Capítulo 13

A la mañana siguiente, me dirigí a Oxfam con los bolsos que no quería lamentando no haberles echado un vistazo en cuanto los recibí. De haberlo hecho, habría tenido la oportunidad de hablar con Luke Kramer. No sabía si sería capaz de esperar una semana.

—Hola, Phoebe —dijo Joan cuando abrí la puerta. Soltó el ejemplar de Black & Green que tenía entre las manos—. ¿Nos traes algo? —Sí… unos bolsos no muy bonitos.

—«Preapreciados» —dijo cuando le entregué las bolsas—. Eso es lo que tenemos que decir ahora, nada de «de segunda mano». «Preapreciados». —Puso los ojos en blanco—. Supongo que es mejor que «usados», claro. ¿Todavía quieres las cremalleras y los botones?

—Sí, por favor.

Joan rebuscó bajo el mostrador y los encontró: doce cremalleras metálicas de varios colores y un bote grande con botones. En el fondo vi unos pequeñitos con forma de aeroplano, de osito y de mariquita; me recordaron las chaquetas de punto que me hacía mi madre cuando yo era pequeña.

—El jueves te perdiste una buena película —dijo Joan—. Son cuatro con cincuenta. —Abrí el bolso—. Cayo Largo. Del cuarenta y ocho, con Bogart y Bacall, un melodrama de cine negro en el que un militar que acaba de regresar de la guerra se enfrenta a unos gángsteres en los cayos de Florida. Luego la comentamos y la comparamos con Tener y no tener, que también muestra ese ambiente de desesperanza de la posguerra. Creo que Dan te esperaba —añadió Joan cuando le di un billete de diez libras.

—Ya iré otro día. He estado… bastante liada últimamente.

—¿Tienes muchos quebraderos de cabeza? —Asentí—. Dan también. El periódico pondrá un puesto de perritos calientes el sábado durante los fuegos artificiales, y tiene que conseguir cuarenta mil salchichas. ¿Irás?

—Sí… Me hace mucha ilusión.

Miré el Black & Green que Joan había dejado en el mostrador. En la portada había un artículo sobre el espectáculo pirotécnico y, al final de la página dos, un recuadro donde se anunciaba que la tirada del periódico había alcanzado los veinte mil ejemplares, el doble que cuando salió a la calle por primera vez. Me alegró pensar que había contribuido a su éxito, aunque fuera de rebote; al fin y al cabo, el Black & Green me había ayudado. De no haber sido por la entrevista de Dan, no habría conocido a la señora Bell, y tenía la impresión de que la amistad con ella estaba llevándome a alguna parte… importante. No sabía adónde, pero sentía esa fuerza constante e inexorable que tiraba de mí.

El viernes por la tarde la visité. Estaba muy desmejorada, y advertí que no apartaba la mano del vientre, visiblemente hinchado.

—¿Has tenido una buena semana, Phoebe? —me preguntó. Su voz era más débil. Miré hacia el jardín, donde las hojas de los árboles caían lentamente. El sauce llorón estaba amarillo y seco.

—Ha sido una semana interesante —respondí, pero no le conté que había encontrado el programa. Como ella misma había dicho, necesitaba tranquilidad.

—¿Vas a ir al espectáculo pirotécnico?

—Sí, con Miles. Me hace mucha ilusión. Espero que el ruido no la moleste demasiado —añadí mientras servía el té.

—No. Me encantan los fuegos artificiales. Los veré desde la ventana de mi habitación. —Suspiró—. Supongo que será la última vez…

De pronto pareció muy cansada, de modo que llevé el peso de la conversación. Le hablé de Annie; le conté que era actriz y que quería escribir una obra de teatro para llevarla ella misma al escenario. Luego le hablé del baile y del vestido de Roxy. La señora Bell abrió como platos sus ojos azul claro y meneó la cabeza. Le dije también que Katie le había pisado el vestido. Se desternilló de risa, y después hizo una mueca de dolor.

—No se ría si le duele. —Le tomé las manos.

—En este caso vale la pena aguantar el dolor —susurró—. Debo reconocer que, por lo que me has explicado de esa chica, no me inspira mucha simpatía.

—Roxy no es fácil… de hecho es muy puñetera —solté, contenta de expresar algunos de mis sentimientos negativos—. Es maleducada conmigo, señora Bell… La otra noche fui a casa de Miles y, cada vez que me dirigía a ella, pasaba de mí por completo, y cuando le decía algo a su padre, se ponía a hablar con él como si yo no estuviera.

La señora Bell se movió con una mueca de dolor.

—Espero que Miles le reprochara… su comportamiento. —Solté un suspiro de tristeza—. ¿No lo hizo? —añadió al verme la cara.

—No. Dijo que entonces habrían discutido y que no le gusta pelearse con Roxy, porque luego está preocupado durante días.

