Capítulo 15

Ya casi estábamos en Navidad. Había mucho trabajo en la tienda, así que Katie venía a ayudarme los sábados. Mi madre había vuelto a trabajar, estaba contenta y tenía muchas ganas de ver a Louis con papá en Nochebuena. Había decidido que debía organizar una fiesta para su cumpleaños, el día 10 de enero, y bromeaba con la posibilidad de celebrarlo en un autobús.

Empecé a planear el desfile, que tendría lugar en Blackheath Halls; por suerte había habido una cancelación en el Great Hall para el 1 de febrero.

Vi a la señora Bell dos veces más. La primera vez supo que yo estaba a su lado, aunque estaba muy adormilada por la medicación. La segunda vez, el 21 de diciembre, no parecía ser consciente de mi presencia. A esas alturas le administraban morfina las veinticuatro horas del día. Me senté a su lado, le cogí la mano y le dije lo contenta que estaba de haberla conocido, que jamás la olvidaría, y que ahora me sentía más fuerte cada vez que pensaba en Emma. Al decir eso noté que me apretaba ligeramente los dedos. Le di un beso de despedida. Mientras volvía a casa en la creciente oscuridad, miré al cielo nublado y recordé que aquél era el día más corto del año y que la luz no tardaría en regresar.

Cuando llegué a casa, sonó el teléfono. Era Sue.

—Phoebe, lo siento, pero llamo para decirte que la señora Bell ha fallecido a las cuatro menos diez, unos minutos después de que te marchases.

—Entiendo.

—No ha sufrido, ya lo has visto. —Noté que se me anegaban los ojos—. No hay duda de que te tenía mucho cariño —añadió Sue mientras me sentaba en la silla del recibidor—. Supongo que la conocías desde hace tiempo.

—No. —Metí la mano en el bolsillo para sacar un pañuelo de papel—. Desde hace menos de cuatro meses. Pero era como si nos conociéramos de toda la vida.

Esperé unos minutos y llamé a Annie, que se sorprendió de oír mi voz un sábado por la tarde.

—¿Estás bien, Phoebe? —me preguntó.

—Más o menos. —Tragué saliva—. ¿Tienes un par de minutos, Annie? Porque quiero contarte una historia…

Los dos días siguientes hubo mucho trabajo. El día de Nochebuena, la tienda estaba muy tranquila, y me dediqué a observar a los transeúntes que pasaban cargados de bolsas. Miré más allá del Heath, hacia el Paragon, y pensé en la señora Bell y en lo mucho que me alegraba de haberla conocido. Tenía la impresión de que al ayudarla tal vez hubiera conseguido cerrar una parte de mi herida.

A las cinco, cuando estaba en el almacén escogiendo prendas para las rebajas, metiendo en cajas guantes, sombreros y cinturones, oí la campanita de la puerta y, a continuación, unos pasos. Me dirigí hacia la escalera pensando que sería un cliente en busca de un regalo de Navidad de última hora. Sin embargo, era Miles quien había entrado, muy elegante con un abrigo beige con cuello de terciopelo marrón.

—Hola, Phoebe —dijo en voz baja.

Me quedé mirándolo, con el corazón desbocado, y bajé el resto de la escalera.

—Estaba… a punto de cerrar.

—Solo… quería hablar contigo. —Volví a percibir en su voz la ronquera que siempre me había tocado la fibra sensible—. No tardaré mucho.

Di la vuelta al cartel de la puerta para que indicara «Cerrado» y fui detrás del mostrador fingiendo que tenía que hacer algo allí.

—¿Has estado bien? —le pregunté, a falta de algo mejor que decir.

—He estado… bien —respondió muy serio—. Bastante ocupado, pero… —Se metió una mano en el bolsillo del abrigo—. He venido a traerte esto. —Avanzó unos pasos y depositó una cajita verde sobre el mostrador.

La abrí y cerré los ojos aliviada. Contenía el anillo de la esmeralda que había pertenecido a mi abuela, luego a mi madre y por último a mí, y que un día, pensé en ese momento, sería de mi hija, si tenía la suerte de tener una. Lo apreté entre los dedos durante un instante antes de ponérmelo en la mano derecha. Miré a Miles.

—Me alegro mucho de haberlo recuperado.

—Claro. Es lógico. —Le apareció una mancha rojiza en el cuello—. Te lo he traído lo antes posible.

—¿Lo has encontrado hace poco?

Asintió.

—Anoche.

—¿Dónde…?

Vi que se le tensaba un músculo en la comisura de los labios.

—En la mesita de noche de Roxy. —Sacudió la cabeza—. Dejó el cajón abierto y lo vi por casualidad.

Exhalé aire lentamente.

—¿Y qué dijiste?

—Me enfadé con ella, claro, no solo por haberlo cogido, sino también por las mentiras que había contado. Le dije que buscaríamos un psicólogo, porque, aunque me duela admitirlo, lo necesita. —Se encogió de hombros en un gesto de resignación—. Supongo que lo sé desde hace tiempo, pero no quería reconocerlo. Por lo visto Roxy tiene una sensación de… de…

—¿Vacío?

—Sí. Eso es. —Apretó los labios—. Vacío. —Resistí las ganas de decirle que tal vez él también debería ir a un psicólogo—. Lo siento, Phoebe. —Sacudió la cabeza—. En realidad lo siento por muchos motivos, porque significabas mucho para mí.

