Detritus: la escritura de la degradación

Qué importa quién habla, alguien ha dicho qué importa quién habla. Habrá un punto de partida, yo estaré, no seré yo, yo estaré aquí, me diré lejos, no seré yo, no diré nada, habrá una historia, alguien va a intentar contar una historia.

Textes pour rien, n.° 3

«Al término de mi obra sólo queda polvo: lo nombrable». Toda la trayectoria que cubre la escritura beckettiana desde sus iniciales escarceos aparentemente joyceanos del Whoroscope (1930) hasta el recentísimo Pour finir encore (1976) podría describirse como la historia de un lento e inexorable proceso de degradación, de pérdida, de desposeimiento. Si la función del pensamiento occidental ha sido siempre (ya Heidegger lo hizo notar) la de «dar ser», no es menos cierto que ese, «ser» adquiría su mismo estatuto de existencia a través de un «poseer», de un «tener». Yo soy en la medida en que yo tengo. Lo escribía William James al final del siglo pasado: «El yo envuelve todo lo que el hombre puede llamar suyo». Y más recientemente Agustín García Calvo radicaliza la postura: «Ya no me llamo Yo, ni es Yo mi nombre, sino Mío».

La escritura beckettiana es una escritura donde, a partir de este planteamiento, el proceso queda invertido. No se posee, se desposee. Si aceptamos que el lenguaje es una forma de entender cuanto nos rodea y, en consecuencia, de poseerlo, los textos beckettianos pretenden mostrar lo endeble de esa proposición, y, aún más, su imposibilidad, negándose a «representar la farsa de dar y recibir» a que alude en sus «Conversaciones con Georges Duthuit» el escritor irlandés. Para Beckett, las palabras intentan suplantar las cosas por su inteligibilidad, o, lo que es lo mismo, por su cadáver: el significado. Es evidente que, si los conceptos desapareciesen, los elementos de la realidad que llamamos objetos, cosas, sólo podrían estar, se limitarían a estar, pero no significarían nada, al no remitir a nada y menos aún a esa construcción verbal y ficticia de «lo inteligible». Por supuesto, negar la posibilidad de conocer en términos de apropiación no equivale a negar el hecho mismo de conocer. Cuando Beckett se niega a «representar la farsa de dar y recibir», lo que niega es la validación de un camino que no lleva a ninguna parte, no el acto de caminar, ni la posibilidad de que un camino (distinto, otro, pero camino al fin) conduzca a algún lugar. Niega que ese camino sea el lenguaje, pero no ignora el lenguaje (entre otras cosas porque incluso para ignorarlo habría que hacerlo mediante el lenguaje). Escribe Malewitsch: «El conocimiento, igual que el ser, no es más que un nombre, y los hombres estiman que este nombre es una realidad de la vida, una realidad que, en el fondo, no es más que convención, suposición, opinión. (…) Para crear un mundo real, los hombres han dado nombres a lo desconocido. De este modo, lo desconocido se ha convertido en realidad para ellos. (…) Sin embargo, ¿podemos decir que un nombre sea verdadera realidad? Creo que no. El conocimiento jamás conocerá lo que cree poseer, de la misma forma que el hombre que tiene un nombre jamás sabrá si su nombre corresponde verdaderamente a su ser. Toda la existencia humana está basada en definiciones convencionales». Palabras que recuerdan aquellas otras, de tradición diferente, oriental, que leemos en el Dohakosha de Saraha: «“¿Cuál es tu nombre?”, preguntó el rey Milinda. El monje respondió: “Se asegura que me llamo Nagasena”. Pero, aunque los padres den a sus hijos nombres como Nagasena, Surasena, Virasena o Sihasena, no son ésas más que designaciones, denominaciones, términos conceptuales de las apelaciones corrientes —simples nombres—. No hay detrás de ellos una persona real». La escritura beckettiana no sólo acepta las afirmaciones anteriores acerca de la convencionalidad del lenguaje, sino que hace de ella su fundamento y punto de partida. Todo ello supone, en principio, y pese a parecer lo contrario, una actitud de afirmación. Aunque esa afirmación consista en negar, socavar, destruir. De lo contrario la existencia misma de una escritura llamada Beckett