La señora Bell tenía razón, pensé más tarde. Llevaba más de una hora sentada en la cocina, con la vista clavada en la mesa, la cara apoyada en las manos. En efecto, me había obsesionado con Monique; era una obsesión alimentada por la pena y los remordimientos. Me avergoncé al comprender que había despertado sentimientos dolorosos en una anciana de salud delicada.
Dejé pasar un par de días antes de ir, todavía arrepentida, a ver a la señora Bell. Esta vez no hablamos ni de Monique ni de Emma; charlamos sobre temas cotidianos: lo que habíamos oído en los informativos, noticias locales —los fuegos artificiales que tendrían lugar pronto—, y los programas que habíamos visto en la tele.
—Han comprado su abrigo de faya azul —dije cuando empezamos a jugar al Scrabble.
—¿De veras? ¿Quién?
—Una modelo muy guapa de veintitantos años.
—Entonces el abrigo irá a fiestas elegantes —comentó la señora Bell mientras colocaba las letras en el soporte.
—Seguro que sí. Le dije que el vestido había bailado con Sean Connery y se puso muy contenta.
—Espero que te quedes al menos uno de mis trajes —dijo la señora Bell.
Yo no lo había pensado.
—Me encanta el traje de gabardina. Está en el escaparate. Tal vez me lo quede; creo que me irá bien.
—Me gusta saber que te lo pondrás. ¡Dios mío! —exclamó—. Tengo muy buenas letras. ¿Qué puedo hacer? Ah… —Las colocó en el tablero con mano temblorosa—. Ya está. —Vi que había formado la palabra «gracias»—. ¿Y tu relación amorosa sigue viento en popa?
Conté los puntos que había conseguido la señora Bell.
—¿Con Miles?
—¿Con quién si no?
—Buena puntuación, señora Bell. Veo a Miles dos o tres veces por semana. Mire… —Saqué la cámara y le enseñé una foto de Miles que le había hecho en su jardín.
Asintió en señal de aprobación.
—Es apuesto. Es extraño que no haya vuelto a casarse —musitó.
—A mí también me extraña —repuse mientras movía mis letras—. Me dijo que hubo una mujer que le gustaba hará unos ocho años, y el viernes pasado, cuando cenamos en el Michelin, me contó por qué no había funcionado. Esa mujer, Eva, quería tener hijos.
La señora Bell se quedó tan desconcertada como yo cuando me lo dijo Miles.
—¿Y eso era un problema?
Me encogí de hombros.
—Miles no estaba seguro de si quería tener más hijos. Pensó que a Roxy tal vez le costaría aceptarlo.
La señora Bell se apartó de los ojos un mechón de cabello cano.
—Quizá hubiera sido bueno para la chica; lo mejor que podría haberle ocurrido, tal vez.
—Eso le dije yo, y Miles respondió que había temido que a Roxy le afectara de forma negativa que otros niños reclamaran su atención, cuando ella necesitaba tanta. Hacía solo dos años que había muerto su madre.
Contemplé el jardín mientras recordaba la conversación.
—Estaba desesperado porque no sabía qué hacer —me había dicho Miles cuando nos sirvieron el café—. El tiempo apremiaba. Eva tenía treinta y cinco años, y llevábamos uno saliendo juntos.
—Entiendo —dije yo—. Así que había llegado el momento de la verdad…
—Sí. Naturalmente ella quería saber… si la relación tenía futuro, y no sabía qué hacer. —Dejó la taza en la mesa—. Así que hablé con Roxy.
—¿Con Roxy? ¿De qué?
—Le pregunté si le gustaría tener un hermanito algún día. Ella se quedó… de piedra, y luego rompió a llorar. Pensé que la estaba traicionando por el mero hecho de habérmelo planteado… —Se encogió de hombros.
—¿Y rompiste con Eva?
—No quería que Roxy sufriera más.
Negué con la cabeza.
—Pobre chica.
—Sí… lo ha pasado muy mal.
—Me refería a Eva —repuse en voz baja.
Miles contuvo la respiración.
—Se disgustó muchísimo. Me enteré de que había conocido a otro hombre poco después y de que había tenido hijos, pero pensé… —Suspiró.
—¿Que habías cometido un error?
Miles dudó un instante.
—Que había hecho lo mejor para mi hija…
—Pobre chica —exclamó la señora Bell cuando terminé de contárselo.
—¿Se refiere a Eva?
—Me refiero a Roxy. El hecho de que su padre le dé tanto poder es malo para el carácter de la chica.
Elle est son talón d’Achille… Tal vez fuera eso lo que había querido decir Cécile: que Miles era muy indulgente con Roxy, que le permitía tomar decisiones que solo le correspondían a él.
Puse mis letras en el tablero. «Riesgo».
—Doce puntos.
La señora Bell me pasó el saquito de las fichas.
