Tardé todo un día en recuperarme del susto de la visita a urgencias con Louis. Telefoneé a mi madre para saber cómo estaba.
—Bien —dijo—. Fue una situación bastante… bastante extraña, por decirlo suavemente. ¿Cómo está tu padre?
—No muy contento. Ruth está de morros con él.
—¿Por qué?
—Está enfadada porque papá no sabía que hay que ir directamente a urgencias cuando se sospecha que un niño tiene meningitis.
—Pues que se ocupe ella un poco más de Louis. Tu padre tiene sesenta y dos años —prosiguió mi madre—. Lo hace lo mejor que puede, pero le falló… el instinto. Louis necesita que lo atiendan como es debido. Tu padre no es una niñera… es arqueólogo.
—Sí, pero no tiene trabajo. Por cierto, ¿qué hay de tu intervención, mamá?
Oí un suspiro de pena.
—Acabo de pagar las cuatro mil libras que faltaban.
—¿Quieres decir que has gastado ocho mil libras en un lifting que no te has hecho?
—Sí, porque ya habían alquilado el quirófano y pagado a las enfermeras y al anestesista, además de los honorarios de Freddie Church, así que no he tenido más remedio que apoquinar. Pero cuando expliqué lo ocurrido, tuvieron la amabilidad de decirme que tendría un veinticinco por ciento de descuento cuando me lo haga.
—¿Y cuándo será?
Mi madre dudó.
—No estoy… segura.
Dos días después Miles pasó a recogerme por la tienda para llevarme a su casa. Como me sentía algo sucia, me di un baño rápido antes de preparar la cena. Cuando nos sentamos a la mesa, hablamos de lo que le había ocurrido a Louis.
—Gracias a Dios que tu madre estaba cerca.
—Sí. Fue una suerte. —No le había dicho a Miles adonde se dirigía—. Su instinto maternal se puso de manifiesto.
—Debió de ser un encuentro muy extraño para tus padres.
—Sí. Era la primera vez que se veían desde que mi padre se marchó de casa. Creo que los dos estaban bastante descolocados.
—Bueno, bien está lo que bien acaba. —Miles me sirvió una copa de vino blanco—. Y dices que has tenido mucho trabajo en la tienda.
—Ha sido una locura, en parte porque alguien hizo un comentario elogioso sobre la tienda en el Evening Standard. —Decidí no contarle que fue la chica que había roto el vestido a Roxy—. Eso ha atraído muchos clientes, e incluso han venido estadounidenses a comprarse ropa para el día de Acción de Gracias.
—¿Cuándo es? ¿Mañana?
—Sí. He vendido unos cuantos vestidos de ésos que quitan el hipo, muy ceñidos, todos muy retro.
Miles levantó la copa.
—¿Así que va todo bien?
—Eso parece.
Salvo que no había tenido más noticias de Luke. Como ya habían pasado dos semanas, suponía que había informado a Miriam Lipietzka de mi petición, y que la respuesta de ésta, por el motivo que fuera, había sido negativa.
Después de cenar Miles y yo nos sentamos en el salón a ver la tele. Cuando empezaban las noticias de las diez, oímos que se abría la puerta de la calle: era Roxy, que había salido con una amiga. Miles fue al vestíbulo para hablar con ella.
Oí un bostezo.
—Me voy a la cama.
—De acuerdo, cariño, pero no te olvides de que mañana saldremos temprano, porque tengo una reunión a primera hora. Saldremos a las siete. Phoebe se marchará más tarde y echará la llave.
—Claro, papá. Buenas noches.
—Buenas noches, Roxy —dije en voz alta.
—Buenas noches.
Miles y yo nos quedamos viendo la tele una hora más antes de meternos en la cama y dormirnos abrazados. Ahora que los problemas con Roxy empezaban a solucionarse, me sentía muy a gusto con él. Por primera vez empezaba a imaginar una vida en común.
Por la mañana tuve la vaga impresión de que Miles se movía por la habitación. Lo oí hablar con Roxy en el descansillo, luego me llegó el olor a tostadas y, por último, oí cerrarse la puerta de la calle.
Me duché y me sequé el pelo con un secador que Miles me había dejado en la habitación. Volví al baño para maquillarme y lavarme los dientes. Me acerqué a la repisa de la chimenea para coger el anillo con la esmeralda. Miré el platillo verde donde lo había dejado por la noche; había tres pares de gemelos de Miles, dos botones y una carterita de cerillas, pero nada más…
Lo primero que pensé fue que tal vez Miles lo hubiera puesto en un lugar más seguro, pero me extrañó que lo hubiera hecho sin decírmelo, así que examiné bien la repisa, no fuera a ser que por algún motivo se hubiera salido del platillo; pero no estaba allí, y tampoco en el suelo, que registré centímetro a centímetro. Noté que se me aceleraba la respiración y que me ponía muy nerviosa por no ser capaz de encontrarlo.
Me senté en la silla del baño y traté de recordar lo que había hecho por la noche. Miles me había llevado a su casa y, como había tenido mucho trabajo en la tienda, me había dado un baño rápido. Fue entonces cuando me quité el anillo y lo dejé en el platito verde, que es donde siempre pongo las joyas cuando me quedo en casa de Miles. Había decidido no volver a ponérmelo porque iba a cocinar, de modo que lo dejé en el platillo y bajé a la cocina.
Miré el reloj: ya eran las ocho menos cuarto. Tenía que tomar el tren para ir a Blackheath, pero estaba muy nerviosa por el anillo. Decidí llamar a Miles. Debía de estar conduciendo, pero tenía un dispositivo de manos libres.
—¿Miles? —dije.
—Soy Roxanne. Mi padre me ha pedido que responda yo porque no tiene el auricular.
—¿Podrías preguntarle algo, por favor?
—¿Qué?
—Dile que anoche dejé el anillo de la esmeralda en el baño, en un platillo que hay en la repisa de la chimenea, y ahora no está. Quizá él lo haya cambiado de sitio.
—Yo no lo he visto —dijo ella.
—¿Puedes preguntarle a tu padre? —repetí. El corazón me latía muy deprisa.
—Papá, Phoebe no encuentra el anillo de la esmeralda; dice que lo dejó en tu baño, en el platillo verde, y cree que tú quizá lo hayas cambiado de sitio.
—No —oí decir a Miles—. Nunca lo haría.
—¿Lo has oído? —preguntó Roxy—. Mi padre no lo ha tocado. Nadie lo ha tocado. Lo habrás perdido.
—No. Lo dejé ahí… Si puede llamarme más tarde…
La llamada se cortó.
Estaba tan preocupada por el anillo que estuve a punto de olvidar que debía conectar la alarma antirrobo. Dejé la llave en el buzón de la puerta, me dirigí hacia Denmark Hill, tomé el tren a Blackheath y fui directamente a la tienda.
Miles me telefoneó y me dijo que me ayudaría a buscar el anillo. Dijo que debía de haberse caído en algún sitio, que ésa era la única explicación.
—¿Dónde lo dejaste? —me preguntó Miles cuando entramos en su baño unas horas después.
—Ahí, en el platillo…
De repente recordé algo. En su momento no había reparado en ello porque estaba demasiado nerviosa, pero Roxy le había dicho a Miles que el anillo estaba en el «platillo verde», y yo no le había dicho que era el verde; solo había dicho «un» platillo. De hecho había tres, cada uno de un color. Noté que me mareaba y me apoyé en la repisa de la chimenea para no perder el equilibrio.
