(Viernes 14 de junio, 9.30 de la mañana)
El magistrado y Heath se acercaron al cadáver y lo miraron.
—Le han matado de frente. El tiro es extraño. La bala, luego de atravesar la cabeza de lado a lado, ha dado en la parte baja del marco, junto a la cortina de la ventana más próxima a la entrada.
Heath señalaba el sitio.
—Hemos encontrado la bala. La tiene el capitán Hagedorn.
Y se volvió hacia el perito:
—Qué, capitán, ¿hay algo de particular?
Hagedorn levantó lentamente la cabeza y dirigió a Heath su mirada de miope. Tras algunos movimientos de cabeza, dijo, con gran precisión:
—Una bala militar de cuarenta y cinco milímetros; pistola automática Colt.
—¿Estaba lejos de Benson el arma? —preguntó Markham.
—De metro y medio a dos metros, probablemente —contestó Hagedorn, con lentitud.
Heath, desdeñosamente, comentó:
—¿Probablemente?… ¡Podría usted apostar cualquier cosa!… Con un cuarenta y cuatro-cuarenta y cinco milímetros es la distancia mínima para matar a un hombre. Esas balas militares de acero atraviesan un cráneo como si fuera un queso; pero para incrustarse en el marco ha habido que tirar de muy cerca. No hay huella de pólvora en el rostro. Pueden tomarse como exactas y completamente seguras las distancias que da el capitán.
En aquel momento se oyó abrir y cerrar la puerta de entrada. Entraron el doctor Doremus, médico forense, y su ayudante. El primero estrechó la mano de Markham y de O’Brien, saludó amistosamente a Heath y luego se excusó diciendo:
—Lamento no haber podido venir antes. Aquel hombre nervioso y de facciones abultadas tenía todas las trazas de un corredor de fincas.
—¿Qué ocurre? —preguntó, haciendo una mueca al ver el cadáver.
—Eso es lo que usted tiene que decirnos, doctor —le replicó Heath.
El doctor Doremus se acercó al cuerpo con la empedernida indiferencia demostrativa de una larga experiencia de insensibilidad. Miró la cara de cerca, buscando, según me figuro, huellas de pólvora, y examinó el agujero de la frente y la herida de la nuca. Luego movió un brazo, dobló los dedos e inclinó ligeramente la cabeza de la víctima. Comprobada la rigidez cadavérica, se dirigió a Heath:
—¿Lo podemos tender en este sofá? Heath interrogó a su vez a Markham con la mirada.
Y como asintiera, Heath hizo una seña a los dos hombres que estaban junto a las ventanas y les dijo que colocaran el cuerpo sobre el diván. A causa de la rigidez muscular, el cadáver quedó sentado hasta que el doctor y su ayudante le estiraron los miembros. Se le desnudó. Doremus buscaba otras heridas. Examinó muy especialmente los brazos, abrió las manos y miró en silencio las palmas de éstas. Luego se incorporó y se enjugó las manos con un gran pañuelo de seda.
—La bala —dijo— ha penetrado por el frontal izquierdo, ha herido en ángulo recto, ha atravesado el cráneo de parte a parte y ha salido por el occipital izquierdo, por la base del cráneo. La han encontrado ustedes, ¿verdad? Le han matado despierto, y la muerte ha sido instantánea. Ni tan siquiera se ha podido dar cuenta de lo que pasaba. Hace ocho horas…, o quizá un poco más…, que ha muerto.
—¿Alrededor de las doce y media? —sugirió Heath.
El doctor miró su reloj para decir:
—Eso es… ¿Nada más?
Nadie contestó. Tras algún tiempo, el inspector general habló para decir:
—Quisiéramos su informe para hoy, doctor.
—Conforme —respondió el médico, cerrando su estuche, que entregó a su ayudante—. En este caso, que lleven el cadáver al depósito cuanto antes.
Tras un cambio de apretones de manos, salió rápidamente. Heath se dirigió al agente que estaba junto a la mesa cuando llegamos, y le dijo:
—Telefonee, Burke, a la Prefectura para que se lleven el cadáver en seguida y espéreme en el despacho.
Burke, tras saludar, desapareció. Heath se dirigió entonces a uno de los que examinaban las rejas.
—¿Y esa reja, Snitkin?
—Nada, sargento. Esta reja es tan fuerte como la de un calabozo. Por aquí no ha entrado nadie nunca.
—Está bien. Ahora váyase con Burke.
