7 - Informes y entrevista

(Sábado 15 de junio, 3 de la tarde)

Entramos en el viejo edificio de sucios pilares marmóreos y de herrajes pasados de moda por la puerta de la calle de Franklin y subimos directamente al cuarto piso, donde se encontraba el despacho del magistrado, que, como todo el inmueble, olía a pretérito… Sus techos altos, su revestimiento de roble macizo, su araña de bronce y porcelana que colgaba del techo hasta poca altura, el revoco de las paredes pintadas de color castaño oscuro y sus cuatro ventanas altas y estrechas, orientadas al Mediodía, hablaban de una época pasada de la arquitectura y del arte de decorar.

El suelo estaba cubierto con una ancha alfombra de terciopelo de un color castaño oscuro; las colgaduras de las ventanas eran de terciopelo del mismo color. Adosados a las paredes había varios sillones cómodos, lo mismo que delante de la gran mesa de roble que estaba colocada frente por frente del escritorio del fiscal de distrito. Este escritorio, colocado debajo de las ventanas y dominando toda la habitación, era ancho y liso, de patas talladas y con dos filas de cajones que llegaban al suelo. A la derecha del sillón giratorio de alto respaldo había otra mesa de roble tallado. Veíanse también en el despacho varios archivadores y una gran caja de seguridad. En el centro de la pared oriental había una puerta forrada de cuero y adornada con grandes cabezas de clavos de bronce; por ella se pasaba a una habitación larga y estrecha, medianera entre el despacho y la sala de espera, y en la cual tenían sus escritorios el secretario del fiscal y varios escribientes.

Enfrente de la puerta anterior había otra que comunicaba con el último reservado del fiscal de distrito; otra puerta más, en el lado opuesto de las ventanas, daba al pasillo principal.

Vance miró distraídamente a su alrededor.

—Henos aquí en el corazón de la máquina judicial —dijo, asomándose a un ventanal para contemplar la Torre de los Tombos, gris y redonda—. Y he ahí las mazmorras adonde se arroja a las víctimas de nuestras leyes para reducir la actividad criminal entre los ciudadanos. ¡Qué espectáculo más horrible, Markham!

Markham, sentado a su mesa, compulsaba unas notas.

—Me esperan —dijo sin levantar los ojos—. ¿Quieren tener la bondad de sentarse? Voy a continuar mis humildes esfuerzos para minar más la sociedad.

Oprimió un timbre colocado bajo el borde de su escritorio y apareció en la puerta un joven de expresión despierta y con gafas de gruesos cristales.

—Swacker, diga usted a Phelps que entre —ordenó Markham—. Diga también a Springer, si ha regresado de almorzar, que necesitaré verle dentro de unos minutos.

El secretario desapareció, y un momento después entró un hombre alto, de cara de ave de presa, hombros cargados y andares torpes y rígidos.

—¿Qué noticias? —preguntó Markham.

—Verá usted, jefe —contestó el detective en voz baja y rechinante—; acabo de encontrar algo que me pareció le sería a usted de utilidad inmediata. Después de mi informe de mediodía, me fui paseando hasta la casa de ese capitán Leacock, pensando que quizá me enterase de algunas cosas por los criados; pero tropecé con el capitán, que salía a la calle. Me pegué a él, y marchamos en línea recta a la casa de la dama, en el Drive, donde permanecimos más de una hora. Después marchó el capitán otra vez a su casa, llevando cara de pocos amigos.

Markham reflexionó un momento.

—Quizá eso no tenga sentido alguno, pero me alegro, de todos modos, de la noticia. Miss Saint-Clair llegará dentro de unos momentos, y ya veré cómo lo explica. No hay nada más por hoy. Diga usted a Swacker que me envíe a Tracy.

Tracy era la antítesis de Phelps: bajito, algo grueso, rezumaba un aire de melosidad calculada. Tenía la cara redonda y de expresión simpática; usaba gafas de las de resorte, y vestía a la moda y con elegancia.

—Buenos días, jefe —dijo, saludando a Markham, con inflexión de voz tranquila y simpática—; tengo entendido que esa miss Saint-Clair va a venir aquí esta tarde, y yo he descubierto unas cuantas cosas que le ayudarán a usted en el interrogatorio.

