Capítulo 11

Por la mañana llamé a la señora Bell.

—Me encantaría verte, Phoebe —dijo—, pero esta semana no será posible.

—¿Su sobrina sigue con usted?

—No, pero el sobrino de mi marido me ha invitado a pasar unos días con su familia en Dorset. Vendrá a recogerme mañana y me traerá de regreso el viernes. Debo ir ahora, cuando todavía tengo fuerzas para viajar…

—Entonces, ¿nos veremos cuando vuelva?

—Por supuesto. No voy a ir a ningún otro sitio —contestó la señora Bell—. Sería un verdadero placer disfrutar de tu compañía, si tienes tiempo.

Pensé en el formulario de la Cruz Roja, que continuaba en mi bolso.

—¿Qué tal el domingo por la tarde?

—Muy bien. Ven a las cuatro. Tengo muchas ganas de verte.

Colgué el teléfono y miré la invitación a la fiesta que Dan celebraba el sábado. No daba ningún detalle, tan solo la dirección y la hora. Ni siquiera mencionaba el cobertizo, que supuse no sería un cobertizo normal y corriente, sino más bien un cenador o uno de esos despachos para jardín. A lo mejor era una sala de juegos con una mesa de billar enorme o algunas tragaperras; o un observatorio con un telescopio y techo corredizo. La curiosidad me empujaba a ir, junto con el hecho de que había llegado a gustarme charlar con Dan, además de su alegría de vivir y su cordialidad. Por otra parte, esperaba tener la oportunidad de preguntarle por el caso de Phoenix Land. Me intrigaba qué había movido a la novia de Brown a actuar como lo había hecho.

El lunes la prensa seguía hablando del tema. Kelly Marks reconocía en el Independent que era ella quien había revelado la información, pero, cuando le preguntaban el porqué, se negaba a responder.

—Fue por el vestido —comentó Annie tras leer el último artículo del Black & Green sobre el asunto—. Ya te lo dije: la ropa vintage tiene el poder de transformar a las personas. Yo creo que el vestido la llevó a hacerlo.

—¿Quieres decir que la poseyó y le «ordenó» que lo hiciera?

—No… pero creo que su deseo de tenerlo le infundió la fuerza para dejar a ese tío… de una forma espectacular.

El jueves el Mail publicó un artículo titulado LA MEJOR MARKS, en el que felicitaba a Kelly por haber desenmascarado a Brown y citaba a otras mujeres que habían delatado a novios «sospechosos». En el Express había un artículo sobre fraudes relacionados con incendios provocados, donde se mencionaba el caso de «Keith Brown, quien presuntamente prendió fuego a su almacén en 2002».

—¿Cómo pueden publicar todo esto los periódicos? —le pregunté a Miles por la tarde, cuando se pasó por la tienda de camino a Camberwell. Como no había clientes, se quedó a charlar un rato—. ¿No es perjudicial?

—No, porque el procedimiento judicial todavía no ha empezado —se sentó en el sofá, sacó la BlackBerry, se calzó las gafas y empezó a manipularla—. De momento los periódicos pueden repetir las acusaciones contra Brown y publicar todo aquello que puedan justificar, como el papel de su novia a la hora de revelar el presunto delito. Una vez que esté imputado, tendrán que andarse con ojo.

—¿Y por qué no lo han imputado todavía?

Miles me miró por encima de las gafas.

—Porque la aseguradora y la policía deben de estar discutiendo sobre quién llevará la acusación, una cuestión compleja, evidentemente. ¿Podemos hablar de algo un poco más alegre? El sábado me gustaría ir a la Opera House. Representan La Bohème y todavía quedan algunos asientos libres en la platea; querría reservarlos hoy. De hecho podría llamar ahora mismo… Acabo de buscar el número. —Miles empezó a marcar y me miró perplejo—. No parece que te apetezca mucho…

—Sí me apetece… bueno, me apetecería. Es una idea estupenda, pero… no puedo.

Miles puso cara larga.

—¿Por qué no?

—Ya tengo planes.

—¡Oh!

—Voy a una fiesta… en el barrio. Será algo sencillo.

—Ya… ¿Quién da la fiesta?

—Un amigo mío… Dan.

Miles me miró de hito en hito.

—Ya has mencionado su nombre alguna vez.

—Trabaja en el periódico local. Me invitó hace tiempo.

