Capítulo 10

El jueves me telefoneó Val para decirme que fuera a recoger la ropa, así que me dirigí a Kidbrooke al salir de la tienda. Aparqué delante de su casa deseando con todas mis fuerzas que Mags no estuviera. Me sentía avergonzada por la sesión de espiritismo. Había sido una estupidez… había caído muy bajo…

Cuando puse el dedo en el timbre me sobresalté. Una araña gordísima, de las que salen en otoño, había tejido su tela encima. Llamé a la puerta con fuerza, Val abrió y le señalé el bicho. Se quedó mirándolo.

—Anda, qué bien. Las arañas dan buena suerte. ¿Sabes por qué?

—No.

—Porque una araña ocultó al niño Jesús de los soldados de Herodes tejiendo una tela a su alrededor. ¿Verdad que es increíble? Por eso no hay que matarlas —añadió.

—No se me ocurriría.

—Ah… qué interesante. —Val seguía observándola—. Está subiendo por la tela, lo que significa que has estado de viaje, Phoebe. —Me quedé sorprendida.

—Es cierto. Regresé de Francia hace un par de días.

—Si hubiera bajado por la tela, significaría que estarías a punto de marcharte de viaje.

—¿De veras? Eres un pozo de información —dije.

—Es importante saber esas cosas.

La seguí por el recibidor y percibí el perfume de Maggie Noire mezclado con olor a nicotina. «Maggie Noire», pensé consternada.

—Hola, Mags —la saludé con una sonrisa forzada.

—Hola, corazón —repuso Mags con su voz ronca. Estaba sentada en el sillón de la sala de costura de Val, comiendo una galleta integral—. Fue una pena lo del otro día, tendrías que haberme dejado intentarlo de nuevo. —Se quitó una miga de la comisura de los labios con una uña pintada de rojo—. Creo que Emma estaba a punto de ponerse en contacto con nosotras.

La miré fijamente, ofendida al oírla hablar de mi mejor amiga con semejante desparpajo.

—Lo dudo, Maggie —repliqué procurando mantener la calma—. Ya que has sacado el tema, no tengo inconveniente en decirte que la sesión fue una verdadera pérdida de tiempo.

Mags me miró como si la hubiera abofeteado. A continuación se sacó del escote un paquete de pañuelos de papel y extrajo uno.

—El problema es que en realidad no crees.

La observé mientras desplegaba el pañuelo.

—No es cierto. No niego que el alma humana pueda perdurar ni que podamos percibir la presencia de una persona que ha muerto, pero como te equivocaste en todo lo referente a mi amiga, incluido su sexo, es lógico que me muestre un poco escéptica con respecto a tus habilidades en particular.

Mags se sonó la nariz.

—Es que tenía un mal día. —Se sorbió los mocos—. Además, los martes por la mañana el éter está siempre un poco revuelto.

—Mags es muy buena, Phoebe —intervino Val, leal a su amiga—. La otra noche me puso en contacto con mi abuela. —Mags asintió—. Había perdido su receta de la crema de limón y quería que volviera a dármela.

—Ocho huevos —dijo Mags—. No seis.

—Eso era lo que no recordaba —dijo Val—. Gracias a Mags, mi abuela y yo tuvimos una charla muy agradable. —Con discreción, entorné los ojos—. De hecho, Mags es tan buena que la han invitado a participar en el programa In Spirit de la cadena ITV2, ¿verdad, Mags? —Ésta asintió—. Estoy segura de que proporcionará consuelo a muchos televidentes. Deberías verlo, Phoebe —añadió Val con amabilidad—. Los domingos a los dos y media.

Cogí la maleta.

—Me lo apunto —dije.