sería un absurdo. A partir de Watt[1] donde, por primera vez, se evidencia la necesidad de salirse del lenguaje, el abandono en que nos encontramos, una vez derrumbado el simulacro del hablar, de ser al hablar, de poseer (o poseernos) por las palabras, una actitud negativa (y soy consciente, a mi vez, de la ambigüedad que envuelve la oposición positivo / negativo), hubiese implicado el mutismo, no el silencio. Para que el silencio exista es preciso que las palabras lo digan. Y ese decirlo, no es ya un significado, sino un murmullo cada vez más apagado. Una especie de zumbido de insecto, como el que dice oír Molloy: «Sí, las palabras que oía (…) las oía por primera vez, e incluso a veces la segunda, y a menudo también la tercera, como puros sonidos, libres de toda significación, y probablemente era ésta una de las razones de que conversar me resultara indescriptiblemente penoso. Y las palabras que yo pronunciaba y que casi siempre debían estar en relación con un esfuerzo de la inteligencia, me parecían a menudo el zumbido de un insecto». La escritura beckettiana no es tanto la constatación de una trampa como el intento de superarla. Por eso no es una escritura degradada, sino una escritura de la degradación, en donde los detritus no señalan tanto el final de un camino como el síntoma de que tal vez pronto podamos empezar a caminar de verdad, sin el simulacro, del lenguaje. Nada es más real que la Nada afirma el narrador de Murphy, citando «al de Abdera» (Demócrito). Nada es más constructivo que la destrucción, podríamos, a nuestra vez, decir nosotros a propósito de Beckett. Ya que, al menos por el momento, no hay otra salida. El «pienso luego existo» cartesiano se transforma así en «ello habla, luego yo no existe». Es curioso observar cómo Moran, protagonista de la segunda parte de Molloy, es normal en la medida en que la primera persona que le asume conlleva pronombres personales de posesión. Mi despacho, mi hijo, mis colmenas, mis vecinos… etc., son términos corrientes en su discurso. Una vez que deja sus posesiones para salir en busca de Molloy y que su hijo, su última posesión (y al que lleva atado con una cuerda), le abandona, comienza su desmoronamiento hasta quedar convertido, a su vez, en Molloy, es decir, en Nadie. Porque cada uno es Nadie si nada posee. El ser mismo es sólo el producto de un tener. ¿Qué queda si todo ese montaje se viene abajo? Dar respuesta a esta pregunta; encontrar (si es posible) solución para ese dilema parece ser el motor que impulsa el trabajo literario de Samuel Beckett, y el que explica el sólo en apariencia contradictorio juego de palabras que expone en Tal Coat: «La expresión de que no hay nada que expresar, nada con que expresarlo, nada desde donde expresarlo, no poder expresarlo, no querer expresarlo, junto con la obligación de expresarlo». Ver a la luz de una vela cuando la llama está apagada. Esa es la noche carrolliana en que se mueven los textos de Beckett. Si conseguirlo mediante aquello que lo niega (el lenguaje) resulta poco menos que imposible (Beckett ha dicho que toda su obra posterior a El innombrable[2] es un fracaso), no por ello deja de haber constancia de que ése y no otro es el camino. «Lo que digo no significa que, en el futuro, no haya forma artística alguna. Sólo significa que habrá una nueva forma de arte, y que esta forma será de tal género que permitirá el desorden, y que no intentará decir que el desorden es en el fondo algo distinto. (…) Encontrar una forma que contenga la confusión es, en la actualidad, la tarea del artista». Cualquier intento que se pretenda realmente renovador habrá de partir de la experiencia Beckett. Al principio de estas líneas, y a propósito de Whoroscope (pero lo mismo podríamos decir de Echo’s bones o More pricks than kicks, esto es, la prehistoria de Beckett), hablábamos de escarceos aparentemente joyceanos. Puesto que tanto se ha hablado de la influencia de Joyce en Beckett y ya que el texto beckettiano sobre Finnegan’s wake (o sus inicios) puede leerse en este volumen, vale la pena que nos detengamos un momento sobre el particular.

