(Viernes 14 de junio, 11 de la mañana)
—¿Y si visitáramos la casa? —propuso Markham—. Ya supongo, sargento, que usted la habrá visitado; pero me gustaría ver cómo está distribuida. De todos modos, no he de interrogar al ama de llaves antes que se lleven el cadáver.
Heath se levantó.
—Está bien. También a mí me gustaría recorrerla nuevamente.
Luego de haber atravesado la entrada, seguimos los cuatro el pasillo que llevaba a la parte de atrás. Al final, y a la izquierda, había una puerta que conducía al subterráneo; pero estaba cerrada con llave y cerrojo.
—El sótano sirve ahora de bodega —explicó Heath—. La puerta de la calle está condenada. Mistress Platz duerme arriba. Benson vivía solo aquí. Así es que a la casa no le faltaba sitio. Ahí se halla la cocina.
Abrió una puerta y entramos en una pequeña cocina moderna. Las dos ventanas se abrían, a seis metros del suelo, sobre un patio, y se hallaban bien protegidas por barrotes de hierro. Las fallebas estaban corridas. Había una puerta que comunicaba con el comedor, que seguía al salón antes descrito. Las dos ventanas daban a un patinillo pavimentado, verdadero espacio abierto entre dos casas; tenían rejas y estaban cerradas. Vueltos al vestíbulo, nos detuvimos al pie de la escalera.
—Como usted ve, mister Markham, el asesino, cualquiera que sea, ha entrado por la puerta de la calle. No hay otro acceso. Benson, que vivía solo, profesaba, según tengo entendido, miedo a los ladrones. La única ventana sin reja es la del salón que da al patinillo, y estaba cerrada. Las de la calle, todas tienen reja y no han tirado a través de ellas, ya que la bala procedía del otro lado… Es, pues, evidente que el asesino ha penetrado por la puerta de entrada.
—Eso parece —dijo Markham.
—Perdóneme que les contradiga —corrigió Vance—. Lo que ocurre es que Benson le hizo entrar.
—¿Sí? —repuso Heath con indiferencia—. Supongo que ya lo averiguaremos más tarde.
—Claro, claro —comentó Vance con frialdad.
Subimos la escalera y entramos en el dormitorio de Benson, situado encima del salón. Estaba amueblado con sobriedad, pero bien y ordenadamente. La cama mostraba que aquella noche no se había dormido en ella; las cortinas estaban bajadas. Sobre una silla estaban el esmoquin de Benson y su chaleco de piqué blanco; sobre el lecho, donde Benson los había arrojado al entrar, había un cuello de pajarita y una corbata negra; al pie de la cama, sobre una banqueta, un par de escarpines; en la mesilla de noche, dentro de un vaso, un puente de cuatro dientes, sobre el tocador, un peluquín admirablemente hecho. Esto atrajo la curiosidad de Vance, que se acercó para verlo mejor.
—Es interesantísimo. Al parecer, nuestro difunto amigo llevaba pelo postizo. ¿Lo sabía usted, Markham?
—Siempre me lo había figurado —respondió el otro sin dar importancia a la cosa.
Heath, que estaba en el umbral, pareció impacientarse.
—En este piso —dijo, bajando el primero— no hay más que otra habitación. Para los amigos, según ha dicho el ama de llaves.
Markham y yo dirigimos una mirada al interior. Vance estaba entretenido con el pasamanos; por lo visto no le interesaban los asuntos domésticos de Benson. Y cuando Markham, Heath y yo subimos al segundo piso, bajó él. Al terminar nuestra inspección, estaba mirando distraídamente los libros de la biblioteca.
Cuando llegamos al fin de la escalera se abrió la puerta para dejar paso a dos hombres y una camilla. La ambulancia del servicio de higiene venía a buscar el cadáver para llevarlo al depósito. Me estremecí al ver la manera brutal, mecánica, por decirlo así, que adoptaban para cubrir el cuerpo de Benson antes de ponerlo en la camilla para subirlo al coche. Vance, luego de mirar rápidamente a los hombres, dejó de prestarles atención. Había encontrado un tomo soberbiamente encuadernado por Humphrey Milford y se había sumido en el admirable trabajo de Roge Payne.
—Ahora hay que ver a mistress Platz —dijo Markham.