—Quedarán estupendos —comentó Annie a la mañana siguiente cuando le enseñé las prendas de la señora Bell que había arreglado Val: el vestido de noche amarillo plisado, el maravilloso abrigo rosa de Guy Laroche estilo crisálida, el maxi-vestido de Ossie Clark y el traje de gabardina color ciruela. Le mostré el vestido de punto de Missoni con rayas multicolores que tenía el dobladillo comido por las polillas—. Qué remiendo más ingenioso —comentó Annie al verlo. Val había cubierto el desperfecto con un parche tejido por ella misma—. Habrá usado unas agujas muy pequeñas para que no se note la diferencia, y el color es perfecto. —Annie cogió el abrigo de noche de media manga, confeccionado en faya azul zafiro, de la colección Boutique de Channel—. Éste es precioso; deberíamos ponerlo en el escaparate, en lugar del traje pantalón de Norma Kamali —murmuró.

Annie había llegado a las ocho para ayudarme a cambiar el género antes de abrir la tienda. Retiramos más de la mitad de la ropa y la sustituimos por prendas con los colores que más se llevaban en otoño —negro azulado, rojo tomate, verde mar, violeta y dorado—, tonos de piedras preciosas que recordaban los que se utilizaban en los cuadros del Renacimiento. Encontramos algunas prendas cuyo corte estaba de moda esa temporada: abrigos evasé y vestidos de cuello vuelto y falda con vuelo; chaquetas de cuero con grandes hombreras y mangas curvadas. Buscamos telas que combinaran con los tejidos de moda: brocado, encaje, satén y damasco, terciopelo, tartán y tweed.

—Que vendamos vintage no significa que pasemos de las últimas tendencias en colores y cortes —dije cuando bajé del almacén con un montón de trajes.

—De hecho, seguramente es incluso más importante tenerlas en cuenta —apuntó Annie—. Esta temporada tiene sus normas —comentó mientras le pasaba un vestido rojo cereza de Balmain con falda en forma de tulipán, un traje de cuero marrón chocolate de Alaia Couture de talle ajustado y enormes solapas, y un vestido de crepé naranja estilo futurista de Courréges, de mediados de los sesenta—. Todo es grande y opulento —prosiguió Annie—. Colores vivos y atrevidos, formas simétricas, telas rígidas que no se pegan al cuerpo. Tienes un montón de prendas así, Phoebe; lo único que tenemos que hacer es juntarlas.

Annie ya había colocado casi todos los vestidos de noche de la señora Bell y miraba el traje de dos piezas de gabardina color ciruela.

—Éste es precioso, pero creo que podríamos modernizarlo un poco con un cinturón ancho y un cuello de piel sintética. ¿Busco algo?

—Sí, por favor.

Mientras colgaba el traje imaginé a la señora Bell con él puesto a finales de los cuarenta. Recordé la conversación que habíamos mantenido tres días antes y reflexioné sobre lo duro que debía de haber sido para ella intentar averiguar, después de la guerra, qué había ocurrido con Monique. Dios no lo quisiera, pero si se produjera una situación comparable en la actualidad habría podido acudir a la radio o la televisión; habría podido enviar correos electrónicos por todo el mundo o escribir peticiones de información en Facebook, MySpace o YouTube. Podría haberse limitado a teclear el nombre de Monique en un buscador…

—Ya está —dijo Annie cuando bajó por la escalera con un cuello de ocelote—. Creo que esto dará el pego, y este cinturón quedará bien. —Lo acercó a la chaqueta—. Sí, queda bien.

—¿Puedes ponérselo al traje? —le pregunté mientras me dirigía al despacho—. Tengo que… echar un vistazo a la página web.

—Claro.

Después de que la señora Bell me hubiera contado la historia, me planteé buscar información sobre Monique en internet, por muy descabellado que pareciera. Pero ¿qué haría si encontraba algo? ¿Cómo no iba a decírselo a la señora Bell? Dado que seguramente el resultado sería negativo, cuando no desolador, me había reprimido. Sin embargo, tras ver la casa de Monique había cambiado de opinión. Deseaba saber algo más. Así pues, llevada por un impulso que no podía explicar, me senté delante del ordenador y tecleé el nombre de Monique en Google.