—También me da lástima la novia, por supuesto. ¿Y si tú quisieras tener hijos, Phoebe? —Apretó los labios—. ¡Espero que Miles no vuelva a pedir opinión a Roxy!
Negué con la cabeza.
—Me dijo que por eso me lo contaba. Quería que supiera que si yo decidía tener hijos él no pondría ningún reparo porque Roxy ya es mayor. —Cogí más letras—. De todas formas es demasiado pronto para pensar en eso, y mucho más para hablar del tema.
La señora Bell me miró.
—Ten hijos, Phoebe… si puedes. No solo por la felicidad que proporcionan los niños, sino también porque creo que el ajetreo de la vida familiar deja poco tiempo libre para lamentar el pasado.
Asentí en silencio.
—Supongo que es cierto. Bueno… tengo treinta y cuatro años, así que todavía tengo tiempo… —«Siempre que no tenga tan mala suerte como la pobre mujer que compró el vestido pastelito rosa», pensé—. Le toca, señora Bell.
—Nunca se presentó.
—No. Pasaron tres años. Walter mandaba cartas con fotos suyas de sus padres, de sus dos hermanos y del perro de la familia. En el cuarenta y ocho escribió para decir que se había casado.
Cogí un corselete de satén blanco.
—¿Y entretanto su tía iba reuniendo todas estas prendas?
—Sí, para una luna de miel que nunca tendría. Mi madre me contó que mi abuela y ella le decían que olvidara a Walter, pero Lydia estaba convencida de que regresaría. Se quedó tan destrozada que no quiso conocer a otro hombre… ¡qué desperdicio!
Asentí.
—Es triste ver estas prendas tan hermosas y pensar que su tía jamás obtuvo… ningún placer gracias a ellas. —Era fácil imaginar las ilusiones y esperanzas que habían llevado a su compra—. Y gastó mucho dinero… y un montón de los cupones para compra de ropa.
—Supongo que sí. —La mujer suspiró—. Es una pena que nadie las luzca. Espero que alguien pueda disfrutar de un poco de pasión al ponérselas.
—Me gustaría comprarlas…
Propuse un precio, la mujer lo aceptó y le extendí un cheque. Llevé las prendas al almacén y, como estaban sin estrenar, las saque para que se les quitara el ligero olor a humedad que tenían. Mientras las colgaba en las perchas, oí la campanilla de la puerta, seguida de una voz masculina que pedía a Annie una firma.
—Es una entrega —la oí decir—. Dos cajas enormes. Deben de ser los vestidos de baile de promoción. Sí, en efecto —añadió cuando bajé por la escalera—. El remitente es… Rick Diaz, de Nueva York.
—Sí que ha tardado en mandarlos… —comenté mientras Annie abría la primera caja con unas tijeras. Levantó las solapas y saco los vestidos de uno en uno; las enaguas de tul se desplegaron como accionadas por un resorte.
—Son maravillosos —exclamó Annie—. Mira qué apresto tienen las enaguas, ¡y qué colores! —Levantó el vestido bermellón—. Es rojo como el fuego, y este índigo es como el cielo en una noche de verano. Se venderán seguro, Phoebe. Yo de ti, pediría más.
Cogí el de color mandarina y lo sacudí para alisar la tela.
—Colgaremos cuatro en la pared, como antes, y colocaremos dos en el escaparate, el rojo y el marrón chocolate.
Annie abrió la segunda caja, que, como yo esperaba, contenía los bolsos.
—Tenía razón —dije en cuanto les eché un vistazo—. La mayoría no son vintage. De hecho, ni siquiera son de buena calidad. Este bolso Speedy de Louis Vuitton es falso, para empezar.
—¿Cómo lo sabes?
—Por el forro; el de los auténticos es de lona marrón, no gris, y en la base de las asas debería haber cinco puntadas, no tantas como aquí. No quiero esto —dije apartando un bolso de Saks azul marino de mediados de los noventa—. Este negro de Kenneth Colé es feo, y a éste se le han caído las cuentas, así que… no. Éste no, no, no… y no —dije tras abrir un bolso Birkin que llevaba la etiqueta de «rebajado» de Loehmann’s—. Me fastidia haber tenido que comprarlos —añadí—, pero supongo que debo tener a Rick contento para que me siga enviando lo que sí me interesa.
—Éste es bonito —dijo Annie al sacar el maletín de piel de los años cuarenta—. Y está perfecto.
Le eché un vistazo.
—Sí, tiene alguna rozadura, pero se puede arreglar… ¡Oh, éste sí que me gusta! —Saqué la cartera de mano de piel de avestruz—. Es elegante. Incluso podría quedármelo para mí. —Me lo puse bajo el brazo y me miré al espejo—. De momento los dejaré todos en el almacén.