—Lo dejé aquí —repetí—. Me di un baño rápido y decidí no ponérmelo porque iba a preparar la cena, y bajé a la cocina. Cuando quise ponérmelo esta mañana, ya no estaba.
Miles miró el platillo verde.
—¿Estás segura de que lo dejaste aquí? Porque yo no recuerdo haberlo visto ahí anoche cuando me quité los gemelos.
Sentí que se me revolvía el estómago.
—Estoy segura de que lo dejé ahí, a eso de las seis y media. —Nos envolvió un silencio incómodo—. Miles… —Se me había secado tanto la boca que parecía de papel de lija—. Miles… lo siento, pero… no puedo evitar pensar que…
Me miró fijamente.
—Sé lo que estás pensando, y la respuesta es no.
Noté que me ardía la cara.
—Roxy es la única persona que estaba en la casa aparte de nosotros dos. ¿Crees que tal vez pudo cogerlo ella?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Por error —solté a la desesperada—. O tal vez para… para mirarlo, y luego olvidó dejarlo en su sitio. —Miré a Miles a los ojos, con el pulso acelerado—. Miles, por favor, ¿te importaría preguntárselo?
—No. No pienso hacerlo. Oí a Roxanne decirte que no había visto el anillo, y eso quiere decir que no lo ha visto, y fin de la historia. —Entonces le conté que por lo visto Roxy sabía que el platillo en cuestión era verde—. Bueno… —Levantó las manos—. Sabe que hay un platillo verde porque entra aquí de vez en cuando.
—Pero también hay uno azul y otro rojo. ¿Cómo sabía que lo había dejado en el verde si no se lo dije?
—Porque sabe que dejo los gemelos en el verde, así que supuso que habías dejado el anillo ahí… o puede que fuera una simple asociación de ideas porque las esmeraldas son verdes. —Se encogió de hombros—. La verdad es que no lo sé; solo sé que Roxy no se ha llevado tu anillo.
El corazón me latía desbocado.
—¿Por qué estás tan seguro?
Miles me miró como si le hubiera dado una bofetada.
—Porque en el fondo es una buena chica. No haría nunca nada… nada malo. Ya te lo he dicho otras veces, Phoebe.
—Sí, lo dices a menudo, Miles. No sé muy bien por qué.
Miles se había puesto rojo.
—Porque es cierto… ¡Venga ya! —Se pasó la mano por el pelo—. Has visto todo lo que tiene Roxy. No necesita quitar nada a nadie.
Solté un suspiro de frustración.
—Miles —dije en voz baja—, ¿te importaría echar un vistazo en su habitación? Yo no puedo.
—Por supuesto que no puedes. Y yo no pienso hacerlo.
Empecé a llorar de pura desesperación.
—Solo quiero recuperar el anillo. Y creo que Roxy entró anoche y lo cogió, porque no hay otra explicación. Miles, por favor, ¿puedes mirar en su habitación?
—No. —Advertí que se le hinchaba la vena de la sien—. Y no creo que esté bien que me lo pidas.
—¡Y yo no creo que esté bien que tú te niegues! Sobre todo porque sabes que Roxy se acostó una hora antes que nosotros, así que tuvo mucho tiempo para entrar…, y acabas de decir que a veces entra aquí…
—Sí, para coger botes de champú, no para robar las joyas de mi novia.
—Miles, alguien cogió mi anillo del platillo.
Me miró de hito en hito.
—No tienes ninguna prueba de que haya sido Roxanne. Seguramente lo has perdido… y por eso le echas la culpa.
—No lo he perdido —sentí que se me humedecían los ojo—. Sé lo que hice con él. Tan solo intento entender…
—¡Y yo intento proteger a mi hija de tus mentiras!
Me quedé boquiabierta.
—No estoy mintiendo —susurré—. Dejé el anillo ahí y esta mañana había desaparecido. Tú no lo has cogido, y solo había otra persona más en la casa.
—¡No pienso tolerar esto! —espetó Miles—. No pienso consentir que acusen a mi hija. —Estaba tan enfadado que las venas del cuello se le marcaron como si fueran cables—. ¡No lo consentí en el pasado y no voy a consentirlo ahora! Estás haciendo lo mismo que Clara y sus detestables padres. —Se pasó un dedo por el interior del cuello de la camisa—. Ellos también la acusaron, y con tan poco fundamento como tú.
—Miles, encontraron la pulsera de oro en un cajón de Roxy.
Sus ojos llamearon.
—Y había una explicación para que estuviera ahí.
—¿De verdad?
—¡Sí! ¡De verdad!
—Miles. —Me obligué a mantener la calma—. Podemos solucionarlo antes de que llegue Roxy. Comprendo que es muy joven y que puede sentirse tentada de coger lo que no es suyo y luego olvidar devolverlo. Por favor, mira en su habitación. —Salió del baño. Pensé que iría al dormitorio de Roxy. Se me cayó el alma a los pies cuando lo oí bajar por las escaleras—. Estoy muy disgustada —dije al entrar en la cocina tras él.
—Yo también. ¿Y sabes por qué? —Abrió la puerta de la bodega—. Porque puede que ni siquiera hayas perdido el anillo. —Miles cogió una botella del botellero de madera.
—¿Qué insinúas?
Rebuscó en un cajón hasta encontrar un sacacorchos.
—Puede que te lo estés inventando todo.
—¿Por qué iba a…?
—Para vengarte de Roxy, por haberse portado mal contigo.
Sus palabras me ofendieron.
—Tendría que estar loca para hacer eso. No quiero vengarme de Roxy; quiero llevarme bien con ella. Miles, creo que el anillo está en su habitación; solo tienes que ir a buscarlo, y no hablaremos más del tema.
Miles tenía los labios apretados.
—No está en la habitación de Roxy porque ella no coge lo que no es suyo. Mi hija no roba. No es una ladrona; se lo dije a ellos y ahora te lo digo a ti. Roxy no es una ladrona, no lo es… no… —De pronto estampó la botella contra el suelo de piedra caliza.
Miré los pedacitos de cristal verde desparramados por la cocina, el charco carmesí que iba agrandándose y la hermosa etiqueta con el mirlo rota por la mitad.
Miles se apoyó sobre la encimera y se cubrió la cara con una mano.
—Por favor, vete —dijo con voz ronca—. Por favor, vete, Phoebe, no puedo…
Con una tranquilidad inesperada, esquivé los cristales del suelo, cogí el abrigo y la bufanda, y salí de la casa.
Me quedé sentada en el coche unos minutos para calmarme antes de ponerme a conducir. Las manos todavía me temblaban cuando le di al contacto. Vi que tenía una mancha de vino tinto en la manga.
—«Roxy siempre lo tiene presente…».
No había otra explicación.
—«Tiene una intensa sensación de… de vacío».
Miles le daba todo cuanto quería; Roxy solo tenía que pedir algo para tenerlo.
—«¿Qué quieres decir con eso?».
Así pues, creía tener derecho a coger la pulsera de su amiga, a que le comprasen vestidos de miles de libras, a quedarse sentada mientras los demás trabajaban, a apropiarse de un anillo valioso que había encontrado. ¿Por qué iba a dudar en coger algo si jamás le habían negado nada? Pero la reacción de Miles… Eso no me lo esperaba. Ahora lo entendía todo.
Elle est son talón d’Achille.
A Miles no le entraba en la cabeza que Roxy pudiera hacer nada malo.