No apareció nada relevante, solo un par de menciones a la avenue Richelieu de Quebec y al Liceo Cardenal Richelieu de París. Introduje el apellido sin la primera e. Luego escribí «Monika Richter» y salieron una psicoanalista californiana, una pediatra alemana y una ecologista australiana; ninguna de ellas podía tener relación con su tocaya. A continuación repetí la búsqueda pero escribiendo «Monica». Añadí «Auschwitz» pensando que tal vez en el relato de algún testigo ocular se la mencionara, entre los miles de millones de palabras escritas sobre el campo de concentración. Luego agregué «Mannheim» porque recordé que ése era el lugar de procedencia de la familia Pero no apareció nada que guardara relación con Monique/Monika ni con su familia; solo un par de referencias a una exposición de Gerhard Richter.

Me quedé mirando la pantalla. Eso era todo, pues. Como había dicho la señora Bell, lo que había visto en Rochemare era un movimiento fugaz de una persona que vivía en una casa que hacía tiempo había echado en el olvido a quienes la ocuparon durante la guerra. Estaba a punto de cerrar el internet explorer cuando decidí echar un vistazo a la web de la Cruz Roja.

En la página de inicio se explicaba que el servicio de localización se había creado al finalizar la contienda y que su archivo del norte de Alemania contenía cerca de cincuenta millones de documentos nazis relacionados con los campos de concentración. Cualquier persona podía solicitar una búsqueda, que realizarían los archivistas de la Cruz Roja Internacional; las búsquedas llevaban por término medio entre una y cuatro horas, pero dado el volumen de peticiones el solicitante debía saber que la respuesta podía demorarse hasta un «máximo» de tres meses.

Hice clic sobre la casilla de «Descargar formulario». Me sorprendió su brevedad: tan solo se pedían los datos personales de la persona buscada y el lugar donde se sabía que la habían visto por última vez. El solicitante tenía que facilitar sus datos personales y explicar su relación con aquélla, así como el motivo por el que la buscaba; había dos opciones: «Documentación para obtener una reparación» o «Deseo saber qué ocurrió».

—Deseo saber qué ocurrió —murmuré.

Imprimí el formulario y lo metí en un sobre. Se lo llevaría a la señora Bell cuando su sobrina se hubiera marchado para que lo rellenáramos juntas y luego lo enviaría por correo electrónico a la Cruz Roja. Pensé que si en su vasto depósito de información lograban encontrar alguna mención a Monique, la señora Bell tendría al menos la oportunidad de dar por cerrado el asunto. Ese «máximo» de tres meses implicaba que el informe podía llegar antes, incluso en quince días. Me planteé adjuntar una nota para explicar que, debido a una enfermedad, el tiempo apremiaba, pero enseguida pensé que ése sería el caso de la mayoría de los solicitantes de la generación de la señora Bell, cuyos miembros más jóvenes tendrían más de setenta años.

—¿Hay muchos pedidos? —me preguntó Annie.

—Oh… —Me obligué a pensar en la tienda y tras navegar a toda prisa por la página de Village Vintage abrí el correo electrónico—. Hay… tres. Alguien quiere comprar el bolso Kelly verde esmeralda, otro está interesado por los pantalones palazzo de Pucci y… ¡bravo!, alguien quiere comprar el Madame Grès.

—El vestido que no quieres.

—Eso es. —El que me había regalado Guy. Salí del despacho y lo retiré del colgador para envolverlo y enviarlo—. La mujer me preguntó por las medidas la semana pasada —dije mientras lo descolgaba de la percha—. Y ahora vuelve a escribir diciendo que tiene el dinero. Gracias a Dios.

—Te mueres de ganas de deshacerte del él, ¿verdad?

—Supongo que sí.

—¿Es porque te lo regaló un novio?

Me volví hacia Annie.

—Sí.

—Lo suponía, pero, como antes no te conocía, no me atreví a preguntártelo. Ahora que te conozco, me parece que a veces soy un poco entrometida… —Sonreí. Annie y yo nos conocíamos bien. Me gustaba su compañía; era cordial y tranquila, y mostraba entusiasmo por la tienda—. Entonces, ¿fue una ruptura amarga?

—Bueno, podría decirse que sí.

