(Sábado 15 de junio, 4 de la tarde)
Cuando Markham le dio a Heath los resultados del interrogatorio por teléfono, regresamos al Stuyvesant Club. Los sábados el procurador salía de su despacho a la una. Aquel día, a causa de la visita de miss Saint-Clair, era mucho más tarde.
Markham estuvo silencioso y pensativo hasta nuestra llegada al salón de fumar. Entonces dijo:
—¡Dios mío! No debiera haberla dejado partir. ¡Estoy convencido de que es culpable!
Vance hizo como que no le creía.
—Veo que es usted psíquico. Siempre lo ha sido. Seguramente se han realizado muchos de sus sueños; estoy seguro de que algún amigo le habrá telefoneado en el preciso momento en que usted pensaba en él. ¡Oh, qué don más admirable!… ¿Sabe usted leer las rayas de la mano? ¿Por qué no hace el horóscopo de esa joven? Hasta ahora la creía usted inocente y no fundaba su creencia en cosa más sólida que sus impresiones.
—Bueno. Yo sé que ella es inocente. Es más: sé que el tiro no lo disparó una mujer.
—No abrigue usted la falsa idea de que una mujer no puede utilizar un Colt militar de cuarenta y cinco milímetros.
Vance se encogió de hombros, prescindiendo de la observación.
—Las indicaciones materiales —dijo— no entran en mis cálculos. Las dejo para usted, que es magistrado, y para quienes tienen los deltoides salientes. No tengo otros medios más seguros de llegar a la solución. Por eso le digo que al detener a esa mujer comete usted un yerro vergonzoso.
Markham gruñó de indignación:
—No obstante, creo que usted desprecia el razonamiento por deducción que llevaría a una conclusión inmediata. ¿Acaso ha renunciado usted a creer en las facultades del espíritu humano?
—¡Oíd la voz del pueblo de Dios!… —exclamó Vance—. Profesa usted el principio de que lo que usted no sabe no existe, y de que, por consiguiente, lo que usted no comprende no puede explicarse. Es un punto de vista muy cómodo, porque libra de la preocupación que representa la incertidumbre. ¿Verdad que el mundo es un sitio agradable y maravilloso?
Markham había tomado el partido de soportarlo todo con buen humor.
—Hablaba usted, cuando almorzábamos, de un método infalible para descubrir crímenes. ¿Quiere comunicar ese inestimable y profundo secreto a un simple magistrado?
Vance se inclinó exageradamente[5].
—Encantado —respondió—. Hablaba de ciencia del carácter, de psicología de la naturaleza humana. Cada cual obra según su temperamento; todo acto humano, por importante o por fútil que sea, es la expresión directa de una personalidad cuyo sello indeleble lleva. Así como un músico puede decir, viendo una página de música, si es de Beethoven, Schubert, Debussy o Chopin; así como un pintor sabe, mirando una tela, si es un Corot, un Harpignies, un Rembrandt o un Frantz Hals; así como no hay dos caras iguales, tampoco hay dos caracteres absolutamente semejantes. La combinación de los elementos que componen nuestra personalidad varía en cada cual; por eso, si veinte artistas pintan el mismo asunto, lo conciben y lo ejecutan de veinte maneras distintas; cada cuadro es la expresión de la personalidad del pintor… Es sencillo esto, ¿verdad?
—Indudablemente, sus teorías están al alcance de un artista —dijo Markham con indulgencia—. Pero sus refinamientos metafísicos confieso que no son para un filisteo como yo.
—El espíritu orientado hacia el error se aparta del noble camino —suspiró Vance.
—Hay alguna diferencia entre el arte y el crimen —repuso Markham.
—Psicológicamente, no, querido —replicó Vance—. El crimen se basa en los factores fundamentales de la obra de arte: concepciones, técnica, imaginación, ataque, método y organización. Además, los crímenes son tan variados en su manera, en su aspecto y en su naturaleza como las obras de arte. Realmente, un crimen bien preparado revela a un individuo tanto como un cuadro; por eso es muy posible atribuirlo a alguien. Así como el perito puede analizar un cuadro y descubrir al pintor, su temperamento y su personalidad, el psicólogo puede analizar un crimen y decir el autor, si le conoce, o describir con precisión casi matemática la naturaleza y el carácter del criminal. Este, mi querido amigo, es el único medio eficaz de determinar la culpabilidad humana. Los otros no son más que acertijos poco científicos y peligrosos.