—¿Prefieres ir a esa fiesta en lugar de ver La Bohème en la Opera House?

—No se trata de eso; es que le dije que iría y me gusta cumplir mi palabra.

Miles me miró con expresión interrogante.

—Espero que no sea… más que un amigo. Sé que no llevamos mucho tiempo juntos, pero preferiría que no tuvieras otro…

Negué con la cabeza.

—Dan es solo un amigo. —Sonreí—. Y bastante excéntrico, por cierto.

Miles se levantó.

—Bueno… estoy un poco disgustado.

—Lo siento, pero no habíamos planeado nada para el sábado.

—Es cierto, pero suponía que… —Suspiró—. Está bien. —Cogió su maletín—. Invitaré a Roxy. Por la tarde iremos a comprar su vestido de fiesta, así que en compensación bien puede acompañarme a la ópera.

Intenté comprender que ir a la Royal Opera House fuera un «precio» que Roxy tuviera que pagar por el carísimo vestido que su padre iba a comprarle…

—Podríamos quedar a principios de la semana que viene… —le dije—. ¿Te gustaría ir al Festival Hall el martes? Compraré las entradas.

Eso pareció animarle.

—Sería genial. —Me besó—. Te llamo mañana.

El sábado fue, como siempre, un día muy ajetreado y, aunque me alegraba tener tantas ventas, apenas daba abasto yo sola. Después de la hora de comer vino Katie. Al ver el vestido de Lanvin Castillo colgado en lugar del pastelito amarillo, puso cara larga. Por un momento temí que fuera a echarse a llorar.

—No te preocupes —me apresuré a decirle—. He colgado el vestido en el perchero de reservados.

—¡Ah, gracias! —Se llevó una mano al pecho—. Ya he ahorrado ciento sesenta libras, así que me falta menos de la mitad. Tengo un descanso en Costcutters y se me ha ocurrido pasarme un momento. No sé por qué, pero ese vestido me tiene hipnotizada.

Esperaba cerrar la tienda a las cinco y media, pero a las cinco y veinte llegó una mujer que se probó ocho prendas —entre ellas un traje pantalón que tuve que quitar a un maniquí del escaparate…— y que al final no compró ninguna.

—Lo siento —dijo mientras se ponía el abrigo—. Supongo que no estoy de humor. —Ya eran las seis y cinco, y yo tampoco estaba de humor.

—No importa —respondí con la mayor cordialidad. No conviene ser irascible cuando estás al frente de una tienda. Cerré por fin y fui a casa para arreglarme. En la invitación a la fiesta, Dan indicaba las siete y media, y nos pedía que llegáramos antes de las ocho.

Ya era casi de noche cuando el taxi se detuvo ante la casa de Dan: una villa victoriana en una calle tranquila cerca de la estación de Hither Green. Dan se había esmerado, pensé tras pagar al taxista. Había colgado luces de colores en los árboles y contratado un servicio de catering (me abrió la puerta un camarero con delantal). Al entrar oí a voces y risas. Se trataba de una reunión muy selecta, como observé cuando llegué al salón, donde había una docena de personas. Ahí estaba Dan, por una vez vestido elegantemente. Llevaba una americana de seda azul oscuro y charlaba con todo el mundo mientras llenaba copas de champán.

—Probad los canapés —le oí decir—. Cenaremos tarde. —Así que era una cena—. ¡Phoebe! —exclamó con alegría al verme. Me plantó un beso en la mejilla—. Ven a conocer a los demás. —Me presentó a sus amigos, entre los cuales estaban Matt y su esposa, Sylvia. Había una tal Ellie, reportera del periódico, con su novio, Mike; un par de vecinos de Dan y, para mi sorpresa, la dependienta gruñona de la tienda de Oxfam, que se llamaba, como supe entonces, Joan.

Charlé un rato con ella. Le dije que iba a recibir unos bolsos de Estados Unidos que seguramente le llevaría a la tienda. Luego le pregunté si tenía cremalleras antiguas metálicas, porque me quedaban muy pocas.

—Vi un montón el otro día —respondió—. Y un tarro lleno de botones viejos, ahora que lo pienso.

—¿Te importaría guardármelos?

—Por supuesto que no. —Bebió un sorbo de champán—. Por cierto, ¿te gustó Ana Karenina?