—Entiendo. —La señora Bell juntó las manos—. Entonces serías tú quien se quedara preocupada.

Me mordí el labio inferior.

—Es un poco duro, pero estoy segura de que mi relación con Roxy mejorará. Al fin y al cabo, solo tiene dieciséis años. Y hasta ahora han estado solos ella y su padre, así que supongo que será un poco difícil al principio.

—Imagino que eso es lo que te dice Miles.

—Sí. —Volví a suspirar—. Dice que debería «compadecerme» de Roxy.

—Bien… —murmuró la señora Bell—, teniendo en cuenta cómo la han educado, tal vez sí deberías compadecerte de ella.

El sábado por la mañana llamé a Miles para quedar con él aprovechando que no había ningún cliente en la tienda.

—Los fuegos artificiales empiezan a las ocho. ¿A qué hora vendrás a buscarme? —A través del escaparate vi cómo colocaban las barreras y montaban los puestos de refrescos; al fondo estaban preparando una hoguera con planchas de madera y muebles viejos.

—Pasaremos por tu casa a las siete y cuarto —respondió Miles. Por lo tanto, Roxy también vendría—. ¿Te importa que Roxy traiga a su amiga Allegra?

—Claro que no. —Así sería mucho más fácil, pensé—. No podrás venir en coche —le advertí—. Las calles en torno al Heath estarán cortadas.

—Lo sé —dijo Miles—. Iremos en tren.

—Prepararé algo de comer y luego iremos al Heath.

Cuando llegué a casa al finalizar la jornada encontré en el contestador un mensaje de mi padre, que me recordaba que el cumpleaños de Louis era el 24 de noviembre.

—«He pensado que podríamos ir a jugar con él a Hyde Parle y comer después en algún sitio. Tú, Louis y yo» —añadía mi padre con mucho tacto—. «Ruth estará rodando en Suffolk ese día».

Encendí la radio y sintonicé Radio 4 para oír las noticias de las seis. Explicaron algo sobre la crisis bancaria. A continuación el locutor presentó a Guy. Apagué la radio enseguida. Oírle hablar habría sido como tenerlo en el salón.

Metí en el horno los canapés que había comprado de camino a casa, para que se calentaran, mientras me arreglaba. A las siete y diez llamó Miles. Allegra no podía venir, y por lo tanto Roxy no quería acompañarlo.

—Así que estoy en un aprieto —añadió Miles.

—¿Por qué? Roxy tiene dieciséis años. Si no quiere venir, no pasa nada porque se quede un par de horas sola en casa.

—Dice que no quiere estar sola.

—Entonces que venga a Blackheat contigo, porque tú ya habías quedado.

Oí que Miles suspiraba.

—No es fácil convencerla. Ya lo he intentado.

—Miles, tenía muchas ganas de que llegara esta noche.

—Lo sé… Mira, la obligaré a venir. Nos vemos.

Como a las ocho menos veinte todavía no se habían presentado, llamé a Miles y le dije que, si no habían llegado a las ocho menos diez, me iría a Village Vintage y los esperaría allí. A las ocho menos cinco, bastante abatida, me puse el abrigo y salí a la calle para unirme a los rezagados que caminaban presurosos hacia el Heath.

Desde Tranquil Vale vi los haces de láser que surcaban el cielo y el resplandor anaranjado del fuego. Cuando llegué a la tienda, la música de las atracciones que había sonado por todo el Heath quedó apagada por el griterío de la multitud que iniciaba la cuenta atrás.

—Cuatro… tres… dos… uno… ¡Fiuuu! ¡Pum! ¡Crac!

Los cohetes estallaron y brillaron como gigantescas flores que se abrieron en el cielo nocturno. ¿Por qué tenía que ser siempre Roxy un incordio… y por qué Miles era tan débil?

¡Pum! ¡Pum, pum! ¡Pum!

Mientras explotaban en el cielo crisantemos centelleantes, pensé en la señora Bell, que estaría contemplando el espectáculo desde su ventana.

Fiuuu, fiuuu, fiuuu…

Las candelas romanas que ascendían como llamas agitadas por el viento dejaban estelas rosas y verdes. ¡Ratatatataaá! ¡Pum!

Fuentes plateadas caían en cascada lanzando una lluvia de chispas que se tornaban azules, verdes y doradas.

De pronto sentí la vibración del móvil. Me puse el auricular y me tapé el otro oído con la mano.

—Lo siento, Phoebe —me dijo Miles.

Me mordí el labio.

—Supongo que no vendrás.

—Roxy se ha puesto hecha una furia. He intentado obligarla a ir, pero se ha negado. Ahora dice que vaya yo solo, si quiero, pero supongo que es un poco tarde.

Ziiip, ziiip, güiiii…

Pequeños cohetes blancos serpenteaban en todas las direcciones silbando. El olor del aire era acre.

