(Viernes 14 de junio, 8.30 de la mañana)
Aquel famoso 14 de junio en que se descubrió el asesinato de Alvin H. Benson, crimen tan sensacional que hoy todavía no se ha olvidado por completo, había almorzado yo casualmente en casa de Philo Vance. Nada de extraordinario tenía que yo compartiese los almuerzos y cenas de Vance; pero desayunar con él solía ser cosa circunstancial. Vance se levantaba tarde, y tenía por costumbre no recibir a nadie hasta la comida del mediodía.
El haberse levantado esa mañana tan temprano se debía a negocios…, o, mejor dicho, obedecía a razones estéticas. La tarde anterior Vance se había fijado, en casa de Keller, con motivo de la exposición de los Cézannes de la colección Vollard, en varios cuadros que deseaba comprar. Y me había invitado con objeto de darme instrucciones para la compra.
Para explicar mi papel de narrador en este relato he de consignar, ante todo, cuáles eran mis relaciones con Vance. Hacía mucho tiempo que la toga y el birrete eran tradicionales en mi familia. Y, naturalmente, al acabar mis estudios de segunda enseñanza me puse a estudiar Derecho en Harvard. Allí encontré a Vance, estudiante irónico y cáustico, azote de sus profesores y terror de sus compañeros. ¿Por qué, entre tantos estudiantes, me escogió como amigo? Nunca lo he acabado de comprender. A mí, Vance me era simpático y me interesaba; constituía para mí una distracción espiritual. Por su parte, nada de eso. Yo era —y soy— de cualidades medianas y de espíritu conservador, si no burgués. De todas maneras, mi espíritu no es pesado ni rígido; las leyes apenas han influido en él, a lo cual se debe seguramente que yo mostrara tan poca inclinación por la carrera hereditaria. Y quizá esos detalles atrajeron inconscientemente a Vance. También podía ocurrir (lo que no es muy halagüeño) que yo fuera para él ya una fuerza impulsiva, ya una amarra, y que notara en mí la antítesis complementaria de su personalidad. El caso es que por unas razones o por otras, nos veíamos mucho, y que este trato se convirtió rápidamente en una estrechísima amistad.
Cuando recibí el título entré en el despacho de mi padre: Van Dine y Davis. Y, tras cinco años de monótono aprendizaje, llegué a ser otro socio. Ahora soy el segundo Van Dine de la casa Van Dine, Davis y Van Dine, cuyas oficinas están en Broadway, 120. En el preciso momento en que mi nombre empezaba a figurar en el membrete de los papeles volvía Vance de Europa, donde había vivido durante mi noviciado jurídico. Y a la muerte de una de sus tías, que le legó toda su fortuna, descargó en mí la tarea de administrador. Así comenzaron entre nosotros unas relaciones nuevas y nada comunes. Como Vance detestaba todo cuanto se refiere a negocios, yo iba encargándome poco a poco de sus intereses financieros, y llegué a ser un hombre de negocios. Ahora bien: como éstos eran bastante numerosos y varios para absorber todo el tiempo que yo había de consagrar al Derecho, y como, por otra parte, Vance era bastante rico para pagarse un factótum personal y, por decirlo así, legal, cerré mi despacho para ocuparme únicamente de sus necesidades y de sus caprichos.
Si bien hasta el día que me llamó Vance para discutir la compra de los Cézannes yo había experimentado el secreto disgusto de haber privado a la casa Van Dine, Davis y Van Dine, de mis modestos conocimientos jurídicos, semejante disgusto se disipó para siempre aquella mañana, porque a partir del célebre caso Benson, y durante cuatro años, tuve la suerte de presenciar la más asombrosa sucesión de casos criminales que jamás desfiló ante ningún abogado joven. Los sombríos dramas de que fui testigo durante aquel período constituyen uno de los más sorprendentes capítulos de la historia de la Policía secreta.