—Mucho —respondí, y me intrigó que supiera que la había visto.

Joan tomó un canapé de una bandeja que nos tendió un camarero.

—Dan me llevó a ver Doctor Zhivago. Es preciosa.

—Ah. —Desvié la vista hacia Dan; era un pozo de sorpresas, todas agradables—. Sí… es una película maravillosa.

—Maravillosa —repitió Joan. Cerró los ojos un momento—. Hacía cinco años que no iba al cine… y Dan me invitó a cenar y todo.

—¿De veras? Qué encanto. —Reprimí las ganas de llorar—. ¿Fuisteis al Café Rouge?

—¡Oh, no! —Joan pareció sorprendida—. Me llevó al Rivington.

—Ah.

Me volví hacia Dan cuando comenzó a dar unos golpecitos a su copa. A continuación anunció que, puesto que ya había llegado todo el mundo, vendría el plato fuerte de la noche, y nos pidió que tuviéramos la amabilidad de salir.

El jardín trasero era bastante grande —unos dieciocho metros cuadrados—, y al fondo había un enorme… cobertizo. Era un cobertizo normal y corriente, si bien había una alfombra roja que conducía hasta él y, ante la puerta, una cinta del mismo color colgada entre dos postes metálicos. En la pared había una especie de placa, a cuyo descubrimiento oficial sin duda íbamos a asistir, pues estaba cubierta por un par de cortinillas doradas.

—No sé qué habrá dentro de ese cobertizo —comentó Ellie mientras caminábamos por la alfombra roja—, pero estoy segura de que no será un cortacésped.

—Tienes razón —dijo Dan, y dio unas palmadas—. Gracias a todos por venir —dijo cuando nos detuvimos—. Voy a pedirle a Joan que haga los honores…

Joan se adelantó, tomó el cordón de la cortina y, cuando Dan le hizo una señal, se volvió hacia nosotros.

—Es un placer inaugurar el cobertizo de Dan, que tengo el honor de bautizar con el nombre de… —Tiró del cordón.

«Robinson Rio».

—Robinson Rio —dijo Joan mirando la placa. Estaba tan desconcertada como todos los demás.

Dan abrió la puerta y le dio al interruptor de la luz.

—Adelante.

—Es increíble —murmuró Sylvia al entrar.

—¡Caray! —exclamó alguien.

Del techo colgaba una brillante araña bajo la que había doce butacas de terciopelo rojo dispuestas en cuatro filas de tres sobre una alfombra con dibujo de espirales rojas y doradas. Una pantalla cubierta con cortinas cubría toda la pared del fondo, y enfrente había un enorme proyector antiguo. De la pared de la derecha colgaba un tablón azul con letras de plástico blanco que anunciaban: PROGRAMA DE ESTA SEMANA: MARGARITA GAUTIER, Y PRÓXIMOS ESTRENOS: A VIDA O MUERTE. En la pared de la izquierda había un cartel antiguo de El tercer hombre.

—Sentaos donde queráis —dijo Dan mientras manipulaba el proyector—. Hay calefacción bajo el suelo, así que no hace frío. Margarita Gautier solo dura setenta minutos, pero si no os apetece verla podéis volver a casa y tomar una copa. Cenaremos cuando termine la película, a las nueve.

Tomamos asiento, yo entre Joan y Ellie. Dan cerró la puerta y apagó la luz. Acto seguido oímos el zumbido del proyector y el hipnótico sonido de la cinta al pasar por las ruedas dentadas. Las cortinas, accionadas por un pequeño motor, se abrieron y apareció el león de la Metro-Goldwyn-Mayer rugiendo, luego comenzó la música, con los títulos de crédito, y de pronto nos sumergimos en el París del siglo XIX.

—Ha sido maravilloso —comentó Joan cuando volvieron a encenderse las luces—. Es como estar en un cine de verdad, de los de antes… recuerdo que me encantaba el olor de la lámpara del proyector.

—Igual que en los viejos tiempos —dijo Matt, que estaba sentado detrás de nosotras.

Joan se volvió hacia él.

—Eres demasiado joven para decir eso.

—Me refiero a que Dan dirigía el cineclub del colegio —explicó Matt—. Todos los martes a la hora de comer proyectaba películas de Laurel y Hardy, de Harold Lloyd y de Tom y Jerry. Celebro que sus gustos hayan mejorado.