—Sí, es demasiado tarde —dije con frialdad—. Te lo has perdido. —Y cerré el teléfono.

¡Puum! ¡Ratatatataaá! ¡Puuuum!

Se produjo la última explosión, y las chispas multicolores se estremecieron antes de desaparecer; el cielo quedó limpio, con excepción de unas volutas de humo blanco.

No me apetecía regresar a casa, así que crucé la calle y me sumergí en la multitud, entre niños que agitaban bengalas y espadas luminosas.

Al cabo de unos segundos Miles volvió a llamar.

—Siento lo de esta noche, Phoebe. No quería decepcionarte.

Yo estaba tiritando porque hacía frío.

—Pues me has decepcionado.

—Ha sido una situación difícil.

—¿De veras? —Olí a cebolla frita. A la derecha vi el logotipo verde y negro del Black & Green en una carpa iluminada—. Da igual. Voy a ir a ver a mi amigo Dan para charlar un rato con él. —Colgué y me abrí paso entre la multitud. Si Miles creía que quería castigarlo, allá él.

El teléfono volvió a vibrar. Contesté de mala gana.

—Por favor, no te pongas así —dijo Miles—. No ha sido culpa mía. Roxy es muy terca a veces.

—¿Terca? —Reprimí las ganas de decirle cómo podía definirla con mayor propiedad.

—Los adolescentes son egocéntricos —añadió Miles—. Creen que el mundo gira en torno a ellos.

—No todos son así, Miles. —Pensé en Katie—. Roxy tendría que haberse plegado a tus deseos esta noche. Dios sabe todo lo que haces por ella. Hace una semana llevaba un vestido que te costó tres mil quinientas libras…

—Sí… —Lo oí suspirar—. Es cierto.

—¡Un vestido que yo tuve la amabilidad de arreglarle!

—Mira, lo sé, y lo siento, Phoebe.

—Dejemos el tema, por favor. —No quería discutir en público. Le di al botón de colgar y me puse la capucha porque había empezado a llover.

Cuando me acerqué a la enorme carpa, vi camareros con elegantes delantales de Black & Green que preparaban perritos calientes, ayudados por Sylvia, Ellie, Matt y Dan, que se encargaba de echar el kétchup. Me pregunté de qué color lo vería él; verde, seguramente. Al verme me saludó con la mano. Me pareció tan alto, fuerte, cordial y alegre que de pronto deseé que me abrazara. Me puse a un lado de la cola para charlar con él.

Dan me miró de hito en hito.

—¿Estás bien, Phoebe?

—Sí… estoy bien.

Echó un poco más de kétchup en un perrito caliente y se lo pasó al siguiente cliente.

—Pareces… disgustada.

—No…

—¿Quieres que vayamos a tomar algo? —Señaló la carpa de la cerveza.

—Estás ocupado, Dan. No tienes tiempo.

—Lo hago por ti, Phoebe —insistió—. Toma, Ellie. —Le pasó el bote de kétchup—. Ahora te toca a ti apretarlo. Vamos, Phoebe.

Noté que el teléfono volvía a vibrar. Me puse el auricular. Era Miles de nuevo, y parecía abatido.

—Escucha, ya te he dicho que lo siento. Por favor, Phoebe, no me castigues.

—No te estoy castigando —susurré al micrófono mientras Dan salía de la carpa—. Es que no me apetece hablar contigo ahora, así que no me llames más, por favor. —Le di al botón rojo.

Dan me cogió de la mano y me llevó entre la multitud hacia la carpa de la cerveza.

—¿Qué quieres?

—Una Stella… Espera, invito yo. —Pero Dan ya estaba en la barra. Regresó con dos botellas, y dio la casualidad de que la mesa que había al lado quedó libre y pudimos sentarnos.

Dan me miró a la cara.

—A ver, ¿qué te pasa?

—Nada. —Suspiré. Dan me miró con escepticismo—. Está bien… Había quedado con… mi amigo y su hija. Me hacía mucha ilusión, pero ella se ha negado a venir y él tampoco ha venido, aunque su hija tiene dieciséis años y podría haberse quedado sola en casa.

—Vaya. Así que te han aguado la fiesta. —Asentí—. ¿Por qué no ha querido venir su hija?

—Porque le gusta fastidiarnos, y su padre ha cedido. Siempre hace lo que ella quiere.

—Ya. Vamos, que la niña lo tiene dominado, ¿no? —Sonreí sin muchas ganas—. ¿Cuánto tiempo llevas saliendo con él?

—Un par de meses. Y me gusta, pero su hija… Nos lo pone todo muy difícil.

—Mal asunto.

—Sí, pero es lo que hay. —Miré el delantal de Dan—. Es bonito.