Vance fue el personaje principal de aquellos dramas. Mediante un método de análisis y deducción que nadie, que yo sepa, había empleado aún en las investigaciones criminales, consiguió dar con la clave de muchos asuntos de esta índole, cuando ya la Policía y los Tribunales habían fracasado lastimosamente. Gracias a mis relaciones con Vance, no solamente participé en todos aquellos casos, sino que asistí a sus discusiones con el magistrado. Yo, que tengo un carácter muy metódico, procuraba guardar notas lo más completas posible. Además, anotaba tan exactamente como lo permitía mi memoria, y cada vez que los exponía, los métodos inéditos que empleaba para determinar la culpabilidad. Aquel trabajo desinteresado de notas y transcripciones me permite, ahora que es posible divulgar dichos casos, referirlos en todas sus complicaciones y en todo su desarrollo; labor que me hubiera resultado imposible sin las aludidas precauciones. Por lo demás, resultó una suerte que el primer caso de que se ocupaba Vance fuera el de Benson. En aquella causa excepcional tuvo una ocasión espléndida para desplegar su raro talento razonador, aparte de que dicha causa, por su naturaleza y por su importancia, orientó a mi amigo hacia una actividad hasta entonces extraña a sus gustos.
El caso hizo irrupción de una manera súbita e inesperada en la vida de Vance, si bien hay que decir que fue el mismo Vance quien, un mes antes, había sido el causante involuntario de este anudamiento de las normas corrientes, gracias a una petición que hizo al fiscal de distrito. Lo cierto es que nos cayó encima la bomba aquella mañana de mediados del mes de junio, cuando aún no habíamos terminado de desayunar, cortando de momento todas las gestiones para la compra de cuadros de Cézanne. Cuando, ya avanzado el día, llegué a casa de Keller, habían sido vendidas dos de las acuarelas que Vance deseaba especialmente. Y estoy seguro de que Vance, si bien consiguió esclarecer el misterio del caso Benson e impedir que se encarcelara a un inocente, no se considera indemnizado con ello de la pérdida de ambos exquisitos bocetos. Entré anunciado por Currie, su viejo criado inglés, al mismo tiempo intendente y ayuda de cámara y, en ocasiones, cocinero de ciertos platos característicos. Y encontré a Vance con ropa casera de surah y babuchas de gamo gris, sentado en un amplio sillón y con el Cézanne de Vollard abierto sobre las rodillas.
—Perdóneme que no me levante, Van —dijo alegremente—. Tengo sobre las rodillas todo el peso de la evolución artística moderna, y además me ha destemplado salir de la cama tan pronto.
Y volvía las páginas, deteniéndose acá y acullá en alguna ilustración.
—Este bueno de Vollard —dijo al fin— se ha mostrado bastante espléndido con nuestro país, que tan reacio es para el arte. Nos ha enviado una colección verdaderamente buena de obras de Cézanne. Estuve ayer examinándolas con la reverencia debida, y quiero agregar también que sin darles importancia, porque Kessler no me perdía de vista; he marcado ya las que deseo que usted adquiera para mí en cuanto se abran las Galerías esta mañana.
Me entregó un catálogo pequeño del que se había servido para hacer anotaciones. Después agregó con una sonrisa indolente:
—Es una tarea endiablada la que le encomiendo. Estos manchones tan delicados de pintura sobre el blanco papel quizá, y aun sin quizá, no tengan sentido alguno para su criterio de hombre de leyes. ¡Se parecen tan poco a un alegato limpiamente escrito a máquina! Con seguridad que algunos de ellos le darán la impresión de que están colgados al revés: lo de abajo arriba… La verdad es que uno lo está, y ni el mismo Kessler lo ha advertido. Pero no se muestre usted quisquilloso, amigo Van. Son unas verdaderas joyitas, llenas de belleza y de valor, y bastante baratas, si se considera el precio que alcanzarán dentro de pocos años. Constituyen realmente una excelente inversión para algunos amantes del dinero. Una inversión infinitamente mejor, no le quepa a usted duda, que aquellas acciones de la Lewyer’s Equity, en cuyo elogio se mostró usted tan elocuente cuando el fallecimiento de mi tía Agatha.
(Digamos, entre paréntesis, que esas mismas acuarelas, por las que Vance pagó de doscientos a trescientos dólares, se vendieron cuatro años más tarde a tres veces ese precio.)
Vance tenía una sola pasión, si es que a un entusiasmo puramente intelectual se le puede llamar pasión: el arte. Pero no el arte en su sentido estrecho y personal, sino en su alcance más amplio y más universal. No era simplemente la mayor de sus aficiones, sino que constituía su principal distracción. Se le consideraba a Vance casi como una autoridad en estampas japonesas y chinas. Entendía de tapices y cerámicas, y en cierta ocasión le oí dar a algunos invitados suyos una charla improvisada sobre las figuritas de Tanagra, que, si alguien la hubiese puesto por escrito, sería una de las monografías más encantadoras e instructivas.