—Entonces tenía un proyector Universal —intervino Dan—, pero éste es un Bell and Howell, al que he puesto un par de accesorios modernos y un ventilador. Y el cobertizo tiene aislamiento sonoro para que los vecinos no se quejen.

—No vamos a quejarnos —exclamó un vecino—. ¡Si estamos aquí!

—¿Qué piensas hacer con el cine? —le pregunté a Dan mientras volvíamos a la casa.

—Quiero montar un cineclub de películas clásicas —respondió cuando entramos en la cocina office, que era cuadrada y espaciosa, con una mesa larga de pino puesta para doce personas—. Proyectaré una todas las semanas y podrá venir tanta gente como quepa en la sala, y quien lo desee podrá quedarse a comentarla y tomar algo.

—Es estupendo —dijo Mike—. ¿Y dónde están las películas?

—Las guardo arriba, en una habitación con control de la humedad. Tengo unas doscientas. Algunas son de bibliotecas que iban a cerrar y otras las he comprado en subastas. Siempre había querido tener mi propio cine. De hecho, el amplio cobertizo fue uno de los principales atractivos de esta casa cuando la compré hace dos años.

—¿De dónde has sacado las butacas? —le preguntó Joan a Dan, que retiró una silla para que se sentara.

—Las conseguí hace cinco años en un cine de Essex que iban a derribar. Las he estado guardando. Ellie, ¿por qué no te sientas aquí? Phoebe, tú aquí, junto a Matt y Sylvia.

Cuando tomé asiento, Matt me sirvió una copa de vino.

—Te he reconocido —dijo— por el artículo que publicamos sobre ti.

—Ese artículo me ayudó mucho —comenté mientras el camarero me servía un delicioso risotto—. Dan hizo un trabajo maravilloso.

—Parece un poco caótico, pero… es un buen chico. Eres un buen chico, Dan —afirmó Matt con una risita.

—¡Gracias, colega!

—Es un buen chico —repitió Sylvia—. ¿Y sabes a quién te pareces, Dan? —añadió—. Acabo de darme cuenta: al David de Miguel Ángel.

Dan le lanzó un beso y pensé que Sylvia tenía razón: ésa era la «persona famosa» a quien me recordaba Dan.

—Eres su viva imagen —prosiguió Sylvia. Ladeó la cabeza—. Pero un poco más fofo —agregó entre risas.

Dan se dio una palmada en su pecho de jugador de rugby.

—Tendré que ir al gimnasio. A ver, ¿quién necesita una copa?

Desenrollé la servilleta y me volví hacia Matt.

—El Black & Green va… muy bien.

—Mejor de lo que esperábamos —repuso él—. Gracias a un artículo en especial, claro.

Tomé el tenedor.

—¿Puedes hablar sobre ese tema?

—Sí, ya que es de dominio público. El interés de la prensa nacional por el asunto ha hecho que nuestra tirada aumente hasta los dieciséis mil ejemplares, de modo que empezamos a obtener beneficios, y publicamos un treinta por ciento más de anuncios. Tendríamos que haber invertido unas cien mil libras en publicidad para alcanzar la popularidad que ese artículo nos ha proporcionado.

—¿Y cómo conseguisteis la información? —pregunté.

Matt bebió un trago vino.

—Kelly Marks acudió a nosotros. Yo había oído hablar de Brown cuando trabajaba en el Guardian —prosiguió—. Corrían rumores sobre él desde hacía años. El caso es que su empresa estaba a punto de entrar en bolsa, y su cara aparecía en la sección de negocios de los diarios a menudo, cuando de manera inesperada esa mujer me llama sin dar su nombre para decirme que tiene «una buena historia» sobre Keith Brown, y me pregunta si me interesa.

—Y le dices que te interesa —prosiguió Sylvia. Me pasó la ensaladera e hizo un gesto a Matt—. Cuéntale a Phoebe qué pasó.

Él dejó la copa en la mesa.

—Eso fue un lunes, hace tres semanas. La invité a venir a la redacción. —Matt sacudió su servilleta—. Se presentó al día siguiente a la hora de comer, y la reconocí porque había visto fotos suyas con Brown. Cuando me contó la historia, supe que quería publicarla, pero le dije que no podía hacerlo a menos que estuviera dispuesta a firmar una declaración en la que indicara que todo cuanto decía era cierto. No puso ningún reparo… —Matt levantó el tenedor—. Llegados a ese punto, pensé que debía consultar a Dan.