—¿Y el vestido pastelito amarillo? —me preguntó Annie cuando empezamos a colgar los nuevos vestidos de baile de promoción en perchas forradas—. Todavía está en el colgador de prendas reservadas. ¿Qué le pasa a Katie?
—Hace quince días que no la veo.
—¿Cuándo es el baile?
—Dentro de diez días, así que todavía queda tiempo…
Pero pasó otra semana y Katie no vino a la tienda ni llamó por teléfono. El miércoles antes del baile, pensé en ponerme en contacto con ella. Mientras colocaba una calabaza enorme en el escaparate —mi única concesión a Halloween—, caí en la cuenta de que no sabía ni su número de teléfono ni su apellido. Dejé un mensaje en el contestador de Costcutters pidiendo que le dijeran que me llamase, pero el viernes aún no sabía nada de ella. Por eso, después de comer, colgué el vestido en la pared, junto al color mandarina, el violeta y el azul eléctrico; el índigo ya se había vendido.
Mientras ahuecaba las enaguas, me pregunté si Katie habría encontrado un vestido más barato que le gustara tanto, o si ya no iría al baile. Luego pensé en lo que se pondría Roxy: el vestido de noche multicolor de Christian Lacroix, de la colección de esa temporada, que costaba tres mil seiscientas libras, según se indicaba en Vogue.
—Es un dineral —le había dicho a Miles cuando nos sentamos en mi cocina al día siguiente de que se lo comprara. Era la primera vez que Miles venía a mi casa. Yo había preparado un par de fuetes y él había traído una botella del delicioso Chante le Merle. Me había tomado dos copas y estaba relajada—. Tres mil seiscientas libras —repetí con incredulidad.
Miles bebió un trago de vino.
—Es mucho dinero, sí, pero ¿qué iba a decir yo?
—¿Qué te parece: «es demasiado caro»? —apunté con sorna.
Miles negó con la cabeza.
—No es tan fácil.
—¿No? —De pronto me pregunté si Roxy habría oído alguna vez la palabra «no».
Miles dejó el tenedor.
—Roxy se enamoró de ese vestido, y éste es el primer baile benéfico al que acude. Habrá periodistas, y cree que quizá le hagan alguna fotografía. Además, dan un premio al invitado mejor vestido, y eso ha espoleado su sentido competitivo… Por otra parte —agregó con un suspiro—, le había dicho que se lo compraría.
—¿No ha de hacer nada a cambio?
—¿Como lavar el coche o arrancar las malas hierbas del jardín?
—Sí, esa clase de cosas, o esforzarse más en el colegio.
—Yo no funciono así —dijo Miles—. Roxy sabe lo que cuesta y agradece que se lo haya comprado; creo que con eso basta. Y este colegio es mucho más barato que el internado donde estaba antes; por eso no me duele darle el dinero. Además, no sé si recuerdas que estaba dispuesto a gastar bastante en Christie’s.
Puse los ojos en blanco.
—¿Cómo iba a olvidarlo? —Al pasarle la ensalada pensé en el maravilloso vestido con sus colas de gasa, y me pregunté si me lo pondría alguna vez—. ¿No quieres que Roxy piense que se ha ganado el vestido… o por lo menos que ha contribuido de algún modo a comprarlo?
Miles se encogió de hombros.
—No especialmente. ¿Para qué?
—Bueno… Supongo que… —Bebí un poco de vino—. Le concedes todos los caprichos, como si le bastara con pedir algo para obtenerlo.
Miles se quedó mirándome.
—¿Qué narices quieres decir con eso?
Me sorprendió su tono.
—Quiero decir que… los niños necesitan un incentivo. Eso es todo.
—¡Ah! —El semblante de Miles se suavizó—. Sí, claro… —Entonces le hablé de Katie y del vestido de baile de promoción amarillo. Bebió vino.
—Así que es eso lo que te ha llevado a soltarme un sermón, ¿no?
—Seguramente sí. Creo que la actitud de Katie es admirable.
—Sí, pero la situación de Roxy es distinta. No me duele gastarme tanto en ella porque… porque puedo y porque hago generosas donaciones para obras de caridad, así que no soy del todo egoísta con mi dinero. Tengo derecho a hacer lo que quiera con lo que me deja el fisco, y deseo gastarlo todo en mi familia, es decir, en Roxy.
—Bueno… —Me encogí de hombros—. Es tu hija.
Miles jugueteó con la copa.
—Efectivamente. La he educado yo solo durante diez años y no es nada fácil, y no me gusta que me digan que la estoy criando mal.