—Gracias. Creí que montar una carpa nos daría más publicidad, porque ésta es una fiesta importante, así que encargué algunos productos con nuestro logotipo. También tengo unos paraguas de Black & Green. Te regalaré uno.

—Dan… —Bebí un poco de cerveza—. No me habías dicho que eras dueño del periódico.

Se encogió de hombros.

—Es que no soy el dueño, solo tengo la mitad. ¿Y por qué iba a decírtelo?

—No lo sé. Porque… Bueno, ¿por qué no? —Dejé la botella en la mesa—. ¿Te dedicas a comprar periódicos?

Negó con la cabeza.

—No lo había hecho nunca, y supongo que no volveré a hacerlo. Fue únicamente por la amistad que me une a Matt.

—Es estupendo que pudieras hacerlo —dije. Me preguntaba de dónde habría sacado el cuarto de millón de libras, pero sabía que no iba a decírmelo.

Dan tomó un trago.

—En parte fue gracias a mi abuela. Se lo debo a ella.

—¿A tu abuela? —repetí—. ¿No será la que te dejó en herencia el sacapuntas?

—Sí, la abuelita Robinson. De no haber sido por ella, jamás lo habría hecho. Fue algo bastante inesperado. Verás, lo que ocurrió fue que…

—Oh, lo siento, Dan. —El móvil volvió a vibrar, el tono de llamada apenas se oía por el ruido de la multitud. Me puse el auricular y apreté el botón verde, preparándome para oír de nuevo la voz de Miles. Pero el número que salió en la pantalla no era el suyo. Era un código norteamericano.

—¿Podría hablar con Phoebe Swift? —preguntó una voz masculina.

—Soy yo.

—Soy Luke Kramer, de la Universidad de Toronto. —Sentí un subidón de adrenalina—. Mi colega Carol me ha dicho que quería hablar conmigo.

—Sí —respondí nerviosa—. Sí, quiero hablar con usted. —Me levanté—. Ahora estoy en la calle… hay mucho ruido, señor Kramer. Si no le importa, voy corriendo a casa y dentro de diez minutos le llamo.

—De acuerdo.

—Parecía una llamada importante —comentó Dan mientras me guardaba el teléfono en el bolsillo.

—Lo es —repuse eufórica—. Muy importante. Es…

—¿Una cuestión de vida o muerte? —dijo Dan con sorna.

Me quedé mirándolo.

—Podría decirse que sí. —Me puse la bufanda—. Siento tener que irme, pero gracias por animarme. —Le di un abrazo.

Por una vez, dejé a Dan descolocado.

—Hasta la vista. Te llamaré —añadió—. ¿Puedo?

—Claro. —Me despedí con la mano y me fui.

Regresé corriendo a casa, tomé el teléfono de la mesa de la cocina y marqué el número.

—¿El señor Kramer? —pregunté casi sin aliento.

—Sí, soy Luke. Hola, Phoebe, puedes tutearme.

—Felicidades por tu bebé.

—Gracias. Todavía no me hago a la idea, es nuestra primera hija. Bien, mi colega Carol me ha dicho que deseas ponerte en contacto con Miriam Lipietzka.

—Sí.

—Ya que seré yo quien hable con Miriam, ¿podría saber por qué?

Se lo expliqué a grandes rasgos.

—¿Crees que accederá a hablar conmigo? —añadí.

Se produjo un silencio.

—No lo sé. La veré mañana; ya te contaré lo que me ha dicho. Deja que escriba los nombres. Tu amiga se llama Thérèse Bell.

—Sí. Su apellido de soltera era Laurent.

—Thérèse Laurent —repitió—. Y la amiga que tenían en común era Monique… ¿Has dicho Richelieu?

—Sí, pero en realidad se llamaba Monika Richter.

—Richter… ¿Y esto guarda relación con lo que ocurrió durante la guerra?

—Sí. Monique también estuvo en Auschwitz, llegó en agosto del cuarenta y tres. Quiero averiguar qué fue de ella. Cuando encontré el nombre de Miriam en el programa, pensé que ella tal vez lo supiera, o que podría saber algo…

—Bien, se lo comentaré. Pero deja que te diga que hace treinta años que conozco a Miriam y que no suele hablar de sus experiencias durante la guerra, porque es evidente que sus recuerdos son demasiado dolorosos. Además, es posible que no tenga ni idea de lo que le ocurrió a esa amiga… Monique.

—Entiendo lo que dices, Luke, pero, por favor, pregúntale…

—¿Qué tal los fuegos artificiales? —me preguntó Annie cuando llegó a la tienda el lunes—. Fui a Brighton, así que me los perdí.

—Bastante decepcionantes. —No iba a contarle por qué.

Annie me miró con expresión interrogante.

—Qué pena.