En una entrevista con Israel Shenker, publicada en el «New York Times» en 1956, Beckett hablaba del autor del Ulysses en los siguientes términos: «Joyce era un magnífico manipulador de material, tal vez el más grande. Hacía que las palabras rindiesen al máximo; no hay una sílaba de más. El tipo de trabajo que yo hago es un trabajo en el que no soy dueño de mi material. (…) Joyce tiende a la omnisciencia y la omnipotencia, en tanto artista. Yo trabajo con impotencia, con ignorancia». Efectivamente, nada más alejado de Joyce que Beckett. Entre uno y otro media el abismo que separa el intentar que las palabras lo digan TODO y el mostrar que las palabras no pueden decir NADA, a no ser —y recordemos el fragmento a propósito de Tal Coat— su imposibilidad de decirlo. El hume sweet hume del Work in progress (futuro Finnegan’s wake), jugando con Home y David Hume, es un ejemplo de multiplicación de sentido sobre la base de una asociación fonética y gráfica. En Beckett, no ocurre así. Las palabras se asocian para mostrar su fundamental ambigüedad, cuando no carencia de sentido concreto, a base de significar dos cosas contradictorias a la vez. En Pochade radiophonique,[3] para poner un ejemplo, uno de los personajes habla en un momento de baisser le store, que por una parte significa «echar la cortina», pero por otra «bajar los párpados», es decir, «cerrar los ojos». Si de lo que se trata en el pasaje es de evitar que un reflejo de luz moleste en los ojos a otro de los personajes, es evidente que nos inclinamos en primera instancia por el primer sentido. Pero, de hecho, en un caso, la exterioridad (el reflejo de la luz) no accede a nosotros porque un objeto —cortina— lo impide, mientras que en otro seríamos nosotros los que nos negaríamos a acceder a esas exterioridad, al cerrar los ojos y negarnos a ver. Desde este punto de vista, se trata de posiciones no sólo diferentes, sino opuestas. Este desentramiento («el centro está en todas partes», decía Pascal), en el que el lenguaje se sitúa, incapaz de distinguir, entre dos posiciones contrarias, no hace sino subrayar la dificultad no ya de multiplicar los sentidos (Joyce), sino de construir sentido alguno. El trabajo beckettiano es, desde este punto de vista, la labor de alguien que quiere dejar de ser un comerciante en significados, que trata de buscar la forma de representar prescindiendo de esa forma (falsa) de representación que es el lenguaje mismo.

Si, en un principio, se trata de una labor, en alguna medida, propia de las llamadas potencias superiores (inteligencia, etc.) en Residua[4] (con posterioridad, pues, y como escalón siguiente, a El Innombrable), el trabajo, cercano al de los alquimistas que manipulan en laboratorio un material preexistente para conseguir un precipitado —los residua del título—, degrada en algún sentido el concepto de escritor como creador. Foirade, palabra que subtitula su más reciente colección y que significa tanto «algo que habiendo empezado bien se ha estropeado», como (en sentido popular) «diarrea», hace avanzar aún más el proceso de degradación, llevándolo a situar la escritura en términos de funcionamiento casi puramente fisiológico y excremental, a convertir cada texto no en un alquímico residuo, sino en una deposición, «para acabar aún bajo un cielo misma oscuridad sin nubes ella tierra y cielo de un final último si debiera nunca haber uno si fuese absolutamente necesario».

Jenaro Talens

Valencia, diciembre de 1976