Disponía Vance de medios suficientes de fortuna para satisfacer ese instinto suyo de coleccionista, y poseía un hermoso surtido de cuadros y objetos de arte. En las características superficiales, su colección parecía heterogénea; sin embargo, todos y cada uno de sus componentes respondían a determinados principios de forma o de línea que guardaban relación con los demás. Los entendidos en arte percibían la unidad y la trabazón firme de todas las obras artísticas de que Vance se rodeaba, por muy separadas que estuviesen entre sí por pertenecer a épocas y oficios distintos; es decir, en su aspecto superficial. Yo he tenido siempre la convicción de que Vance era uno de esos hombres privilegiados que coleccionan con un criterio filosófico bien definido.
Su vivienda de la calle 38 del Este, que consistía en los dos últimos pisos de una antigua casona, bellamente arreglada de nuevo, y en parte reconstruida para dar amplitud a las habitaciones y altura a los techos, estaba llena, pero no atiborrada, de ejemplares raros del arte oriental y del occidental, antiguos y modernos. Los cuadros abarcaban desde los primitivos italianos hasta Cézanne y Matisse; y en su colección de dibujos originales había obras tan dispares entre sí como los de Miguel Angel y de Picasso. Las estampas chinas de Vance constituían una de las más bellas colecciones particulares existentes en nuestro país, incluyendo magníficas muestras del trabajo de Ririomin, Rianchu, Jinkomin, Kakei y Bokkei. En cierta ocasión me dijo Vance:
—Los chinos son los auténticos grandes artistas de Oriente. Ellos son los que supieron expresar con mayor intensidad en sus obras un espíritu filosófico de gran amplitud. En contraste con ellos, los japoneses resultan superficiales. Entre la preocupación poco más que decorativa de un Hokusai y la preocupación artística, profundamente calculada y consciente, de un Ririomin hay una distancia muy grande. Incluso cuando el arte chino degeneró, bajo los manchúes, encontramos en él una profunda filosofía, una sensibilidad espiritualista, por decirlo así. Y hasta en este moderno copiar de copias, lo que se llama el arte bunjinga, nos encontramos con cuadros de un profundo sentido.
Condición extraordinaria de los gustos de Vance en materia de arte era su universalidad. Su colección tenía tanta variedad como un museo. Comprendía un ánfora con figuras negras de Amasis, un jarrón protocorintio de estilo egeo, platos de Kubatcha y de Rodas, alfarería ateniense, una pila de agua bendita, italiana, del siglo XVI, en cristal de roca; vajilla de peltre del período de los Tudor, algunas de cuyas piezas estaban marcadas con la doble rosa; una placa de bronce, obra de Cellini; un tríptico en esmalte de Limoges; un retablo de altar español, por Vallfogona; varios bronces etruscos, un Buda indostánico griego, una estatuita de la diosa Kuan Yin, de la dinastía Ming; cierto número de tallas en madera de un bello estilo Renacimiento, y varios ejemplares de esculturas de marfil de estilos bizantino, carolingio y francés primitivos.
Sus tesoros egipcios comprendían un jarro de oro, de Zakazik; una estatuita de lady Nai (tan encantadora como la que existe en el Louvre), dos cipos magníficamente tallados de la primera edad de Tebas, varias pequeñas esculturas, entre las que se distinguían unas raras personificaciones de Hapi y de Amset, así como varios tazones arrentinos con relieves de bailarines kalatishkos.
En lo alto de los armarios estilo jacobino, de madera entramada, de su biblioteca, habitación en la que tenía colgadas muchas de sus mejores pinturas y dibujos, había un grupo de esculturas africanas verdaderamente fascinador (máscaras de ceremonia y fetiches de la Guinea francesa, de Sudán, de Nigeria, de la Costa de Marfil y del Congo).
Al hablar con tal extensión de los gustos artísticos de Vance, lo he hecho guiado por un propósito definido. Para comprender bien las aventuras melodramáticas que le acontecieron, se ha de conocer el fondo de las inclinaciones e inspiraciones de mi amigo. Su pasión por los objetos de arte era un factor importante —casi pudiera decirse que el más importante— de su personalidad. Nunca he encontrado un hombre como él, tan diverso en apariencia y, en el fondo, tan constante consigo mismo.
