sabía usted que miss Saint-Clair vino por la tarde?

—No lo sabía, sino que lo he presumido. En la chimenea había colillas suyas y, como yo sabía que no vino por la noche, deduje que había venido antes. Por otra parte, como Benson había regresado a las cuatro, supuse que miss Saint-Clair había venido entre las cuatro y el momento de su partida para cenar. Es un silogismo elemental.

—¿Cómo sabía usted que ella no estuvo aquí por la noche?

—Las apariencias psicológicas no me han dejado duda alguna respecto a eso. Ya le dije que el crimen no había sido cometido por ninguna mujer. Mis hipótesis metafísicas… Dejemos esto. Ayer por la mañana estuve en el mismo lugar que ocupaba el criminal y seguí la trayectoria de la bala tomando la cabeza de Benson y el impacto en la madera como puntos de vista. Entonces, sin medidas de ninguna clase, me enteré de que el asesino era alto.

—Muy bien… Pero ¿cómo supo usted que ella se había ido de aquí antes que Benson? —inquirió Markham.

—Porque tuvo que vestirse. Las mujeres no salen por la tarde con ropa de noche.

—Entonces, ¿cree usted que fue Benson quien trajo los guantes y el bolso?

—Los trajo alguien que, desde luego, no era miss Saint-Clair.

—Perfectamente —repuso Markham—. ¿Y cómo sabe usted que se sentó en ese sillón Morris?

—¿Desde qué otro asiento hubiera podido arrojar sus colillas a la chimenea? Las mujeres tienen fama de mal tino, aun cuando tengan la costumbre de arrojar las puntas de cigarrillo a las chimeneas.

—La deducción es sencilla —comentó Markham—. ¿Cómo sabía usted que ella tomó el té aquí, si no tenía informes particulares?

—Me da vergüenza decírselo, pero la humillante verdad es que me enteré por el samovar… Ayer noté que se habían servido de él y no lo habían vaciado ni enjuagado.

Markham, a la vez divertido y desdeñoso, movió la cabeza para decir:

—Me parece que ha caído usted al lamentable nivel de los investigadores que se fían de las pruebas materiales.

—Precisamente por eso me daba vergüenza… De todos modos, las solas deducciones psicológicas no determinan los hechos reales, sino únicamente los posibles. Como es natural, hay que ver las otras condiciones. En este caso, las indicaciones suministradas por el samovar han sido la base de una suposición, de un descubrimiento, que me han servido para hacer hablar al ama de llaves.

—No se puede negar su éxito —reconoció Markham—. Pero me gustaría saber por qué se le ocurrió decirle a esa mujer que se interesaba por la joven. Es una observación de que usted conocía de antemano la situación.

Vance se puso serio para replicar:

—Le doy mi palabra, Markham, de que no sabía nada. He lanzado esa acusación, que creía falsa, simplemente para tenderle una trampa. Y ella ha picado. Confiese mi acierto. Ciertamente, no comprendo por qué el ama de llaves tenía miedo. Pero eso carece de importancia.

—Quizá —respondió Markham, dubitativo—. ¿Qué opina usted del joyero y de la discusión entre Benson y la joven?

—De momento, nada. No me lo explico.

Tras unos momentos de silencio, dijo con inusitada gravedad:

—Siga mi consejo, Markham, y abandone esas pistas. Le aseguro que la joven no ha participado en el crimen. Déjela tranquila, y más tarde se alegrará.

Markham se sentó con ceño adusto y la mirada perdida en el vacío.

—Estoy seguro de que usted piensa que sabe algo.

Cogito, ergo sum —murmuró Vance—. Ya sabe usted que he sentido siempre bastante inclinación hacia la filosofía naturalista de Descartes. Esta consistió en arrancar de la duda universal y en asentar el conocimiento positivo en la conciencia de sí mismo. Tanto Spinoza, con su panteísmo, como Berkeley, con su idealismo, equivocaron por completo el sentido del entimema favorito de su precursor. Descartes fue brillante hasta en sus errores. Su método de razonamiento, a pesar de todas sus inexactitudes científicas, dio un nuevo alcance a los símbolos del análisis. Después de todo, si el entendimiento ha de funcionar con eficacia, es preciso saber combinar la precisión matemática de las ciencias naturales con las especulaciones puras, como son las astronómicas. Por ejemplo, la doctrina de Descartes acerca de los torbellinos…

—¡Por favor, cállese usted! —gruñó Markham—. No le insto a que revele su preciosa información. ¿Para qué, pues, abrumarme con una conferencia sobre la filosofía del siglo diecisiete?

Un breve silencio siguió a esas palabras.

—Sea como sea —dijo Vance, sin darle importancia a la pregunta—, ¿admite usted que al eliminar esas colillas de cigarrillo que tanto nos molestan he borrado de la lista de sospechosos a miss Saint-Clair?

Markham no contestó en seguida. No había duda de que lo ocurrido durante la última hora había hecho en él profunda mella. Ya no restaba importancia a Vance, a pesar de su constante oposición; sabía que éste, con toda su versatilidad, era fundamentalmente serio. Markham tenía, además, un sentido de la justicia magníficamente desarrollado. Aunque terco en ocasiones, no era de criterio estrecho; jamás le vi cerrar su cerebro a las posibilidades de verdad, por mucho que éstas contradijesen sus propios intereses.

No me sorprendió, pues, en absoluto que levantase la vista, por último, hacia Vance con una bondadosa sonrisa de rendición.

—Ha demostrado usted su aserto —dijo—; yo lo acepto con la debida humildad y le quedo agradecidísimo.

Vance caminó con expresión de indiferencia hacia la ventana, y miró al exterior.

—Me hace feliz comprobar que es usted capaz de dar por buenas aquellas pruebas que el razonamiento humano no puede rechazar a la ligera.

Yo venía observando continuamente, en las relaciones de aquellos dos hombres, que siempre que uno de ellos decía algo que lindaba con la generosidad, el otro contestaba cortando el paso a toda exteriorización sentimental. Parecía como si ambos deseasen que ese lado más íntimo de la mutua consideración que se tenían quedase oculto al resto de los mortales.

Por eso Markham no se dio por enterado de la estocada de Vance.

—¿Se le ocurre a usted acaso alguna hipótesis encaminada a esclarecer el problema de quién ha sido el asesino de Benson, aparte de las hipótesis negativas que pueda usted ofrecer? —preguntó.

—¡Muchas! —dijo Vance—. Tengo un sinfín de ideas.

—¿Puede usted reservarme a mí una sola, pero que sea buena?

Markham remedaba el tono festivo de Vance.

Este último pareció reflexionar.

—Pues bien: yo le aconsejaría, para empezar, que buscase a un hombre de elevada estatura, temperamento frío, familiarizado con las armas de fuego, buen tirador y con bastante relación con el difunto…; un hombre que sabía que Benson iba a cenar con miss Saint-Clair, o que tenía razones para sospecharlo.

Markham miró estrechamente a Vance durante algunos momentos.

—Creo comprender… No es una mala hipótesis, desde luego. Voy a decir inmediatamente a Heath que compruebe cuidadosamente lo que hizo Leacock la noche del crimen.

—¿De veras? —exclamó Vance, yendo distraídamente al piano.

Markham le miró asombrado. Iba a hablar, pero Vance se había puesto ya a tocar una cancioncilla de café cantante que empezaba así:

Hay gorriones en la viña…