Vance había hablado con desenvoltura; pero la misma serena seguridad de sus palabras daba a éstas una rara autoridad. Markham, que le había oído sin tomarlo muy en serio, objetó:
—Su sistema no tiene en cuenta los motivos.
—Porque en la mayoría de los crímenes no interviene ese factor. Todos tenemos razones para matar a una veintena de hombres; razones que son tan buenas como las que determinan el noventa y nueve por ciento de los crímenes. Cuando es asesinado un individuo, siempre hay una docena de inocentes con razones para haberle matado tan serias como las del criminal. Ya sabe usted que no se es culpable porque se tenga un motivo para serlo. Por lo demás, esos motivos pertenecen a la Humanidad entera. Sospechar que un hombre haya matado porque tenga un motivo para ello sería tan simple como sospechar que un hombre, porque tiene piernas, haya raptado a la mujer de su vecino. ¿Por qué unos matan mientras otros no lo hacen? Simple cuestión de temperamento, de psicología individual. Todo se reduce a eso… Otra cosa: cuando un individuo posee un motivo serio, poderoso, irresistible, es capaz de mantenerlo oculto. Su motivo puede permanecer ignorado mientras prepara su crimen, o, por el contrario, puede nacer bruscamente cinco minutos antes si descubre de repente hechos que existían diez años antes… Por tanto, puede decirse que la ausencia de motivo aparente es más grave que la existencia visible de un motivo.
—Veo que usted experimentará alguna dificultad para vencer la idea de cui bono cuando considere un asunto criminal.
—Naturalmente —asintió Vance—. Esa idea del cui bono es hasta demasiado estúpida para atacarla. ¡Hay tantas personas a quienes aprovecha una muerte! Con esa teoría pudieran ser detenidos todos los miembros de la Sociedad de Autores.
—De todas maneras —insistió Markham—, la ocasión no es un factor despreciable. Y por ocasión entiendo la infinidad de circunstancias y de condiciones que hacen un crimen posible, fácil, útil.
—Tampoco interviene ese factor —afirmó Vance—. Tenga usted en cuenta que todos los días tenemos ocasión de matar a los que detestamos. Anoche, sin ir más lejos, tenía yo en casa a comer a diez calaverones. ¡Son los trabajos mundanos! Confieso que me costó mucho no poner arsénico en el pontet canet. Pero los Borgia y yo pertenecemos a distintas categorías psicológicas. Por lo demás, si yo hubiera estado decidido a matar, habría producido la ocasión, como los ingeniosos patricios del siglo quince… Ahí está el quid… Cabe crearse una obligación o disimular la que se ha creado con astucias y emboscadas. ¿Recuerda usted a aquel asesino que rogó a los agentes que forzaran la puerta de su víctima, alegando que temía alguna desgracia, y que, adelantándose a ellos, apuñaló, mientras los policías aún subían la escalera, a quien pensaba apuñalar[6]?
—Pero ¿y la proximidad? ¿No significa nada la prueba de que el asesino estaba presente en el momento del crimen?
—Otro caso de error —dijo Vance—. Muy a menudo, la presencia de un inocente sirve de escudo al criminal. Un hábil asesino puede cometer un crimen a distancia, con tal que en el sitio preciso tenga un agente de su voluntad. Además, también se puede estar en el lugar del crimen sin ser descubierto. ¡Hay tantas maneras de estar presente cuando a uno le creen ausente, y viceversa! Pero nadie puede desprenderse de su individualidad ni de su naturaleza. Por eso todos los crímenes, sin excepción, se reducen a la psicología humana, base invariable de deducción.
—Me asombra —comentó Markham— que con esas teorías no preconice usted el despido de nueve décimas partes de la Policía, que serían ventajosamente sustituidas por una o dos de esas grandes máquinas psicológicas tan apreciadas por los redactores del Sunday Magazine.
