(Sábado 15 de junio, 2 de la tarde)
Fumábamos en silencio. Vance miraba indolentemente hacia Madison Square. Markham, sombrío, contemplaba un borroso retrato al óleo colgado sobre la chimenea, y que representaba al fundador del Stuyvesant Club. De pronto, Vance se dirigió al magistrado con una sonrisa sardónica para decirle lentamente:
—Me asombra, Markham, ver cómo se han equivocado los que llevan a cabo las pesquisas con lo que usted llama indicios. Con una huella, con un automóvil parado, con un pañuelo marcado, se lanzan a persecuciones desenfrenadas. ¿Cuándo comprenderán que un asunto criminal no se esclarece con deducciones basadas en simples hechos, con pruebas sacadas sólo de las circunstancias?
Esta crítica repentina sorprendió a Markham tanto como a mí; conocíamos bastante a Vance para saber que, a pesar de su aire plácido y de su son de broma, tenía razones para hablar como hablaba.
—¿Actuaría usted sin una sola prueba tangible? —preguntó Markham, ligeramente protector.
—Desde luego —respondió Vance, con calma—. No solamente no tienen valor, sino que son peligrosas… Lo malo de ustedes es que consideran un crimen con la idea fija e inquebrantable de que el autor es un medio loco o un lamentable pelagatos… ¿No ha pensado usted nunca que si hay razones para que un detective pueda descubrir una pista las hay igualmente para que un criminal pueda haberla adivinado y, por tanto, ocultarla o disfrazarla si desea que no la encuentren? ¿Y no se le ha ocurrido nunca pensar que, actualmente, el individuo bastante fuerte para proyectar y perpetrar un crimen es, ipso facto, bastante listo para forjar las pistas que quiere? Sus detectives no admitirán por nada del mundo que las apariencias de un crimen puedan ser engañosas, voluntariamente engañosas, ni que se hayan podido preparar pistas únicamente para desorientarlos…
—Temo —remachó Markham, con indulgente ironía— que no encontraríamos muchos criminales si despreciásemos las pruebas, las circunstancias y las inferencias irresistibles… Ya sabe usted que, por lo general, los crímenes se cometen sin testigos.
—Eso es un error fundamental —replicó Vance, impasible—. Los crímenes, como las obras de arte, tienen testigos. El hecho de no ver al criminal o al artista puestos al trabajo no tiene importancia. Un investigador moderno no creería que Rubens pintó su Descendimiento de la Cruz de la catedral de Amberes si se demostrara, por ejemplo, que el pintor estaba de viaje cuando el cuadro fue acabado. Y, sin embargo, semejante conclusión sería absurda. Aun cuando las deducciones contrarias fueran tan fuertes que legalmente pudieran ser tenidas por verdaderas, el cuadro por sí solo demostraría que es obra de Rubens. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que solamente Rubens pudo pintarlo. Lleva la marca indeleble de su personalidad, de su genio, de nadie más…
—No entiendo de estética —repuso Markham, molesto—. Soy un simple jurista. Y cuando hay que dar con el autor de un crimen, prefiero evidencias tangibles a hipótesis metafísicas.
—Sus preferencias, querido —dijo fríamente Vance—, le llevarán seguramente a errores muy lamentables.
Encendió lentamente otro cigarrillo y envió una bocanada de humo al techo.
—Fíjese, por ejemplo, en las conclusiones a que ha llegado usted en este asunto —continuó, con voz tranquila y lenta—. Trabaja con la falsa idea de que, probablemente, conoce al asesino del odioso Benson. Se lo ha dicho usted al comandante y hasta ha añadido que tiene usted bastantes pruebas para exigir detenciones. Sin embargo, tiene usted lo que nuestros doctores, Solones contemporáneos, llaman presunciones serias. Pero, en realidad, no ve usted al verdadero culpable. Va a martirizar a una pobre mujer que no tiene nada que ver con la cuestión.
Markham atajó vivamente:
—¡Aún resultará que voy a perseguir a una inocente! Como sólo mis colaboradores y yo conocemos las pruebas existentes contra ella, ¿quiere explicarme usted por qué medio oculto sabe que es inocente?
—Muy sencillo —repuso Vance, sonriendo finamente—. Usted no ve al asesino por la simple razón de que éste ha tenido la perspicacia de no dejar ninguna prueba que, encontrada por ustedes, indicara, aunque fuera con vaguedad, al culpable.