En cuanto abrí la puerta de casa empecé a acusar el disgusto que me había llevado. Me senté a la mesa de la cocina y rompí a llorar. Mientras me secaba los ojos con un pañuelo de papel, vi que llegaba gente a casa de los vecinos, una pareja que por lo visto celebraba una fiesta. Entonces recordé que eran de Boston. Debía de ser la cena de Acción de Gracias.
Oí que sonaba el teléfono. No me levanté a cogerlo porque sabía que era Miles. Llamaba para disculparse, para decir que se había portado muy mal, que había mirado en el dormitorio de Roxy y había encontrado el anillo. Me pediría que lo perdonase. El teléfono seguía sonando. Deseé que parase, pero seguía sonando. Tendría que haber puesto el contestador automático.
Me dirigí al recibidor, descolgué el auricular y no dije nada.
—¿Hola? —preguntó una anciana.
—¿Sí?
—¿Eres Phoebe Swift? —Por un instante pensé que era la señora Bell porque tenía acento francés, hasta que caí en la cuenta de que la entonación era norteamericana—. ¿Podría hablar con Phoebe Swift?
—Sí, soy yo. Lo siento. ¿Quién es?
—Me llamo Miriam Lipietzka.
Me senté de golpe en la silla del recibidor.
—¿Señora Lipietzka? —Apoyé la cabeza contra la pared.
—Luke Kramer me ha dicho… —Me fijé en que su respiración era sibilante cuando hablaba—. Luke Kramer me ha dicho que quieres hablar conmigo.
—Sí —murmuré—. Sí, me gustaría hablar con usted. Creía que no sería posible. Sé que ha estado enferma.
—Oh, sí, ahora me encuentro algo mejor, y estoy preparada para… —Hizo una pausa y la oí suspirar—. Luke me ha explicado el motivo de tu llamada. Debo decir que ésa es una época de mi vida de la que apenas hablo, pero al oír de nuevo esos nombres tan queridos supe que debía responder. Así que le dije a Luke que me pondría en contacto contigo cuando me sintiera preparada. Y ahora lo estoy…
—Señora Lipietzka…
—Por favor, llámame Miriam.
—Miriam, deje que la telefonee yo… esto es una llamada internacional.
—Como vivo de mi pensión de músico, te lo agradeceré.
Cogí la libreta de notas y apunté el número. Luego anoté a toda prisa lo que quería preguntarle para que no se me olvidara nada. Esperé unos minutos para recuperar la calma y marqué el número.
—¿Así que conoces a Thérèse Laurent? —preguntó Miriam.
—Sí. Vive cerca de mi casa. Nos hemos hecho muy amigas. Después de la guerra se trasladó a Londres.
—Yo no llegué a conocerla, pero siempre tuve la sensación de que la conocía porque Monique hablaba mucho de ella en las cartas que me escribía desde Aviñón. Decía que había trabado amistad con una niña llamada Thérèse y que lo pasaban bien juntas. Recuerdo que me sentía un poco celosa.
—Thérèse me contó que tenía celos de usted porque Monique la mencionaba continuamente.
—Es que Monique y yo éramos muy amigas. Nos conocimos en el treinta y seis, cuando llegó a nuestra pequeña escuela de la rué des Hopitalieres, en Le Marais, el barrio judío. Venía de Mannheim y apenas hablaba francés; yo se lo traducía todo.
—¿Y usted era de Ucrania?
—Sí, de Kiev, pero cuando tenía cuatro años mi familia se mudó a París para huir del comunismo. Recuerdo muy bien a los padres de Monique, Lena y Emil… como si los hubiera visto ayer —añadió extrañada—. Me acuerdo de cuando nacieron los gemelos… Después del parto la madre estuvo enferma durante mucho tiempo y Monique, con solo ocho años, tenía que cocinar. Su madre le decía desde la cama cómo debía preparar la comida. —Miriam hizo una pausa—. No podía ni imaginar el don tan maravilloso que estaba concediendo a su hija.
Me pregunté qué querría decir Miriam con esas palabras, pero preferí no interrumpirla. Estaba contando a su manera una historia dolorosa para ella, y yo debía dominar mi impaciencia.
—La familia de Monique, como la mía, vivía en la rué des Rosiers, por eso nos veíamos mucho; se me partió el corazón cuando se marcharon a la Provenza. Recuerdo que lloré desconsolada y que dije a mis padres que nosotros también deberíamos irnos allí, pero la situación no parecía preocuparles tanto como a los padres de Monique. Mi padre tenía su trabajo, era funcionario del Ministerio de Educación. En general, vivíamos bien. Después las cosas empezaron a cambiar. —La oí toser, e hizo una pausa para beber agua—. A finales del cuarenta y uno despidieron a mi padre porque querían reducir el número de judíos que trabajaban para el gobierno. Luego se impuso el toque de queda. El siete de junio del cuarenta y dos nos dijeron que se había aprobado un edicto por el que todos los judíos de la zona ocupada debíamos llevar una estrella amarilla. Mi madre me la cosió en la solapa izquierda de la chaqueta, como estaba mandado; recuerdo que la gente nos miraba por la calle, y yo lo odiaba. Días después, el quince de julio, mi padre y yo estábamos asomados a la ventana cuando de pronto él dijo: «Ya están aquí», y entró la policía y nos sacó de casa…
Miriam me contó que los habían llevado a Drancy, donde estuvo un mes antes de que la subieran a un tren con sus padres y su hermana, Lilianne. Le pregunté si había tenido miedo.
—No —respondió—. Nos habían dicho que iríamos a un campo de trabajo y no sospechábamos nada porque viajábamos en un tren de pasajeros, no en los vagones para ganado que usaron más tarde. Llegamos a Auschwitz dos días después. Recuerdo que oímos a una banda tocar una marcha muy alegre de Lehar cuando llegamos a esa tierra yerma, y nos consolamos pensando que un lugar donde se tocaba música no podía estar tan mal. Pero enseguida vimos la alambrada electrificada. Un oficial de las SS estaba al mando del campo. Estaba sentado en una silla, con un pie apoyado en un escabel y el fusil en el regazo. A medida que la gente pasaba a su lado, indicaba con el pulgar dónde debían ponerse: a la izquierda o a la derecha. No podíamos imaginar que el dedo de ese hombre determinaría nuestro destino. Lilianne solo tenía diez años, y una mujer le dijo a mi madre que le pusiera un pañuelo en la cabeza para que pareciese mayor. A mi madre le extrañó que le diera ese consejo, pero le hizo caso, y eso salvó a Lilianne. Luego nos ordenaron que dejáramos los objetos de valor en unas cajas enormes. Yo tuve que desprenderme de mi violín… no entendía por qué; recuerdo que mi madre lloró al dejar el anillo de boda y el guardapelo de oro con las fotos de sus padres. Después nos separaron de mi padre; lo llevaron barracón de los hombres, y a nosotras al de las mujeres. —Cuando Miriam volvió a beber, eché un vistazo a mis notas, garabateadas toda prisa, pero legibles. Más tarde las transcribiría. Miriam hizo una breve pausa.