Heath, al pie de la escalera, dio una orden con voz seca y sonora. Seguidamente entraron en el salón una mujer de cierta edad, de blancos cabellos, y un individuo modestamente vestido y que fumaba un gran cigarro. La mujer parecía sencilla, anticuada, de tipo maternal, plácida y bonachona, de grandes disposiciones y poco sujeta a crisis nerviosas. Su actitud pasiva y resignada confirmó mi primera impresión. Sin embargo, parecía dotada de esa perspicacia cazurra tan frecuente en las personas ignorantes.
—Siéntese, señora —dijo amablemente Markham—. Soy el procurador y quiero hacerle algunas preguntas.
Tomó una silla junto a la puerta y esperó mirándonos con inquietud. Pero la voz dulce y persuasiva de Markham pareció darle alientos, y sus respuestas se hicieron bastante largas. He aquí, expuesto sumariamente, lo que nos fue revelado en el transcurso de un cuarto de hora de interrogatorio:
Hacía cuatro años que estaba al servicio de Benson, el cual no tenía más servidumbre. Vivía en la casa, y su habitación se hallaba en el tercero y último piso, a la parte del patio.
El día antes Benson había vuelto de su despacho más pronto que de costumbre, alrededor de las cuatro, y le había avisado de que no cenaría en casa. Permaneció en el salón, con la puerta cerrada, hasta las seis y media. Luego subió a vestirse. Hacia las siete se marchó sin decir adónde iba, aunque avisando que volvería temprano, a pesar de lo cual no era preciso que mistress Platz le esperase, como hacía cuando su amo acudía con amigos. Entonces fue la última vez que el ama de llaves le vio. Aquella noche no le oyó entrar.
A las diez y media, poco más o menos, subió mistress Platz a acostarse y dejó la puerta entreabierta a causa del calor. Un poco más tarde la despertó una fuerte detonación. Espantada, encendió la luz de su cama y vio que eran las doce y media. Eso la tranquilizó, porque Benson, cuando salía de noche, no regresaba casi nunca antes de las dos de la madrugada. Esta costumbre y el silencio de la casa la hicieron suponer que se trataba del escape libre de un coche en la calle 49.
Y sin pensar más en lo ocurrido, volvió a dormirse.
A las siete de la mañana siguiente había bajado, como de costumbre, y al ir a buscar la leche y la crema, había descubierto el cadáver. Las cortinas estaban echadas. Al principio había creído que su amo se había dormido en el sillón; pero al ver la herida y las lámparas apagadas había comprendido que estaba muerto. Entonces se había precipitado al teléfono del vestíbulo y había comunicado con el retén para dar parte del crimen. Luego, recordando que Benson tenía un hermano, telefoneó también a éste, que había llegado al mismo tiempo que los agentes del retén de la calle 47. Anthony la había interrogado, había hablado con los agentes vestidos de paisano y se había marchado antes de llegar los hombres del puesto central.
Markham, releyendo las notas que había tomado, dijo:
—Ahora, mistress Platz, le haré unas preguntas más, que serán las últimas. ¿Notó usted anoche algo que pudiera hacer suponer que mister Benson estaba disgustado o que temía algún accidente?
—No, señor —repuso el ama de llaves inmediatamente—. Desde hace ocho días parecía de muy buen humor.
—Las ventanas de este salón tienen reja. ¿Temía a los ladrones o alguna intrusión?
—No es eso precisamente —contestó vacilante la interpelada—. Solía decir que la Policía no estaba bien organizada y que cada cual había de tomar precauciones por su parte.
Markham se volvió, sonriente, a Heath, y le dijo:
—Tome nota, tome nota.
Luego, dirigiéndose otra vez a mistress Platz, continuó:
—¿Conocía usted enemigos a mister Benson?
—Ni uno —respondió ella con firmeza—. A veces era un hombre extraño, pero parece que todos le estimaban. Salía y recibía frecuentemente. No me explico por qué le han podido matar.
Markham consultó sus notas.
—No se me ocurre nada más. ¿Tiene usted que preguntar alguna otra cosa, sargento?
Heath pensó un momento y dijo:
—No. Usted, mistress Platz —agregó, mirándola fríamente—, permanecerá aquí hasta que se la autorice a partir. Tendremos que interrogarla más tarde. Pero no hable con nadie, ¿eh? Aquí van a quedarse dos hombres un ratito más.
Durante el interrogatorio, Vance había tomado algunas notas en la primera parte de su libreta de direcciones, que rasgó y tendió a Markham mientras Heath hablaba. Markham leyó sin ganas e hizo una mueca. Tras una breve vacilación, se dirigió al ama de llaves para decirle:
—Aseguraba usted, mistress Platz, que todo el mundo estimaba a mister Benson. ¿Le estimaba usted?