Luego fui en coche a Sydenham para recoger la ropa que había comprado a la parlanchina señora Price. Mientras ella hablaba por los codos, me fijé en que sus ojos tenían un aspecto poco natural, que la mandíbula estaba demasiado tensa y que sus manos se veían mucho más envejecidas que la cara. Me estremecí al imaginar a mi madre con esa pinta.

Cuando regresaba hacia la tienda a la hora de comer me sonó el móvil, así que giré a toda prisa para meterme en una calle lateral y estacioné. Al ver el código de Toronto se me encogió el estómago.

—Hola, Phoebe —dijo Luke. Deduje que ya había hablado con la mujer—. Ayer fui a visitar a Miriam, y me temo que tengo malas noticias.

Me preparé para lo peor.

—¿No quiso hablar del tema?

—No llegué a plantearlo, porque enseguida vi que no se encontraba bien. Sufre infecciones respiratorias a menudo, sobre todo en otoño; es una consecuencia de lo que tuvo que vivir. El médico le ha recetado antibióticos y le ha indicado que repose, de modo que decidí no hablarle de tu llamada.

—No, claro. —Sentí una punzada de decepción—. Bueno, gracias por avisarme. Quizá cuando mejore… —No acabé la frase.

—Quizá, pero, por el momento creo que será mejor dejarlo estar.

Por el momento… Eso puede ser una semana, pensé mientras miraba por el retrovisor para reemprender la marcha; o un mes, o nunca…

Cuando regresé a la tienda me sorprendió encontrar a Miles. Estaba sentado en el sofá, charlando con Annie, que le sonreía con amabilidad, como si hubiera intuido que habíamos tenido una desavenencia.

—Phoebe. —Miles se levantó—. Esperaba que tuvieras tiempo para salir a tomar una taza de té conmigo…

—Sí… Deja que lleve estas maletas al despacho, luego iremos al Moon Daisy Café. Estaré fuera una media hora, Annie.

Ella nos sonrió.

—Claro.

Como la cafetería estaba llena, nos sentamos a una mesa de la terraza; al sol no hacía frío, y tendríamos cierta intimidad.

—Siento lo del sábado —dijo Miles. Se levantó el cuello del abrigo—. Debería haberme mostrado firme con Roxy. Sé que siempre cedo ante ella, y eso no está bien.

Me quedé mirándolo.

—Me resulta muy difícil tratar a Roxy. Ya has visto lo hostil que es su actitud hacia mí… y siempre encuentra la forma de fastidiarnos las citas.

Miles suspiró.

—Te ve como una amenaza. Ha sido el centro de mi mundo durante diez años, así que es comprensible. —Guardó silencio cuando Pippa nos trajo el té—. Ayer tuve una larga conversación con ella. Le dije que estaba enfadado por lo del sábado. Le dije que ella lo era todo para mí y que siempre lo sería, pero que yo tenía derecho a ser feliz. Le dije que eras muy importante para mí y que no quería perderte. —Me sorprendió ver que se le humedecían los ojos—. Por eso… —Advertí que tragaba saliva. Me cogió la mano—. Quiero que nuestra relación vaya bien, Phoebe. Le expliqué a Roxy que eras mi novia y que por lo tanto a veces vendrías a casa, y le pedí que fuera amable contigo, que lo hiciera por mí.

Noté que mi enfado se desvanecía de pronto.

—Gracias por decírselo, Miles. Yo… yo quiero llevarme bien con Roxy —añadí.

—Ya lo sé. No negaré que en ocasiones es un poco rebelde, pero es una buena chica. —Miles entrelazó los dedos en los míos—. Espero que te sientas mejor ahora, Phoebe. Para mí es muy importante.

Lo miré a los ojos.

—Sí, me siento mejor. —Sonreí—. Mucho mejor —añadí en voz baja.

Miles se inclinó para besarme.

—Bien.

La conversación de Miles con su hija cambió la situación. Roxy ya no se mostraba abiertamente hostil conmigo; ahora se comportaba como si mi presencia le resultara indiferente. Si le hablaba, me contestaba; si no, pasaba de mí. Agradecí esa neutralidad. Representaba un avance.

No volví a tener noticias de Luke. Al cabo de una semana le dejé un mensaje, pero no me contestó. Supuse que Miriam todavía estaba enferma o que, si había mejorado, no quería hablar conmigo. No se lo comenté a la señora Bell cuando fui a verla. Era evidente que el dolor había aumentado, y me dijo que llevaba un parche de morfina.

Se acercaba el primer cumpleaños de Louis, junto con el lifting de mi madre. Me preocupaba que hubiera tomado esa decisión, y se lo dije cuando vino a cenar a casa el martes.

—Te repito que todavía eres muy atractiva y no lo necesitas. —Le serví una copa de vino—. ¿Y si sale mal?

—Freddie Church ha realizado miles de esas… intervenciones —repuso—, y nunca se le ha muerto nadie.

—Menudo consuelo.