—Gracias por traerme el anillo. No debe de haber sido fácil.

—No. De todas formas… —Lanzó un suspiro—. Bien, ya lo tienes. Espero que pases una feliz Navidad. —Me dedicó una sonrisa sombría.

—Gracias, Miles, espero que tú también. —Como ya no teníamos nada más que decirnos, abrí la puerta y Miles se marchó. Lo observé mientras se alejaba por la calle hasta que desapareció de la vista. Entonces volví a subir al almacén.

Pese al alivio que sentía por haber recuperado el anillo, la visita de Miles me había dejado disgustada y nerviosa. Estaba pasando unos vestidos de un colgador a otro cuando una percha se enganchó en la de al lado y no pude soltarla. Tiré de ella para desengancharla, pero no pude, y al final quise sacar la prenda, una blusa de Dior, de la percha, pero lo hice con tal brusquedad que la rompí. Me dejé caer al suelo y me eché a llorar. Me quedé ahí un par de minutos, hasta que oí que la campana de la iglesia de Todos los Santos daba las seis y me obligué a ponerme de pie. Abatida, bajé por la escalera, y en ese instante me sonó el móvil. Era Dan, que una vez más me levantó ánimo, porque el sonido de su voz siempre tiene ese efecto en mí. Quería saber si deseaba ir a su casa para un «pase privado» de un clásico «especialmente seductor».

—¿No será Emmanuelle 3? —pregunté, sonriente de pronto.

—No, pero casi. Es Godzilla contra King Kong. Conseguí una copia de dieciséis milímetros en eBay la semana pasada. Pero también tengo Emmanuelle 3, por si te interesa verla otro día.

—Mmm… Tal vez.

—Ven a eso de las siete. Prepararé un risotto.

Me di cuenta de que tenía muchas ganas de estar con Dan, tan alto, fornido, cordial y alegre, viendo un clásico de serie B en su maravilloso cobertizo.

Más animada, saqué de una caja los letreros de «Rebajas». El día después de San Esteban los pegaría en el escaparate para anunciar que el 27 comenzaban las rebajas. Annie estaría fuera hasta principios de enero porque quería aprovechar esa época más tranquila del año para escribir. Katie la sustituiría, y a partir de mediados de enero trabajaría para mí todos los sábados. Cogí el abrigo y el bolso y cerré la tienda.

Mientras caminaba hacia casa, las mejillas enrojecidas por el viento frío, me permití pensar con ilusión, aunque fuera una ilusión moderada, en el nuevo año. Vendrían las rebajas, luego el cumpleaños de mi madre y el desfile, cuya organización me tendría muy atareada. Después vendría el aniversario de la muerte de Emma, pero intenté no pensar en eso ahora.

Doblé en Bennett Street, abrí la puerta de casa y entré. Recogí el correo de la alfombrilla —unas cuantas felicitaciones de Navidad, entre ellas una de Daphne— y fui a la cocina a servirme una copa de vino. Oí cantar villancicos en la calle, y poco después sonó el timbre. Abrí la puerta.

Silent night, Holy night…

Eran cuatro niños, acompañados de un adulto, que pedían dinero por la crisis.

All is calm. All is bright…

Metí unas monedas en la lata, escuché la canción hasta el final, cerré la puerta y subí al dormitorio para arreglarme para ir a casa de Dan. A las siete volvió a sonar el timbre. Bajé corriendo y cogí el monedero de la mesa del recibidor porque supuse que eran otros niños cantando villancicos, pues no esperaba a nadie.

Cuando abrí la puerta, fue como si me echaran un jarro de agua fría.

—Hola, Phoebe —dijo Guy—. ¿Puedo entrar? —me preguntó.

—Oh. Claro. —Noté que me flaqueaban las piernas—. No te esperaba…

—No. Lo siento, es que pasaba por aquí de camino a Chislehurst.

—¿Vas a ver a tus padres?

Guy asintió. Llevaba la chaqueta blanca de esquiar que se había comprado en Val d’Isére; recordé que la había escogido solo porque a mí me gustaba.

—Dime, ¿has sobrevivido a la crisis bancaria? —le pregunté mientras íbamos hacia la cocina.

—Sí. —Guy respiró hondo—. Por los pelos. ¿Te importa que me quede un par de minutos, Phoebe?

—Por supuesto que no —respondí hecha un manojo de nervios. Cuando se sentó, observé su hermoso rostro, sus ojos azules, su pelo moreno, ahora un poco más largo de lo que recordaba y más canoso en las sienes—. ¿Quieres tomar algo? ¿Una copa? ¿Una taza de café?

Negó con la cabeza.

—No. Nada, gracias. No puedo quedarme mucho rato.

Me apoyé contra la encimera, el corazón a mil por hora.

—Bien, ¿qué te ha traído aquí?

—Ya lo sabes, Phoebe —respondió Guy.

Lo miré con expresión interrogante.

—¿Ah, sí?