La mujer, mirando hacia sus rodillas, respondió torpemente:
—Yo trabajaba para él y no puedo quejarme de la manera como me trataba.
A pesar de sus palabras, se notaba que detestaba a Benson o que le criticaba. Markham no insistió.
—Oiga, mistress Platz: ¿mister Benson tenía armas en casa? ¿Poseía, por ejemplo, un revólver?
La mujer, por vez primera, pareció turbada y asustada.
—Creo que sí —dijo con voz temblorosa.
—¿Dónde lo guardaba?
Ella le miró con prevención, cerró los párpados, preguntándose si debía hablar francamente, y terminó contestando:
—En el cajón secreto de la mesa. Para abrirlo se aprieta ese timbre de cobre.
Heath se apresuró a oprimir el botón indicado. Y salió un cajoncito de poco fondo, que contenía un revólver Smith and Wesson, de calibre 38, cuyo puño estaba incrustado de nácar. Lo cogió, lo abrió y miró el depósito.
—Cargado —dijo lacónicamente.
Un inmenso suspiro de alivio ensanchó las facciones de la mujer.
Markham se había levantado y miraba el revólver por encima del hombro de Heath.
—Quédeselo, sargento. Es lo mejor, aunque no veo la relación que puede guardar con el asesinato.
Se sentó nuevamente, miró las notas de Vance y preguntó al ama de llaves:
—Ha dicho usted que mister Benson volvió muy temprano y que permaneció en esta habitación antes de cenar. ¿Recibió alguna visita?
Yo, que examinaba muy atentamente a la mujer, creí percibir que apretaba los labios. Y se irguió para contestar:
—Que yo sepa, no vino nadie.
—Seguramente —insistió Markham— usted hubiera oído llamar y habría ido a abrir la puerta, ¿no?
—No vino nadie —repitió ella con mal humor.
—Y por la noche, ¿oyó usted llamar a alguien después de estar acostada?
—No, señor.
—¿Lo habría oído aun estando dormida?
—Sí, señor. A mi puerta hay una campanilla. Es la misma de la cocina, que suena en dos sitios a la vez. Mister Benson las mandó instalar así.
Markham la despidió, y luego dijo a Vance:
—¿Qué pensaba usted para indicarme que hiciera estas preguntas?
—Quizá he pecado de presunción, pero me ha parecido que ha exagerado al ponderar la popularidad del difunto. Su alabanza implicaba una antítesis inconsciente que me ha llevado a suponer que no debía de estimarle mucho.
—¿Qué es lo que le ha hecho pensar en las armas?
—Un simple corolario de las preguntas de usted sobre las ventanas con reja y el miedo que Benson tenía a los ladrones. Si temía tanto era natural que tuviese un arma, ¿no?
—El caso es, mister Vance, que su curiosidad ha sacado a la luz un bonito revólver que tal vez nunca ha servido para nada.
—¿Qué piensa usted, sargento —preguntó Vance, prescindiendo de la ironía de Heath—, de ese bonito revólver?
—Deduzco —contestó con cierto soniquete— que mister Benson tenía en un cajón secreto de su mesa un revólver Smith and Wesson, con puño de nácar.
—¡Asombroso, asombroso! —exclamó Vance con burlona admiración.
Markham interrumpió el diálogo, preguntando:
—¿Por qué, Vance, quería usted saber si había recibido visitas? Bien claro está que no vino nadie.
—¡Bah! Un capricho… Sentía un violento deseo de oír lo que respondería mistress Platz…
Heath estudiaba a Vance con curiosidad. Sus primeras impresiones se borraban; había adivinado que la desenvoltura del otro ocultaba un fondo más sólido de lo que había creído al principio. Las respuestas de Vance no le satisfacían plenamente, y procuraba descubrir los verdaderos motivos que le habían impulsado a procurar que se hicieran nuevas preguntas a mistress Platz. Heath era astuto y generalmente leía los pensamientos de los demás; pero Vance era un hombre diferente de los que solía encontrar, y continuaba siendo un enigma para él.
Finalmente, acercó alegremente su silla a la mesa para decir:
—Ahora, mister Markham, podríamos delimitar nuestras actividades para no repetir el trabajo. Conviene que mis hombres empiecen a actuar cuanto antes.
Markham hizo una seña de asentimiento.
—A usted le toca hacer las investigaciones, sargento. Yo intervendré cuando usted me necesite.