Mi madre abrió el bolso y sacó la agenda.

—He dicho que eras el familiar más cercano, así que tienes que saber dónde estaré. Estaré en la clínica Lexington, en Maida Vale. —Pasó las hojas—. Aquí está el número… La operación será a las cuatro y media, y tengo que estar allí a las once y media de la mañana para el preoperatorio. Estaré ingresada cuatro días; espero que me visites.

—¿Vas a decirlo en el trabajo?

Mi madre negó con la cabeza.

—John cree que me voy a Francia y que estaré fuera dos semanas. No pienso contárselo a ninguna de mis amigas. —Guardó la agenda en el bolso y lo cerró—. Es un asunto privado.

—No lo será cuando todos vean que pareces quince años más joven… o peor aún, que pareces otra persona.

—Eso no ocurrirá. Voy a quedar muy bien. —Mi madre se pellizcó la piel de la mandíbula—. No es más que un pequeño estiramiento. El truco está en hacerse un nuevo peinado para que la gente se fije en el pelo y no en la cara.

—A lo mejor eso es lo único que necesitas: un nuevo peinado —y otro estilo de maquillaje, pensé. Volvía a llevar ese feo pintalabios rojo—. Mamá, tengo un mal presentimiento. Por favor, anúlalo.

—Phoebe, he dado una paga y señal de cuatro mil libras, la mitad del total, y no me las devolverán, así que no pienso anular nada.

El día del cumpleaños de Louis me levanté con un mal palpito. Le dije a Annie que estaría fuera todo el día y cogí el metro para reunirme con mi padre. Mientras viajaba en la Circle Line, leí el Independent, que, para mi sorpresa, contenía un artículo sobre sus propietarios, Trinity Mirror, que estaban negociando la compra del Black & Green. Al subir por las escaleras de la estación de Notting Hill Gate me pregunté si sería bueno o malo para Dan y Matt.

Cuando eché a andar por Bayswater Road hacía un sol radiante, y la temperatura era cálida, impropia de finales de noviembre. Había quedado con mi padre unos minutos antes de la diez en la entrada de Orme Gate de los jardines de Kensington. Llegué a menos cinco y lo vi acercarse con el cochecito. Pensé que Louis agitaría los bracitos al verme, como de costumbre, pero en esta ocasión solo me dedicó una sonrisa tímida.

—¡Hola, cumpleañero! —Me agaché para acariciar su sonrosada mejilla. Tenía la piel suave y cálida—. ¿Ya camina? —le pregunté a mi padre cuando entramos en los jardines.

—No mucho, pero empezará pronto. Todavía está en el grupo de «buenos gateadores» del centro Gymboree de psicomotricidad, y no quiero presionarlo.

—Claro.

—Pero ha subido de nivel en las clases del Monkey Music.

—Qué bien. —Alcé la bolsa que llevaba en la mano—. Le he comprado un xilófono.

—Oh, se lo pasará bomba aporreándolo.

En ese momento oímos el sonido de los móviles de campanillas del parque infantil dedicado a la princesa Diana. Al doblar un recodo vimos el enorme barco pirata, que parecía navegar sobre la hierba.

—No hay nadie en el parque —dije.

—Es que no lo abren hasta las diez. Siempre vengo a esta hora los lunes porque se está tranquilo. Ya casi estamos —canturreó mi padre—. Cuando llegamos aquí empieza a tirar de las correas del cochecito, ¿verdad, cariño?, pero esta mañana está un poco cansado.

El guarda abrió la puerta, mi padre sacó a Louis del cochecito y lo sentamos en un columpio. Parecía contento estando ahí sentado, en silencio, mientras lo columpiábamos. En un momento determinado dejó caer la cabeza sobre el pecho y cerró los ojos.

—Pues sí que está cansado.

—Hemos tenido una mala noche. No ha parado de llorar, seguramente porque Ruth no estaba. Está en Suffolk rodando, pero regresará a la hora de comer. Bueno, vamos a ver si te quedas de pie, Louis. —Mi padre lo sacó del columpio y lo puso en el suelo, pero Louis se enfadó y levantó los brazos para que lo aupase. Así pues, lo cogí y lo llevé por el parque, entramos en las cabañas de madera con él y lo deslicé por el tobogán para que mi padre lo cogiera. Mientras tanto no paraba de pensar en mi madre. ¿Y si reaccionaba mal a la anestesia? Miré el reloj de la torre; eran las once menos veinte. Debía de estar camino de la clínica. Había dicho que iría en taxi desde Blackheath.

Mi padre cogió a Louis cuando se deslizó por el tobogán.

—Parece que tiene sueño —mi padre lo estrechó entre sus brazo—. Hoy no querías salir de la cuna, ¿eh? —en ese instante, Louis rompió a llorar—. No llores, cariño —mi padre le acarició la cara—. No tienes motivos para llorar.