—Sí. Sabes que he venido porque hace meses que intento hablar contigo, pero no contestas a mis cartas, a mis correos electrónicos ni a mis llamadas. —Empecé a juguetear con el acebo que había puesto en torno a la base de un velón blanco—. Tu actitud ha sido… implacable. —Se quedó mirándome—. No sabía qué hacer. Tenía la certeza de que si intentaba quedar contigo te negarías a venir. —Eso es cierto, pensé. Me habría negado—. Esta noche, como sabía que pasaría por tu puerta, he pensado que si te encontraba aquí… porque… —Guy lanzó un suspiro de tristeza—. Hay un asunto pendiente entre nosotros, Phoebe.

—Para mí está zanjado.

—Pero no para mí —replicó—, y me gustaría resolverlo. Noté que respiraba cada vez más deprisa.

—Lo siento, Guy, pero no hay nada que resolver.

—Sí lo hay —insistió abatido—. Y necesito empezar el nuevo año sabiendo que por fin está solucionado.

Crucé los brazos.

—Guy, si no te gusta lo que te dije hace nueve meses, ¿por qué… por qué no lo olvidas?

—Porque es demasiado grave para olvidarlo, como muy bien sabes. Siempre he tratado de vivir sin hacer daño a nadie, y por eso me duele que me acusen de algo tan… tan terrible. —De repente recordé que no había vaciado el lavaplatos—. Necesito hablar de lo que ocurrió aquella noche…, y luego no volveré a mencionar el tema. Por eso he venido.

Saqué dos platos del lavavajillas.

—Es que yo no quiero hablar de eso. Además, tengo que salir dentro de poco.

—Por favor, escúchame, serán solo unos minutos. —Guy juntó las manos. Parecía que estuviera rezando, pensé mientras guardaba los platos en el armario. Yo no deseaba tener esa conversación. Me sentía atrapada, y estaba enfadada—. En primer lugar, quiero decir que lo siento. —Me volví hacia él—. Lo siento en el alma si esa noche hice o dije algo que pudo contribuir, aunque fuera de forma involuntaria, a lo que le ocurrió a Emma. Por favor, Phoebe, perdóname. —No esperaba eso. Mi irritación empezó a desvanecerse—. Pero necesito que reconozcas que la acusación que me lanzaste era injusta.

Saqué dos vasos de whisky del lavaplatos.

—No, no pienso hacerlo, porque lo que dije era verdad.

Guy negó con la cabeza.

—No era verdad, Phoebe, y lo sabes tan bien como yo. —Coloqué un vaso en el estante—. Evidentemente estabas angustiada…

—Sí, lo estaba. —Dejé el otro vaso en el estante con tanta fuerza que casi lo rompo.

«Si no fuera por ti, ¡todavía estaría viva!».

—Me culpaste de la muerte de Emma, y no puedo soportar esa acusación. Me obsesiona, me ha obsesionado durante todo este tiempo. Me dijiste que te disuadí de que fueras a ver a Emma.

Me volví hacia él.

—¡Lo hiciste! Dijiste que Emma estaba loca, que siempre «exageraba». —Saqué del lavaplatos el recipiente de los cubiertos y empecé a tirar los cuchillos al cajón.

—Sí, lo dije —reconoció Guy—. A esas alturas estaba bastante harto de Emma, no lo niego, y ella hacía un drama de todo. Pero solo dije que debías tenerlo en cuenta antes de ir corriendo a su casa.

Arrojé las cucharas y los tenedores al cajón.

—Y a continuación dijiste que debíamos ir a cenar al Bluebird, como habíamos planeado, porque habías reservado una mesa y no querías perderla.

Guy asintió.

—Sí, reconozco que también dije eso, pero añadí que si no querías ir a cenar cancelaría la reserva. Dije que eras tú quien debía tomar la decisión. —Me quedé mirando a Guy y noté que me ardían las orejas rojas. Me volví hacia el lavavajillas y saqué una jarrita para la leche—. Entonces dijiste que debíamos ir a cenar —prosiguió—. Dijiste que llamarías a Emma cuando volviésemos.

—No. —Dejé la jarrita en el mostrador—. Eso lo propusiste tú.

Guy meneaba la cabeza.

—No, lo dijiste tú. —Sentí la habitual sensación de que me deslizaba deprisa por una rampa—. Recuerdo que me sorprendió —agregó Guy—, pero dije que Emma era tu amiga y que tú tenías la última palabra.

De pronto me embargó una profunda tristeza.

—Está bien… Dije que debíamos ir a cenar, pero solo porque no quería que te enfadaras, y porque era el día de San Valentín y tenía que ser una velada especial.

—Dijiste que no estaríamos fuera mucho rato.

—Sí, es cierto —convine—. Y no estuvimos fuera mucho rato. Cuando volvimos llamé a Emma… la llamé nada más llegar, y quería ir a su casa de inmediato… —añadí volviéndome hacia Guy—, pero tú me disuadiste, dijiste que había bebido más de la cuenta y no debía conducir. Mientras hablaba con ella, me hacías gestos de que había bebido y no podía conducir.

—Sí, sí, porque estaba seguro de que habías rebasado el límite permitido.

—¡Ahí lo tienes! —Cerré de un portazo el lavaplatos—. Me disuadiste de que fuera a ver a Emma. Guy meneaba la cabeza.