Asentí. Me extrañó que tuviera que consultar a Dan, que al fin y al cabo no era más que el ayudante del director y ni siquiera tenía mucha experiencia como periodista. Miré a Dan, que estaba charlando con Joan.

—Cómo no ibas a consultarle —dijo Sylvia—. ¡Es el copropietario del periódico!

Me volví hacia ella.

—Pensé que Dan trabajaba para Matt. Creía que el periódico era de Matt y que había contratado a Dan para que se encargase del marketing.

—Dan se encarga del marketing, pero Matt no lo contrató —dijo Sylvia, como si la idea le pareciera divertida—. Habló con Dan en busca de respaldo económico. Cada uno puso el cincuenta por ciento de la inversión inicial, es decir, medio millón de libras.

—Ah.

—Así que Matt necesitaba el beneplácito de Dan para publicar el artículo —añadió Sylvia. Entonces entendí por qué Dan había estado presente en las conversaciones que habían tenido con el abogado.

—Dan se mostró tan entusiasmado como yo —continuó Matt mientras pasaba a Sylvia el parmesano—. Por lo tanto, había que conseguir la declaración firmada de Kelly. Le dije que no pagábamos por la información, pero ella aseguró que no quería dinero. Era como si estuviera librando una cruzada moral contra Brown, aunque luego supimos que hacía más de un año que sabía lo del incendio.

—Tuvo que pasar algo que hizo que se enfadara con él —dijo Sylvia.

Matt dejó el tenedor.

—Eso supuse. El caso es que vino y escuchamos su declaración, pero cuando llegó la hora de firmarla dejó la pluma, me miró y dijo que había cambiado de idea… que quería que le pagáramos…

—¡Vaya!

Matt sacudió la cabeza.

—Se me cayó el alma a los pies. Pensé que iba a pedir veinte mil libras y que ése era su plan desde el principio. Estaba a punto de decirle que tendríamos que olvidarlo cuando ella dijo: «El precio son doscientas setenta y cinco libras». Me quedé de piedra. «Quiero doscientas setenta y cinco libras. Ése es el precio», repitió. —Miré a Dan, que se encogió de hombros y asintió—. Abrí la caja, saqué la cantidad, la metí en un sobre y se lo entregué. Se puso tan contenta como si le hubiéramos dado veinte mil libras. Y firmó la declaración.

—El sobre era rosa —dije—. De princesa de Disney. Matt puso cara de sorpresa.

—Sí. La hija del contable había venido a la redacción el día anterior. Había traído sus cositas para escribir, y ése fue el primer sobre que vi. Lo cogí porque quería cerrar el trato lo antes posible. Pero ¿cómo lo sabes?

Le expliqué que Kelly Marks había estado en la tienda y había comprado el vestido verde lima que Brown se había negado a regalarle quince días atrás. Dan se había unido a la conversación.

—¿Recuerdas que te lo conté, Dan? —dije—. Te conté que Kelly había rechazado el descuento…

—Sí. No podía hablar del tema contigo —añadió—, pero intenté atar cabos. Pensé que el vestido costaba doscientas setenta y cinco libras, y que Kelly nos había pedido a Matt y a mí esa cantidad, así que tenía que haber alguna relación… pero no sabía cuál.

—Yo lo sé —dijo Sylvia—. Quería poner fin a su relación con Brown, pero le resultaba difícil porque también era su jefe. —Sylvia se volvió hacia mí—. Has dicho que Brown se negó a comprarle el vestido. ¿Se disgustó ella?

—Mucho —respondí—. Se puso a llorar.

—Seguramente ésa fue la gota que colmó el vaso. —Sylvia se encogió de hombros—. Decidió romper la relación de tal forma que no hubiera vuelta atrás. El hecho de que él se negara a comprarle el vestido espoleó su deseo de venganza.

—«Me gustaba el vestido. Y él sabía que…».

—Eso tiene sentido —le dije a Sylvia—. Creo que las doscientas setenta y cinco libras eran simbólicas. Representaban el vestido de baile de promoción, y también su libertad; por eso no quiso pagar menos por él…

Matt se quedó mirándome.

—¿Quieres decir que conseguimos la información gracias a tu vestido?