—¿Está bien? —pregunté.

Mi padre le tocó la cabecita.

—Tiene un poco de fiebre.

—Lo he notado algo caliente al besarlo.

—Tiene media décima, diría yo, pero creo que está bien. Vamos a subirlo otra vez al columpio… le encanta.

Así lo hicimos, y Louis pareció animarse. Dejó de llorar y se quedó ahí sentadito, pero algo apático. Al cabo de unos segundos cerró los ojos.

—Le daré un poco de paracetamol —dijo mi padre—. Por favor, Phoebe, sácalo del columpio.

Cuando cogí a Louis, se le levantó el abriguito verde. Me dio un vuelco el corazón: el pequeñín tenía la barriguita llena de puntitos rojos.

—Papá, ¿has visto esta erupción?

—Lo sé. Creo que le ha salido un eccema.

—No creo que sea un eccema. —Toqué la piel de Louis—. Estas manchas son planas, como pinchacitos de alfiler, y tiene las manos heladas. —Le miré la cara: tenía las mejillas rojas y la boca un poco azulada—. Papá, me parece que no está muy bien.

Mi padre le tocó la frente y sacó un jarabe de la bolsa del cochecito.

—Esto le sentará bien, es bueno para bajar la temperatura. Cógelo, Phoebe. —Nos sentamos a una mesa de picnic y abracé a Louis mientras mi padre echaba el jarabe rosa en la cuchara. Incliné hacia atrás la cabeza de Louis—. Buen chico —dijo mi padre tras meterle en la boca la cuchara—. Por lo general no hay forma de dárselo, pero hoy se ha portado muy bien. Claro que sí, cariño… —Louis hizo una mueca y lo vomitó todo. Mientras mi padre le limpiaba, palpé la frente del pequeño. Estaba ardiendo. Louis soltó un grito agudo.

—Papá, ¿y si es algo grave?

Mi padre se estremeció.

—Necesitamos un vaso —murmuró—. Tráeme un vaso, Phoebe.

Corrí hacia el bar y pedí un vaso, pero la mujer me dijo que no está permitido meter recipientes de cristal en el parque de Diana.

—Papá, ¿no habrás traído algún bote de cristal? —pregunté. Estaba cada vez más preocupada.

—Llevo un potito de arándanos en la bolsa de los pañales. Sácalo.

Lo cogí, corrí hacia los lavabos, tiré la papilla violeta, enjuagué el bote y con los dedos temblorosos arranqué la etiqueta de papel tanto como pude. Al salir, eché un vistazo al parque en busca de alguien que pudiera ayudarnos, pero solo había unas cuantas personas en el otro extremo.

Mientras mi padre tenía en brazos a Louis, apoyé el tarro sobre su barriguita. El pequeño se estremeció al notar el frío del vidrio y empezó a gritar y a llorar a lágrima viva.

—¿Cómo se hace, papá?

—¿No tienes que apretarlo contra la piel para ver si las manchas desaparecen?

Lo intenté de nuevo.

—No veo si desaparecen o no. —Mi padre marcó un número en su móvil—. ¿A quién llamas? ¿A Ruth?

—No, al médico. ¡Comunica, maldita sea!

—Hay un teléfono de atención médica. En información telefónica te darán el número.

Louis tenía los ojos casi cerrados y volvía la cabeza porque le molestaba la luz del sol. Le apliqué de nuevo el tarro de cristal al vientre, pero la base era demasiado gruesa para ver a través de ella. Mi padre seguía con el teléfono pegado a la oreja.

—¿Por qué no lo cogen? —gimoteó—. Vamos…

De pronto sonó mi móvil. Le di al botón de responder.

—¡Mamá! —exclamé sin aliento.

—Llegaré pronto a la clínica y estoy un poco nerviosa. Debo decirte que…

—¡Mamá! Estoy con papá y Louis en el parque de Diana. Louis no se encuentra bien. Le han salido unas manchas en la barriguita y no para de llorar, tiene mucha fiebre y le molesta la luz, tiene sueño y ha vomitado. Estoy haciéndole la prueba del bote de cristal, pero no sé cómo se hace.

—Aprieta el lado del bote contra la piel —dijo—. ¿Ya lo has hecho?

—Sí, pero sigo sin ver nada.

—Prueba otra vez. Pero tiene que ser el lado.

—Lo que pasa es que es un bote pequeño y quedan trozos de la etiqueta. Por eso no veo si las manchas desaparecen y Louis está muy inquieto. —El pequeño echó la cabeza hacia atrás y profirió un grito agudo y quejumbroso—. Se ha puesto así en menos de una hora.

—¿Cómo se las apaña tu padre? —preguntó mamá.

—No muy bien, para serte sincera —susurré.

Mi padre seguía tratando de hablar con el médico.