Mientras caminaba hacia la tienda el sábado por la mañana, pensé que era evidente que otras personas habían advertido que Miles mimaba demasiado a Roxy; claro que era imposible no darse cuenta. Cuando abrí la puerta me pregunté si, en el caso de que algún día tuviéramos un hijo, Miles lo trataría igual que a Roxy. Decidí que no lo permitiría. Luego imaginé cómo sería nuestra familia. Seguramente la actitud de Roxy hacia mí mejoraría con el tiempo, y si no… Ya tenía dieciséis años, me dije mientras me quitaba el abrigo; pronto empezará a vivir su vida.
Al dar la vuelta al cartel de «Cerrado» deseé tener a alguien que me echara una mano los sábados, pues es el día que hay más trabajo. Se lo había comentado a Annie, pero me dijo que prefería tener libre el fin de semana porque solía ir a Brighton. Había descartado la idea de pedírselo a mi madre, puesto que no le interesa el vintage; además, trabaja toda la semana y necesita descansar.
Solo durante la primera hora entraron ocho clientes. Vendí el vestido de baile de promoción color violeta y una gabardina de caballero de Burberry. Luego llegó un hombre que buscaba un regalo para su mujer y que al final compró dos prendas de lencería de la tía Lydia. Después hubo un momento de calma, y me quedé apoyada en el mostrador; disfrutando de la vista del Heath. Había niños en bicicleta y patinete; personas que hacían footing, empujaban cochecitos de bebé o hacían volar cometas. Miré el cielo encapotado, con grandes cúmulos blancos, nimbos y volutas de cirros más arriba. Al alzar la vista distinguí aviones que brillaban con la luz del sol y pespunteaban el azul con sus estelas. Más abajo, una gran nube con bordes algodonosos se cernía sobre el Heath como una nave espacial. Pensé en los fuegos artificiales que llenarían el cielo al cabo de una semana. Me encanta el espectáculo pirotécnico de Blackheath, y sería bonito contemplarlo con Miles. De pronto tintineó la campanilla.
Era Katie, que se ruborizó al entrar. Miró a la pared y vio el vestido amarillo entre los nuevos vestidos de baile de promoción.
—Has vuelto a ponerlo ahí —dijo desanimada.
—Sí, no podía tenerlo reservado durante más tiempo.
—Lo entiendo, y lo siento muchísimo.
—¿Ya no lo quieres?
Lanzó un suspiro de pena.
—Sí lo quiero. Pero la semana pasada me robaron el móvil y mi madre dice que tengo que pagar el nuevo por haber sido tan descuidada. Además, tenía que hacer de canguro dos días, pero la mujer se olvidó de que los niños tenían vacaciones, de modo que cuando fui no estaban; y ya no trabajo en Costcutters porque la chica a la que sustituía ha vuelto. Así que no puedo comprar el vestido, me faltan cien libras. —Se encogió de hombros—. No he venido a decírtelo antes porque creía que me saldría algo.
—Es una lástima. ¿Y qué vas a ponerte para la fiesta?
Katie se encogió de hombros.
—No lo sé. Tengo un vestido de noche de hace siglos —contestó haciendo una mueca—. Es de muaré sintético color verde manzana.
—Oh. Debe de ser…
—¿Horroroso? Lo es, tendría que llevar una bolsa a juego para vomitar. Quería pasarme por Next para comprar algo, pero lo he ido dejando y ahora es demasiado tarde. Seguro que ya no queda nada para ir al baile. —Puso los ojos en blanco—. Es tan… difícil.
—¿Hay aquí alguna otra cosa más barata que te guste?
—Bueno… tal vez. —Katie echó un vistazo en el colgador de ropa de los trajes y negó con la cabeza—. No veo nada.
—Así que has ganado ciento setenta y cinco libras. —Asintió. Miré el vestido pastelito—. ¿De verdad lo quieres?
Katie se volvió hacia mí.
—Me encanta. He soñado con él. Lo peor de que me robaran el móvil es que he perdido la foto que le hice.
—Eso responde a mi pregunta. Mira, puedes quedártelo por ciento setenta y cinco libras.
—¿De veras? —Sintió tanta alegría que se puso de puntillas—. Pero… si puedes venderlo por su precio.
—Ya lo sé, pero prefiero vendértelo a ti, siempre que de verdad lo quieras. Ciento setenta y cinco libras es mucho dinero para una chica de dieciséis años, conque tienes que estar muy segura.
—Lo estoy —respondió Katie.
—¿Quieres llamar antes a tu madre? —Señalé el teléfono del mostrador.
—No. Ella también opina que es precioso. Le enseñé la foto. Dijo que no podía comprármelo, pero me dio treinta libras, y eso es mucho dinero para ella.
—Está bien. —Lo descolgué—. Es tuyo.
Katie dio una palmada.
—¡Gracias! —Abrió el bolso, sacó su tarjeta Maestro e introdujo el código pin en el datáfono.
—¿Qué zapatos te pondrás? —le pregunté.
—Mi madre tiene unos zapatos de piel amarillos, y yo tengo un collar de flores amarillas de cristal y unos pasadores brillantes para el pelo.