—«En cuanto me lo probé… supe que el vestido tenía que ser mío».

Comprendí que Annie estaba en lo cierto.

—Sí, eso quiero decir.

Matt alzó su copa.

—Entonces brindemos por tu ropa vintage, Phoebe. —Sacudió la cabeza y se echó a reír—. Dios mío, el vestido debió de afectar a esa mujer.

Asentí en silencio.

—Esos vestidos tienen a veces ese efecto —comenté.

Al día siguiente, cuando iba a casa de la señora Bell por la tarde, bajo un precioso sol de otoño, pensé en Dan. Había tenido varias oportunidades de decirme que era copropietario del Black & Green, pero no lo había hecho. Tal vez pensaba que habría parecido jactancioso. Tal vez no le daba demasiada importancia. En ese momento recordé que sí me había dicho que Matt le pidió «ayuda» para abrir el periódico… ayuda económica, claro está. Sin embargo, no daba la impresión de que Dan tuviera mucho dinero; al contrario, ya que compraba la ropa en Oxfam e iba siempre bastante desastrado. Quizá había pedido un préstamo o una segunda hipoteca. En tal caso, resultaba sorprendente que, habiendo invertido tanto en el periódico, no quisiera trabajar allí a largo plazo. Cuando llegué al Paragon me pregunté a qué querría dedicarse en el futuro.

Me había quedado en la fiesta hasta medianoche y al coger el bolso había visto que tenía dos llamadas perdidas de Miles. Cuando llegué a casa, tenía otras dos en el contestador automático. Su tono era desenfadado, pero se notaba que no le había gustado no poder hablar conmigo.

Subí los escalones del portal número 8 y llamé al timbre de la señora Bell. Tuve que esperar más de lo habitual antes de oír un chasquido en el portero automático.

—Hola, Phoebe. —Empujé la puerta y subí por la escalera.

Hacía casi dos semanas que no veía a la señora Bell. El cambio que había sufrido era tan notorio que la abracé de forma instintiva. Me había dicho que se encontraría relativamente bien durante el primer mes, y después no tanto… Era evidente que ya no se encontraba «tan bien»: había adelgazado mucho, de modo que sus ojos azules se veían más grandes en el rostro enjuto, y sus manos más frágiles, con su abanico de huesos blancos.

—¡Qué flores más bonitas! —dijo cuando le entregué las anémonas que le había comprado—. Me encanta su color, como de piedras preciosas… como de vitral.

—¿Las pongo en un jarrón?

—Por favor. ¿Te importaría preparar el té?

—Por supuesto que no.

Fuimos a la cocina y llené el hervidor, saqué las tazas y los platos y los coloqué en la bandeja.

—Espero que no haya estado sola todo el día —dije tras encontrar un jarrón de cristal para poner las flores.

—No… la enfermera ha venido esta mañana. Viene todos los días.

Eché tres cucharaditas de assam en la tetera.

—¿Y ha disfrutado de su estancia en Dorset?

—Mucho. Ha sido maravilloso estar con James y su esposa. Desde su casa se ve el mar, así que pasaba bastante rato sentada junto a la ventana contemplándolo. ¿Podrías poner las flores en la mesita del recibidor? —añadió—. Temo que a mí se me caiga el jarrón.

Hice lo que me pedía y luego llevé la bandeja del té a la sala. La señora Bell caminaba encorvada delante de mí, como si le doliera la espalda. Cuando se sentó donde siempre, en el sillón de brocado, no cruzó las piernas y posó las manos enlazadas sobre una rodilla, como otras veces, sino que apoyó un tobillo sobre el otro y se reclinó contra el respaldo, en una postura que traslucía cansancio.

—Por favor, perdona el desorden —dijo señalando con un gesto la pila de papeles que había sobre la mesa—. He estado tirando cartas y facturas viejas; los restos de mi vida —añadió cuando le puse la taza de té entre las manos—. Hay tantos… —Indicó con la cabeza la papelera llena hasta los topes que había junto a su sillón—. Así a James le resultará más fácil. Por cierto, cuando vino a buscarme la semana pasada me llevó en el coche por Montpelier Vale.

—¿Y vio la tienda?

—Sí, ¡y los dos vestidos míos que había en el escaparate! Le has puesto un cuello de piel al traje de gabardina. Queda muy elegante.