Hablaba con la seguridad de quien enuncia un hecho evidente, indiscutible.
—No hay malhechor bastante hábil para prever todas las contingencias. El acto más fútil está tan íntima y estrechamente ligado con lo que precede o con lo que sigue, que el criminal, aun cuando ha preparado el golpe, descuida siempre un detalle que, finalmente, le delata.
—Eso, querido Markham, no es un axioma, sino una superstición, basada en la idea infantil de una Némesis implacable. Comprendo que la idea esotérica de una justicia divina e inmanente satisfaga la imaginación popular, como las mujeres que dicen la buenaventura y como los pajarillos que revelan el destino, pero me extraña que usted crea semejantes paparruchas.
—No perdamos el tiempo —dijo Markham, contrariado.
Vance, haciendo caso omiso de la ironía de su interlocutor, prosiguió:
—Recuerde los crímenes castigados o impunes que se cometen todos los días y que desconciertan a los detectives. La realidad dice que los crímenes castigados son obra de imbéciles. Y si un hombre de mediana inteligencia se decide a cometer un crimen, lo realiza sin dificultades mayores, con la seguridad de no ser descubierto.
Markham replicó altivamente:
—Cuando un crimen queda impune es que la Policía no tiene suerte, no que el criminal tenga una inteligencia superior.
—Eso de la suerte —subrayó suavemente— es un eufemismo consolador, que excusa la incapacidad. Un hombre ingenioso e inteligente no conoce la mala suerte… No, querido; si los crímenes quedan impunes es porque han sido preparados y ejecutados inteligentemente. Y el crimen contra Benson pertenece a esa categoría… Si, tras algunas horas de pesquisa, usted declara la casi seguridad de haber encontrado al culpable, perdone que yo no sea de su opinión.
Se detuvo pensativo, sacó algunas bocanadas de humo del cigarrillo y añadió:
—Sus métodos deductivos, artificiales y casuísticos llevan a todas partes. Y prueba de ello es esa pobre joven cuya libertad se trata de arrebatar.
Markham, que disimulaba su cólera con una sonrisa paciente y desdeñosa, se animó para lanzar a manera de reto:
—Da la casualidad, y hablo ex cathedra, que tengo casi todas las pruebas contra esa pobre joven a que usted alude.
Vance no se inmutó.
—Sin embargo, no es mujer que haya podido cometer el crimen.
Markham ya estaba casi furioso. Se entrecortó para decir:
—¿No pudo cometerlo? Entonces, ¿qué significan las pruebas?
Vance respondió serenamente:
—No habría podido cometer el crimen, aun cuando ella jurara lo contrario y facilitara un tomo de pruebas irrefutables, como ustedes dicen pomposamente en la jerga jurídica.
—¡Oh! —el tono de Markham era sarcástico—. Por lo visto, considera usted que las confesiones tampoco tienen valor.
—Así lo considero, querido Justiniano —repuso el aludido—. Y voy a hacérselo comprender. No solamente no tienen ningún valor, sino que resultan peligrosas, porque mienten en gran manera. Ocurre como con la intuición femenina, tan ridículamente ponderada: si bien por casualidad alguna vez es verdadera, las demás veces aún es menos de fiar…
Markham gruñó ya con desprecio:
—Pero ¿puede confesarse algo que perjudica a uno mismo si no se comprende que la verdad ha sido descubierta o va a serlo de un momento a otro?
—Me está usted pasmando, Markham. Permítame que susurre en secreto junto a sus Cándidos oídos que hay muchas razones para confesar. Se confiesa por miedo, por fuerza, por astucia, por amor maternal, por galantería, por obedecer al subconsciente, como dicen los psiquiatras; por desilusión, por escrúpulos del deber, por egoísmo pervertido, por pura vanidad y por otras mil causas. Entre todas las pruebas, esas confesiones son las más engañosas y las menos seguras. Aun en materia de crímenes, la ley estúpida y poco científica no las acepta sino cuando han sido confirmadas por pruebas sustanciales.
—Su elocuencia me convence —dijo Markham—. Pero si la Justicia rechazara todas las confesiones y despreciara las pruebas materiales, como usted parece desear, la sociedad podría proceder a la clausura de sus Tribunales y de sus calabozos.