—No. Porque entonces te dije que fueras en taxi, e incluso me ofrecí a salir a buscar uno. Y estaba a punto de hacerlo, si lo recuerdas, hasta había abierto la puerta… —ya no me deslizaba por una rampa; ahora me precipitaba por un abismo— cuando de repente dijiste que no ibas a ir. Dijiste que habías decidido no ir. —Guy me miraba de hito en hito. Intenté tragar saliva, pero tenía la boca seca—. Dijiste que creías que Emma estaría bien hasta la mañana siguiente. —Me flaquearon las piernas y me dejé caer en la silla—. Dijiste que parecía cansada y que lo que necesitaba era dormir. —Clavé la vista en la mesa y noté que se me saltaban las lágrimas—. Phoebe —añadió Guy bajando la voz—, siento haber sacado a colación todo esto, pero me acusaste de algo tan grave, sin darme la oportunidad de defenderme, que he estado atormentado durante todos estos meses. No he podido olvidarlo. Lo único que quiero, lo único que necesito, es que reconozcas que lo que dijiste no era cierto.

Miré a Guy. Veía sus rasgos borrosos. En mi mente vi la terraza del Bluebird Café, el piso de Guy y, por último, la angosta escalera de la casa de Emma y la puerta de su habitación cuando la abrí. Respiré hondo.

—Está bien —dije con voz ronca—. Está bien —repetí en un susurro—. Tal vez… —Miré por la ventana—. Tal vez… —Me mordí el labio.

—Tal vez no lo recordabas muy bien —murmuró Guy. Asentí.

—Tal vez no. Verás… estaba muy disgustada.

—Sí, y por eso es comprensible que… olvidaras lo que ocurrió en realidad. —Miré a Guy.

—No, era más que eso. —Bajé la vista hacia la mesa—. No soportaba pensar que yo era la única culpable. Guy cogió mi mano entre las suyas.

—Phoebe, no creo que tú tuvieras la culpa. No podías saber lo enferma que estaba Emma. Hiciste lo que juzgaste conveniente para tu amiga. Y el médico te dijo que era muy poco probable que Emma se hubiera salvado aunque hubiera ido al hospital esa noche…

Le miré a la cara.

—Pero no lo sabemos con certeza. Lo que me consume es la terrible posibilidad de que podría haberse salvado si yo hubiera actuado de otra forma. —Me tapé la cara con las manos—. Ojalá, ojalá, ojalá hubiera actuado de otra forma…

Bajé la cabeza. Oí que Guy arrastraba la silla para acercarla a la mía.

—Phoebe, tú y yo estábamos enamorados —susurró.

Asentí.

—Pero lo que ocurrió… dio al traste con todo. Cuando me llamaste esa mañana para decirme que Emma había muerto, supe que nuestra relación no duraría.

—No. —Tragué saliva—. ¿Cómo hubiéramos podido ser felices después de aquello?

—No creo que hubiéramos podido. Siempre nos habría perseguido como una sombra. Pero me dolía que tú y yo nos hubiéramos separado de una forma tan agria —Guy se encogió de hombro—. Me gustaría que hubiéramos acabado de otro modo…

—A mí también. —Levanté la vista, abatida—. Me gustaría de todo corazón. —En ese momento sonó el teléfono, lo que me obligó a abandonar la fantasía de lo que podría haber sido. Cogí un trapo de cocina y me sequé los ojos antes de descolgar el auricular.

—Hola, ¿cómo estás? —preguntó Dan—. La película está a punto de empezar y aquí no nos gustan los tardones.

—Oh. Ahora salgo, Dan. —Tosí un poco para disimular el llanto—. Pero llegaré un poco tarde, si no te importa. —Sorbí por la nariz—. No… estoy bien, es que creo que estoy incubando un resfriado. Sí, iré seguro. —Miré a Guy—. Pero no creo que tenga ánimos para ver a Godzilla y a King Kong.

—Entonces no veremos la peli —dijo Dan—. No tenemos por qué verla. Podemos escuchar música o jugar a las cartas. Da igual; ven cuando puedas.

Colgué el teléfono.

—¿Sales con alguien? —me preguntó Guy—. Espero que sí —añadió—. Deseo que seas feliz.

—Bueno… —Volví a enjugarme las lágrimas—. Tengo un… amigo. De momento es solo eso… un amigo, pero me gusta estar con él. Es una buena persona, Guy. Como tú.

Guy inspiró y exhaló el aire lentamente.

—Me voy, Phoebe. Me alegro mucho de haberte visto.

Asentí.

Lo acompañé a la puerta.

—Feliz Navidad, Phoebe —dijo—. Y espero que el año que viene sea bueno.

—Lo mismo digo —susurré cuando me abrazó.

Guy me estrechó un minuto más entre sus brazos y luego se marchó.

Pasé el día de Navidad con mi madre, quien, según vi, por fin se había quitado el anillo de boda. Tenía un ejemplar del número de enero de Woman & Home, con su especial VUELTA AL PASADO, donde aparecía ropa de mi tienda, cuyo nombre se citaba en un lugar destacado, como vi complacida. Unas páginas más adelante había una foto de Reese Witherspoon en la entrega de los premios Emmy con el vestido de noche negro azulado de Balenciaga que yo había adquirido en Christie’s. Así que ella era la clienta importante para la que Cindi lo había comprado. Me estremecí de placer al ver a toda una estrella con un vestido proporcionado por mí.