Abrió un librito de notas y se ajustó los anteojos:

—Me pareció que quizá consiguiese algunos informes de su profesor de canto, un italiano que trabajó hace tiempo en el Metropolitan y que dirige ahora una especie de sociedad coral suya. Prepara en el canto a las aspirantes a prima donnas, haciendo entrar en acción el coro y los decorados; miss Saint-Clair es una de sus alumnas favoritas. Me habló sin morderse la lengua; parece que conocía muy bien a Benson. Este acudió a varios de los ensayos de miss Saint-Clair, y otras veces fue a buscarla en un taxi. Rinaldo, así se llama ese hombre, opina que Benson ejercía tina influencia perjudicial sobre la muchacha. El invierno último, durante una función en que ella representaba un pequeño papel, y esto era en el teatro Criterion, estaba Rinaldo entre bastidores dirigiendo a los suyos, y Benson envió a la muchacha una cantidad de flores de invernadero como para llenar el camerino de la estrella, y aún sobrarían. Procuré averiguar si Benson hacía el papel de caballo blanco, pero Rinaldo lo ignoraba, o hizo que lo ignoraba.

Tracy cerró su libro de notas y levantó la vista.

—¿Le sirve de algo, jefe?

—Viene magníficamente —le contestó Markham—. Siga usted trabajando por ese lado, y comuníqueme lo que haya de nuevo el lunes próximo a esta hora, más o menos.

Tracy se inclinó, y cuando salía del despacho apareció otra vez en la puerta el secretario, y dijo:

—Ya está aquí Springer, señor. ¿Le hago pasar?

Springer resultó un tipo de detective completamente distinto de los de Phelps y de Tracy. Era más viejo, y tenía el aire tristón y de suficiencia de un contable de Banco agobiado de trabajo. En sus maneras no se advertía espíritu de iniciativa, pero se tenía la sensación de que, por el contrario, era capaz de desenvolverse con extraordinaria competencia en la misión más delicada.

Markham sacó del bolsillo el sobre en que había escrito el nombre que le dio el comandante Benson.

—Springer, vive en Long Island un hombre con el que deseo entrevistarme lo antes posible. Es para un asunto relacionado con el caso Benson, y desearía que localice a ese hombre y le traiga aquí lo antes posible. Si encuentra su dirección en una guía de teléfonos, no será necesario que vaya a verle personalmente. Se llama Leander Pfyfe, y vive, según creo, en Port Washington.

Markham garabateó en una tarjeta y se la entregó al detective:

—Estamos a sábado: de modo que si ese hombre viene a la ciudad mañana, hará usted que pregunte por mí en el Stuyvesant Club, donde yo estaré por la tarde.

Una vez que se marchó Springer, volvió Markham a tocar el timbre llamando a su secretario, al que dio instrucciones para que hiciese pasar a miss Saint-Clair en cuanto llegase.

—El sargento Heath está aquí —le dijo Swacker— y desea verle, si es que sus ocupaciones se lo permiten.

Markham echó una ojeada al reloj que había encima de la puerta.

—Creo que tengo tiempo. Envíemelo.

Heath quedó sorprendido al vernos a Vance y a mí en el despacho del fiscal; pero, después de saludar a Markham con el infaltable apretón de manos, se volvió hacia Vance con una sonrisa de simpatía:

—¿Seguimos instruyéndonos, mister Vance?

—No puedo contestar afirmativamente, sargento —le replicó Vance despreocupadamente—. Sin embargo, sí que estoy aprendiendo aquí algunos de los más interesantes errores que se pueden cometer… ¿Cómo anda ese detectivismo?

Heath se puso súbitamente serio, y contestó, dirigiéndose a Markham:

—De eso precisamente es de lo que deseo hablar con el jefe. Estamos metidos en un caso de los que le dejan a uno molido, señor. Mis hombres y yo hemos conversado con una docena de compinches íntimos de Benson, y no hemos logrado sonsacarles ni un solo dato que sirva para algo. Los unos no saben nada de nada; los otros cierran la boca como unas ostras elegantes. Todos ellos se encuentran bajo la impresión de una gran sorpresa…, batidos, estupefactos, boquiabiertos de asombro con la noticia de que Benson ha sido asesinado. Se les pregunta si tienen una idea del porqué o de cómo ha podido ocurrir el hecho, y contestan que no la tienen ni por sueños. Ya sabe usted cuáles son las preguntas del caso: ¿Quién podía querer pegarle un tiro a un hombre tan simpático como Benson? Nadie en absoluto, a menos que se trate de un ladrón que no sabía que tenía que habérselas con un hombre tan bueno. De haberlo sabido, ni siquiera un ladrón habría sido capaz de hacer lo que hizo… ¡Al diablo con ellos! Me entraron ganas de matar yo mismo a varios de esos pajarracos para que fuesen a reunirse con su bonísimo y querido Benson.