»Al día siguiente nos pusieron a trabajar, a cavar zanjas. Cavé zanjas durante tres meses, y por la noche caía rendida en la litera; dormíamos tres personas, de través, en finos jergones de paja. Para consolarme, practicaba la digitación en un mástil de violín imaginario. Un día oí hablar por casualidad a dos celadoras, y una comentó que le gustaba mucho el primer concierto de violín de Mozart. No pude reprimirme y dije: «Yo lo sé tocar». La mujer me fulminó con la mirada, y pensé que iba a pegarme, o algo peor, por haberme dirigido a ella sin su permiso. Tenía el corazón en un puño. Pero, para mi sorpresa, en su cara se dibujó una amplia sonrisa y me preguntó si de verdad sabía tocarlo. Dije que lo había aprendido hacía un año y que lo había tocado en público. Entonces me enviaron a ver a Alma Rosé.
—¿Fue entonces cuando se incorporó a la Orquesta de Mujeres?
—La llamaban Orquesta de Mujeres, pero éramos niñas, la mayoría adolescentes. Alma Rosé encontró un violín en el enorme almacén donde se guardaban los objetos de valor de las personas que llegaban al campo antes de enviarlos a Alemania. El almacén se conocía con el nombre de Canadá, porque estaba lleno de tesoros.
—¿Y qué hay de Monique? —pregunté.
—Fue gracias a la orquesta como vi a Monique, porque tocábamos en la entrada del recinto cuando los grupos de trabajo salían por la mañana y cuando regresaban por la noche; también tocábamos cuando llegaban los trenes, para que, al escuchar a Chopin o Schumann, aquellas personas agotadas y asustadas no se dieran cuenta de que las habían llevado a las puertas del infierno. Un día, a principios de agosto del cuarenta y tres, estaba tocando en la entrada cuando llegó un tren y entre la multitud de pasajeros vi a Monique.
—¿Qué sintió?
—Al principio alegría y luego me aterrorizó que no pasara la selección, pero gracias a Dios la enviaron a la derecha, al lado de los que seguirían con vida. Al cabo de unos días volví a verla. Como todos los demás, tenía la cabeza afeitada y estaba muy delgada. No llevaba el traje de rayas azules y blancas que llevaban casi todas las demás presas, sino un vestido de fiesta largo, dorado, que debía de haber salido de Canadá, con un par de zapatos de caballero que le quedaban grandes. Puede que no hubiera ningún uniforme de prisionera para ella, o tal vez lo habían hecho para «divertirse». Sea como fuera, allí estaba con aquel precioso vestido de satén dorado, arrastrando piedras para la construcción de una carretera. La orquesta pasaba por allí camino de nuestro barracón, cuando Monique levantó la cabeza y me vio.
—¿Pudo hablar con ella?
—No, pero conseguí pasarle un mensaje y nos reunimos en su barracón tres días después. Para entonces ya le habían dado el traje de rayas azules y blancas de las presas, con un pañuelo de cabeza y los zuecos de madera. Las de la orquesta de música teníamos más comida que las demás, y le di un trozo de pan que se escondió bajo el brazo. Hablamos un ratito. Me preguntó si había visto a sus padres y hermanos, pero yo no los había visto; me preguntó por mi familia, y le conté que mi padre había muerto de tifus tres meses después de llegar al campo y que a mi madre y a Lilianne las habían trasladado a Ravensbruck para que trabajaran en la fábrica de munición. No volvería a verlas hasta que terminó la guerra. Por eso era un gran consuelo que Monique estuviera allí, aunque, al mismo tiempo temía por ella, pues su vida era mucho más dura que la mía. Su trabajo era arduo, y la comida que le daban, escasa y mala. Todo el mundo sabía lo que les ocurría a las prisioneras que estaban demasiado débiles para trabajar —a Miriam se le quebró la voz. Luego respiró hondo—. Por eso empecé a guardar comida para Monique. Unas veces le llevaba una zanahoria; otras, un poco de miel. Recuerdo que una vez le di una patata pequeña, y al verla se puso tan contenta que se echó a llorar. Siempre que llegaba un tren, Monique iba a la puerta, si podía, porque sabía que yo estaría tocando allí, y la consolaba estar cerca de su amiga.
Oí que Miriam tragaba saliva.
—Después… recuerdo que en febrero del cuarenta y cuatro, vi a Monique en la entrada del recinto; acabábamos de dejar de tocar, y una de las guardias más veteranas, un… un monstruo… La llamábamos «la bestia». —Miriam hizo una pausa—. La agarró por el brazo y le preguntó por qué estaba allí, «holgazaneando», y le dijo que la acompañase ¡de inmediato! Monique rompió a llorar, y por encima de la partitura vi que me miraba, como si yo pudiera ayudarla. —A Miriam volvió a quebrársele la voz—. Pero yo tenía que empezar a tocar. Y mientras la guardia se la llevaba a rastras, tocamos la polca «Tritsch-Tratsch», de Strauss, una pieza alegre, bonita… Desde entonces no he vuelto a tocarla ni a escucharla…
Mientras Miriam seguía hablando, eché un vistazo por la ventana. Luego me miré la mano. ¿Qué era la pérdida de un anillo comparada con lo que estaba escuchando? A Miriam volvió a fallarle la voz, y oí un sollozo ahogado. Reanudó el relato y, cuando lo terminó nos despedimos. Colgué el teléfono y me llegó el ruido de la fiesta de Acción de Gracias que celebraban mis vecinos, las risas y las voces.
—¿Has sabido algo de Miles desde entonces? —me preguntó la señora Bell la tarde del domingo siguiente. Acababa de contarle lo que había ocurrido en Camberwell.
—No —respondí—, y no espero que me llame, a menos que sea para decir que ha encontrado el anillo.
—Pobre hombre —murmuró la señora Bell. Alisó el chal de muaré verde con el que se cubría las piernas—. Seguramente el incidente le hizo recordar lo que le había pasado a su hija en el colegio. —Se quedó mirándome—. ¿Crees que hay esperanzas de reconciliación?
Negué con la cabeza.
—Se puso loco de rabia. Tal vez cuando una persona lleva mucho tiempo con alguien esté dispuesta a aceptar algún que otro estallido de ira, pero solo hace tres meses que conozco a Miles y me asusté. Además, su actitud ante lo ocurrido es… errónea.
—Tal vez Roxy cogió el anillo para provocar un conflicto entre vosotros.
—Ya lo he pensado, y he llegado a la conclusión de que eso era para ella un incentivo adicional. Creo que lo cogió porque le gusta coger cosas.
—Pero tienes que recuperarlo…
Alcé las manos.
—¿Qué puedo hacer? No tengo ninguna prueba de que lo cogiera Roxy y, aunque la tuviera, sería… terrible. No sería capaz de decirlo.
—Pero Miles no puede dejar las cosas como están —repuso la señora Bell—. Debería buscar el anillo.
—Dudo que lo haga, porque si lo hiciera seguramente lo encontraría, y eso destruiría la imagen idílica que tiene de Roxy.
La señora Bell meneó la cabeza.
—Qué mal trago para ti, Phoebe…
—Sí, pero trataré de olvidarlo. Por otra parte, sé que pueden perderse cosas mucho más valiosas que un anillo, por mucho cariño que le tuviera.
—¿Por qué dices eso? Phoebe… —La señora Bell me miró de hito en hito—. Estás llorando. —Me cogió la mano—. ¿Por qué?
Suspiré.
—Estoy bien… —No consideré apropiado contarle lo que sabía. Me levanté—. Tengo que irme. ¿Desea que haga algo por usted?
—No. —Miró el reloj—. La enfermera no tardará en venir. —Apretó mi mano entre las suyas—. Espero que vuelvas a visitarme pronto, Phoebe. Me encanta estar contigo.
Me incliné para besarla.
—Lo haré.