—Muchas gracias por su gentileza, pero creo que hay faena para todos… Yo puedo dedicarme a la busca de la propietaria del bolso y enviar hombres a que hagan las correspondientes diligencias con los amigotes de Benson. El ama de llaves me dará nombres que me pongan sobre una pista. También procuraré encontrar el Cadillac… En fin, haré por dar con sus amigas, que creo que eran bastantes…
—En cuanto a eso —dijo Markham—, el comandante me dará más detalles, me dirá todo lo que necesito saber. Gracias a él puedo conocer las relaciones comerciales o de negocios que mantenía Benson.
—Precisamente iba a decirle que usted podría hacer eso mejor que yo. Seguramente encontraremos algo que sea como el hilo por donde sacar el ovillo. Cuando hayamos dado con la mujer que cenó con él y que le acompañó anoche, habremos adelantado mucho.
—O muy poco —murmuró Vance.
Heath levantó la cabeza y gruñó sordamente:
—Ya que usted quiere enterarse de algo, mister Vance, permita que le diga que cuando un asunto va mal, puede buscarse con toda seguridad a la mujer.
—¡Ah!, ¿sí? Cherchez la femme —contestó, sonriendo, Vance—. La idea es tan vieja, que ya los romanos tenían la misma superstición: Dux femina facti.
Heath repuso:
—Dígase como se diga, la afirmación es cierta. No crea usted a quienes le digan otra cosa.
Markham intervino diplomáticamente:
—Supongo que dentro de poco ya sabremos a qué atenernos respecto al particular concreto… Ahora, si ustedes no disponen otra cosa, voy a irme. Le he dicho al comandante Benson que le vería a la hora del almuerzo. Quizá esta tarde tenga yo noticias que darles.
—Bien. Yo me quedo un poco, por si hemos olvidado algo. Haré que vigilen la casa y dejaré un hombre para la custodia de mistress Platz. Luego recibiré a los periodistas y les hablaré de la desaparición del Cadillac y del misterioso revólver que había en el cajón secreto. Con eso podrán llenar muchas cuartillas, que es lo que les interesa. Si hay alguna novedad, ya le telefonearé. Luego de estrechar la mano del procurador, se volvió hacia Vance y dijo amablemente, con gran sorpresa mía y asombro de Markham:
—Hasta la vista, caballero. Supongo que esta mañana habrá aprendido algo.
—Quedaría usted pasmado si supiera todas las cosas que he aprendido —respondió Vance como distraído, pero dirigiéndole una mirada penetrante.
Salimos Markham, Vance y yo. Un guardia nos buscó un taxi.
—¿Así llegan nuestros agentes a los misteriosos considerandos de los asuntos criminales? —preguntó Vance, pensativo, cuando nos marchábamos—. Lo que no me explico, querido Markham, es que esas buenas personas lleguen alguna vez a descubrir al culpable.
—Es que usted no ha visto más que las primeras diligencias —explicó Markham—. Hay que hacer ciertas cosas por rutina, ex abundantia cautelae, como decimos nosotros los juristas…
—¡Oh, qué técnica! Quantum est in rebus inane, como decimos nosotros los profanos…
—Ya sé que no tiene usted en gran aprecio la capacidad de Heath —dijo pacientemente Markham—. Sin embargo, es inteligente, y pudiera usted estar equivocado en su juicio respecto a él.
—Bien, bien —murmuró Vance—. De todos modos, le guardo enorme gratitud a usted por haberme dejado presenciar estas solemnes diligencias. Me ha chocado el Esculapio oficial, ese médico tan expeditivo y tan sensible, que no se ha impresionado absolutamente nada con el cadáver. La verdad es que hubiera debido consagrarse seriamente a los crímenes en vez de seguir la carrera de Medicina.
Markham, silencioso y sombrío, abismado en una inquieta meditación, miraba por la ventanilla hasta que llegamos a casa de Vance.
—No me gusta el giro que van tomando los acontecimientos —dijo cuando nos acercábamos a la acera—. Este asunto no me inspira confianza.
Vance le miró de reojo y le preguntó con una seriedad inusitada en él:
—¿Sospecha usted de alguien, Markham?
Markham insinuó una débil sonrisa para decir:
—¡Ojalá! Los crímenes premeditados no se aclaran tan fácilmente. Y este asunto me parece extraordinariamente complejo.
—¿Sí? —replicó Vance, bajando ya del coche—. Pues a mí me parecía extraordinariamente sencillo.