Después de comer llamó mi padre para contarnos que Louis estaba muy contento con el andador con luces y sonidos que mi madre le había regalado la víspera, así como con los trenecitos de madera de Thomas que yo le había comprado. Dijo que esperaba que fuéramos pronto a ver a Louis. Luego vimos un especial de Navidad en la tele, y mi madre se puso a tejer el abriguito azul que estaba haciendo a Louis, y para el que yo le había regalado los botoncitos en forma de avión.

—Gracias a Dios que van a contratar a una niñera para Louis —comentó mientras pasaba la hebra por la aguja.

—Sí, y papá dice que va a dar clases en la universidad abierta, y eso le ha animado mucho.

Mi madre asintió, contenta.

El 27 de diciembre empezaron las rebajas, y la tienda se convirtió en un hervidero de gente. Informé a todo el mundo del desfile de prendas vintage y pregunté a algunas clientas si estarían dispuestas a hacer de modelos. Carla, que había comprado el vestido pastelito color turquesa, respondió que le encantaría; añadió que sería justo la semana previa a su boda, pero que no le importaba. Katie dijo que le haría mucha ilusión lucir su vestido de baile de promoción amarillo.

A través de Dan me puse en contacto con Kelly Marks, quien aceptó complacida desfilar con su vestido de «Campanilla», como lo llamaba. Más tarde llegó la mujer que había adquirido el vestido pastelito color rosa. Le expliqué que iba a celebrar un desfile benéfico y le pregunté si le importaría lucirlo en la pasarela. Se le iluminó el rostro.

—Me encantaría. ¡Qué divertido! ¿Cuándo será? —Se lo dije. Ella sacó su agenda y lo anotó—. Desfile… con el vestido feliz —murmuró—. Lo único es que… no, no pasa nada. —Fuera lo que fuese que iba a decir, se lo había pensado mejor—. El uno de febrero me va bien.

El 5 de enero me tomé la mañana libre para ir al funeral de la señora Bell en el crematorio de Verdant Lane. El cortejo fúnebre era reducido: dos amigas suyas de Blackheath, su asistenta Paola, su sobrino James y la esposa de éste, Yvonne, ambos de cuarenta y tantos.

—Thérèse estaba preparada para marcharse —comentó Yvonne mientras mirábamos las flores dispuestas al lado de la capilla. Se ciñó más el chal negro para protegerse del viento.

—Parecía haber aceptado su suerte —apuntó James—. La última vez que la vi me dijo que estaba bastante tranquila y… feliz. Utilizó esa palabra, «feliz».

Yvonne miró un ramo de lirios.

—Esta tarjeta dice «Con cariño de Lena». —Se volvió hacia James—. No recuerdo haber oído hablar a Thérèse de ninguna Lena. ¿Y tú, cariño? —Él se encogió de hombros y negó con la cabeza.

—Yo sí la oí mencionar ese nombre —dije—. Creo que era una relación de hace mucho tiempo.

—Phoebe, mi tía dejó algo para ti —dijo James. Abrió su maletín y me entregó una bolsa pequeña—. Me pidió que te lo entregase… para que la recuerdes.

—Gracias. De todas formas, sé que nunca la olvidaré. —Y era incapaz de explicar por qué.

Cuando llegué a casa abrí la bolsa. Dentro, envuelto en papel de periódico, encontré el reloj de plata que la señora Bell tenía en la repisa de la chimenea, junto con una carta, fechada el 10 de diciembre, escrita por ella misma con pulso muy tembloroso.

Mi querida Phoebe:

Este reloj era de mis padres. Te lo regalo no solo porque es uno de los objetos más preciados por mí, sino para recordarte que sus manecillas avanzan y, con ellas, todas las horas, días y años de tu vida. Phoebe, te ruego que no pases mucho tiempo de tu valiosa existencia lamentando lo que hiciste o dejaste de hacer, ni lo que pudo o no pudo ser. Y siempre que te pongas triste, espero que te consuele recordar el inestimable bien que me hiciste. Tu amiga,

THÉRESE

Puse el reloj en hora, le di cuerda y lo coloqué en el centro de la repisa de la chimenea del salón.

—Miraré siempre hacia delante —dije cuando empezó a tictaquear—. Siempre hacia delante…

Y así lo hice, y esperé con ilusión el cumpleaños de mi madre.

Celebró una fiesta en una sala de Chapters: una cena para veinte comensales. En su breve discurso dijo que tenía la impresión de que había «alcanzado la mayoría de edad». Acudieron todas sus amigas del bridge, su jefe John y un par de compañeros más del trabajo. También había invitado a un hombre muy simpático llamado Hamish, al que había conocido en la fiesta de Navidad de Betty y Jim.

—Parece muy agradable —le dije por teléfono al día siguiente.

—Es muy agradable —afirmó mi madre—. Tiene cincuenta y ocho años, está divorciado y tiene dos hijos mayores. Lo curioso es que en la fiesta de Betty y Jim había mucha gente, pero Hamish empezó a hablar conmigo por la ropa que llevaba puesta. Dijo que le gustaban las palmeritas de mi vestido. Le dije que era de la tienda de ropa vintage de mi hija. Entonces nos pusimos a hablar sobre telas, porque su padre trabajaba en la industria textil, en Paisley. Al día siguiente me llamó para invitarme a salir, y fuimos a un concierto en el Barbican. La semana que viene iremos al Coliseum —añadió muy contenta.