Vance, que fumaba y reflexionaba, dijo:
—Me he enterado. ¡Vaya unos juguetes! Quizá indican también una tensión emotiva mayor cuando el sujeto pasa de un lugar común a un problema trigonométrico. Si se ata a un inocente a los tubos, a los galvanómetros, a los imanes magnéticos, a las placas de vidrio y a los resortes de cobre de semejante aparato y se le pregunta acerca del último crimen, el terror del paciente hará que la aguja indicadora salte como un bailarín ruso.
Markham sonrió, diciendo:
—Casi supongo que la aguja estará inmóvil cuando aten a un culpable.
—¡Ni hablar! —respondió Vance tranquilamente—. La aguja saltará de derecha a izquierda. Pero no porque sea culpable… Si se trata de un imbécil la aguja oscilará porque al paciente le contrariará ese refinamiento de tortura ultramoderna. Si se trata de un inteligente, la aguja oscilará porque al paciente le divertirá interiormente la puerilidad de una justicia capaz de tales idioteces.
—La cabeza me da vueltas a causa de tantas preocupaciones —dijo Markham—. Como soy un pobre profano que cree que la criminalidad es una debilidad del espíritu…
—Lo es. Y, por desgracia, la padece toda la Humanidad. Los virtuosos no tienen el valor de sus defectos. Sin embargo, si usted alude a un tipo criminal, no nos entenderemos. ¿Conclusión? Los niños bonitos de las revistas científicas de tapas amarillas han inventado la idea del criminal nato. Verdaderos sabios como Du Bois, Karl Pearson y Goring han reducido a la nada esas teorías estúpidas e incompletas[7]…
—Sucumbo al peso de su erudición —dijo Markham, mientras hacía una seña al camarero para que trajese más cigarros—. Pero me consuelo pensando que, por regla general comprobada, el crimen se revela por sí solo.
Vance fumaba en silencio, miraba pensativamente el brumoso cielo de junio, y dijo por fin:
—Es asombroso, Markham, el número de ideas absurdas que hay sobre los criminales. ¿Cómo una persona sensata puede creer en la vieja alucinación de que el crimen se revela por sí solo? Entonces, ¿para qué serviría la Policía y para qué serviría esa actividad de derviche danzante cuando se encuentra un cadáver? La culpa la tienen los poetas. Probablemente, quien empezó fue Chaucer con aquello de que el crimen habla. Siguió Shakespeare dando al crimen un órgano maravilloso que hacía las veces de lengua. Y probablemente otro poeta concibió la idea de que los cadáveres sangran a la vista de su asesino… ¿Se atrevería usted, el protector de los fieles, a rogar a la Policía que esperase tranquilamente en sus despachos, en sus clubs y en sus cafés, donde vive habitualmente, a que el crimen hubiera hablado? De hacer usted eso, pedirían su detención como cómplice del crimen o su encierro como lunático[8].
Markham se echó a reír. Estaba ocupado en cortar y encender su cigarro.
—Otra de las ilusiones de ustedes —continuó diciendo Vance— es creer que el asesino vuelve al lugar del crimen. Esa extraña creencia tiene un vago fundamento psicológico; pero le advierto que la psicología no enseña semejantes estupideces. Si el criminal vuelve junto a su víctima por motivo distinto que el de escamotear el crimen, es digno del manicomio. De ser esa idea cierta, resultaría muy fácil trabajar. No habría más que sentarse en el lugar del hecho y jugar al bezigue o al mah-jong, esperando el regreso del asesino. Pero el verdadero instinto psicológico consiste en huir al último confín de la Tierra.
—Mas en el caso que nos ocupa —puntualizó Markham— no permanecemos inactivos esperando que hable el crimen o que vuelva el asesino a casa de Benson.
—Pues le advierto —replicó Vance— que esos procedimientos le llevarían al éxito tan rápidamente como el que sigue.
—Desprovisto de su notable perspicacia —repuso Markham—, no puedo más que seguir el falible discurso de la razón humana.
—Claro está —comentó Vance con lástima—. Pero hasta aquí el resultado de su actividad me obliga a concluir que un adarme de lógica de jurista puede hacer que un hombre resista los ataques heroicos y obstinados del sentido común.
Markham estaba indignado.
—¿Otra vez la inocencia de Saint-Clair? Ya que ninguna prueba tangible nos indica otra pista, reconocerá usted, por lo menos, que no tengo dónde elegir.