—En ese caso es comprensible que quieras vender el vestido. Si Tim me dejara, seguramente tiraría todo lo que me hubiera regalado, salvo los cuadros —añadió—, por si acaso algún día valen algo. —Puso en la vitrina de los zapatos unos de tacón de aguja color escarlata de Bruno Magli—. ¿Y cómo está el que te envió las rosas rojas? Si no te importa que te lo pregunte.

—Está… bien. De hecho nos vimos en Francia. —Le expliqué el porqué.

—Eso pinta muy bien, y es evidente que está loco por ti. Sonreí y mientras abotonaba una chaqueta de cachemir rosa, le conté algo más sobre Miles.

—¿Y cómo es su hija? —preguntó Annie.

Enrollé varias cadenas chapadas en oro en el cuello de un busto de madera.

—Tiene dieciséis años, es guapísima… y está muy mimada.

—Como tantas adolescentes —observó Annie—. Pero no será siempre adolescente.

—Cierto —repuse con alegría.

—De todas formas los adolescentes pueden ser muy crueles.

De pronto oí un golpecito en el cristal y ahí estaba Katie, con su uniforme, haciéndonos señas. Y los adolescentes también pueden ser adorables, pensé.

Abrí la puerta y entró Katie.

—Hola —dijo. Miró con inquietud el vestido de baile amarillo—. Gracias a Dios. —Sonrió—. Sigue aquí.

—Sí. —No pensaba decirle que una mujer se lo había probado el día anterior—. Annie, ésta es Katie.

—Recuerdo haberte visto aquí hace una o dos semanas —comentó Annie con simpatía.

—A Katie le gusta el vestido amarillo de baile de promoción.

—Me encanta —afirmó embelesada—. Estoy ahorrando para comprármelo.

—¿Puedo preguntar cómo te va? —dije.

—Trabajo de canguro para dos familias, así que de momento tengo ciento veinte libras. Pero como el baile es el uno de noviembre tengo que trabajar más.

—Pues mucho ánimo. Si tuviera hijos, te contrataría para que los cuidaras…

—Pasaba por aquí de camino al colegio y no he podido resistirme a echar un vistazo. ¿Puedo sacarle una foto?

—Por supuesto.

Katie alzó su teléfono móvil hacia el vestido y oí un clic.

—Así estaré motivada —dijo—. Tengo que irme, ya son las nueve menos cuarto. —Se echó la mochila al hombro y se volvió para marcharse, se detuvo a recoger un periódico que había en la alfombrilla y se lo pasó a Annie.

—Gracias, cariño —dijo Annie.

Me despedí de Katie con la mano y me puse a ordenar el perchero de los vestidos de noche.

—¡Cielo santo! —exclamó Annie mirando con los ojos como platos la primera plana del periódico. A continuación lo alzó para enseñármela.

En la parte superior de la portada del Black & Green había una foto de Keith. Sobre su rostro demacrado se leía el siguiente titular:

Annie leyó en voz alta el artículo:

—«Keith Brown, un importante promotor inmobiliario local, presidente de Phoenix Land, se enfrenta hoy a la posibilidad de verse sometido a una investigación criminal después de que este periódico haya descubierto pruebas que lo involucran en un importante fraude a una compañía aseguradora. —Me compadecí de la novia de Keith; sería un duro golpe para ella—. Brown fundó Phoenix Land en dos mil cuatro —siguió leyendo Annie— gracias a la cuantiosa indemnización que le pagó la compañía de seguros por la destrucción, a consecuencia de un incendio, de su antiguo negocio de muebles de cocinas dos años antes. Star Alliance, la compañía de seguros, dudaba de que el incendio hubiera sido provocado por un ex empleado descontento que desapareció tras el suceso sin dejar rastro… La compañía se negó a pagar. Brown la demandó… y al final Star Alliance se avino a llegar a un acuerdo… Le abonaron dos millones de libras… —Oí a Annie tragar saliva y la miré—. El Black & Green tiene en sus manos pruebas concluyentes que demuestran que fue el propio Brown quien provocó el incendio… —Annie me miró con los ojos como platos y volvió la vista hacia el periódico—. El señor Brown declinó responder a las preguntas que le planteamos anoche, pero su intento de obtener una orden judicial para evitar que el Black & Green publicara este artículo ha fracasado…». ¡Bueno! —exclamó Annie con satisfacción—. Está bien saber que no nos equivocamos tanto al juzgarlo. —Me pasó el periódico.