El lunes Annie trajo un ejemplar del Guardian y lo abrió por la sección de medios de comunicación para enseñarme una nota donde se anunciaba la venta de Black & Green a Trinity Mirror por un millón y medio de libras.
—¿Crees que es una buena noticia para ellos? —le pregunté.
—Es una buena noticia para el propietario del periódico —respondió Annie—, porque va a ganar mucho dinero, pero tal vez no sea buena para el personal, ya que la nueva dirección podría despedirlos a todos. —Decidí que le preguntaría a Dan; tal vez fuera a ver la próxima película que proyectara. Annie se quitó la chaqueta—. Hay que pensar en la decoración navideña —dijo—. Al fin y al cabo, hoy es uno de diciembre.
No supe qué decir. Había estado demasiado ocupada para pensar en eso.
—Tenemos que poner algo, pero que sea vintage.
—Guirnaldas de papel —propuso Annie mientras echaba un vistazo a la tienda—. Plateadas y doradas. Me pasaré por John Lewis cuando vaya a Tottenham Court Road para una prueba que tengo allí. Deberíamos poner también un poco de acebo; lo compraré en la floristería que hay al lado de la estación. Y necesitaremos luces navideñas.
—Mi madre tiene unas antiguas que son preciosas —comenté—. Ángeles y estrellas blancos y dorados muy elegantes. Le preguntaré si puede prestármelas.
La telefoneé al cabo de unos minutos.
—Claro que sí —dijo—. Las buscaré ahora mismo y te las llevaré… No tengo mucho que hacer en este momento. —Mi madre había decidido seguir adelante con la mentira de que estaba de vacaciones.
Llegó una hora más tarde con una caja de cartón enorme y colgamos las luces navideñas en el escaparate.
—Son preciosas —dijo Annie cuando las encendimos.
—Eran de mis padres —explicó mi madre—. Las compraron cuando yo era una niña, a principios de los años cincuenta. Los enchufes son nuevos, pero por lo demás han durado un montón. La verdad es que están bastante bien para los años que tienen.
—Disculpe si le hago un comentario personal, señora Swift —dijo Annie—, pero usted también está muy bien para su edad. Solo nos hemos visto un par de veces, pero tiene un aspecto fabuloso. ¿Ha cambiado de peinado o algo así?
—No. —Mi madre se atusó sus ondas de pelo rubio, contenta y desconcertada a un tiempo—. Es el mismo de siempre.
Annie se encogió de hombros.
—Pues está muy guapa. —Fue a coger su chaqueta—. Tengo que irme, Phoebe.
—Claro —le dije—. ¿Para qué es la prueba?
—Teatro infantil. —Puso los ojos en blanco—. Llamas en pijama.
—Ya te había dicho que Annie es actriz, ¿verdad, mamá?
—Sí.
—Pero estoy un poco harta —dijo Annie. Cogió el bolso—. Lo que de verdad quiero es escribir una obra; de momento estoy buscando material.
Ojalá pudiera contarle la historia de Monique, pensé. Cuando Annie se marchó, mi madre echó un vistazo en los percheros.
—Esta ropa es bastante bonita. Antes no me gustaba la idea de ponerme algo vintage. Me mostraba bastante despectiva.
—Así es. ¿Por qué no te pruebas algo? —Mi madre sonrió.
—Está bien. Me gusta esto. —Sacó del perchero el vestido de Jacques Fath de los años cincuenta con estampado de palmeras pequeñitas y fue al probador. Al cabo de un minuto descorrió la cortina.
—Qué bien te queda, mamá. Estás delgada, puedes ponerte ropa entallada. Estás muy elegante.
Mi madre se miró al espejo, complacida y sorprendida al mismo tiempo.
—Sí, me queda bien. —Deslizó los dedos por la manga—. Y la tela es… bonita. —Volvió a mirarse al espejo y corrió la cortina—. Pero de momento no voy a comprar nada. En las últimas semanas he tenido muchos gastos.
Como no había clientes en la tienda, se quedó a charlar un rato.
—No creo que vuelva a ver a Freddie Church —dijo cuando se sentó en el sofá.
Suspiré aliviada.
—Me parece una buena decisión.
—Aún con el veinticinco por ciento de descuento, son seis mil libras. Puedo pagarlas, pero ahora, no sé por qué, me parece que es tirar el dinero.
—En tu caso lo sería, mamá.
—Ahora opino como tú respecto al tema.
—¿Por qué? —le pregunté, aunque ya lo sabía.
—Veo las cosas distintas desde la semana pasada —respondió en voz baja—. Desde que conocí a Louis. —Sacudió la cabeza en un gesto de extrañeza—. Parte de la amargura y la tristeza que sentía ha… desaparecido.
Me apoyé sobre el mostrador.
—¿Y cómo te sentiste al ver a papá?
—Bueno… —Mi madre suspiró—. Eso también estuvo bien. Me conmovió ver cuánto quiere a Louis, y tal vez por eso no podía estar enfadada. En cierta forma todo me parece… mucho mejor ahora. —De pronto vi lo que Annie había visto: en efecto, mi madre estaba distinta, sus rasgos eran más serenos, se la veía más guapa y, sí, también más joven—. Me encantaría volver a ver a Louis —añadió con ternura.
—¿Por qué no vas a poder verlo? Podrías comer con papá de vez en cuando.
Mi madre asintió lentamente.
—Eso dijo él cuando nos despedimos. O tal vez podría acompañarte cuando vayas a visitarlo. Podríamos llevar a Louis al parque, si a Ruth no le importa.
—Está tan ocupada con su trabajo que dudo que le importe. De todas formas, te está muy agradecida por lo que hiciste. Recuerda la carta que te envió.
—Sí, pero eso no significa que le parezca bien que yo vea a tu padre.
—No sé, creo que podría estar bien.
—Bueno… —Mi madre lanzó un suspiro—. Ya veremos. ¿Y cómo está Miles? —Le conté lo que había ocurrido. Puso cara larga—. Mi padre le regaló ese anillo a mi madre cuando yo nací; ella me lo regaló a mí cuando cumplí los cuarenta, y yo te lo regalé a ti cuando cumpliste veintiuno. —Meneó la cabeza—. Qué pena. Bueno… —Apretó los labios—. Ese hombre debe de ser una calamidad, al menos como padre.
—Reconozco que no está educando muy bien a Roxy.
—¿Crees que podrías recuperar el anillo?
—No. Intento no pensar en ello.
Mi madre miró por el escaparate.
—Ahí está ese hombre —dijo.
—¿Qué hombre?
—Ese grandote y mal vestido que tiene el pelo rizado. —Seguí su mirada. Dan caminaba por la acera de enfrente, y en ese momento cruzó la calle en dirección a la tienda—. Me gusta el pelo rizado en los hombres. No es habitual.
—Sí. —Sonreí—. Ya me lo habías dicho. —Dan abrió la puerta de Village Vintage—. Hola, Dan —dije—. Ésta es mi madre.
—¿De veras? —La miró con cara de sorpresa—. ¿No es tu hermana mayor?
Mi madre se echó a reír, y de pronto adquirió una belleza luminosa. Ése era el único estiramiento facial que necesitaba: una sonrisa.
—Tengo que irme, Phoebe —dijo poniéndose en pie—. He quedado a las doce y media con Betty, del grupo de bridge, para comer juntas. Encantada de volver a verte, Dan. —Se despidió de ambos con la mano y se marchó.