—Annie, mi ayudante, pensó que sería un toque bonito para el otoño. Espero que no le entristeciera ver su ropa allí expuesta.

—Todo lo contario; me sentí feliz. Intenté imaginar cómo serían las mujeres que los compraran.

Sonreí. A continuación la señora Bell me preguntó por Miles, y le conté que había estado en su casa.

—Así que malcría a su princesita…

—Sí, y de un modo enfermizo —admití—. Da a Roxy todos los caprichos.

—Bueno… es preferible eso a que la desatienda. —Tenía razón—. Por lo visto Miles te quiere mucho, Phoebe.

—Me lo estoy tomando con calma, señora Bell. Hace solo seis semanas que lo conozco, y me saca casi quince años.

—Entiendo. Eso te da ventaja.

—Supongo que sí, pero no estoy muy segura de que quiera tener ventaja respecto a nadie.

—Pero la edad no importa; lo importante es que te guste y que te trate bien.

—Sí me gusta, y mucho. Lo encuentro atractivo, y me trata bien. La verdad es que es muy atento.

Seguimos conversando y, sin saber cómo, empecé a hablarle del Robinson Rio.

—Dan parece un hombre muy alegre —observó la señora Bell.

—Lo es. Tiene joie de vivre.

—Ésa es una característica maravillosa en cualquier persona. Yo intento cultivar joie de mourir —añadió con una sonrisa triste—. No es fácil. Pero al menos dispongo de tiempo para dejarlo todo en orden… —Señaló la pila de papeles—. Y para ver a mi familia y decirles adieux.

—Tal vez sea solo un au revoirs —apunté, y no lo decía a la ligera.

—¿Quién sabe? —repuso la señora Bell. Se hizo un silencio repentino. Había llegado el momento. Cogí el bolso. El semblante de la señora Bell se ensombreció—. No te vas ya, ¿verdad, Phoebe?

—No, señora Bell. Es que quisiera comentarle algo. Tal vez no sea el mejor momento, dado que no se encuentra bien… —Abrí el bolso—. O tal vez precisamente por eso sea más importante.

Dejó la taza en el platito.

—Phoebe, ¿qué deseas decirme?

Saqué el sobre del bolso, extraje el formulario de la Cruz Roja y lo dejé sobre mi regazo. Alisé las partes que se habían arrugado y respiré hondo.

—Señora Bell, hace poco consulté la página web de la Cruz Roja, y creo que si usted quisiera probar suerte de nuevo… tratar de descubrir qué fue de Monique… tal vez pudiera averiguarlo.

—Pero… —murmuró—, ¿cómo? Ya lo intenté.

—Sí, pero hace mucho tiempo, y desde entonces los archivos de la Cruz Roja cuentan con muchísima más información. Lo explican en su página web, y en particular que en el ochenta y nueve la Unión Soviética les entregó una enorme cantidad de documentos de los nazis que obraban en su poder desde el final de la guerra. Señora Bell, cuando en el cuarenta y cinco usted quiso averiguar qué había sido de Monique, la Cruz Roja solo tenía un fichero. Ahora dispone de casi cincuenta millones de documentos relativos a cientos de miles de personas que acabaron en los campos de concentración.

La señora Bell suspiró.

—Entiendo.

—Puede pedir una búsqueda. La solicitud se envía por ordenador. La señora Bell negó con la cabeza. —No tengo ordenador.

—Yo sí. Solo hay que rellenar un formulario. He traído uno… —Se lo pasé. La señora Bell lo cogió y lo leyó—. Lo enviaré por correo electrónico a la Cruz Roja, que se lo remitirá a los archivistas de Bad Arolsen, en el norte de Alemania. Dentro de unas pocas semanas le darán alguna respuesta.

—Puesto que no me quedan más que unas pocas semanas, estaría bien —comentó con ironía.

—Sé que el tiempo no está de su parte, señora Bell, pero creo que podría averiguar qué ocurrió, si lo desea. ¿Quiere saberlo? —Contuve la respiración.

La señora Bell dejó el formulario.