Leí rápidamente el artículo y recordé las declaraciones de Keith en el Guardian: su desolación al ver cómo ardía el almacén, su promesa de «que haría que de aquellas cenizas saliera algo valioso». Sus palabras me habían sonado falsas, y ahora sabía por qué.

—Me gustaría saber cómo ha conseguido la información el Black & Green —le dije a Annie.

—Seguramente la aseguradora, que sospechaba de Keith desde el principio, les ha entregado esas pruebas concluyentes.

—Pero ¿por qué se las iban a entregar a un rotativo local? Tendrían que haber acudido directamente a la policía.

—Ah. —Annie chascó la lengua—. Tienes toda la razón.

Ése debía de ser el artículo «complicado» en el que había trabajado Dan y por el que Matt lo llamó cuando estábamos en el Age Exchange.

—Espero que su novia no siga con él —dijo Annie—. Claro que siempre puede ir a visitarlo a la cárcel con su vestido de baile de promoción verde, como si fuera una «maldita Campanilla». —Soltó una risilla—. Y hablando de vestidos de baile, Phoebe, ¿ya has escrito el correo electrónico a tu proveedor estadounidense?

—No, tengo que hacerlo, ¿verdad? —Había estado tan obsesionada con Monique que lo había olvidado.

—Desde luego que sí —respondió Annie—. La temporada de fiestas está a punto de empezar. Además, según Vogue, los vestidos de baile de promoción están muy de moda este otoño; cuantas más enaguas, mejor.

—Voy a mandarle un mensaje enseguida.

Regresé al ordenador y al abrir el Outlook Express para escribir a Rick vi que él había sido más rápido. Leí su correo.

«Hola, Phoebe, te dejé un mensaje en el contestador el otro día para decirte que tengo otros seis vestidos de baile de promoción para ti, todos de la mejor calidad y en perfecto estado». —Hice clic sobre las fotos. Eran unos vestidos pastelito de colores vivos que serían perfectos para el otoño: índigo, bermellón, mandarina, cacao, violeta oscuro y azul eléctrico. Amplié las imágenes para ver si la tela estaba descolorida por alguna parte y luego volví al texto—. «Adjunto también unas fotos de los bolsos de los que te hablé y que van con el lote de los vestidos…».

—¡Maldita sea! —murmuré. No quería los bolsos, y menos ahora que la libra había bajado muchísimo con respecto al dólar, pero tendría que comprarlos para que Rick no dejara de enviarme los artículos que me interesaban—. Vamos a echarles un vistazo —dije con resignación.

Los bolsos estaban fotografiados todos juntos sobre una sábana blanca y eran bastante normales, casi todos de los ochenta y los noventa, salvo un maletín muy bonito de piel que seguramente era de los años cuarenta y una elegante cartera de mano de piel de avestruz, de principios de los setenta.

—¿Cuánto pide? —murmuré.

«El precio es de ochocientos dólares, incluidos gastos de envío». —Hice clic sobre «Responder».

«De acuerdo Rick» —escribí—. «Trato hecho. Te pagaré por PayPal cuando reciba la factura. Por favor, envíamelo todo lo antes posible. Saludos, Phoebe».

—Acabo de comprar otros seis vestidos de baile de promoción —anuncié al salir del despacho.

Annie estaba cambiando de ropa a un maniquí.

—Qué bien. Los venderemos enseguida.

—También he comprado doce bolsos, la mayoría de los cuales no quiero, pero he tenido que aceptarlos porque van con el lote.

—No queda mucho espacio en el almacén —observó Annie tras colocar los brazos al maniquí.

—Ya lo sé. Cuando lleguen, llevaré los que no sean vintage a Oxfam. Ahora voy a enviar el Madame Grès.

Entré en el despacho y envolví a toda prisa el vestido con papel de seda, le puse una cinta blanca y lo metí en un sobre acolchado. Después giré el cartel de «Cerrado» para que indicara «Abierto».