—Estupendo. ¿Tienes un chal?
—No.
—Espera un momento. —Cogí una estola de organza color limón con dibujos realizados con hilo plateado y la puse junto al vestido—. Queda bien, pero tendrás que devolvérmela después de la fiesta.
—Claro. ¡Gracias!
Doblé la estola, la metí en la bolsa con el vestido pastelito y se la pasé a Katie.
—Disfruta del vestido… y del baile.
—La de ayer fue una noche aterradora para los dinosaurios del Museo de Historia Natural de Londres —dijo el presentador de Sky News a la mañana siguiente. Miles y yo estábamos viendo la tele en la cocina mientras desayunábamos—. Unos mil jóvenes acudieron al museo para el Baile de las Mariposas, cuya recaudación se destinará a la Fundación para la Lucha contra la Leucemia en Adolescentes. La gala estaba patrocinada por Chrysalis y presentada por los eternamente jóvenes Ant y Dec. Los invitados, entre los que se contaba la princesa Beatriz —en ese momento vimos a la princesa sonreír a la cámara al entrar en el museo con un vestido de seda color rosa orquídea—, tomaron champán y canapés, bailaron al son de la música de Bootleg Beatles y vieron una obra interpretada por el elenco de High School Musical. Se rifaron iPhones, cámaras digitales y objetos de diseño, además de un viaje a Nueva York con entradas para el estreno de Quantum of Solace. La recaudación ascendió a sesenta y cinco mil libras.
—A ver si sale Roxy —dijo Miles mientras mirábamos la pantalla.
La jovencita estaba en la cama, recuperándose de la noche anterior. La había traído a casa la madre de una amiga poco antes de la una. Miles la había esperado despierto, pero yo me había ido a dormir.
—¿Le dijiste a Roxy que estaba aquí? —le pregunté a Miles mientras untaba de mermelada una tostada—. Dijiste que lo harías —añadí.
—Me temo que no. Llegó un poco achispada y se durmió enseguida.
—Espero que no le importe.
—Seguro que no…
En ese momento apareció Roxy con su bata de cachemir gris perla y zapatillas rosas en forma de conejito. Empezaron a temblarme las rodillas, así que las apoyé contra una pata de la mesa. Después me recordé que le doblaba la edad.
—Hola, cariño. —Miles sonrió a Roxy, que me miró con una expresión insolente y de fingida sorpresa—. Supongo que te acuerdas de Phoebe.
—Hola, Roxy. —Me sentía tan incómoda que el corazón se me había acelerado—. ¿Cómo fue el baile?
Se dirigió hacia la nevera.
—Bien.
—Conozco a unas chicas que fueron —comenté.
—Fascinante —repuso mientras sacaba el zumo de naranja.
—¿Fueron muchos amigos tuyos? —le preguntó Miles al tiempo que le tendía un vaso.
—Sí, unos cuantos. —Roxy se sentó con aire cansino en un taburete y se sirvió zumo—. Sienna Fenwick, Lucy Coutts, Ivo Smythson, Izzy Halford, Milo Debenham, TiggyThornton… Ah, y el bueno de Caspar… von Schellenberg, eso es, no von Eulenberg. —Bostezó abriendo mucho la boca—. Me encontré a Peaches Geldof en el baño. Es bastante guay. —Cogió una tostada.
—¿También estaba Clara? —preguntó Miles.
Roxy cogió el cuchillo.
—Sí. Ni siquiera la saludé. Menuda zorra —añadió como si tal cosa mientras untaba mantequilla en la tostada. Miles suspiró.
—Aparte de eso, ¿lo pasaste bien?
—Sí… hasta que una imbécil me destrozó el vestido.
—¿Que una imbécil te destrozó el vestido? —repetí como una idiota.
Roxy me fulminó con la mirada.
—Eso he dicho.
—Roxanne… —Me animé al pensar que Miles iba a reprenderla por su mala educación; ya era hora—. Ese vestido es carísimo. Deberías haber tenido más cuidado. —Se me cayó el alma a los pies.
Roxy se enfadó.
—No fue culpa mía. La muy imbécil me lo pisó cuando subíamos por la escalera para que el jurado decidiera a quién daban el Premio de la invitada mejor vestida. Tener un desgarrón en el vestido no me ayudó mucho que digamos.
—Puedo llevarlo a que te lo arreglen —dije—. Si me lo enseñas.
Se encogió de hombros.
—Lo enviaré a Lacroix.
—Te costará un ojo de la cara. Si quieres se lo llevo a mi modista. Es muy buena.
—¿Jugaremos a tenis, papá? —preguntó Roxy.
—Incluso podría arreglarlo yo misma, si el roto no es muy grande.
—Me apetece mucho jugar a tenis. —Cogió otra tostada.