Dan se puso a mirar la ropa de caballero.
—¿Buscas algo en particular? —le pregunté con una sonrisa.
—No. He decidido venir a comprar algo porque creo que debo mi buena suerte a esta tienda.
—¿No exageras, Dan?
—No mucho. —Cogió una chaqueta—. Este color es muy bonito. Es un verde claro muy elegante, ¿verdad?
—No. Es rosa chicle, de Versace.
—Ah. —Dejó la chaqueta en el perchero.
—Ésta te quedará bien. —Le enseñé una chaqueta de cachemir gris perla de Brooks Brothers—. Hace juego con el color de los ojos. Y creo que es de tu talla. Es una L.
Dan se la probó y se miró al espejo.
—Me la quedo —dijo contento—. También esperaba que vinieras a comer conmigo para celebrar la venta del Black & Green.
—Oh, me encantaría, Dan, pero nunca cierro a la hora de comer.
—¿No podrías hacer por una vez algo que no haces nunca? Solo será una hora. Podemos ir a la vinatería Chapters, que queda cerca.
Cogí el bolso.
—Está bien. Además, es un lugar tranquilo. ¿Por qué no? —Di la vuelta al cartel de «Abierto» y cerré la puerta con llave.
Cuando pasamos junto a la iglesia Dan empezó a hablarme de la venta del Black & Green.
—Es fantástico para nosotros —dijo—. Es lo que Matt y yo esperábamos: queríamos que el periódico fuera bien para que nos lo comprasen y así recuperar el dinero, con intereses, a poder ser.
—Y lo habéis conseguido, ¿no?
Dan sonrió de oreja a oreja.
—Nos han pagado el doble de lo que invertimos. No esperábamos que fuera tan rápido, pero el artículo sobre Phoenix nos dio a conocer. —Entramos en Chapters y nos dieron una mesa junto a la ventana. Dan pidió dos copas de champán.
—¿Qué ocurrirá ahora con el periódico? —le pregunté. Cogió la carta.
—No gran cosa, porque Trinity Mirror quiere mantenerlo tal como está. Matt seguirá siendo el director; conserva una pequeña participación. La idea es lanzar publicaciones similares en otras zonas del sur de Londres. Todo el mundo se queda, menos yo.
—¿Por qué? Te gustaba trabajar en el periódico.
—Sí, pero ahora tengo la oportunidad de hacer lo que siempre he deseado.
—¿Y qué es?
—Abrir un cine.
—Ya tienes uno.
—Me refiero a una sala de verdad, independiente, donde se proyecten películas de estreno, por supuesto, pero también clásicos y cintas que rara vez se pasan, como, no sé, Sueño de amor eterno, con Gary Cooper, del treinta y cuatro, o Las amargas lágrimas de Petra von Kant, de Fassbinder. Sería como un instituto del cine británico a pequeña escala, con charlas y debates. —El camarero nos trajo el champán.
—¿Y con un proyector moderno?
Dan asintió.
—Lo del proyector Bell and Howell era para divertirme. Empezaré a buscar locales después de Navidad.
Le dijimos al camarero que queríamos comer.
—Me alegro por ti, Dan. —Alcé la copa—. Felicidades. Has arriesgado mucho.
—Sí, pero conozco muy bien a Matt y sabía que crearía un buen periódico; y además tuvimos un golpe de suerte. Así que brindemos por Village Vintage. —Dan alzó su copa—. Gracias, Phoebe.
—Dan… —dije al cabo de unos minutos—, hay algo que me produce curiosidad: la noche del espectáculo pirotécnico me hablaste de tu abuela. Me dijiste que gracias a ella habías podido invertir en el periódico…
—Eso es, y luego tuviste que marcharte. Bien, creo que te conté que, aparte del sacapuntas de plata, me dejó un cuadro horrible.
—Sí.
—Era una cosa semi abstracta espantosa que había tenido colgada en el lavabo durante treinta y cinco años.
—Dijiste que te llevaste una decepción.
—Pues sí, pero unas semanas más tarde retiré el papel de embalar en el que estaba envuelto y vi que detrás había una carta de mi abuela en la que me decía que no le gustaba el cuadro, pero que creía que podía «valer algo». Así que lo llevé a Christie’s y descubrí que era un Erik Anselm; no lo sabía, pues la firma era ilegible.
—He oído hablar de Erik Anselm —dije. El camarero nos trajo los platos de pastel de pescado.
—Era contemporáneo de Rauschenberg y Twombly, aunque algo más joven. La mujer que me atendió en Christie’s se puso loca al verlo y me dijo que Erik Anselm era un artista al que se estaba redescubriendo y que, en su opinión, el cuadro podía valer unas trescientas mil libras… —De modo que de ahí había venido el dinero—. Al final lo vendieron por ochocientas mil.
—¡Santo cielo! De manera que al final tu abuela fue muy generosa.
Dan cogió el tenedor.
—Extremadamente generosa.
—¿Era coleccionista de arte?
—No, era comadrona. Decía que el cuadro se lo había regalado a mediados de los setenta un marido agradecido después de un parto especialmente complicado.
Volví a levantar mi copa.
—Brindemos por la abuelita Robinson. Dan sonrió.
—Bebo a menudo a su salud. Además, era una mujer encantadora. Me compré la casa con una parte del dinero —prosiguió mientras comíamos el pastel—. Luego Matt me dijo que tenía problemas para conseguir el capital que necesitaba para abrir el Black & Green. Le conté lo de mi herencia y me preguntó si estaba dispuesto a invertir en el periódico; lo pensé un poco y decidí hacerlo.
Sonreí.
—Una buena decisión. Dan asintió.
—Sí. Cambiando de tema… me alegro mucho de estar contigo, Phoebe. Últimamente apenas nos hemos visto.
—Es que he estado un poco preocupada, Dan. Pero ahora ya estoy… bien. —Dejé el tenedor—. ¿Puedo decirte algo? —Asintió—. Me gustan tus rizos.
—¿De veras?
—Sí. No son habituales en un hombre. —Miré el reloj—. Tengo que irme, ya ha pasado la hora. Gracias por la comida.
—Ha sido bonito celebrarlo contigo, Phoebe. ¿Te gustaría venir a ver una película algún día?
—Claro. ¿Ponen algo bueno en el Robinson Rio?
—A vida o muerte.
—Estupendo —dije.
El jueves fui en coche a Hither Green, y el cobertizo estaba a tope. Dan me explicó brevemente de qué iba la película, un drama de fantasía, judicial y romántico, todo en uno, ambientado en la Segunda Guerra Mundial, en el que un piloto engaña a la muerte.
—Peter Cárter se ve obligado a saltar sin paracaídas de su avión en llamas y se salva milagrosamente —dijo Dan—. Luego descubre que ha sido un error del cielo y que están a punto de enmendarlo. Para seguir vivo y poder estar con la mujer a la que ama, Peter acude al tribunal de apelación celestial. Pero ¿ganará el caso? —prosiguió Dan—. ¿Y es real lo que ve o solo una alucinación causada por el traumatismo? Tú decides.
Apagó las luces y las cortinas se abrieron con un suave frufrú.
Tras la proyección, algunos nos quedamos a cenar y charlar un rato sobre la película y sobre el hecho de que Powell y Pressburguer usaran tanto el blanco y negro como el color.
—El cielo se muestra monocromo en blanco y negro y la tierra en tecnicolor para señalar el triunfo de la vida sobre la muerte —comentó Dan—, algo que debía de llegarle muy hondo al público de la posguerra.