Mientras tanto Katie, su amiga Sarah, Annie y yo trabajábamos a toda máquina para el desfile. Dan iba a encargarse de las luces y el sonido, y había preparado una selección musical que nos llevaría, sin solución de continuidad, de Scott Joplin a los Sex Pistols. Un amigo suyo montaría la pasarela.

El martes por la tarde fuimos al Great Hall para el ensayo general, y Dan trajo un ejemplar del Black & Green en el que Ellie había escrito un artículo sobre el desfile.

Todavía quedan algunas entradas para el desfile Pasión por el Vintage, que tendrá lugar en Blackheath Halls esta noche. Las entradas cuestan diez libras, precio que se descontará del importe de cualquier compra realizada en Village Vintage. La recaudación se destinará en su totalidad a Malaria No More, una organización dedicada a distribuir mosquiteras tratadas con insecticida en el África subsahariana, donde mueren 3000 niños al día. Esas mosquiteras cuestan dos libras y media la unidad, protegerán a dos niños y a su madre. Phoebe Swift, organizadora del desfile, espera obtener dinero suficiente para adquirir un millar.

Durante el ensayo general me dirigí al camerino donde las modelos se preparaban para lucir la ropa de los cincuenta. Vestían trajes New Look, faldas con vuelo y talle alto, y vestidos ajustados. Mi madre llevaba el que se había comprado, y Katie, Kelly Marks, Carla y Lucy, sus vestidos pastelito. Lucy, la que había adquirido el rosa, me hizo un gesto para que me acercase.

—Tengo un problemilla —me susurró. Se dio la vuelta y vi que la espalda le quedaba abierta unos centímetros.

—Te daré una estola —dije—. Qué curioso, te quedaba como un guante cuando lo compraste.

—Ya lo sé. —Lucy sonrió—. Pero entonces no estaba embarazada.

Me quedé boquiabierta.

—¿Estás…?

Asintió.

—De cuatro meses.

—¡Oh! —La abracé—. Eso es… ¡maravilloso!

A Lucy se le saltaron las lágrimas.

—Todavía no puedo creerlo. No te lo dije cuando me pediste que desfilara porque todavía no estaba preparada, pero, ahora que me he hecho la primera ecografía, ya puedo decirlo.

—¡Fue el vestido feliz! —exclamé encantada.

Lucy se echó a reír.

—No estoy segura, pero te diré algo que sí creo que contribuyó. —Bajó la voz—. A principios de octubre mi marido fue a tu tienda. Quería comprarme algo que me animara, y vio una prenda de lencería preciosa: un conjunto de camiseta y culotte de los años cuarenta.

—Recuerdo que lo compró un hombre —repuse—, pero no sabía que era tu marido. ¿Era para ti?

Lucy asintió.

—Y poco tiempo después… —Se dio una palmadita en el vientre y se echó a reír.

—Es… maravilloso —dije.

Al final la lencería de la tía Lydia había recuperado el tiempo perdido.

Katie iba a llevar el vestido de Madame Grès que yo había comprado en Christie’s, como ejemplo de la moda de los años treinta; Annie, con su delgada figura andrógina, luciría las prendas de los años veinte y los sesenta. Cuatro de mis clientas habituales desfilarían con ropa de los cuarenta y los ochenta. Joan, que iba a ayudarme con los cambios de ropa y los accesorios, estaba colgando las prendas.

Después del ensayo Annie y mi madre se pusieron a sacar las copas. Mientras abrían las cajas, oí a Annie hablar a mi madre de su obra de teatro, que casi había terminado y cuyo título provisional era El abrigo azul.

—Espero que tenga un final feliz —comentó nerviosa mi madre.

—No se preocupe —le dijo Annie—. Tiene un final feliz. En mayo la representaré en el Age Exchange, en la función de mediodía. Hay un teatro pequeño, con aforo para cincuenta personas, que será perfecto para la obra.

—Es estupendo —dijo mi madre—. Después podrías estrenarla en una sala más grande.

Annie abrió una caja de vino.

—Sin duda lo intentaré. Voy a invitar a representantes y agentes teatrales. Chloé Sevigny vino a la tienda el otro día y dijo que iría a verla si estaba en Londres por esas fechas.

Dan y yo comenzamos a colocar las doscientas butacas de terciopelo rojo a ambos lados de la pasarela, que medía casi unos ocho metros de largo. Luego, satisfecha porque todo estaba preparado, fui a ponerme el traje color ciruela de la señora Bell, que parecía hecho a mi medida. Al ponérmelo percibí la suave fragancia de Ma Griffe.

A las seis y media se abrieron las puertas, y una hora más tarde todas las butacas estaban ocupadas. Cuando se hizo el silencio, Dan bajó las luces y me hizo una seña. Subí al escenario, levanté el micro y miré con nerviosismo el mar de caras.