—¿No hay ninguna noticia del automóvil? —preguntó Markham.

Heath refunfuñó con enfado:

—Ni una palabra, y esto es raro, si se tiene en cuenta la publicidad que se le ha dado. Lo único que tenemos hasta ahora son esas cañas de pescar… A propósito: el inspector me ha enviado esta mañana el informe del médico forense, el cual nada nos dice que no sepamos ya. Vertido a un lenguaje inteligible, dice que Benson falleció de resultas de un balazo en la cabeza, teniendo todos sus órganos sanos. Es sorprendente, sin embargo, que no hayan descubierto que le habían envenenado con una habichuela mejicana, o que le había mordido una serpiente venenosa de África, o algo por el estilo, a ver si resultaba este caso más complicado todavía de lo que es.

—Anímese, sargento —le exhortó Markham—. Yo he tenido un poco mejor suerte. Tracy ha descubierto la huella y ha cazado a la propietaria del bolso, descubriendo, además, que esa noche había cenado con Benson. Él, y también Phelps, han recogido algunos otros datos complementarios que encajan perfectamente; estoy esperando que llegue de un momento a otro esa mujer. Veré qué es lo que alega en defensa suya.

Al oír hablar de esta manera al fiscal de distrito, se pintó en la cara de Heath una expresión de resentimiento, pero la borró en seguida y empezó a dirigirle preguntas, a las que Markham contestó dándole todos los detalles, e informándole, además, de la existencia de Leander Pfyfe.

—Le comunicaré a usted inmediatamente el resultado de la entrevista —dijo para terminar.

Al salir Heath y cerrarse la puerta, Vance miró a Markham con sonrisa maliciosa.

—No es precisamente un ejemplar del superhombre de Nietzsche, ¿no es verdad? Me temo que se haga un lío con las sutilezas de este mundo tan complicado… Es, además, un hombre que desilusiona por completo. Cuando el muchacho ese tan activo, el de las gafas de gruesos cristales, anunció que llegaba este hombre, tuve el presentimiento casi cierto de que quería anunciar a usted que tenía ya en sus manos a seis, por lo menos, de los asesinos de Benson.

—Me temo que las esperanzas de usted toman vuelos demasiado altos —comentó Markham.

—Pues eso es lo que ocurre a todas horas, si hemos de creer los encabezamientos de nuestros grandes y moralizadores diarios. Siempre creí que en cuanto se cometía un crimen la Policía empezaba a llevar a cabo detenciones a diestro y siniestro… sólo por mantener el interés de la gente, ¿comprende usted? ¡Otra ilusión que se esfuma!… ¡Es triste, muy triste! —murmuró—. No perdonaré a Heath. Ha traicionado la fe que yo tenía en él.

En ese momento apareció en la puerta el secretario de Markham y le anunció la llegada de miss Saint-Clair.

Creo que todos nos quedamos un poco atónitos a la vista de aquella mujer joven cuando entró, con paso lento, firme y gracioso, en el despacho, ladeando un poquitín la cabeza, en actitud de desdeñosa interrogación. Era de poca estatura y extraordinariamente linda; aunque la palabra linda no es exactamente la que mejor le cuadraba. Poseía esa clase de belleza débilmente exótica que vemos en los retratos de Carracci, el que dulcificó la severidad de los de Leonardo y les dio a la vez intimidad y aire decadente. Sus ojos eran negros y muy apartados el uno del otro; su nariz, recta y delicada, y su frente, espaciosa. Sus labios, plenamente sensuales, parecían casi cincelados, de tan marcadas como eran sus líneas, y su boca estaba revestida de una sonrisa enigmática, o de un amago de sonrisa. Su barbilla, redondeada y firme, daba la impresión, cuando se la examinaba con independencia de los demás rasgos faciales, de ser un poquitín maciza; pero esa impresión desaparecía en el conjunto. Había en su porte sensación de firmeza de carácter y cierta arrogancia; pero por debajo de aquel exterior tranquilo se adivinaban posibilidades de enérgicas emociones. Sus prendas de vestir armonizaban con su personalidad; dentro del estilo convencional, eran vistosas, sin ser llamativas, y un toque de color y de originalidad en los detalles les confería una fascinadora elegancia.