Fue una velada maravillosa, y cuando subí al coche para regresar a casa pensé que no me sentía tan feliz desde hacía muchos días.
A la mañana siguiente mi madre vino a la tienda y dijo que había decidido comprar el vestido de Jacques Fath.
—Betty me ha dicho que Jim y ella dan una fiesta de Navidad el día veinte, y me gustaría estrenar algo… estrenar algo viejo —especificó.
—Lo viejo es lo más nuevo —soltó Annie, ocurrente.
Mi madre sacó el monedero, pero no me parecía bien cobrarle.
—Será un regalo de cumpleaños anticipado —dije.
Mi madre negó con la cabeza.
—Éste es tu medio de vida, Phoebe. Has trabajado mucho para conseguirlo. Además, faltan seis semanas para mi cumpleaños. —Sacó la Visa—. Son doscientas cincuenta libras, ¿verdad?
—De acuerdo, pero te hago el veinte por ciento de descuento, así que quedan en doscientas.
—Es una ganga.
—Hablando de gangas —dijo Annie—, ¿vamos a hacer rebajas de enero? La gente me lo pregunta.
—Supongo que sí —respondí. Doblé el vestido de mi madre y lo metí en una bolsa de Village Vintage—. Todo el mundo las hace, y nos vendría bien para cambiar el género de cara a la temporada de primavera. —Entregué la bolsa a mi madre.
—Podríamos celebrar una fiesta la víspera de las rebajas —propuso Annie—. Animar esto un poco. Creo que deberíamos buscar formas de promocionar la tienda —añadió mientras ordenaba los guantes. Siempre me conmovía ver lo mucho que se esforzaba Annie para que Village Vintage funcionara.
—Ya sé qué podríais hacer —dijo mi madre—. Podríais montar un desfile de moda vintage… y tú, Phoebe, comentarías cada prenda. Se me ocurrió cuando te oí hablar por la radio. Podrías explicar el estilo de cada prenda, el contexto social de la época, y dar algunos datos sobre el diseñador. Sabes mucho, cariño.
—Eso espero; llevo doce años dedicándome a esto. —Me quedé mirando a mi madre—. De todos modos, me gusta la idea.
—Podrías cobrar diez libras por cabeza, y eso incluiría una copa de vino —propuso Annie—, y el importe de la entrada se descontaría del precio de cualquier cosa que se adquiriese en la tienda. La prensa local informaría del acto. Podríamos montarlo en Blackheath Halls.
Pensé en el Great Hall, con sus paredes forradas de madera, su techo de bóveda de cañón y su amplio escenario.
—Es un local grande. —Annie se encogió de hombros.
—Estoy segura de que lo llenaríamos. Sería una oportunidad para aprender un poco sobre la historia de la moda de forma divertida.
—Tendría que contratar modelos, y eso cuesta dinero.
—Podrías pedir a las clientas que desfilaran —apuntó Annie—. Seguro que se sentirían halagadas, y sería divertido. Podrían lucir tanto prendas que te hayan comprado como las que hay en la tienda.
—Sí, es buena idea. —Imaginé los cuatro vestidos pastelito desfilando por la pasarela—. Y podríamos donar lo que ganáramos a alguna organización benéfica.
—Hazlo, Phoebe —dijo mi madre—. Te ayudaremos. —Se despidió de nosotras con la mano y se marchó.
Empecé a tomar notas para organizarlo todo, y cuando me disponía a llamar a Blackheath Halls para preguntar cuánto costaba alquilar el Great Hall, sonó el teléfono.
Descolgué.
—Village Vintage. Dígame.
—¿Eres Phoebe?
—Sí.
—Phoebe, soy Sue Rix, la enfermera que atiende a la señora Bell. Estoy con ella y me ha pedido que te llame…
—¿Se encuentra bien? —me apresuré a preguntar.
—Bueno… es difícil decirlo. Está muy nerviosa. Y dice que quiere que vengas… enseguida. Le he advertido de que tal vez no puedas.
Miré a Annie.
—Hoy tengo ayuda en la tienda, así que voy ahora mismo. —Al coger el bolso sentí un escalofrío—. Estaré un rato fuera, Annie. —Ella asintió. Salí de la tienda y me encaminé hacia el Paragon, con el corazón desbocado por lo que pudiera encontrar.
Sue me abrió la puerta cuando llegué.
—¿Cómo está la señora Bell? —le pregunté al entrar.
—Inquieta —respondió—. Y muy sensible. Se puso así hace cuestión de una hora.
Me dirigí hacia la sala, pero Sue señaló la habitación.
La señora Bell estaba tumbada en la cama, con la cabeza sobre la almohada. Era la primera vez que la veía acostada y, aunque sabía que estaba muy enferma, me impactó su delgadez bajo las mantas.
—Phoebe… por fin. —La señora Bell sonrió aliviada. En la mano tenía una hoja de papel; era una carta. Se me aceleró el pulso—. Quiero que me leas esta carta. Sue se ha ofrecido, pero debes leérmela tú.
Acerqué una silla.
—¿No puede leerla usted, señora Bell? ¿Le falla la vista?
—No, no. Sí puedo leerla, y la he leído unas veinte veces desde que llegó hace un rato. Pero debes leerla tú, Phoebe. Por favor… —La señora Bell me pasó la hoja color crema mecanografiada por ambas caras a un espacio. Las señas eran de Pasadena, California.
Querida Thérèse: Espero que no le moleste recibir esta carta de una desconocida, aunque no lo soy del todo. Me llamo Lena Sands y soy la hija de su amiga Monique Richelieu…
Miré a la señora Bell, en cuyos ojos azul claro brillaban las lágrimas. Seguí leyendo la carta.
Sé que mi madre y usted eran amigas cuando vivían en Aviñón, hace muchos años. Sé que usted se enteró de que la habían deportado, que la buscó después de la guerra y que averiguó que había estado en Auschwitz. También sé que creía que mi madre debía de haber muerto; una suposición lógica. El propósito de esta carta es contarle que, como atestigua mi existencia, mi madre sobrevivió.
—Tenías razón —oí murmurar a la señora Bell—. Tenías razón, Phoebe…
Thérèse, me gustaría que supiera por fin qué fue de mi madre. Si le escribo es porque su amiga Phoebe Swift se puso en contacto con Miriam Lipietzka, amiga de toda la vida de mi madre, y Miriam me ha llamado esta mañana.
—¿Cómo conseguiste ponerte en contacto con Miriam? —me preguntó la señora Bell—. ¿Cómo es posible? No lo entiendo. —Le hablé del programa del concierto que había encontrado en el bolso de piel de avestruz. Se quedó boquiabierta—. Phoebe —susurró al cabo de unos segundos—, no hace mucho te dije que no creía en Dios. Ahora me parece que sí creo.
Retomé la lectura de la carta:
Mi madre no solía hablar de los años que vivió en Aviñón; sus recuerdos de esa época eran demasiado dolorosos. Pero cada vez que tenía un motivo para mencionar ese período, siempre salía a relucir su nombre. Hablaba de usted con mucho afecto. Recordaba que la había ayudado cuando tuvo que esconderse. Decía que había sido una buena amiga.
Miré a la señora Bell, que miraba por la ventana y meneaba la cabeza, sin duda alguna repasando mentalmente la carta. Vi que le caía una lágrima por la mejilla.