Cuando hubieron salido, el hombre con traje de sarga azul y sombrero, que estaba ocupadísimo en la chimenea, dejó dos colillas de cigarrillo sobre la mesa.
—Las he encontrado en las cañerías de gas —advirtió, sin gran entusiasmo—. No es gran cosa, pero no veo nada más.
—Bien, Emery —dijo Heath, mirando las colillas con asco—. No es menester que me espere. Nos veremos en seguida en el despacho.
Hagedorn avanzó muy dignamente.
—Me voy, pero me llevo la bala —masculló—. Tiene algunas señales interesantes. ¿No la necesitan?
Heath sonrió amablemente.
—Guárdela. Pero, sobre todo, no la pierda.
—¡Ni hablar! —aseguró Hagedorn, imperturbable.
Luego, sin tan siquiera mirar al magistrado ni al inspector, se dirigió hacia la puerta con unos pasos que evocaban los de un enorme anfibio.
Vance, que estaba a mi lado, junto a la puerta, le siguió al vestíbulo y durante unos minutos hablaron en voz baja. Diríase que Vance formulaba preguntas. Aunque yo estaba muy lejos para oír lo que decían, sorprendí las palabras: trayectoria, velocidad al salir del cañón, ángulo, choque, desviación… Y me preguntaba qué podría haber motivado semejante interrogatorio.
Mientras Vance daba las gracias a Hagedorn, entró el inspector O’Brien.
—¿Está acabando de instruirse? —preguntó, sonriendo con cierta superioridad.
Y sin esperar la respuesta de Vance, añadió:
—Venga, capitán, y le dejaré en la ciudad.
Markham le oyó.
—¿Puede ir también Dinwiddie?
—Perfectamente, mister Markham.
Salieron los tres. No quedamos en el salón más que Vance, Heath, el magistrado y yo. Y como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos sentamos. Vance cogió la silla arrimada a la pared del comedor, frente al sillón donde se había encontrado muerto a Benson.
Desde nuestra llegada me intrigaban las actividades de Vance. Al entrar se había ajustado el monóculo, cosa que, a pesar de una aparente indiferencia, era prueba de cierto interés. Cuando su espíritu trabajaba, siempre adoptaba un aire displicente y se ponía el monóculo. Veía perfectamente sin cristal, pero se lo ajustaba obedeciendo a preocupaciones mentales. El hecho de ver todavía mejor parecía influir sutilmente sobre la perspicacia de su espíritu[3].
Primeramente miró el salón y lo que allí pasaba, sin curiosidad, con muestras de aburrimiento. Durante el rápido interrogatorio de Heath, su expresión denotó un irónico regocijo. Tras algunas preguntas de índole general formuladas a Dinwiddie, se puso a pasear por la estancia sin propósito aparente, mirando diversos objetos y los muebles, inclinándose para ver la huella de la bala, llegándose hasta la puerta para examinar el vestíbulo.
Lo único que parecía retener su atención era el cadáver. Lo había mirado atentamente, examinando su posición, inclinándose sobre el brazo alargado para percatarse de cómo mantenía el libro. Las piernas cruzadas le chocaban y las contempló largamente. Finalmente, se puso el monóculo y se reunió con nosotros —Dinwiddie y yo— junto a la puerta, desde la cual miró con indiferencia y despreocupación a Heath y a los detectives.
Apenas acabábamos de sentarnos los cuatro, cuando entró el ordenanza.
—Un agente del retén cercano quiere verle. ¿Le hago pasar?
Heath contestó afirmativamente con la cabeza. Un instante después se presentaba un irlandés grande, rubicundo y vestido de paisano. Saludó a Heath, y habiendo reconocido a Markham, se dirigió a él:
—Soy el agente Mac Laughlin, del retén de la calle Cuarenta y Ocho del Oeste. Anoche estaba de servicio aquí. Alrededor de medianoche había un gran Cadillac parado ante la puerta. Me llamó la atención por los aparatos de pesca que salían por detrás. Llevaba todos los faros encendidos. Esta mañana, al enterarme del crimen, he hablado al jefe del retén, que me envía a decírselo.
—Perfectamente —repuso Markham, que con una seña pasó el asunto a Heath.
—Quizá signifique algo —contestó el policía, pensativo—. ¿Dice usted que el coche estuvo parado mucho tiempo?
—Media hora, por lo menos. Ya estaba antes de medianoche, y continuaba cuando volví a pasar por aquí a las doce y treinta, poco más o menos. Al volver a pasar otra vez, ya había partido.