—¿Por qué iba a querer saberlo, Phoebe? O, mejor dicho, ¿por qué iba a querer saberlo ahora? ¿Por qué iba a pedir información sobre Monique para leer, en una carta oficial, que en efecto tuvo el terrible final que imagino? ¿Crees que eso me ayudaría? —La señora Bell se enderezó en el asiento e hizo una mueca de dolor; luego sus rasgos se relajaron—. Phoebe, necesito serenidad para encarar mis últimos días. Necesito olvidar los remordimientos, no torturarme de nuevo con ellos. —Cogió el formulario y sacudió la cabeza—. Esto solo me angustiaría. Tienes que entenderlo, Phoebe.

—Lo entiendo, señora Bell, y por supuesto no quiero hacer nada que la angustie o le produzca tristeza. —Se me hizo un nudo en la garganta—. Solo deseo ayudarla.

La señora Bell me miró de hito en hito.

—¿Deseas ayudarme, Phoebe? —me preguntó—. ¿Estás segura?

—Sí, claro. —¿Por qué me preguntaba eso?—. Creo que por ese motivo fui a parar a Rochemare. No creo que fuera una casualidad, tengo la impresión de que en cierto modo el destino, o como quiera llamarlo, me llevó allí. Y desde entonces tengo una sensación con respecto a Monique de la que no puedo desprenderme. —La señora Bell seguía mirándome—. Tengo la abrumadora sensación, y no sé explicar por qué, de que tal vez sobrevivió. Usted piensa que murió porque es lo más probable, y lo entiendo, pero quizá, por algún milagro, su amiga no murió, no murió, no… no… —Bajé la cabeza. Se me escapó un sollozo.

—Phoebe —dijo la señora Bell en voz baja. Una lágrima me mojó los labios—. Phoebe, esto no tiene nada que ver con Monique, ¿verdad? —Clavé la vista en la falda. Tenía un agujerito—. Tiene que ver con Emma. —Miré a la señora Bell. Veía sus rasgos borrosos—. Quieres devolver la vida a Monique porque Emma murió —musitó.

—Tal vez… no lo sé. —Respiré hondo, conteniendo el llanto, y miré por la ventana—. Solo sé que… estoy muy triste… y confusa.

—Phoebe —dijo la señora Bell con tacto—, ayudarme a mí «demostrando» que Monique se salvó no cambiará lo que le ocurrió a Emma.

—No —repuse con la voz ronca—. Nada puede cambiar eso. Nada puede ni podrá cambiar eso. —Me tapé la cara con las manos.

—Pobrecita… —murmuró la señora Bell—. ¿Qué puedo decir? Solo que has de tratar de vivir sin lamentar algo que ya no tiene remedio, algo de lo que, en cualquier caso, seguramente tú no tuviste la culpa.

Me dolió la garganta al tragar saliva.

—Me basta pensar que sí la tuve. Me lo reprocharé siempre, tendré que cargar con esa culpa toda mi vida. —Solo de pensarlo me sentí agotada. Cerré los ojos, y oí el suave sonido del fuego y el tictac del reloj.

—Phoebe —musitó la señora Bell—, tienes mucha vida por delante; seguramente cincuenta años, quizá más. —Abrí los ojos—. Tendrás que encontrar la manera de ser feliz. O tan feliz como puede ser una persona. Toma… —Me tendió un pañuelo de papel y me sequé los ojos.

—No parece posible.

—No ahora —susurró—. Hay que dar tiempo al tiempo. —Usted no ha superado lo que le ocurrió.

—No, pero he aprendido a darle su espacio, para que no me abrume. Tú todavía te sientes abrumada, Phoebe. —Asentí y miré por la ventana.

—Voy a la tienda todos los días, atiendo a los clientes y charlo con mi ayudante, Annie; hago todo lo que hay que hacer. En mi tiempo libre quedo con mis amigos; veo a Miles. Voy tirando, tirando, pero en el fondo… en el fondo me debato… —Se me quebró la voz.

—No me extraña, Phoebe, ya que aquello sucedió hace apenas unos meses. Y creo que de ahí viene esa fijación con Monique. A causa de la tristeza que te produce la pérdida de tu amiga, te has obsesionado con Monique, como si creyeras que devolviéndole la vida podrías de algún modo devolver la vida también a Emma.

—Pero no puedo. —Me sequé los ojos—. No puedo.

—No sigamos hablando de esto, Phoebe. Por favor. Por el bien de las dos, dejémoslo. —La señora Bell cogió el formulario de la Cruz Roja, lo rompió por la mitad y lo tiró a la papelera.