—¡Qué notable inconsecuencia de la lógica judicial! —replicó Vance.
—Entonces —le preguntó Markham—, ¿cómo reconocer al culpable?
—Existe un método infalible para determinar la culpabilidad y la responsabilidad —explicó Vance—. Hasta ahora, la Policía ignora beatíficamente sus posibilidades y su funcionamiento. Se descubre la verdad determinando en cada crimen sus factores psicológicos y buscando en seguida a qué individuo pueden aplicarse. Los únicos indicios verdaderos son psicológicos, no materiales. Un buen perito no proclama la autenticidad de un lienzo tras un minucioso examen o un análisis químico de los pigmentos, sino que estudia la personalidad revelada en la concepción y la ejecución de la obra. Se pregunta si la obra posee las cualidades de forma y técnica, la actitud mental del genio, la personalidad de Rubens, de Miguel Angel, del Veronés, del Ticiano, del Tintoretto, del artista a quien se atribuye el cuadro.
—Tengo un espíritu tan sencillote, que se impresiona con los hechos vulgares —confesó Markham—. Y en el caso presente, por desgracia para su originalísima analogía artística, poseo un cúmulo de pruebas, todas las cuales confirman que una pobre joven, como usted dice, ha cometido esa obra maestra de lo criminal que se titula El asesinato de Benson.
Vance se encogió ligeramente de hombros.
—¿Quiere usted comunicarme ese cúmulo de pruebas?
—No tengo inconveniente. Por de pronto, esa mujer estaba en la casa cuando se oyó el disparo.
Vance puso cara de incredulidad.
—¡Caramba! ¿Estaba allí? Tiene gracia.
—No se puede negar que estaba —continuó Markham—. Sus guantes y su bolso han sido encontrados sobre la chimenea de Benson.
—¡Bah! —exclamó Vance, con risa algo despectiva—. Lo que estaba allí no era la mujer, sino sus guantes y su bolso. Hay una pequeña diferencia, sin importancia desde el punto de vista judicial. Claro está que mi espíritu profano e ignorante no cree que sea precisamente lo mismo. Si mis pantalones están en la tintorería, ¿estoy yo también en la tintorería?
Markham se había puesto furioso.
—¿No es una prueba, aun para su espíritu profano, encontrar al día siguiente, en casa del hombre que iba con ella, el bolsillo que esa mujer llevó toda la noche?
Vance, con cachaza, contestó:
—A riesgo de demostrar poca penetración, declaro que eso, para mí, no es una prueba.
—Ya que ella seguramente no llevaba ese bolso por la tarde y no fue a casa de Benson en ausencia de éste, porque el ama de llaves la hubiera visto, ¿cómo explicaría usted la presencia de esos objetos en dicha casa al día siguiente por la mañana, si ella no los hubiese llevado?
—Ya sé que solamente eso satisfará su curiosidad. Pero cabe explicar el hecho de distinta manera. Esos objetos pudo llevarlos a su casa el mismo Benson. A lo mejor, las mujeres le entregan a uno paquetes o chismes, suplicándole: «¿Quieres guardármelo en el bolsillo?». Además, el asesino pudo dejar esos objetos en la chimenea para despistar a la Policía. Las mujeres nunca dejan sus cosas en sitios tan apartados como las chimeneas o los percheros, por ejemplo, sino que los echan sobre el sillón preferido o sobre la mesa.
Markham interrumpió:
—Entonces, ¿las colillas también las llevaba Benson en el bolsillo?
—Cosas más raras se han visto —respondió Vance sin inmutarse—. Pero no pienso acusarle de ello… Las colillas pudieron ser arrojadas en el transcurso de una conversación anterior.
—Heath, a quien usted desprecia, ha tenido la inteligente ocurrencia de cerciorarse de que la criada limpia la chimenea todas las mañanas.
Vance suspiró.
—Sabe usted muchas cosas… Pero no será eso la única prueba contra ella, ¿no?
—No —aseguró Markham—. A pesar de su desdeñosa falta de confianza, hay una confirmación.
—Lo creo, pensando en el número de inocentes que han condenado nuestros Tribunales… Pero diga, diga.