Markham se levantó, la saludó y le indicó un opulento sillón situado frente a una mesa. La mujer inclinó imperceptiblemente la cabeza, para mirar el asiento, y sentóse en una silla contigua al designado.

—¿Me permite que elija la silla para el interrogatorio?

Su voz, grave y sonora, era la de una cantante diestra en su arte. Mientras hablaba sonreía con una sonrisa sin cordialidad, fría y distante, a pesar de lo cual tenía cierta gracia.

Markham, fino, pero severo, comenzó diciendo:

—Está usted, miss Saint-Clair, comprometida en el asesinato de Alvin Benson. Antes de tomar una decisión, le he rogado que viniera para hacerle algunas preguntas. Lealmente debo decirle que su mejor abogado será su misma franqueza.

Se detuvo el magistrado. Y ella, mirándole irónicamente, repuso:

—¿Debo agradecerle tan generosa indicación?

Markham pareció contrariado y miró un papel que había sobre la mesa.

—Probablemente sabrá usted que sus guantes y su bolso fueron encontrados en casa de mister Benson al día siguiente de ser asesinado.

—Comprendo que hayan reconocido mi bolso —dijo la interpelada—; pero ¿cómo saben que los guantes son míos?

Markham le preguntó duramente:

—¿Dice usted que esos guantes no son suyos?

—No digo eso —respondió ella con sonrisa glacial—. Solamente me preguntaba cómo saben que eran míos, ya que no conocen ni mis gustos ni los puntos que calzo.

—Pero ¿son o no son de usted?

—Si se trata de unos guantes Tréfousse, largos, de cincuenta y tres puntos y de cabritilla blanca, son, desde luego, míos. Y si no le molesta, me gustaría que me los devolviesen.

—Lo siento —dijo Markham—; pero por ahora debo guardármelos.

La joven se encogió de hombros sin decir palabra. Luego preguntó:

—¿Puedo fumar?

Markham abrió inmediatamente un cajón de su mesa y sacó una caja de cigarrillos Benson y Hedges.

—Gracias, pero llevo. Lo que quisiera es mi boquilla. Me hace mucha falta.

Markham vacilaba, contrariado por la actitud de aquella mujer. Pero abrió un cajón y sacó la boquilla, que dejó sobre la mesa, diciendo:

—Con mucho gusto se la dejaré.

Y recobrando su gravedad, añadió:

—Ahora, miss Saint-Clair, ¿me explicará usted por qué fueron encontrados estos objetos en casa de mister Benson?

—No, mister Markham; no se lo explicaré.

—¿Se da usted cuenta de las graves consecuencias que su negativa añade a los hechos?

—No, no he pensado en ello —contestó la joven con indiferencia.

—Pues le convendría pensar —le aconsejó Markham—. La situación de usted no es envidiable. La presencia de estos objetos en casa de mister Benson no es lo único que la complica en el asunto.

La joven le interrogó con la mirada, y otra vez, con sonrisa enigmática en los labios, preguntó:

—¿Tiene usted pruebas para acusarme del crimen?

Markham, en vez de contestar a la interrogación, preguntó:

—Usted conocía mucho a mister Benson, ¿no es eso?

—Así puede hacerlo creer el hecho de estar mi bolso y mis guantes en su casa —repuso la interpelada.

—Se interesaba mucho por usted —continuó Markham.

La joven hizo una mueca, suspiró y dijo:

—¡Ay! Para mi tranquilidad, se interesaba demasiado… ¿Me ha hecho venir para hablar de las atenciones que ese caballero tenía conmigo?

Markham no respondió a la demanda, y preguntó:

—¿Dónde estuvo usted, miss Saint-Clair, entre las doce, hora en que se separó de Benson, y el momento en que usted volvió a su casa, o sea más de la una, según creo?

—¡Es usted admirable! —exclamó ella—. Parece que lo sepa todo… Pero lo único que puedo decirle es que volví a mi casa.

