(Sábado 15 de junio, por la mañana)
Ya se recordará el alboroto que produjo el asesinato de Alvin Benson, uno de esos crímenes populares que siempre placen a la imaginación de las multitudes. La base de todo lo novelesco la constituye el misterio, y de misterio impenetrable estaba rodeado el caso Benson. Largo tiempo se empleó en esclarecer las circunstancias del asesinato; surgieron numerosos ignes fatui, que contribuyeron a extraviar la fantasía de las masas; en todas partes se hacían extrañas suposiciones.
Alvin Benson no tenía nada de héroe romántico; pero era muy conocido y tenía una personalidad muy destacada. Miembro de la rica bohemia neoyorquina, muy aficionado a los deportes, atrevido en el juego y vividor profesional, su vida, que lindaba con la de una abigarrada sociedad, había tenido sus horas de esplendor. Sus hazañas en los tugurios nocturnos habían inspirado las anécdotas y los ecos de los periódicos que se nutrían a expensas de los escandalosos juerguistas de Broadway.
Benson y su hermano Anthony tenían, con el nombre de Benson y Benson, una agencia de cambio en Wall Street, 21. Estaban reputados como hábiles hombres de negocios, pero también como no muy limpios en ellos. Como eran de temperamentos y de gustos diferentes, se trataban poco, aparte del trabajo. Alvin buscaba los placeres y frecuentaba los cabarets de moda; pero Anthony, que había sido comandante durante la guerra, hacía una apacible vida burguesa y pasaba casi todas las veladas en el club. Sin embargo, ambos eran populares en sus respectivos ambientes, y tenían una buena clientela.
La fascinación que ejerce todo lo relacionado con el barrio financiero tuvo mucho que ver con la manera como los periódicos dieron las informaciones del crimen. Además, el asesinato se había cometido en una ocasión en que la Prensa metropolitana llevaba una temporada de calma en cuestión de sensacionalismos; por eso los relatos acerca del mismo ocuparon las páginas primeras de los periódicos bajo grandes titulares, con una prodigalidad que raras veces se concede a esa clase de informaciones[4].
Activos periodistas de todo el país entrevistaron a los detectives más renombrados. Se evocaron famosos crímenes que habían quedado impunes. Los editores de semanarios se dirigieron a pitonisas y astrólogos para aclarar el misterio por medios sobrenaturales. Y todos los días había un verdadero diluvio periodístico salpimentado con fotografías y minuciosos diagramas.
Todos los artículos mencionaban el Cadillac gris y el revólver Smith and Wesson, con empuñadura de nácar. Se reproducían fotografías de Cadillacs, convenientemente retocadas para adaptarse a la descripción del agente Mac Laughlin. Algunas de ellas tenían hasta los aparejos de pesca aludidos. También circulaban fotografías de la mesa de Benson y del cajón secreto, que, a mayor escala, figuraba en un medallón. Un periódico ilustrado que salía los domingos llegó a publicar un artículo firmado por un ebanista acerca de los muebles con cajones secretos.
Desde el principio, la Policía había juzgado el caso Benson como arduo y difícil. Una hora después de nuestra partida de casa de Benson, los hombres mandados por Heath se dedicaron a investigaciones sistemáticas. Se volvió a recorrer la casa de arriba abajo y se leyó la correspondencia personal, sin encontrar nada que diera con un individuo. Tampoco se encontró más arma que el revólver. Un segundo examen de las rejas confirmó que estaban intactas y que el asesino había entrado mediante una llave, a no ser que Benson mismo le hubiera abierto la puerta. Por cierto que Heath no admitía esta última hipótesis, aunque mistress Platz afirmaba que, además de ella, únicamente mister Benson poseía una llave.
Nada orientaba las investigaciones, salvo el bolso y los guantes. De todos modos, había que interrogar aún a los amigos de Benson, de quienes se esperaba que comunicaran algún hecho origen de una pista. Y Heath esperaba descubrir a la propietaria del bolso. Así es que procuró enterarse de dónde había pasado Benson la noche y se interrogó a sus amigos y se visitaron los cafés donde acostumbraba a ir, aunque no se encontró a nadie que le hubiera visto. No había dicho cómo pasaría la noche, y aunque la investigación se llevó hasta el último extremo, no se consiguió ningún detalle susceptible de facilitar las diligencias. Al parecer, Benson no tenía ningún enemigo, no había reñido con nadie y sus asuntos marchaban normalmente.
Al principio, como es natural, se acudió al comandante Anthony Benson, que conocía a fondo los asuntos de su hermano. Desde luego, esa fue la tarea principal del fiscal. El día en que se descubrió el crimen, Markham almorzó con el comandante, quien a riesgo de comprometer la reputación de la víctima, había ofrecido su concurso, sin aportar ninguna indicación importante. Dijo al magistrado que conocía casi todas las relaciones de su hermano, pero que no sospechaba de nadie que tuviera motivo alguno para matarle, ni a nadie que, en su opinión, pudiera facilitar la pista que pondría sobre las huellas del culpable. Sin embargo, confesó francamente que, ignorando parte del asunto, no podía hacer una declaración categórica. Añadió que ciertas relaciones de su hermano eran equívocas, y hasta sugirió que por ese lado pudiera encontrarse motivo.