—¿Has hecho los deberes? —le preguntó Miles.
—Ya sabes que tenemos las vacaciones de mitad de trimestre. No tengo deberes.
—Creía que tenías un trabajo de geografía pendiente. El que deberías haber hecho antes de que empezaran las vacaciones.
—Ah, sí… —Roxy se colocó detrás de la oreja un mechón de cabello enredado—. No tardaré nada en hacerlo… Podrías ayudarme.
Miles suspiró con aire de indulgencia exagerada.
—Está bien, y luego jugaremos. —Se volvió hacia mí—. ¿Por qué no te apuntas tú también, Phoebe?
Roxy partió la tostada por la mitad.
—El tenis no es para tres. —Miré a Miles esperando que reprendiera a Roxy, pero no lo hizo. Me mordí el labio—. Además, quiero practicar el saque, así que necesito que me tires pelotas, papa.
—¿Phoebe? —preguntó Miles—. ¿Quieres jugar?
—No pasa nada —respondí en voz baja—. Me iré a casa. Tengo mucho que hacer.
—¿Estás segura? —insistió Miles.
—Sí, gracias. —Cogí el bolso. Había que ir paso a paso. Me bastaba con que Roxy supiera que había dormido en su casa…
El lunes por la mañana le pedí a Annie que fuera al banco a buscar cambio para la caja. Regresó con un ejemplar del Evening Standard.
—¿Has visto esto?
Había una doble página dedicada al baile, con una foto de la invitada mejor vestida: una chica con una especie de miriñaque futurista que se había hecho ella misma superponiendo capas de cuero plateado; era precioso. También había una foto de dos chicos y dos chicas, y una de ellas era Katie, que había declarado que su vestido de baile de promoción era de «Village Vintage, en Blackheath, donde hay vestidos vintage maravillosos a muy buen precio».
—¡Gracias, Katie!
Annie sonreía.
—Es una publicidad fantástica. Conque al final fue al baile.
—Por poco no va. —Le conté lo que había ocurrido.
—Pues acaba de pagarte esas cien libras, Phoebe, y con intereses —añadió mientras colgaba su chaqueta en el despacho—. Dime, ¿hay algo hoy que deba saber?
—Voy a Sydenham a ver ropa. La mujer se va a vivir a España y quiere vender sus cosas. Estaré fuera dos horas…
Al final fueron cuatro horas, porque la señora Price —una jubilada de sesenta y pico años con un vestido con estampado de piel de leopardo—, no paraba de hablar. Mientras sacaba las prendas, parloteaba y parloteaba explicándome con todo detalle dónde había comprado esto o aquello su primer marido, qué le había regalado su tercer esposo, por qué su segundo marido no soportaba que se purera tal traje, y lo pesados que eran a veces los hombres con la ropa.
—Debería haberse puesto lo que le gustaba —dije en broma.
—Ojalá hubiera sido tan sencillo… —Suspiró—. Ahora que voy a divorciarme otra vez, pienso hacerlo.
Compré diez trajes, entre ellos dos hermosos vestidos de cóctel de Óscar de la Renta; un traje de baile de Nina Ricci en seda negra con rosas de seda blanca en un hombro, y otro de crepé color marfil con el bajo festoneado, creación de Marc Bohan para Dior. Entregué un cheque a la señora Price y acordamos que me pasaría la semana siguiente a recogerlos.
Mientras regresaba en coche a Blackheath, pensé que no tendría espacio para guardar todo aquello en el almacén, cuyas paredes estaban a punto de reventar.
—Deshazte de los bolsos que le compraste a Rick —me aconsejó Annie cuando se lo comenté.
—Tienes razón.
Subí por la escalera, localicé la caja que me había enviado Rick y cogí los diez bolsos que no quería. Saqué un portaminas del de Saks y un par de tíquets de Neiman Marcus del falso Speedy de Louis Vuitton. Miré el interior del bolso de Kenneth Colé sin saber si llevarlo a Oxfam, porque el forro estaba muy manchado de tinta. Los metí en tres bolsas grandes y me dispuse a examinar los dos que había decidido quedarme.
Cogí el maletín. Lo pondría en la tienda. La piel, de un hermoso color coñac, tenía unas leves rozaduras en la base, pero apenas se notaban. Lo limpié y cogí la cartera de mano de piel de avestruz. Era de una elegante sencillez, y estaba en perfecto estado; apenas se había utilizado. Comprobé que el cierre funcionaba, y al levantar la solapa vi que había algo dentro: un folleto o, mejor dicho, un programa. Lo saqué y lo desdoblé. Era el programa de un concierto de cámara ofrecido el 15 de mayo de 1975 por el Grazioso String Quartet en el Massey Hall de Toronto. Por lo tanto, el bolso procedía de Canadá, y seguramente estaba en tan buen estado porque no lo habían utilizado desde esa noche.