—Hasta luego, Annie.

Cuando salía de la tienda llamó mi madre. Acababa de llegar al trabajo.

—Ya lo he decidido —susurró.

—¿Qué has decidido? —le pregunté mientras giraba hacia Montpelier Vale.

—Olvidar todos esos estúpidos tratamientos que he estado mirando: la regeneración con plasma, el fraxel, el rejuvenecimiento con radiofrecuencia y todas esas tonterías.

Eché un vistazo al escaparate de un salón de belleza.

—Me alegro, mamá.

—No creo que sirvan de nada.

—Estoy segura de que no —dije mientras cruzaba la calle.

—Y son carísimos.

—Desde luego. Sería tirar el dinero.

—Exacto. Así que he decidido hacerme un lifting.

Me paré en seco.

—¡Ni se te ocurra, mamá!

—Voy a hacerme un lifting facial —repitió en voz baja. Me había detenido delante de una tienda de ropa de deporte y cometas—. Estoy muy deprimida y eso me animará. Es el regalo que voy a hacerme cuando cumpla los sesenta, Phoebe. Llevo años trabajando —añadió cuando eché a andar—, ¿por qué no voy a permitirme una «renovación» cosmética si quiero?

—No hay ningún motivo, mamá, allá tú. Pero ¿y si no te gusta el resultado? —Imaginé el hermoso rostro de mi madre convertido en una careta estirada o llena de bolsas y bultitos.

—Me he informado —dijo mientras yo pasaba por delante de la juguetería—. Ayer me tomé el día libre y fui a hablar con tres cirujanos plásticos. He decidido que sea Freddie Church quien maneje el bisturí, en su clínica de Maida Vale. Ya está todo acordado: será el veinticuatro de noviembre. —Me pregunté si mi madre recordaba que ese día Louis cumplía su primer año—. Y no intentes disuadirme, porque lo tengo muy claro. He dejado una paga y señal y pienso seguir adelante.

—Está bien. —Suspiré mientras cruzaba la calle. De nada servía protestar; una vez que mi madre tomaba una decisión, no había quien la apease del burro. Además, tenía muchas cosas en que pensar y no estaba de humor para discutir—. Solo espero que después no te arrepientas.

—Claro que no. Cambiando de tema, ¿qué tal tu nuevo hombre? ¿Sigues con él?

—Lo veré mañana. Vamos al Almeida Theatre.

—Bien, parece que te gusta, así que no hagas ninguna tontería, por favor. Ya tienes treinta y cuatro años —añadió mi madre. Giré hacia Blackheath Grove—. Antes de que te des cuenta ya habrás cumplido los cuarenta y tres…

—Lo siento, mamá, pero tengo que colgar. —Cerré el móvil. No había nadie en la oficina de correos, así que solo tardé dos minutos en enviar el paquete. Al salir vi a Dan, que caminaba sonriente hacia mí. Y tenía motivos para sonreír.

—Estaba mirando por la ventana y te he visto. —Señaló su despacho, que estaba encima de la biblioteca infantil, a nuestra derecha.

—Así que trabajas ahí… Muy céntrico. Felicidades, por cierto. Acabo de leer tu exclusiva.

—No es mi exclusiva —repuso Dan—. Es de Matt; yo me limité a hablar con los abogados. Es una noticia fantástica para un periódico local como el nuestro. Estamos muy contentos.

—Me muero por saber cómo habéis conseguido la información —dije—. No puedes revelar las fuentes, claro… ¿o sí? —pregunté esperanzada.

Dan sonrió y negó con la cabeza.

—Me temo que no.

—Su novia me da un poco de pena. Además, seguramente perderá su empleo.

Dan se encogió de hombros.

—Ya encontrará otro, es muy joven. He visto fotos suyas —añadió. A continuación me preguntó cómo me había ido en Francia y me recordó que habíamos quedado en ir al cine juntos—. Supongo que no estarás libre mañana por la noche. Es un poco precipitado, lo sé, pero he estado muy ocupado con la noticia sobre Brown. Podríamos ver la nueva película de los hermanos Coen, o ir a cenar.

