B. —Objeto total, completo con partes que faltan, en vez de objeto parcial. Cuestión de grado.
D. —Más. La tiranía de lo discreto destruida. El mundo un flujo de movimientos participando de un tiempo vivo, el del esfuerzo, creación, liberación, la pintura, el pintor. El efímero instante de sensación devuelta, divulgada, se nutrió con contexto del continuum.
B. —En cualquier caso un empuje hacia una más adecuada expresión de la experiencia natural, como revelado a la atenta coenaesthesia. Tanto si conseguido a través de sumisión, como si a través de maestría, el resultado es ganancia en naturalidad.
D. —Pero lo que este pintor descubre, ordena, trasmite no está en la naturaleza, ¿qué relación entre una de estas pinturas y un paisaje visto a una cierta edad, una cierta estación del año, una cierta hora? ¿No estamos en un plano bastante distinto?
B. —Por naturaleza entiendo aquí, como el realista más ingenuo, un compuesto de percibidor y percibido, no un dato, una experiencia. Todo lo que deseo sugerir es que la tendencia y el logro de esta pintura son fundamentalmente los de una pintura previa, esforzándose en ampliar el estado de un compromiso.
D. —Olvida Ud. la inmensa diferencia entre el significado de la percepción para Tal Coat y su significado para la gran mayoría de sus predecesores que, como artistas, aprehendían como el mismo utilitario servilismo que en un embotellamiento de tráfico y embellecían el resultado con una pincelada de geometría euclidiana. La percepción global de Tal Coat es desinteresada, no comprometida ni con la verdad ni con la belleza, tiranías gemelas por naturaleza. Puedo ver el compromiso de la pintura del pasado pero no el que deplora en el Matisse de un cierto período y en el Tal Coat de hoy.
B. —Yo no lo deploro. Estoy de acuerdo en que el Matisse en cuestión, al igual que las orgías franciscanas de Tal Coat, tenga un valor prodigioso, pero un valor afín a los ya acumulados. Lo que tenemos que considerar en el caso de los pintores italianos no es el que midiesen el mundo con ojos de contratista de obras, un lindero significa lo mismo que otro, sino que nunca se movieron del campo de lo posible, por mucho que puedan haberlo ampliado. Lo único alterado por los revolucionarios Matisse y Tal Coat es un cierto orden en el plano de lo factible.
D. —¿Qué otro plano puede haber para el artífice?
B. —Lógicamente ninguno. Aun así hablo de un arte que se aparta de eso hastiado, aburrido de hazañas insignificantes, cansado de intentar poder, de haber podido, de hacer un poco mejor la misma vieja cosa, de avanzar un poco más aún por un camino monótono.
D. —¿Y qué prefiere?
B. —La expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresarlo, nada desde donde expresarlo, no poder expresarlo, no querer expresarlo, junto con la obligación de expresarlo.
D. —Pero ése es un violentamente extremo y personal punto de vista, y no nos ayuda en lo que atañe a Tal Coat.
B. —
D. —Tal vez por hoy sea suficiente.
B. —Tanto en busca de dificultad como bajo sus garras. El desasosiego de alguien al que le falta un adversario.
D. —Tal vez sea eso por lo que él habla tan a menudo hoy en día de un pintar el vacío, «aterrado y temblando». Su interés estuvo en un tiempo en crear una mitología; luego en el hombre, no simplemente en el universo, sino en sociedad; y ahora… «vacío interior, la condición primera, de acuerdo con la estética china, del acto de pintar». Parecería, en efecto, que Masson sufriera más agudamente que cualquier otro pintor vivo desde la necesidad de alcanzar un apoyo, p. e. establecer los datos del problema a resolver, el Problema al fin.
B. —Aunque poco al corriente de los problemas que se puso a sí mismo en el pasado y que, por el mero hecho de su solubilidad o por cualquier otra razón, han perdido su legitimidad para él, noto su presencia no lejos tras esos lienzos velados de consternación, y las cicatrices de una competencia que debe haber sido más angustiosa para él. Dos viejas enfermedades que no dudaría en considerar separadamente: la enfermedad de querer saber qué hacer y la enfermedad de querer poder hacerlo.