—No reconozco nada. Le aseguro que hay muchas pruebas que indican otra dirección; lo que ocurre es que usted no las ve.
—¿Lo cree usted así?
La firmeza despreocupada de Vance podía con la ecuanimidad de Markham.
—Perfectamente. Niego con todas mis fuerzas sus tan hermosas teorías, y le desafío a que ponga de relieve una de las pruebas que, según usted, existen.
Hablaba con voz tajante y con gestos rápidos y agresivos. Para él se había cerrado la discusión. Y me pareció que Vance se enfadaba un poco.
—Bien sabe, querido Markham, que no soy ni el vengador de la sangre derramada ni el campeón de honor de la sociedad. Es un papel que me fastidiaría.
Markham sonrió desdeñosamente, sin contestar. Vance fumó unos momentos con aire preocupado. Con gran asombro mío, se dirigió hacia Markham y le dijo con la calma habitual de su voz:
—Acepto el reto. No entra en mis aficiones, pero me interesa el problema. Ofrece las mismas dificultades que el asunto del Concierto campestre. Se trata de una identificación[9].
Markham, que iba a darle una chupada al cigarro, se detuvo. Como no había deseado que su reto fuera recogido literalmente, miró a Vance con inquietud. Pero no sospechaba que Vance, al aceptar el reto, iba a trastornar toda la historia criminal de Nueva York.
—¿Qué hará usted?
Vance, con un gesto de ignorancia, dijo:
—Lo mismo que Napoleón: primero, comprometerme; luego, ya veremos. Sin embargo, necesito su palabra de que me prestará toda la ayuda posible y de que no descargará sobre mí sus profundas observaciones jurídicas.
Markham se mordió los labios. Le enojaba la manera inesperada en que Vance había recogido el reto. Y, finalmente, rió como si la cosa no tuviera importancia.
—De acuerdo. Tiene usted mi palabra. ¿Y ahora?
Un momento después Vance encendía otro cigarrillo y se levantaba poco a poco.
—Ante todo, voy a determinar la estatura del culpable. Eso, sin duda, será una buena prueba.
Markham le miraba incrédulamente.
—¿Cómo se las arreglará?
—Empleando esos medios primitivos de deducción en los que usted cree de manera tan emocionante —respondió con amabilidad—. Volvamos al lugar del crimen.
Y se dirigió hacia la puerta. Markham, irritado y perplejo, le siguió de mal grado.
—¿Sabe usted —dijo— que se han llevado el cuerpo y que en casa de Benson lo han puesto todo en orden?
—Mejor —repuso Vance—. Ya sabe usted que me disgustan tanto los cadáveres como el desorden.
Al llegar a Madison Avenue hizo parar un taxi, en el que nos indicó, sin palabras, que subiéramos.
—Eso es una tontería —dijo Markham, visiblemente disgustado, en el momento de emprender la marcha—. ¿Cómo espera encontrar indicios ahora? Todo se habrá borrado.
—¡Ay, pobre Markham! —se lamentó Vance en un tono de burlona solicitud—. A usted le hace falta mucha filosofía. Si una cosa, por ínfima que fuese, desapareciera, el Universo dejaría de existir. Quedaría resuelto el problema cósmico, y el Creador escribiría C Q F D en el vacío firmamento. La única probabilidad que tenemos de continuar la ilusión llamada vida consiste en que nuestra conciencia es como un decimal infinitamente pequeño. De niño, ¿no ha intentado usted reducir nunca a décimas el quebrado tercio, no ha cubierto una hoja de papel de treses sin eliminar jamás la fracción tercio? Si luego de alinear diez mil tercios hubiera podido eliminar el tercio más pequeño, habría resuelto el problema. Así ocurre en la vida, querido amigo. Continuamos viviendo porque no podemos borrar nada, no podemos olvidar nada.
Y miraba la roja bóveda del cielo.
Markham se había acomodado en un rincón y mascaba pensativamente un cigarro. Echaba espumarajos, rabioso por haber lanzado el reto. ¡Ya no podía retroceder! Según confesó más tarde, estaba convencido de que le arrancaban de un cómodo sillón para seguir los pasos de un loco ridículo.