—¿No observó usted nada más? ¿No vio a nadie en el coche o cerca del coche que pudiera ser su propietario?
—No, nada.
Se le hicieron otras cuantas preguntas, que no dieron resultado más luminoso, y en seguida se le despidió.
—¡Bah! —exclamó Heath—. Eso del auto es un buen detalle para que se entretengan los periodistas.
Durante el interrogatorio a que se había sometido a Mac Laughlin, cabeceaba Vance por el sueño que tenía. ¿Habría oído más de las primeras palabras? Ahogó un bostezo, se levantó, avanzó distraídamente hacia la mesa y cogió una de las colillas encontradas en la chimenea. La oprimió entre el pulgar y el índice, desgarró el papel con la uña y olió el tabaco. Heath, que le observaba ceñudo, se echó de pronto hacia adelante en su silla, y le preguntó en tono avinagrado y truculento:
—¿Qué está usted haciendo ahí?
Vance, asombrado, alzó la vista. Y respondió, con desenvuelto asombro:
—Me limito a oler el tabaco. Es suave; es una mezcla muy fina.
Heath, furioso, apretó las mandíbulas para aconsejar:
—Más vale que lo deje sobre la mesa —y en tono sarcástico añadió—: ¿Es usted perito en tabacos?
—No, ¡por Dios! Mi especialidad son los amuletos en forma de escarabajo de la dinastía de los Tolomeos.
La voz de Vance era guasona. Markham intervino oportunamente para decir:
—La verdad, Vance, es que no debiera usted tocar nada. Dada la altura a que nos encontramos de la investigación, no se sabe lo que puede ser importante. A lo mejor, esas colillas constituyen un excelente indicio.
—¿Una prueba? —repitió Vance, con voz apacible—. ¡Oh! Parece increíble…
Markham estaba visiblemente contrariado. Heath, a quien le hervía la sangre, no hizo ningún comentario. Es más: hasta consiguió apuntar una leve sonrisa, pues se daba cuenta de que había estado excesivamente brusco con el amigo del fiscal, aun admitiendo que dicho amigo había merecido el reproche.
Heath no era un adulador. Consciente de su valía, como demostraba su conducta, cumplía con su deber, despreciando absolutamente su interés político. Y sus superiores apreciaban su constancia y su integridad de carácter. Alto, fuerte, grácil y ágil como un boxeador bien entrenado, tenía los ojos azules, duros, muy brillantes y como si atravesaran al mirar; su nariz era pequeña; su barbilla, ancha y oval; su boca, severa. En cuanto a sus cabellos, a pesar de que contaba cuarenta años largos, no tenían canas, los llevaba cortados en forma de cepillo y formaban un tupé corto y erguido. Su voz era bronca, aunque raramente se elevara. Constituía el policía tipo, pero con acusada personalidad; al mirarle, le admiraba yo inconscientemente, a pesar de todos sus defectos.
—¿Cuál es la situación? —preguntó Markham—. Dinwiddie solo me ha contado los hechos escuetos.
Heath aclaró la voz.
—Nos han avisado poco antes de las siete. El ama de llaves de Benson, una tal mistress Platz, ha telefoneado al retén diciendo que acababa de encontrarle muerto y ha pedido que inmediatamente enviaran a alguien. Se ha transmitido el encargo al Cuartel general. Yo no estaba; pero Burke y Emery se hallaban de servicio y, luego de haber avisado al inspector Moran, han venido aquí. Ya había numerosos agentes, que se dedicaban a las habituales diligencias. Cuando llegó el inspector y se dio cuenta de la situación, me telefoneó para que obráramos con rapidez. Cuando yo llegué, ya se habían ido los agentes y tres hombres de la Oficina de Homicidios que se habían reunido con Burke y Emery. El inspector había telefoneado también al capitán Hagedorn, pensando que el asunto era de bastante importancia para que se le molestase. Ha llegado al mismo tiempo que ustedes. Mister Dinwiddie ha venido inmediatamente después del inspector y le ha telefoneado al momento. O’Brien había llegado un poco antes que yo. Inmediatamente interrogué a mistress Platz, y cuando usted ha llegado, mis hombres inspeccionaban el local.
—¿Dónde está mistress Platz ahora? —preguntó Markham.
—Arriba, vigilada por un agente. Vive aquí.
—¿Por qué ha sugerido usted esa hora de las doce y media al doctor?
—Mistress Platz me ha dicho que había oído una detonación a esa hora. Y he creído que eso podía ser el tiro de la pistola. Ahora lo creo firmemente. Concuerda con cierto número de hechos.