Muchos llamarían a Vance un diletante. Pero sería cometer una injusticia aplicarle semejante calificativo. Era hombre de una cultura y una brillantez extraordinarias. Aristócrata por instinto y por temperamento, manteníase a mucha distancia del vulgo de los mortales. Había en sus maneras un desdén indefinible por todo lo que significa inferioridad de toda clase. La gran mayoría de las personas que tenían ocasión de tratar con él le miraban como a un snob. Sin embargo, en su aspecto de condescendencia o de desdén no había nada de espurio. Sus pujos de refinamiento abarcaban no solamente lo intelectual, sino también lo social. Creo que detestaba la estupidez aún más que la vulgaridad y el mal gusto. Le oí citar en varias ocasiones la frase de Fouché: «Eso es más que un crimen: es una falta». Y lo decía dándole su sentido literal.
Vance era francamente irónico, pero rara vez llegaba al sarcasmo; era la suya una manera satírica pimpante, al estilo juvenaliano. Quizá se le pudiera describir como a un espectador de la vida, aburrido y susceptible, pero altamente consciente y agudo. Se interesaba vivamente por todas las reacciones humanas, pero su interés era el del hombre de ciencia, y no el del humanista. En conjunto, era hombre de extraordinario encanto personal. Incluso aquellos a quienes les resultaba difícil sentir admiración por él encontraban una dificultad no menor en reprimir un sentimiento de simpatía. A quienes no le conocían bien, les parecían una afectación sus maneras un tanto quijotescas y su pronunciación e inflexiones de voz ligeramente inglesas (restos de sus días pasados en Oxford como posgraduado). La verdad es que Vance tenía muy poco de fantoche. Era extraordinariamente bien parecido, aunque los rasgos de su boca resultaban ascéticos y crueles, como las bocas de algunos retratos de los Médicis (y al decir esto recuerdo de un modo especial los retratos de Pietro de Médicis y de Cosimo de Médicis, por Bronzino, de la National Gallery, y el medallón de Vasari con el retrato de Lorenzo de Médicis, del Vecchio Palazzo, en Florencia). Había además en el arqueado de sus cejas una altivez ligeramente irónica. A pesar de la severidad aquilina de sus líneas, su rostro era altamente sensitivo; la frente, espaciosa e inclinada, frente de artista más que de científico. Sus ojos grises acerados distaban mucho el uno del otro. Su nariz era recta y fina, y la barbilla, estrecha y prominente, con un hoyuelo de gran profundidad. No hace mucho vi a John Barrymore en el papel de Hamlet y me recordó en cierto modo a Vance; esa misma impresión recibí con anterioridad al ver a Forbes Robertson en una escena de César y Cleopatra. (En cierta ocasión en que Vance padecía de sinusitis, le hicieron una radiografía de la cabeza; la descripción que acompañaba al documento le clasificaba como «notablemente dolicocéfalo» y «nórdico inarmónico». Daba, además, los siguientes datos: índice cefálico, 75; nariz, leptorrhina, con 48 de índice; ángulo facial, 85 grados; índice vertical, 72; índice facial superior, 54; anchura interpupilar, 67; barbilla, masognato, con 103 de índice; silla turca, de anchura normal.)
La estatura de Vance era ligeramente inferior a un metro ochenta y cinco; su porte, elegante, daba la impresión de nervio y de resistencia. Hábil esgrimidor, había sido capitán del equipo de esgrima de su Universidad. Era aficionado, aunque sin exageración, a los deportes al aire libre, y tenía la habilidad de hacer bien las cosas sin necesidad de mucho adiestramiento. Su handicap al golf era nada más que tres, y hubo temporadas en que jugó en nuestro equipo nacional frente al de Inglaterra, disputando el campeonato de polo. Sentía, sin embargo, resuelta antipatía contra el pedestrismo, y no caminaba ni cien metros a pie como hubiese algún medio de ir sobre ruedas.
Vestía siempre a la moda, con escrupulosa corrección hasta en los menores detalles…, pero sin rebuscamiento. Acudía asiduamente a los clubs de que era socio, siendo su favorito el Stuyvesant, porque, según me explicaba, sus socios procedían principalmente de la política y del comercio, y nadie le llevaba a entablar discusiones que exigían un esfuerzo mental. Acudía de cuando en cuando a las óperas modernas, y era asiduo regular de los conciertos sinfónicos y de los recitales de música de cámara.