El programa estaba impreso en blanco y negro. En la portada había un dibujo de cuatro instrumentos, y en la última página, una foto del cuarteto, tres hombres y una mujer, que debía de tener unos cuarenta años. Leí que en la primera parte habían interpretado obras de Delius y Szymanowski, y tras el intermedio, de Mendelsshon y Bruch. En un párrafo se explicaba que tocaban juntos desde 1954 y que el concierto formaba parte de una gira nacional. En la penúltima página se ofrecía la biografía de los intérpretes. Leí sus nombres: Reuben Keller, Jim Cresswell, Héctor Levine y Miriam Lipietzka… Me pareció que me quedaba sin aire.
—«Se llamaba Miriam. Miriam… Lipietzka. Acabo de recordar su nombre…».
Entonces recobré el aliento y examiné la cara que correspondía a ese nombre: era una mujer de cuarenta y tantos años, cabello moreno y semblante un tanto severo. El concierto se había celebrado en 1975, de modo que ahora tendría… ochenta años. El programa temblaba entre mis manos cuando empecé a leer su biografía.
Miriam Lipietzka (primer violín) estudió entre 1946 y 1949 en el Conservatorio de Música de Montreal con Joachim Sicotte. Pasó cinco años en la Orquesta Sinfónica de Montreal antes de crear con su marido, Héctor Levine (chelo), el Grazioso Quartet. La señora Lipietzka ofrece conciertos y clases magistrales en la Universidad de Toronto, donde el Grazioso String Quartet es el grupo residente.
Bajé tan deprisa por la escalera que a punto estuve de caerme.
—Cuidado —exclamó Annie—. ¿Estás bien? —añadió cuando Pasé corriendo a su lado camino del ordenador.
—Sí… estoy bien. Estaré ocupada durante un rato. —Cerré la Puerta, me senté y tecleé «Miriam Lipietzka + violín» en Google.
Tiene que ser ella, pensé mientras esperaba los resultados.
—Deprisa —dije entre dientes. Por fin aparecieron las referencias a Miriam Lipietzka, con enlaces al Grazioso String Quartet, a críticas de sus conciertos en periódicos canadienses, a grabaciones que habían realizado y a nombres de jóvenes violinistas a los que había dado clases. Pero lo que a mí me interesaba era una biografía detallada. Hice clic en el enlace de la Enciclopedia de la Música de Canadá. Y salió la página de Miriam Lipietzka. Mis ojos devoraron las palabras:
Miriam Lipietzka, prestigiosa violinista, profesora de violín y fundadora del Grazioso Quartet. Lipietzka nació en Ucrania el 18 de julio de 1929…
Era ella. No cabía duda.
En 1933 se trasladó a París con su familia. En 1945 emigró a Canadá, donde fue descubierta por Joachim Sicotte, quien la convirtió en su protegida […] una beca en el Conservatorio de Montreal […] cinco años con la Orquesta Sinfónica de Montreal, con la que realizó giras nacionales e internacionales. Sin embargo, los conciertos más importantes en la vida de la señora Lipietzka fueron sin duda los que ofreció durante la guerra, cuando con trece años tocó en la Orquesta de Mujeres de Auschwitz.
—¡Oh!
Lipietzka era una de las intérpretes más jóvenes de la orquesta —entre cuyas cuarenta componentes figuraban Anita LaskerWallfisch y Fania Fénelon—, dirigida por la sobrina de Gustav Mahler, Alma Rosé.
Así que era la misma persona, y sin duda estaba viva, porque la entrada no decía lo contrario y había sido actualizada hacía poco. Pero ¿cómo podía ponerme en contacto con ella? Volví a leer los resultados de Google. El Grazioso Quartet había realizado una grabación de los últimos cuartetos de Beethoven con el sello Délos; tal vez pudiera localizarla a través de la discográfica, pero al buscarla en Google vi que había cerrado hacía tiempo. Así que hice clic sobre la web de la Universidad de Toronto y entré en la página de la facultad de música. Marqué el teléfono que figuraba en la casilla «cómo contactar con nosotros». Sonó cinco veces antes de que descolgasen.
—Buenos días. Facultad de música, le habla Carol, ¿en qué puedo ayudarla?
Medio titubeando a causa de los nervios, expliqué que quería ponerme en contacto con la violinista Miriam Lipietzka. Dije que sabía que había dado clases en la universidad a mediados de los setenta, pero que no tenía más información sobre ella. Esperaba que la universidad pudiera ayudarme.
—Bueno, yo soy nueva —dijo Carol—, así que tendré que preguntar. Si me da su número de teléfono le llamaré luego.
Le di el número del fijo y el del móvil.
—¿Cuándo me llamará?
—En cuanto sepa algo.