—Soy Phoebe Swift —dije—. Quisiera darles la bienvenida y agradecerles que estén aquí esta noche. Vamos a disfrutar, a ver hermosas prendas y a recaudar dinero para una causa loable. También quisiera decir… —apreté el micro—… que este desfile está dedicado a la memoria de mi amiga Emma Kitts. —Empezó a sonar la música, Dan encendió las luces, y las primeras modelos salieron a desfilar…

Era un día que temía desde hacía tiempo, pero ya había llegado. Ningún aniversario sería tan duro como ése, pensé mientras me dirigía en el coche al cementerio de Greenwich. Caminé por el sendero de grava, entre tumbas recientes y otras tan antiguas que apenas se podía leer la inscripción de la lápida, y al levantar la mirada vi a Daphne y a Derek, que parecían tranquilos y serenos. A su lado estaban el tío, la tía y los dos primos de Emma, además de Charlie, el amigo fotógrafo de Emma, quien hablaba en voz baja con su ayudante, Sian, que tenía un pañuelo en la mano. Por último, estaba el padre Bernard, que había oficiado el funeral de Emma.

Yo no pisaba el cementerio desde aquel día, no había tenido valor para ir, de modo que era la primera vez que veía la lápida de Emma. Verla me causó una gran impresión… porque demostraba lo irrefutable del hecho.

Emma Mandisa Kitts, 1974-2008.

Querida hija, siempre estarás en nuestro corazón.

Campanillas de invierno inclinaban su delicada cabeza al pie de la tumba, y en el suelo helado habían brotado crocus que desplegaban sus flores violetas. Yo había llevado un ramo de tulipanes, narcisos y campánulas, y al depositarlo sobre el granito negro me vino a la memoria la sombrerera de la señora Bell. Cuando me enderecé, la luz de principios de primavera me hirió los ojos.

El padre Bernard pronunció unas frases de bienvenida y cedió la palabra a Derek, quien explicó que Daphne y él habían puesto Mandisa a su hija porque significaba «dulce» en xhosa y Emma era una persona dulce. Habló de su colección de sombreros, y de la fascinación que de niña sentía Emma por ella, lo que la había llevado a convertirse en sombrerera. Daphne habló del gran talento que poseía su hija, de lo modesta que había sido siempre y de lo mucho que la echaba de menos. Oí que Sian contenía el llanto y vi que Charlie la rodeaba con el brazo. El padre Bernard rezó una oración y nos bendijo, y así acabó la ceremonia. Cuando volvíamos sobre nuestros pasos por el sendero, deseé que el aniversario no hubiera caído en domingo; habría agradecido la distracción que me habría proporcionado el trabajo. Cuando llegamos a las puertas del cementerio, Daphne y Derek nos invitaron a su casa.

Hacía años que no iba allí. En el salón, hablé con Sian y con Charlie, y luego con los tíos de Emma. Después fui a la cocina y atravesé por el lavadero para salir al jardín. Me detuve junto al plátano.

—«Te he engañado bien engañada, ¿a que sí?».

—Sí, me has engañado —murmuré.

—«¡Creías que estaba muerta!».

—No. Creía que estabas dormida…

Al alzar la mirada vi a Daphne en la ventana de la cocina. Levantó una mano para saludarme y desapareció. Enseguida la vi salir al jardín y caminar hacia mí. Advertí que su cabello se había vuelto canoso.

—Phoebe —dijo con dulzura, tomándome de la mano—, espero que estés bien. —Tragué saliva.

—Estoy… bien, gracias, Daphne. Estoy… bien. Me mantengo ocupada. —Asintió.

—Eso es bueno. La tienda va muy bien. Leí en el periódico local que el desfile fue todo un éxito.

—Sí. Recaudamos más de tres mil libras, con las que se podrán comprar mil doscientas mosquiteras y… bueno —me encogí de hombros—. Algo es algo, ¿no?

—Sí. Estamos muy orgullosos de ti, Phoebe —dijo Daphne—. Y Emma también lo habría estado. Quería decirte que hace poco Derek y yo echamos un vistazo a sus cosas…

Sentí que se me revolvía el estómago.

—Entonces habréis encontrado su diario —la interrumpí, deseosa de que acabara aquel momento desagradable.

—Sí, lo encontré —respondió Daphne—. Sé que debería haberlo quemado sin abrirlo, pero no soportaba la idea de desprenderme de ninguna parte de Emma. Así que lo leí. —La miré buscando en su rostro el resentimiento que seguramente albergaba—. Me apenó mucho saber que Emma había estado tan triste los últimos meses de su vida.

—Sí, estaba triste —murmuré—. Y, como ya sabrás, por mi culpa. Me enamoré de un hombre que a Emma le gustaba y se disgustó mucho, y yo me sentí fatal por haberle causado ese disgusto. No era mi intención. —Mi confesión había terminado; me preparé para recibir la reprimenda de Daphne.

—Phoebe, en su diario Emma no expresaba ningún rencor hacia ti, todo lo contrario; decía que no habías hecho nada malo, y que eso era casi lo peor, porque no podía culparte. Estaba enfadada consigo misma por no ser más… madura, supongo, ante la situación. Admitía que no podía controlar sus sentimientos negativos, pero que creía que con el tiempo se le pasaría.

Pero no tuvo tiempo para superarlo. Metí las manos en los bolsillos.

—Ojalá no hubiera ocurrido, Daphne.

Daphne sacudió la cabeza.