Markham, tranquilo y seguro de sí mismo, continuó diciendo:
—Mi agente se enteró de que Benson y esa mujer cenaron en Marseilles, un restaurante bohemio de la calle Cuarenta Oeste. Discutieron y se marcharon a medianoche en el mismo taxi… El crimen se cometió a las doce y media; pero como la joven vive en Riverside Drive, número ochenta, Benson no pudo acompañarla (cosa que seguramente hubiera hecho de no llevarla a su domicilio) y estar en su casa en el momento del crimen. Aún tenemos otras pruebas. Mi agente se ha enterado de que la joven volvió a su casa a la una de la madrugada sin guantes ni bolso, y de que hubo que abrirle la puerta con una ganzúa, porque, al parecer, había perdido las llaves. ¿Recuerda usted que encontramos una llave en el bolso? Finalmente, los cigarrillos recogidos en la chimenea son exactamente iguales que los de la pitillera.
Markham hizo un alto para encender nuevamente su cigarro, y continuó.
—Eso en cuanto a la noche. Una vez conocida la identidad de la mujer, encargué a dos hombres que se informaran acerca de su vida privada. Antes de salir del despacho he recibido sus informes por teléfono. Es novia de un tal Leacock, capitán, que bien pudiera tener un revólver como el que ha servido para matar a Benson. El capitán Leacock almorzó con ella el día del crimen y fue a casa de ella al día siguiente por la mañana.
Markham, como si diera martillazos con las palabras, concluyó:
—Como usted ve, tenemos el motivo, la ocasión y el medio. Claro está que a lo mejor sale usted diciendo que no tenemos nada que acuse.
Vance, muy sereno, afirmó:
—Todo lo que usted sabe, querido Markham, lo hubiera descubierto un escolar inteligente —y moviendo tristemente la cabeza, añadió—: ¡Y pensar que con semejantes pruebas se priva de la vida o de la libertad a las personas!… Estoy asustado y tiemblo por mi propia seguridad.
Markham, picado, replicó:
—¿Tiene usted la bondad de señalarme, desde lo alto de su inmensa sabiduría, las faltas de mi razonamiento?
—En lo que concierne a la mujer —dijo Vance tranquilamente—, usted no ha razonado, sino que ha tomado hechos sin relación entre sí para saltar a una conclusión falsa. Y puedo decirle que su conclusión es falsa porque la contradicen las indicaciones psicológicas del crimen, o sea que la única prueba real indica otra dirección.
Con su gesto amplio y con voz de inusitada gravedad, siguió diciendo:
—Si usted detiene a esa mujer, añadirá un crimen deliberado, un crimen estúpido, un crimen imperdonable al ya cometido. Entre el hecho de matar a un calavera como Benson y el de manchar la reputación de un inocente, me parece más grave el segundo.
Por los ojos de Markham pasó un relámpago de cólera que, sin embargo, no se manifestó de otro modo. Los dos amigos, a pesar de sus caracteres diferentes, se comprendían y se respetaban. Su franqueza dura y a veces mordiente procedía de ese respeto.
Hubo un instante de silencio. Markham sonrió forzadamente. Medio en serio, a pesar de su acento de broma, confesó:
Comienzo a dudar. Por lo demás, aún no tengo completamente decidida la detención de esa mujer.
—¡Alabada sea esa moderación! —comentó Vance cortésmente—. Pero apuesto cualquier cosa a que ya había decidido torturarla, procurar que se contradijera, con esa manía predilecta de los magistrados. ¡Como si fuera posible a una persona nerviosa o simplemente inquieta no contradecirse durante un interrogatorio en que se la supone culpable de un crimen que no ha cometido!…
—Sí, sí, voy a interrogarla —respondió Markham con firmeza, mientras miraba el reloj—. Dentro de media hora la llevará un hombre al despacho. Así es que he de dar por terminada esta edificante conversación.
—¿Piensa usted sacar algo en limpio del interrogatorio? —preguntó Vance—. Me gustaría verlo, aunque presumo que las preparaciones para la detención forman parte de los arcanos judiciales.
Markham, que se había levantado, se dirigía ya hacia la puerta; pero al oír aquellas palabras se detuvo y pareció reflexionar.
—Si tiene gusto en ello, no veo ningún inconveniente para que asista.
Seguramente pensaba que la entrevista iba a dejar confuso a Vance. Poco después estábamos en un taxi, que nos llevaba al Palacio de Justicia.