D. —Pero el propósito declarado de Masson es ahora reducir esas enfermedades, como Ud. las llama, a nada. Aspira a liberarse de la servidumbre del espacio, que su ojo pueda «retozar entre los campos sin distancia focal, tumultuoso, con creación incesante». Al mismo tiempo reclama la rehabilitación de lo «etéreo». Esto puede parecer extraño en alguien más acorde por temperamento con el entusiasmo que con el desaliento. Ud., naturalmente, replicará que eso es lo mismo de antes, el mismo moverse hacia un refugio desde su carencia. Opaco o transparente, el objeto sigue siendo soberano. Pero, ¿cómo puede esperar Masson pintar el vacío?
B. —No lo espera. ¿Qué hay de bueno en pasar de una posición insostenible a otra, en buscar justificación siempre en el mismo plano? He aquí un artista que parece literalmente clavado en el feroz dilema de la expresión. Aun así continúa culebreando. El vacío del que habla es quizá simplemente la obliteración de una presencia tan insoportable de buscar como de perturbar. Si esta angustia de desamparo nunca se manifiesta como tal, por sus propios méritos y por causa propia, aunque quizá muy ocasionalmente admitida como condimento para la «hazaña» que pone en peligro, la razón es sin duda, entre otras, que parece contener en sí misma la imposibilidad de manifestarse. De nuevo una actitud exquisitamente lógica. En cualquier caso, difícilmente puede ser confundida con el vacío.
D. —Masson habla mucho de transparencia —«aberturas, circulaciones, comunicaciones, penetraciones desconocidas»— donde pueda retozar a su aire, en libertad. Sin renunciar a los objetos, aborrecibles o deliciosos, que son nuestro diario pan y vino y pescado, busca abrirse paso entre sus lindes hacia esa continuidad del ser que está ausente de la experiencia diaria de vivir. En esto se acerca a Matisse (en su primer período, por supuesto) y a Tal Coat, pero con esta diferencia notable, que Masson tiene que luchar contra sus propias dotes técnicas, que tienen la riqueza, la precisión, la densidad y balance de las maneras más clásicas. O quizá yo diría mejor su espíritu, puesto que se ha mostrado a sí mismo capaz, cuando la ocasión lo requería, de gran variedad técnica.
B. —Lo que Ud. dice ciertamente arroja luz sobre el dramático predicamento de este artista. Permítame apuntar lo que tiene en común con las dulzuras del desahogo y la libertad. Las estrellas son indudablemente soberbias, como subrayó Freud leyendo la cosmológica prueba kantiana de la existencia de Dios. Con tales preocupaciones me parece imposible que pueda hacer nunca algo diferente de lo que los mejores, incluyéndole a él mismo, han hecho ya. Tal vez sea una impertinencia sugerir que lo desea. Sus inteligentes observaciones sobre el espacio exhalan el mismo espíritu posesivo que las notas de Leonardo, quien, al hablar de disfazione, sabe muy bien que no perderá ni un solo fragmento. Así que perdóneme si, al igual que cuando hablábamos del tan distinto Tal Coat, vuelvo a evocar mi sueño de un arte sin resentimiento ante su invencible pobreza, demasiado orgulloso para representar la farsa de dar y recibir.
D. —El mismo Masson, que ha hecho notar cómo esta perspectiva occidental no es más que una serie de trampas para capturar objetos, declara que su posesión no le interesa. Se alegra de que Bonnard, en sus últimas obras, haya «ido más allá del espacio posesivo en cada forma y figura, lejos de límites y demarcaciones, hasta el punto en que toda posesión se disuelve». Estoy de acuerdo en que hay una larga distancia entre Bonnard y esta pintura depauperada, «auténticamente sin fruto, incapaz de cualquier imagen sea la que sea», a la que Ud. aspira, y hacia la que también, quién sabe, inconscientemente quizá, tiende Masson. Pero, ¿podemos realmente deplorar la pintura que admite «las cosas y las criaturas de la primavera, resplandecientes de deseo y de afirmación, efímeras sin duda, pero inmortalmente repetidas», no para beneficiarlas, ni para disfrutar de ellas, sino para que lo que es tolerable y radiante en el mundo pueda continuar? ¿Tenemos que deplorar realmente la pintura que es una especie de fortalecimiento, entre las cosas del tiempo que pasan y se nos marchan a toda prisa, hacia un tiempo que perdura y ofrece desarrollo?