—¿Y necesitó una hora para ir de la calle Cuarenta a Riverside Drive?

—Minuto más, minuto menos, sí.

—¿Cómo puede ser eso?

Markham se impacientaba ya.

—Sólo puedo explicarlo por lo que corre el tiempo. ¿Es verdad que el tiempo corre, mister Markham?

—Le advierto que su actitud le está perjudicando —dijo Markham, irritado—. ¿No ve usted que su situación es grave? Cenó usted con mister Benson, salió del restaurante con él y regresó a su casa una hora después. A mister Benson le asesinaron a las doce y media. A la mañana siguiente encontraron en casa de mister Benson sus guantes y su bolso.

—Ya sé que todo eso parece chocante —repuso la joven—. También le he de decir, mister Markham, que si mis pensamientos hubieran podido matar a mister Benson, hace mucho tiempo que estaría muerto. No ignoro que no se puede hablar mal de los muertos, y hasta creo que hay un refrán latino referente a eso, ¿verdad? Pero el caso es que yo tenía razones para detestar a mister Benson.

—Entonces, ¿por qué cenó usted con él?

—Más de diez veces me he preguntado lo mismo —confesó ella tristemente—. Las mujeres somos seres impulsivos que hacemos siempre lo que no habría que hacer. Claro está que usted pensará que si yo tenía la intención de matarle, la cena era un preliminar naturalísimo. ¿Verdad que lo piensa? Yo también creo que los criminales empiezan por cenar con sus víctimas.

Mientras hablaba había abierto el bolso y se miraba en el espejo. Se arregló hábilmente los mechones locos de su abundante cabellera oscura y se frotó las cejas para rectificar su línea. Luego, irguiendo la cabeza, se miró con satisfacción, sin dirigir la mirada al magistrado hasta el final de la respuesta. Daba la impresión de que, para ella, la conversación tenía poca importancia, comparada con la de su arreglo. ¡Nada mejor que aquella pantomima podía expresar su indiferencia! Markham se desesperaba. De no temer las críticas de Vance, probablemente hubiera sido más brutal. Luchaba bajo el peso de la incertidumbre, alimentada por las palabras de Vance y por la desenvoltura de aquella mujer. Tras un silencio, preguntó severamente:

—¿Ha especulado usted por medio de la casa Benson y Benson?

Esta pregunta fue acogida con una carcajada musical.

—¡Caramba con el comandante! ¡Cuántas cosas ha contado!… Sí, he especulado locamente. Me parece que soy una avara…

—¿Es cierto que en estos últimos tiempos tuvo usted grandes pérdidas? Mister Benson tuvo que llevar a cabo ciertas operaciones, y finalmente vendió las garantías de usted…

—¡Ay, cómo desearía que todo eso no fuera verdad! —se lamentó ella, simulando una actitud trágica—. Ahora se pensará que le he dado el pasaporte a mister Benson por ruin venganza o justo castigo.

Sonrió maliciosamente, esperando una respuesta.

Markham, cuya mirada era durísima, continuó con frialdad:

—¿Es cierto que el capitán Phillip Leacock posee una pistola parecida a la que ha causado la muerte de mister Benson, o sea un cuarenta y cinco reglamentario automático?

Cuando la joven oyó el nombre de su novio, se irguió y respiró fuertemente. Abandonaba su papel; un ligero rubor asomó a sus mejillas y coloreó su frente. Pero no tardó en recobrar trazas de indiferente y divertida.

—Nunca he preguntado por la clase o por el calibre de las armas del capitán Leacock —respondió serenamente.

—¿Es cierto que el capitán Leacock le prestó su revólver cuando fue a verla la víspera del crimen?

—Poca galantería indica, mister Markham, eso de que usted se mezcle entre dos novios —respondió ella suavemente—. Porque, como usted sabe, soy novia del capitán Leacock.

Markham levantóse y, sin apenas poder contenerse, preguntó:

—¿Hay que deducir que se niega usted a responder a mis demandas, o debo intentar sacarla de este atolladero?

La joven pareció reflexionar.

—De momento —dijo lentamente— no quiero decir nada.

Markham, poniendo ambas manos sobre la mesa, preguntó con seriedad:

—¿Ve usted las consecuencias de su actitud? Los hechos que conozco y que la complican en el crimen, junto con la negativa a dar toda explicación justificativa, constituyen más razones que las necesarias para detenerla.