Colgué convencida de que habría alguien que conociera a Miriam. Me separaban unas cuantas llamadas de ella. Seguramente Monique y Miriam habían estado en Auschwitz en la misma época, pensé. Debían de haber estado en contacto en el campo de concentración y también después… si es que había habido un después para Monique…
La convicción de que debía averiguar qué había ocurrido me invadió con fuerza renovada. Tal vez la sensación que había tenido en Rochemare no era fruto de la obsesión. El destino me había hecho girar donde no debía y llegar a la población. Ahora el destino volvía a acercarme a Monique a través del programa de un concierto que había permanecido treinta y cinco años en el interior de una cartera de mano. No podía por menos de pensar que algo me conducía hacia ella.
Sentí un escalofrío.
—¿Estás bien, Phoebe? —me preguntó Annie—. Te noto un poco… agitada. No estás relajada como siempre.
—Estoy bien, gracias, Annie. —Tenía muchas ganas de contárselo todo—. Estoy… bien. —Intenté distraerme respondiendo a las preguntas que los clientes habían enviado a la página web. Ya eran las cinco de la tarde, hacía una hora que había hablado con Carol.
De pronto sonó la campanilla de la puerta y apareció Katie vestida con el uniforme escolar.
—Muy buena la foto del Standard —comentó Annie.
—Y muy buena publicidad para la tienda —añadí—. Muchas gracias.
—Era lo mínimo que podía hacer. Además, lo que dije es cierto. —Katie abrió la mochila y sacó una bolsa de la tienda—. Vengo a devolver esto. —Sacó la estola amarilla, muy bien doblada.
—Quédatela —dije, todavía medio eufórica por los acontecimientos de la última hora—. Disfrútala.
—¿De verdad? —Katie me miró, asombrada—. Bueno… gracias, una vez más. Tendré que empezar a llamarte «hada madrina» —añadió tras meter la estola en su mochila.
—¿Cómo fue el baile? —preguntó Annie.
—Maravilloso. Salvo por una cosa —Katie puso mala cara—. Le estropeé el vestido a una chica.
—¿Qué ocurrió? —pregunté, imaginando un codazo y una mancha de vino tinto.
—En realidad yo no tuve la culpa —respondió con una expresión de fastidio—. Estaba subiendo por la escalera detrás de una chica que llevaba un vestido de seda multicolor con colas de gasa que flotaban… era espectacular. Pues bien, de pronto se paró en seco a hablar con alguien y debí de pisarle el bajo de la falda, porque cuando volvió a ponerse en marcha oí cómo se rasgaba la tela.
—¡Vaya! —exclamó Annie.
—Me quedé hecha polvo, pero antes de que pudiera pedirle perdón se puso a gritar. —Se me revolvió el estómago—. Me dijo que era un vestido de Christian Lacroix de esta temporada y que a su padre le había costado más de tres mil libras, y que tendría que pagar el arreglo… si es que podía arreglarse.
—Seguro que sí —dije. No quería que supiera que conocía a la dueña del vestido y que había visto el desgarrón; Miles me lo había enseñado, y podría coserlo yo misma.
Katie apretó los labios.
—Luego se largó hecha una furia, y por suerte logré evitarla toda la noche. Por lo demás, fue como un cuento. Gracias, Phoebe. Me pasaré por aquí de vez en cuando, me encanta mirar ropa. E incluso podría echarte una mano…
—¿Cómo?
—Si necesitas ayuda alguna vez, llámame. —Anotó el número de su móvil en un trozo de papel y me lo dio. Sonreí.
—Puede que te tome la palabra.
—Son casi las cinco y media —dijo Annie—. ¿Hago caja?
—Sí, por favor… y si no te importa, da la vuelta al cartel —añadí al oír que sonaba el teléfono—. Contesto en el despacho. —Cerré la puerta y descolgué el auricular—. Village Vintage —dije hecha un manojo de nervios.
—Soy Carol, de la facultad de música de la Universidad de Toronto. ¿Es usted Phoebe?
Se me aceleró el pulso.
—Sí, soy yo. Gracias por llamar.
—Tengo información sobre la señora Lipietzka. —Me corría la adrenalina por las venas—. Me han dicho que no trabaja aquí desde finales de los ochenta, pero en el departamento hay alguien que sigue en contacto con ella, un antiguo alumno, Luke Kramer, que en estos momentos tiene un permiso de paternidad.
Se me cayó el alma a los pies.
—¿Se le puede llamar?
—No. Dijo que no quería que nadie le molestase. —Exhalé un suspiro de desilusión—. Si por casualidad llama a la facultad, le hablaré de su consulta. Mientras tanto, me temo que tendrá que esperar. Volverá el lunes.
—¿Y no hay nadie más que pueda…?
—No, lo siento. Como he dicho, tendrá que esperar.