B. —(sale llorando).
B. —Francés, antes de nada lumbre.
D. —Hablando de Tal Coat y Masson Ud. invocaba un arte de un orden diferente, no solamente a partir de ellos, sino a partir de cualquier otro realizado hasta la fecha. ¿Estoy en lo cierto al pensar que tenía Ud. a van Velde in mente al hacer esa liquidadora distinción?
B. —Sí. Creo que él es el primero en aceptar cierta situación y en asentir a cierta forma de actuar.
D. —¿Sería demasiado pedirle a Ud. que expusiese de nuevo, lo más sencillamente posible, la situación y el modo de actuar que Ud. concibe como propios suyos?
B. —La situación es la de alguien desamparado que no puede actuar, en este caso que no puede pintar, a partir del momento en que, está obligado a pintar. Su forma de actuar es la de quien, desamparado, incapaz de actuar, actúa, en este caso pinta, a partir del momento en que está obligado a pintar.
D. —¿Por qué está obligado a pintar?
B. —No lo sé.
D. —¿Por qué está desamparado para pintar?
B. —Porque no hay nada que pintar y nada con qué pintar.
D. —¿Y el resultado, dice Ud. es un arte diferente?
B. —Entre aquellos a los que llamamos grandes artistas, no puedo pensar en ninguno cuyo interés no radique predominantemente en sus posibilidades expresivas, las de su vehículo, las de la humanidad. El supuesto que fundamenta toda pintura es que el territorio del artífice es el territorio de lo factible. Lo mucho que expresar, lo poco que expresar, la habilidad de expresar mucho, la habilidad de expresar poco, se confunden en la común ansiedad de expresar todo lo posible, o lo más verdaderamente posible, o lo más sutilmente posible, con la mejor habilidad de cada cual. Lo que…
D. —Un momento, ¿está sugiriendo Ud. que la pintura de van Velde es inexpresiva?
B. —(Dos semanas después). Sí.
D. —¿Se da Ud. cuenta del absurdo de lo que propone?
B. —Creo que sí.
D. —Lo que Ud. dice equivale a esto: la forma de expresión conocida como pintura, a partir del momento en que por oscuras razones estamos obligados a hablar de pintura, ha tenido que esperar a van Velde para verse libre del erróneo concepto bajo el cual ha trabajado tanto tiempo y tan perfectamente, es decir, que su función era expresar, por medio de pintura.
B. —Otros han sentido que el arte no era necesariamente expresión. Pero los numerosos intentos realizados para hacer la pintura independiente de su circunstancia solamente han tenido éxito en cuanto a ampliar su repertorio. Sugiero que van Velde es el primero cuya pintura está desposeída, libre si lo prefiere Ud., de circunstancia en cada forma y figura, tanto ideal como material, y el primero cuyas manos no han sido encadenadas por la certidumbre de que la expresión es un acto imposible.
D. —Pero, ¿pudo no ser sugerido, incluso por alguien tolerante con esta fantástica teoría, que la circunstancia de su pintura es su predicamento, y que es expresivo de la imposibilidad de expresar?
B. —No podía discurrirse método más ingenioso para devolverlo, sano y salvo, al seno de San Lucas. Pero, por una vez, seamos lo bastante locos como para no dar la espalda. Todos han vuelto prudentemente la espalda, ante la penuria final, han vuelto la espalda a la simple miseria en la que virtuosas madres desvalidas pueden robar pan para sus hambrientos mocosos. Hay más que diferencia de grado entre estar falto, falto del mundo, falto de sí mismo, y estar sin esas apreciadas comodidades. Lo primero es un predicamento, lo otro no.
D. —Pero Ud. ha hablado ya del predicamento de van Velde.
B. —Seguro que no lo he hecho.
D. —Ud. prefiere la opinión más pura de que aquí finalmente hay un pintor que no pinta, que no pretende pintar. Vamos, vamos, mi querido amigo, haga algún tipo de exposición coherente y luego se marcha.
B. —¿No sería suficiente si simplemente me fuese?
D. —No. Ha empezado Ud. Acabe. Empiece otra vez y continúe hasta que haya terminado. Luego váyase. Intente tener presente que el tema que discutimos no es Ud. ni el sufí Al-Haqq, sino un holandés muy concreto llamado van Velde, erróneamente conocido hasta ahora como artista pintor.