Yo la miraba de cerca, y me pareció que bajaba involuntariamente los párpados, única señal perceptible de su emoción. Ella miró luego al magistrado con aire de jocoso despecho. Markham se volvió, apretando los dientes. Iba a llamar, cuando sus ojos se encontraron con los de Vance.

El magistrado se detuvo indeciso. En la mirada del otro leía un asombro lleno de reproches, que expresaba su inmensa sorpresa y le decía más elocuentemente que con cualesquiera palabras que estaba a punto de cometer una irreparable tontería. Se produjo un pesado silencio. Miss Saint-Clair, con mucha calma y tranquilidad, abrió su bolso y se empolvó la nariz. Una vez que terminó, miró inalterablemente al magistrado y le preguntó:

—¿Quiere detenerme ahora?

Markham la miró pensativo. Y en vez de responder, se dirigió al ventanal y miró al Puente de los Suspiros, entre los edificios del Palacio y de la Torre.

—Hoy, no —dijo lentamente.

Quedó absorto en la contemplación. Luego, como si arrojara su incertidumbre, se volvió y se dirigió a la joven para repetir con voz bronca:

—No voy a detenerla aún. Pero la obligo a que, por ahora, se quede en Nueva York. Si intenta partir, se la detendrá. ¿Está claro?

Llamó y entró su secretario.

—Haga el favor, Swacker, de acompañar a miss Saint-Clair. Llame un taxi para ella. Y usted puede retirarse.

La joven se levantó y saludó rápidamente a Markham.

—Ha sido usted muy amable prestándome mi boquilla —dijo en broma, mientras la dejaba sobre la mesa.

Y salió sin decir una palabra más. Apenas se había cerrado la puerta, cuando Markham oprimió otro timbre. Unos instantes después se abrió la puerta del pasillo exterior y entró un hombre de cierta edad y de blancos cabellos. Markham le dijo vivamente:

—¡Ben! Que sigan a la mujer que baja con Swacker. Que la vigilen y que no se pierda. Es preciso que no salga de la ciudad. ¿Comprendido? Se trata de miss Saint-Clair, descubierta por Tracy.

Cuando se hubo retirado, Markham miró a Vance.

—¿Qué piensa usted de la inocente? —preguntó con aire de guerrero triunfo.

—Que es una chica simpática —repuso Vance con indiferencia—. ¡Qué dominio de sí misma! Y va a casarse con un soldado… Sobre gustos… Por un momento he temido que usted pidiera las esposas. De haberlo hecho, querido, se hubiera arrepentido usted toda su vida.

Markham le miró fijamente algunos segundos. En el momento del posible arresto de la joven se había dado cuenta de que la certeza de Vance no era un capricho… Pero, de todos modos, dijo Markham:

—La actitud de esa mujer no denotaba su inocencia. ¡Bien ha desempeñado su papel! Por lo demás, era el papel que una culpable astuta debía representar.

—¿No ha sacado usted la impresión de que a ella le importaba un bledo saber si usted la juzgaba culpable o no? Además, ha sufrido una decepción al ver que usted la dejaba en libertad.

—No he interpretado así su actitud —replicó Markham—. Nadie, culpable o inocente, aspira a que le detengan.

—A propósito… ¿Dónde estaba el afortunado galán mientras moría Alvin? —preguntó Vance.

—¿Cree usted que no hemos tenido en cuenta eso? —repuso Markham desdeñosamente—. Aquella noche, a partir de las ocho, la pasó el capitán Leacock en su propia casa.

—¡Oh! ¡Vaya un hombre modelo!

Markham le miró de hito en hito.

—Me gustaría saber qué estrambótica teoría ha forjado usted hoy. Ahora que he dejado partir a esa mujer provisionalmente…, como usted deseaba…, para lo cual he debido dominar mis impulsos, ¿me dirá usted lo que piensa en su fuero interno?

—¿En mi fuero interno?… No sabía que yo tuviese fuero…

Como Vance respondía así cuando no quería responder directamente, Markham no insistió.

—El caso es —dijo— que no ha tenido usted el gusto de verme sumido en un mar de confusiones, como me había predicho…

Vance le miró sorprendido.

—No —comentó tristemente—. La vida está llena de desilusiones…