Y de paso diré que era uno de los jugadores de póquer más seguros que he conocido. Menciono el hecho no sólo por lo que tiene de extraordinario y significativo que un hombre del tipo de Vance prefiriese este juego democrático al bridge o al ajedrez, por ejemplo, sino porque los conocimientos de la ciencia de la psicología humana que exige el póquer tenían una relación íntima con las crónicas que voy a escribir.
Los conocimientos que Vance tenía de la psicología eran verdaderamente misteriosos. Estaba dotado de un instinto certero para juzgar a las personas, y gracias al estudio y a las lecturas había coordinado y racionalizado esta facultad hasta extremos asombrosos. Dominaba los principios teóricos de la psicología, y todos los cursos que había seguido en la Universidad se centraban en este tema o estaban subordinados a él. Mientras yo confinaba mis actividades al área de los perjuicios y de los contratos, a las leyes constitucionales y a los códigos, a la equidad, las pruebas y la defensa ante los Tribunales, Vance exploraba todo el campo de las actividades culturales. Se inscribió en los cursos de historia de las religiones, clásicos griegos, biología, civismo y economía política, filosofía, antropología, literatura, psicología teórica y experimental e idiomas antiguos y modernos[1].
Creo fundadamente que los cursos que más despertaron su interés fueron los que siguió bajo la dirección de Münsterber y de William Jones.
La inteligencia de Vance era fundamentalmente filosófica; es decir, filosófica en su sentido más general. Estaba libre de sentimentalismos convencionales y de supersticiones corrientes, y era capaz por eso de calar por debajo de la superficie de los actos humanos, descubriendo los impulsos y motivos de los actos. Por último, era adversario resuelto lo mismo de toda actitud que trascendiese a credulidad que de seguir en sus procesos mentales una constante, fría y lógica exactitud.
—Mientras no abordemos todos los problemas humanos —comentó en cierta ocasión— con la insensibilidad del clínico y con el desdén irónico con que el médico estudia a un conejillo de Indias sujeto por correas a un tablero, tenemos pocas probabilidades de llegar a la verdad.
Vance llevaba una vida social activa, pero no afanosa, lo cual constituía una concesión a varios lazos familiares. Pero no era un animal social… La verdad es que no recuerdo haber tropezado jamás con un hombre en quien estuviese menos desarrollado el instinto gregario… Cuando vivía la vida social lo hacía, por lo general, obligado. Justamente la noche anterior a nuestro memorable desayuno estuvo Vance cumpliendo una de esas obligaciones; de no haber sido por eso, habríamos charlado antes de acostarnos acerca de los cuadros de Cézanne, y de ahí que Vance refunfuñase bastante mientras Currie nos servía fresas, huevos y bénédictine. Andando el tiempo, tuve que dar profundas gracias al dios de la Coincidencia de que los dados cayeran así, porque de otro modo Vance habría dormido pacíficamente a las nueve de la mañana en el momento en que llamó el fiscal de distrito, y yo me habría perdido cuatro de los años más interesantes y emocionantes de mi vida, y muchos de los más astutos y temerarios criminales de Nueva York se hallarían todavía en libertad.
Ya íbamos a tomar el café cuando Currie, respondiendo a un imperioso timbrazo, hizo entrar al fiscal.
—¡Gran Dios! —exclamó, levantando las manos en señal de burlona estupefacción—. ¿Cómo? ¿Ya se ha levantado usted? ¿Qué dirán en Nueva York?
A las claras estaba que el magistrado no traía humor de broma. Con cara fosca, dijo:
—Una cuestión seria me trae aquí, Vance. Tengo mucha prisa; vengo a cumplir mi promesa… ¡Alvin Benson ha sido asesinado!…
Vance arqueó ligeramente las cejas.
—¡Ah!, ¿sí? ¡Vaya! No cabe duda de que lo merecía. No, no hay ninguna razón para lamentarlo. Tome una taza de este incomparable café, obra de Currie.
Y antes que el otro pudiera rehusar, levantóse y llamó. Markham vaciló un segundo.
—En fin de cuentas, unos minutos no tienen importancia. Sólo un sorbo…
Y se dejó caer en un sillón frente a nosotros.