Markham, siguiendo estas indicaciones vagas e incompletas, envió inmediatamente dos finos sabuesos con la orden de limitar sus investigaciones a las relaciones femeninas de Benson, limitación que les evitaría usurpar el terreno de los hombres de la Policía central. Como consecuencia de la intervención de Vance durante el interrogatorio de la víspera, hizo que se tomaran informes sobre los antecedentes y las relaciones del ama de llaves. Y se averiguó que mistress Platz, nacida en Pensilvania de padres alemanes, ya muertos, era viuda hacía dieciséis años. Antes de entrar en casa de Benson había servido doce años a una familia, a la que había abandonado porque la dueña dejó de necesitar sus servicios al irse a un hotel. Esta señora, interrogada a la sazón, declaró que su ex doméstica tenía una hija, a la que ella, la señora, nunca había visto y de la cual nada sabía. Markham, para cubrir el expediente, redactó un informe, del que nada se podía sacar en claro.
Heath hizo registrar la ciudad entera para encontrar el Cadillac gris, aunque no creía que tuviera relación alguna con el crimen. Los periódicos, con sus numerosos artículos, le ayudaron mucho. Y acaeció un hecho curioso, que hizo esperar que el Cadillac diera, seguramente, la clave del misterio. Un barrendero había leído u oído que el coche llevaba aparejos de pesca, y declaró que en una avenida del Central Park había encontrado dos cañas de pescar en buen estado y atadas juntas. ¿Formaban parte aquellas cañas del equipo de pesca que el agente Mac Laughlin había visto en el Cadillac? He aquí la cuestión. Bien pudo el propietario arrojarlas en su huida o, sencillamente, perderlas al atravesar el parque. No se consiguió ningún detalle. A la mañana siguiente el asunto no había adelantado un paso.
Aquella mañana, Vance, que había enviado a Currie a comprar todos los diarios, pasó una hora leyendo las reseñas del crimen; así es que no pude evitar la demostración de mi asombro al verle interesado de repente por un tema tan ajeno a sus preocupaciones habituales.
—No, querido Van, no me hago sentimental, ni tan siquiera humano, como se dice, mal dicho, hoy —me explicó, con voz lánguida—. No puedo decir con Terencio: Homo sum humani nihil a me alienum puto, porque considero que la mayoría de las cosas llamadas humanas no tienen nada que ver conmigo. Pero esta agitación debida al crimen me parece interesante o, como dicen los cronistas, intrigante. ¡Oh, qué palabra más horrible! Te recomiendo, Van, que leas esta espléndida entrevista con el sargento Heath. Necesita una columna entera para decir que no sabe nada. ¡Vaya un tipo! No puedo negar que me es simpático…
—A lo mejor —aventuré— es que Heath sigue la táctica de no decir a los periodistas lo que sabe.
—¡Ni hablar! —replicó Vance, moviendo tristemente la cabeza—. No hay hombre bastante desprovisto de vanidad para confesarse incapaz de discurrir como hace Heath en todos los diarios. Y menos por el simple gusto de entregar un criminal a la Justicia; eso sería llevar el martirio hasta la locura.
—De todas maneras —dije—, Markham sabe o sospecha cosas que no han sido reveladas.
Vance reflexionó un momento antes de admitir:
—No es imposible. En esta zarabanda periodística se ha mantenido modestamente en un segundo plano… ¿Y si miráramos las cosas desde más cerca?
Se dirigió al teléfono, pidió comunicación con el despacho del procurador y oí que citaba a Markham para almorzar en el Stuyvesant Club.
—¿Y la estatuilla de Naddelman que hay en casa de Stieglitz? —pregunté entonces, acordándome de lo que me llevaba a casa de Vance.
—No estoy de humor para contemplar la sencillez griega —respondió, continuando la lectura de los periódicos.
Decir que su actitud me asombró sería poco. Desde que nos conocíamos, su entusiasmo por el arte no había cedido a ninguna distracción y, desde luego, hasta entonces no le había interesado la Justicia. Comprendí que le sucedía algo extraordinario, y me abstuve de comentario alguno.
Markham acudió con algún retraso a la cita. Ya estábamos sentados a nuestra mesa favorita, en un rincón, cuando llegó él. Vance le dijo:
—Vamos a ver, querido Licurgo. ¿Qué ocurre, en realidad, aparte del hecho de haber desterrado una nueva pista interesantísima y del anuncio de que el público espera para en breve un sensacional desenlace?
Markham sonrió y dijo:
—Veo que ha leído usted los diarios. ¿Qué piensa de las informaciones?
—Son típicas. Llevan mucho cuidado en no olvidar nada, salvo lo esencial.