Mi madre murió en 1987, a los cincuenta y ocho años. Una vez le dije que pensaba que la vida la había tratado mal, y ella me dijo que, por el contrario, había tenido un espléndido suplemento de cuarenta y tres años.
A continuación venía el incidente que Miriam me había contado por teléfono: cuando la celadora se llevó a Monique a rastras.
Esa mujer, a la que llamaban «la bestia», puso a mi madre en la lista de la siguiente «selección». Pero el día señalado, mientras mi madre estaba en la parte trasera del camión con las demás, esperando a que la llevaran (me cuesta mucho escribir estas palabras) al crematorio, la reconoció el joven guardia de las SS que le había tomado los datos cuando llegó a Auschwitz, y que al ver que su lengua natal era el alemán le había preguntado de dónde era. Ella había contestado «de Mannheim», y él había sonreído y le había dicho que él también era de allí. Desde entonces, siempre que la veía, se paraba a charlar con ella sobre la ciudad. Al verla sentada en el camión esa mañana, le dijo al conductor que se había producido un error y bajó a mi madre del vehículo. Ella siempre decía que ese día, el 1 de marzo de 1944, nació por segunda vez.
La carta de Lena explicaba a continuación que el guardia de las SS había conseguido que Monique pasara a trabajar en la cocina del campo de concentración, fregando el suelo. Eso significaba que trabajaría bajo techo y, más importante aún, que podría comer mondas de patata, e incluso un poco de carne. Empezó a ganar peso, lo suficiente para sobrevivir. Al cabo de unas semanas, según decía la carta, Monique se convirtió en «ayudante» de cocina; preparaba la comida, aunque decía que era difícil, ya que los únicos ingredientes eran patata, col, margarina y harina de maíz, a veces un poco de salami, y «café» hecho con bellotas molidas. Desempeñó ese trabajo durante tres meses.
Entonces enviaron a mi madre, junto con otras dos chicas, a cocinar al barracón de unas celadoras. Como había aprendido a cocinar al nacer sus dos hermanos gemelos, lo hacía muy bien, y a las celadoras les encantaban sus tortillas de patata, su sauerkraut y su strudel. Eso garantizó su supervivencia. Solía decir que lo que le había enseñado su madre le había salvado la vida.
En ese momento entendí el comentario de Miriam respecto al don que había concedido a Monique su madre. Di la vuelta a la carta.
En el invierno de 1944 Auschwitz fue evacuado porque los rusos se acercaban por el este. Obligaron a los presos que podían tenerse en pie a caminar por la nieve hasta otros campos de Alemania. Fueron marchas mortíferas, y si un prisionero se desplomaba o se paraba a descansar, lo mataban de un tiro. Después de andar durante diez días, veinte mil prisioneros llegaron a Bergen-Belsen, entre ellos, mi madre. Decía que aquello también era el infierno en la tierra; apenas tenían comida y miles de presos estaban enfermos de tifus. La Orquesta de Mujeres también había sido enviada a ese lugar, por eso mi madre pudo ver a Miriam. En abril Bergen-Belsen fue liberado. Miriam se reunió con su madre y su hermana, y poco después emigraron a Canadá, donde tenían familia. Mi madre estuvo ocho meses en un campo de personas desplazadas, esperando recibir noticias de sus padres y hermanos; quedó destrozada cuando le dijeron que no habían sobrevivido. Gracias a la Cruz Roja, el hermano de su padre logró ponerse en contacto con ella y le ofreció un hogar junto a su familia en California. Mi madre llegó aquí, a Pasadena, en marzo de 1946.
—Lo sabías —murmuró la señora Bell. Me estaba mirando. Tenía los ojos anegados en lágrimas—. Lo sabías, Phoebe. Esa extraña convicción que tenías… era cierta. Era cierta —repitió, asombrada.
Volví a la carta.
Aunque a partir de entonces mi madre tuvo una existencia «normal», es decir, trabajó, se casó y tuvo una hija, jamás se «recuperó» de la dura experiencia que le había tocado vivir. Al parecer, durante años caminó sin levantar la vista del suelo. Odiaba que alguien le dijera «después de usted», porque en el campo de concentración los presos siempre tenían que caminar delante de los guardias. Se angustiaba siempre que veía una tela de rayas, y no quería ninguna en casa. Y estaba obsesionada con la comida, siempre preparaba tartas que acababa regalando.
Mi madre se matriculó en un instituto, pero le costaba aplicarse en los estudios. Un día, su profesora le dijo que lo que le pasaba era que no se concentraba, y mi madre le respondió que lo sabía todo sobre «concentración». Muy disgustada, se subió la manga izquierda para enseñarle el número tatuado en el antebrazo. Poco después dejó los estudios y, aunque era inteligente, abandonó la esperanza de ir a la universidad. Decía que lo único que le apetecía era dar de comer a la gente. Así que consiguió trabajo en un comedor social para pobres y así conoció a mi padre, Stan, que era panadero y daba pan a los dos refugios de indigentes que había en Pasadena. Con el tiempo se enamoraron, se casaron en 1952 y trabajaron juntos en la panadería de mi padre; él hacía el pan, y mi madre, las tartas, y más tarde se especializó en los pastelitos. La panadería creció y en 1970 se convirtió en la Pasadena Cupcake Company, de la que soy directora general desde hace unos años.
—No lo entiendo, Phoebe —dijo la señora Bell—. No entiendo cómo podías saber todo esto y no contármelo. ¿Cómo pudiste sentarte a charlar conmigo hace unos días y no contarme que lo sabías? —Bajé la vista hacia la carta y leí en voz alta el último párrafo.
Cuando Miriam me llamó hoy, me dijo que ya le había contado todo a Phoebe. Thérèse, Phoebe cree que usted no debería saber todo esto por ella, sino por mí, porque soy la persona más cercana a Monique. Así que acordamos que le escribiría para explicarle la historia de mi madre. Estoy muy contenta de haber tenido la oportunidad de hacerlo.
Siempre suya,
LENA SANDS
Miré a la señora Bell.
—Siento que haya tenido que esperar, pero no era yo quien debía contarle la historia. Y sabía que Lena le escribiría sin demora.
La señora Bell lanzó un suspiro, y de nuevo se le humedecieron los ojos.
—Estoy tan contenta… —murmuró—. Y tan triste…
—¿Por qué? —susurré—. ¿Porque Monique estaba viva y usted no supo nada de ella? —La señora Bell asintió, y le rodó una lágrima por la mejilla—. Lena dice que a Monique no le gustaba hablar de Aviñón, y es comprensible, dado lo que ocurrió allí; seguramente quería correr un velo sobre esa parte de su vida. Además, puede que no supiera si usted había sobrevivido a la guerra, ni dónde estaba. —La señora Bell asintió—. Usted se trasladó a Londres, y ella vivía en Estados Unidos. Hoy día, con los sistemas de comunicación modernos, se habrían reencontrado. En cierta forma, se han reencontrado ahora.
La señora Bell me cogió la mano.
—Has hecho mucho por mí, Phoebe… más, seguramente, que ninguna otra persona, pero voy a pedirte que hagas algo más… Tal vez ya te imaginas qué es.
Asentí y leí en voz alta la posdata de Lena:
Thérèse, a finales de febrero iré a Londres. Espero que tengamos ocasión de vernos, pues sé que eso habría hecho muy feliz a mi madre.
Devolví la carta a la señora Bell, fui hacia el armario, saqué el abrigo azul con su funda y se lo entregué.
—Por supuesto que lo haré —dije.