—Eso es como decir que ojalá no hubiera habido «vida». La vida es así, Phoebe, son cosas que pasan. No te lo reproches. Fuiste una buena amiga para Emma.

—No. No siempre lo fui. Verás… —No iba a atormentar a Daphne con la idea de que podría haber salvado a su hija—. Tengo la sensación de que fallé a Emma —murmuré—. Podría haber hecho algo más. Esa noche. Yo…

—Phoebe, ninguno de nosotros sabía lo enferma que estaba —me interrumpió Daphne—. Imagina cómo me siento yo al pensar que estaba de vacaciones, ilocalizable… —Rompió a llorar—. Emma cometió un terrible error. Le costó la vida. Pero tenemos que seguir adelante. Y debes intentar ser feliz, Phoebe. De lo contrario, se habrán perdido dos vidas. Jamás olvidarás a Emma; era tu mejor amiga y siempre formará parte de lo que eres, pero tienes que vivir y ser feliz. —Asentí y saqué el pañuelo del bolsillo—. Bien. —Daphne tragó saliva—. Quiero darte un par de cosas de Emma como recuerdo. Ven conmigo. —Seguí a Daphne hasta la cocina, donde cogió una caja roja. Dentro estaba el krugerrand de oro—. Se lo regaló su abuelo cuando nació. Me gustaría que te lo quedases.

—Gracias —dije—. Emma lo guardaba con mucho cariño, y yo haré lo mismo.

—Y aquí está esto. —Daphne me entregó la amonita.

Me la puse en la palma de la mano. Estaba caliente.

—Yo estaba con Emma cuando la encontró en la playa de Lyme Regis. Me trae buenos recuerdos. Gracias, Daphne, pero… —Esbocé una media sonrisa—. Tengo que irme…

—¿Te mantendrás en contacto con Derek y conmigo, Phoebe? La puerta de nuestra casa siempre estará abierta para ti. Por favor, visítanos de vez en cuando para contarnos cómo te va.

Daphne me abrazó.

—Lo haré.

Unos minutos después de que llegara a casa me llamó Dan. Me preguntó por la visita al cementerio; ya sabía toda la historia de Emma. Luego me propuso ir con él a ver otro posible local para el cine, un almacén de estilo Victoriano en Lewishan.

—Acabo de leer el anuncio en la sección inmobiliaria del Observer —me explicó—. ¿Quieres acompañarme a verlo por fuera? ¿Te recojo dentro de veinte minutos?

—De acuerdo. —Así me distraería, además de ver a Dan.

Ya habíamos visto una fábrica de galletas en Charlton, una biblioteca abandonada en Kidbrooke y un antiguo bingo en Catford.

—La ubicación es importante —dijo mientras conducía por Belmont Hill media hora más tarde—. No ha de haber otro cine en un kilómetro a la redonda.

—¿Y cuándo esperas abrirlo?

Dan redujo la marcha de su Golf negro y giró a la izquierda.

—Me gustaría que ya estuviera funcionando el año que viene por estas fechas.

—¿Y qué nombre le pondrás?

—Había pensado Cine Qua Non.

—Mmm… no me convence.

—De acuerdo; entonces, Lewisham Lux.

Dan avanzó por Roxborough Way y aparcó delante de un almacén de ladrillo marrón. Abrió la puerta del coche.

—Ya hemos llegado.

Como llevaba una falda de seda y no quería saltar la verja con Dan, le dije que me iba a dar un paseo. Caminé por Lewisham High Street y pasé por delante de Nat West, de una tienda de cortinas, de Argos, de la tienda de la Cruz Roja y de Dixons, en cuyo escaparate había varios televisores de plasma. Entonces me detuve en seco. En la pantalla más grande estaba Mags, ante el público sentado en un estudio, con un traje pantalón escarlata y tacones de aguja negros. Se apretaba las sienes con los dedos, y de pronto empezó a caminar de un lado a otro. Como estaban activados los subtítulos, leí lo que decía: «Veo a un militar. Un hombre de espalda erguida. Fuma un puro… —Levantó la vista—. ¿Significa algo para alguien?». Al ver que el público la miraba como si no entendiera lo que decía, puse los ojos en blanco, y de repente me di cuenta de que Dan estaba a mi lado.

—Qué rápido has sido —dije, mirando su hermoso perfil—. ¿Qué tal?

—Me ha gustado y he llamado al agente inmobiliario. El edificio está bien, y las dimensiones son perfectas. —Advirtió que yo miraba a Mags—. ¿Por qué estás viendo eso, cariño? —Se quedó mirando la pantalla—. ¿Es una médium?

—Eso dice ella.

«Piensa que soy tu telefonista…».

Expliqué a Dan cómo había conocido a Mags.

—¿Te interesa el espiritismo, pues?

—No. La verdad es que no —dije, y echamos a andar.

—Por cierto, acaba de llamarme mi madre —me informó Dan mientras caminábamos hacia el coche cogidos de la mano—. Quería saber si nos gustaría tomar el té en su casa el domingo que viene.

—¿El domingo que viene? —repetí—. Me encantaría, pero no puedo, tengo algo que hacer. Algo importante.

Cuando puso el coche en marcha, le expliqué de qué se trataba.

—Bueno… es importante, qué duda cabe —dijo Dan.