—¿De veras? —la voz de Markham denotaba contento—. ¿Puedo preguntarle lo que usted considera esencial en este asunto?
—Dada mi estúpida ignorancia de aficionado, considero que el peluquín de Alvin es una cosa muy importante.
—No cabe duda de que Benson pensaba lo mismo… ¿Nada más?
—No. Hay que tener en cuenta también el cuello y la corbata que había sobre un mueble.
—Y la dentadura postiza en el vaso —añadió Markham, jovial.
—Es usted prodigioso. También es esencial. Y le garantizo que el incomparable Heath ni tan siquiera se ha fijado en ella. Los demás agentes se han dedicado a averiguaciones igualmente superficiales.
—Por lo que veo, las diligencias de ayer no le hicieron gran efecto.
—Al contrario —aseguró Vance—. Tanto efecto me hicieron, que me produjeron estupor. Fueron un conjunto de absurdos. Se descuidó magníficamente lo que podía servir de indicio. Había, por lo menos, doce puntos de partida, todos los cuales llevaban al mismo objeto y que, al parecer, escaparon a los investigadores. Estaban muy ocupados en tonterías, buscando colillas y entreteniéndose con las ventanas. Por cierto que las rejas no están mal: estilo florentino…
Markham se sentía a la vez vejado y divertido.
—Puede confiarse, Vance, en que la Policía llegará a un buen resultado, a fin de cuentas.
—Admiro su confianza —murmuró mi amigo—. Dígame… ¿Qué sabe usted del asesino de Benson?
Markham, tras una vacilación, dijo:
—Como es natural, voy a hablarle confidencialmente. Esta mañana, después de hablar con usted por teléfono, un policía que hacía averiguaciones sobre la vida mundana de Benson ha encontrado a la mujer que había dejado el bolso y los guantes en casa de éste. Las iniciales del pañuelo han guiado sus pesquisas. Como yo suponía, esa mujer cenó con Benson. Creo que es una actriz de opereta. Se llama Muriel Saint-Clair.
—¡Qué lástima! —suspiró Vance—. Yo esperaba que sus mirmidones no encontrasen a la dama. De conocerla, le enviaría una carta de pésame. Ahora supongo que usted hará de juez de instrucción y que la torturará, ¿no?
—Sí; voy a interrogarla. Creo que usted se referirá a eso…
Markham estaba preocupado, y no hablamos mucho más.
Al entrar en el salón de fumar, un rato después, el comandante Benson, que miraba melancólicamente por la ventana, vio a Markham y se le acercó. Era un hombre de unos cincuenta años, carirredondo, de facciones serias y dulces, erguido y robusto. Tras saludarnos a Vance y a mí, se dirigió hacia el magistrado, a quien dijo:
—Tras nuestro almuerzo de ayer he pensado mucho, Markham, y he aquí lo que puedo indicarle. Un tal Leander Pfyfe, íntimo amigo de Alvin, podría probablemente darle útiles informes. No me acordé ayer de él, porque no vive en la ciudad. Creo que vive en Long Island, en Port Washington. Se lo digo por si acaso. A decir verdad, no veo nada que nos ayude a poner en claro este asunto verdaderamente terrible.
Respiró rápida y profundamente para contener su emoción. Evidentemente, a pesar de su habitual pasividad, estaba emocionadísimo.
—Es una buena idea, comandante —afirmó Markham, que tomó nota al dorso de una tarjeta—. Voy a ocuparme en seguida de eso.
Mientras se desarrollaba esta corta conversación, Vance miraba distraídamente por la ventana. Luego se volvió y, dirigiéndose al comandante, preguntó:
—¿Y el coronel Ostrander? Le he visto muchas veces con su hermano.
El comandante, con un gesto, rechazó la sugerencia:
—¡Bah! Un simple conocido. No serviría de nada.
Y, volviéndose a Markham, agregó:
—No creo que pueda esperarse que usted haya encontrado algo.
Markham se quitó el cigarro de la boca, lo arrolló entre sus dedos, mirándolo con aire pensativo, y dijo, tras un momento de silencio:
—No diré yo eso. He podido saber quién acompañó a su hermano el martes por la noche; sé que esa persona regresó poco antes de medianoche.
Se detuvo, como preguntándose si convenía decir algo más:
—En realidad, casi tengo bastantes pruebas para obtener un acta de acusación del Gran Jurado.
La admiración y el asombro iluminaron el rostro sombrío del comandante, que exclamó, apretando las mandíbulas y poniendo la mano en el hombro del magistrado:
—¡Gracias a Dios, Markham! Llegue hasta el fin por mí. Si me necesita, aquí me tendrá hasta tarde.
Y se fue.
—Es algo cruel importunar a este pobre comandante cuando está tan reciente la muerte de su hermano —comentó Markham—. Pero el mundo ha de continuar viviendo.
Vance ahogó un bostezo y masculló, con indiferencia:
—¿Para qué, Dios mío?