—Creo que es preferible interrogar a mistress Platz —sugirió Markham—. Pero, ante todo, ¿se ha encontrado algo, un indicio, una pista?
Heath, tras breve vacilación, sacó del bolsillo un bolso de señora y un par de guantes largos de cabritilla blanca, que arrojó sobre la mesa.
—Esto sólo —dijo—. Un agente de la brigada lo ha encontrado en una esquina de la chimenea.
Markham, luego de examinar rápidamente los guantes, abrió el bolso, cuyo contenido vació sobre la mesa. Me acerqué para ver mejor. Vance, sentado en su sillón, continuó fumando tranquilamente su cigarrillo.
Era un bolso de oro, con las mallas muy finas y con un broche incrustado de pequeños zafiros. Por su pequeño tamaño, no podía servir más que para la noche. Markham inspeccionaba los objetos que contenía: un frasquito de Flor de Amor, de Roger-Gallet; una cajita de polvos esmaltada, una linda boquilla corta de ámbar, una barrita de carmín para los labios, un pañuelo de lino con las letras St. C. y un llavín Yale.
—He aquí una buena pista —dijo Markham, señalando el pañuelo—. ¿Ha examinado usted bien esos objetos, sargento?
Heath movió la cabeza.
—Sí. Creo que el bolso pertenece a la mujer que anoche acompañaba a Benson. El ama de llaves me ha dicho que tenía una cita y que se había vestido para ir a comer a la ciudad. Pero ella no le oyó entrar cuando regresó. No será difícil encontrar a miss St. C.
Markham volvió a coger el estuche de cigarrillos, lo volcó y dejó caer sobre la mesa un polvillo de tabaco. De pronto, el sargento Heath se levantó.
—Quizá estos cigarrillos procedan de ese estuche —exclamó, cogiendo la colilla intacta y mirándola—. Es un cigarrillo de señora, y diríase que ha sido fumado en boquilla.
—Perdone si no soy de su opinión, sargento —dijo Vance, arrastrando las palabras—. Estoy seguro de que me perdonará. En ese cigarrillo hay carmín; se ve mal a causa de la embocadura dorada.
Heath, sorprendido, miró a Vance de una manera penetrante. Examinó cuidadosamente el cigarrillo y se dirigió hacia él, diciéndole, con ironía cachazuda:
—Quizá pueda usted decirnos, a la vista del polvillo de tabaco, si los cigarrillos proceden de este estuche…
—¡Oh! ¡Cualquiera lo sabe! —respondió Vance, levantándose con indolencia.
Cogió el estuche, lo apretó para abrirlo del todo, le dio un golpe contra la mesa, miró al interior y sonrió. Con el dedo índice sacó un cigarrillo que, sin duda, había encajado en el fondo.
—Mis dones olfatorios ya no son necesarios. A simple vista se nota que los cigarrillos son idénticos. ¿No?
Heath sonrió con buen humor para decir:
—Un punto para usted, mister Markham.
Y con precaución colocó el cigarrillo y la colilla en un sobre, que señaló antes de metérselo en el bolsillo.
—Ya ve usted —dijo Markham— la importancia de las colillas, Vance.
—No la veo —replicó el aludido—. ¿Qué valor puede tener esa colilla? No puede fumarse.
—Es un testimonio, querido —explicó pacientemente Markham—. Por él se sabe que la propietaria del bolso ha venido con Benson esta noche y que ha estado aquí bastante tiempo para fumarse dos cigarrillos.
Vance arqueó las cejas, asombrado y burlón.
—¿Se sabe de veras?
—Ahora se trata de encontrarla —interrumpió Heath.
—Por si acaso, por si ello puede facilitar las investigaciones, tengan en cuenta que es morena —añadió Vance lentamente—. Lo que no puedo comprender es por qué han de ir a molestarla.
—¿Por qué dice usted que es morena? —preguntó Markham.
—Si no es morena —contestó Vance, hundiéndose en su sillón—, conviene que le aconseje un especialista para maquillarse. Como veo, emplea los polvos Raquel y el carmín para morenas de Guerlain, que las rubias, querido, no usan.
—Me adhiero a su opinión de perito —dijo, sonriendo, Markham.
Luego, dirigiéndose a Heath, agregó:
—Me parece que hay que buscar a una mujer morena, sargento.
—De acuerdo —repuso Heath jovialmente.
Ya había perdonado completamente a Vance la destrucción de la colilla.