B. —¿Qué tal sería si primeramente dijese lo que me gusta imaginar que, imaginar qué hace, y luego qué es más que probable que sea y actúe bastante diferentemente? ¿No sería una excelente salida para todos nuestros quebrantos? Él feliz, Ud. feliz, yo feliz, los tres rebosantes de felicidad.
D. —Haga lo que quiera, pero termine.
B. —Hay muchas formas en las que poder intentar en vano que se diga lo que en vano estoy intentando decir. Lo he experimentado, como Ud. sabe, en público y en privado, bajo coacción, a través de la debilidad del corazón, a través de la fragilidad de la mente, con dos o trescientos. La patética antítesis posesión-pobreza no es quizá la más tediosa. Pero empezamos a cansarnos de eso, ¿verdad? La constatación de que el arte ha sido siempre burgués, aunque pueda mitigar nuestro dolor ante los hechos de lo socialmente progresivo, tiene finalmente un interés escaso. El análisis de la relación entre el artista y su circunstancia, una relación considerada siempre como indispensable, no parece haber sido en todo caso muy productivo, siendo la razón quizá que se ha errado el camino con disquisiciones acerca de la naturaleza de la circunstancia. Es obvio que para el artista obsesionado con su vocación expresiva, nada y todo están condenados a convertirse en circunstancia, incluyendo, como hasta cierto punto es aparentemente el caso de Masson, la búsqueda de una circunstancia, y el cada hombre prueba a su propia esposa, del espiritual Kandinsky. Ninguna pintura está tan llena como la de Mondrian. Pero si la circunstancia aparece como un inestable término de la relación, el artista que es el otro término, apenas lo es menos, gracias a su conejar de modos y actitudes. Las objeciones a este dualista punto de vista del proceso creativo no son convincentes. Dos cosas hay establecidas, aunque sea precariamente: el alimento, desde frutos en bandeja hasta matemáticas elementales y autoconmiseración, y…
Todo lo que nos concierne es la aguda y creciente ansiedad de la relación misma, como si cada vez más se viera oscurecida por un sentido de invalidez, de inadecuación, de existencia a expensas de todo lo que excluye, de todo lo que cierra el paso. La historia de la pintura, y aquí recojo el hilo otra vez, es la historia de sus intentos por escapar de este sentido de fracaso, por medio de más auténticas, más amplias, menos exclusivas relaciones entre representador y representado, en una especie de tropismo hacia una luz acerca de la cual las mejores opiniones continúan variando, y con una especie de terror pitagórico, como si la irracionalidad de pi fuese un agravio a la divinidad, no la mención de su criatura. Mi argumentación, desde que estoy en el banquillo, es que van Velde es el primero en desistir de este estetizado automatismo, el primero en resignarse profundamente ante la incoercible ausencia de relación, en ausencia de términos o, si lo prefiere, en presencia de términos inutilizables, el primero en admitir que ser un artista es fracasar, como nadie más se atreve a fracasar, ese fracaso es su mundo, y su merma deserción, arte y oficio, buen quehacer, vida. No, no, déjeme terminar. Sé que todo lo que se requiere ahora, incluso para llevar este horrible asunto a una conclusión aceptable, es hacer de esta sumisión, de esta admisión, esta fidelidad al fracaso, una nueva circunstancia, un nuevo término de relación, y del acto que, incapaz de actuar, obligado a actuar, realiza, un acto expresivo, aunque lo sea incluso sólo de sí mismo, de su imposibilidad, de su obligación. Sé que mi inhabilidad para actuar así me coloca, y quizá a un inocente, en lo que creo que aún se llama una nada envidiable situación, familiar a los psiquiatras. Por eso existe este plano coloreado, que no estaba ahí antes. No sé qué es, al no haber visto nada parecido con anterioridad. Parece no tener nada que ver con el arte, en cualquier caso, si la memoria no me falla. (Se prepara para irse).
D. —¿No olvida Ud. algo?
B. —Supongo que ya es suficiente, ¿no?
D. —Entendí que su número debía tener dos partes. La primera consistía en que usted decía lo qu… ee… pensaba. Eso es lo que estoy dispuesto a creer que ha hecho. La segunda…
B. —(Recordando cordialmente). Sí, sí, estoy en un error, estoy en un error.