—¿Por qué no lo cogen? —lo oí murmurar.

—No logra ponerse en contacto con el médico.

—¡Pare! —exclamó de repente. ¿Qué le pasaba?—. Por favor, estacione a la derecha, en ese aparcamiento. —A continuación oí el ruido de la puerta del taxi al abrirse, seguido de los pasos presurosos de mi madre sobre el pavimento—. Voy hacia allí, Phoebe —anunció.

—¿Qué dices?

—Sentad al niño en el cochecito, salid del parque e id hacia Bayswater Road. Os encontraré.

Subí a Louis al cochecito y lo sujeté con las correas, tras lo cual mi padre y yo nos dirigimos a toda prisa hacia la puerta del parque preguntándonos qué estaba pasando. Pronto vimos a mi madre, que caminaba o, mejor dicho, corría hacia nosotros. Sin apenas mirar a mi padre, se agachó para ver a Louis.

—Dame el tarro, Phoebe.

Levantó el abriguito de Louis y le colocó el bote sobre el vientre.

—No sé qué pensar —dijo—. Además, a veces las manchas desaparecen aunque sea meningitis. —Le tocó la frente—. Está muy caliente. —Le quitó el gorrito y le desabrochó el abrigo—. Pobrecito.

—Iremos a mi médico —dijo mi padre—. Está en Colville Square.

—No —dijo mi madre—. Iremos directamente a urgencias. Tengo el taxi justo ahí. —Corrimos hacia el vehículo y metimos el cochecito—. Cambio de planes. A Saint Mary’s, por favor —dijo mi madre al taxista cuando subimos—. A urgencias, lo más rápido posible.

Llegamos en cinco minutos, nos apeamos, mi madre pagó al taxista y entramos corriendo en el hospital. Mamá habló con la recepcionista y nos sentamos en la sala de espera de pediatría entre niños con el brazo roto o un corte en un dedo. Mi padre trataba de tranquilizar a Louis, que lloraba desconsoladamente, cuando salió una enfermera que, tras examinar al niño y tomarle la temperatura, nos dijo que pasáramos de inmediato; vi que caminaba muy deprisa delante de nosotros. El médico que nos recibió en el área de triaje nos dijo que no podíamos entrar los tres; creyó que yo era la madre del niño, de modo que le dije que era su hermana, y mi padre pidió a mi madre que entrase con él. Mi madre me entregó su bolsa y la llevé a la sala de espera, donde estaban el cochecito de Louis y el xilófono, y aguardé.

Esperé una eternidad, sentada en la silla de plástico azul, oyendo el zumbido de la máquina de refrescos, los cuchicheos de los demás y el incesante parloteo de la televisión empotrada en la pared. Vi que empezaban las noticias de la una. Louis llevaba dentro una hora y media. Eso significaba que tenía meningitis. Intenté tragar saliva, pero tenía un nudo en la garganta. Miré su cochecito y se me saltaron las lágrimas. Cuando nació me había disgustado —ni siquiera fui a verlo hasta que cumplió ocho semanas—, y ahora que lo quería, iba a morir.

De pronto oí gritar a un niño. Convencida de que era Louis, me acerqué a la ventanilla de recepción y le pregunté a la enfermera si sabía qué ocurría. Ella se marchó y al regresar me dijo que estaban haciéndole más pruebas para determinar si necesitaría una punción lumbar. Imaginé a Louis con goteros y sondas. Tomé una revista e intenté leer, pero veía borrosas las palabras y las fotografías. Al levantar la cabeza vi a mi madre, que caminaba hacia mí con cara de tristeza. Por favor, Señor.

Tenía los ojos llorosos cuando me sonrió.

—Está bien. —Sentí una oleada de alivio—. Es una infección vírica. La han atajado muy deprisa. Pero tendrá que pasar aquí la noche. Todo saldrá bien, Phoebe. —Vi que tragaba saliva. Sacó del bolso un paquete de pañuelos de papel y me tendió uno—. Me voy a casa.

—¿Lo sabe Ruth?

—Sí. No tardará en llegar.

Le entregué su bolsa.

—Supongo que no vas a Maida Vale —musité.

Negó con la cabeza.

—Es demasiado tarde. Pero me alegro de haber venido. —Me dio un abrazo y se marchó.

Una enfermera me indicó dónde estaba la planta de pediatría. Subí en el ascensor y encontré a mi padre sentado en una silla, junto a la última cuna, donde Louis jugaba con un cochecito. Volvía a ser el de siempre. Llevaba una venda en la mano donde le habían puesto un gotero. Parecía haber recuperado el color, pero…

—¿Qué es esto? —pregunté—. ¿Qué tiene en la cara?

—¿El qué? —dijo mi padre.

—En la mejilla, aquí. —Me acerqué más a Louis y vi lo que era: la huella perfecta de un beso color rojo.