—Bueno… —Me quedé mirándolo—. Estaría muy bien, pero es que… tengo cosas que hacer.

—¡Oh! —Dan me sonrió apenado—. ¿Cómo iba a estar libre un sábado por la noche una chica como tú? —Suspiró—. Qué tonto soy. Conque… ¿sales con alguien, Phoebe?

—Bien… yo… Dan. Ya has vuelto a dejarme patidifusa.

—Oh, lo siento. —Se encogió de hombros—. Está claro que no puedo evitarlo. Oye, ¿has recibido la invitación para el día once? Te la envié a la tienda.

—Sí, me llegó ayer.

—Dijiste que vendrías, así que espero verte en la fiesta.

—Sí, iré.

Esa mañana me costó mucho concentrarme en el trabajo porque no dejaba de pensar en Miles y en las ganas que tenía de ir al teatro con él. Íbamos a ver Waste, de Harley Granville-Barker. Entre cliente y cliente leí un par de críticas de la obra en internet, en parte para recordar el argumento (la había visto hacía años), y en parte para impresionar a Miles con mis comentarios incisivos. Luego empezó a entrar bastante gente, como todos los sábados. Vendí el abrigo estilo crisálida de la señora Bell, el de Guy Laroche —me dolió ver que se lo llevaban—, y una túnica de organza color albaricoque de Zandra Rhodes con el bajo recamado de cuentas doradas. Después una mujer quiso probarse el vestido pastelito color amarillo; era la tercera vez que una clienta se lo probaba esa semana. Cuando entró en el probador, me fijé en su figura y pensé con cierta desazón que le quedaría bien. Corrí la cortina rezando para que no le gustara. Cuando se subió la cremallera oí el frufrú del tul, seguido de un resoplido.

—¡Me encanta! —la oí exclamar. Descorrió la cortina y se miró en el espejo dando media vuelta hacia la izquierda, luego a la derecha—. Es fabuloso —exclamó poniéndose de puntillas—. Me encantan las enaguas y el brillo de la tela. —Se volvió hacia mí con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Me lo quedo!

Se me encogió el corazón al imaginar la desilusión de Katie. La recordé sacándole una foto al vestido, pensé en lo guapa que estaba con él… diez veces más atractiva que aquella mujer, que era demasiado mayor y no lo bastante delgada para lucirlo; tenía los hombros blancos y regordetes, los brazos gruesos.

La mujer se volvió hacia su amiga.

—¿No te parece divino, Sue?

Sue, que era alta y flaca —una Modigliani comparada con la regordeta Rubens que era su amiga—, se mordió el labio inferior y chasqueó la lengua.

—Para serte sincera, Jill, no. Cariño, tienes la piel demasiado dará para este vestido, y el corpiño te queda muy ajustado; mira, se te forma una bolsa en la espalda, aquí… —Le indicó que se girase y Jill vio los centímetros de carne fofa que caían sobre el escote como masa de pan.

Sue ladeó la cabeza.

—¿Sabes esos pasteles de crema de limón rellenos de sorbete que se desparrama por arriba cuando los aprietas…?

—¿Sí? —preguntó Jill.

—Pues pareces uno de esos pasteles.

Contuve la respiración a la espera de la reacción de Jill. Continuó mirándose al espejo y asintió.

—Tienes razón, Sue. Has sido cruel, pero tienes razón.

—¿Para qué están las amigas? —repuso Sue con amabilidad. Me miró con una sonrisa de culpabilidad—. Lo siento, he hecho que pierdas una venta.

—No pasa nada —dije contenta—. Tiene que quedar como un guante, ¿verdad? De todas formas, pronto recibiré más vestidos de baile de promoción; puede que alguno le quede mejor. Me llegarán la semana que viene.

—Volveremos entonces.

En cuanto se hubieron marchado, puse el vestido en el perchero de las prendas reservadas, con el nombre de Katie; temía perder los nervios si quería probárselo otra clienta. Luego bajé un vestido de seda color frambuesa de Lanvin Castillo, de mediados de los cincuenta, y lo colgué en la pared en lugar del pastelito.

Cerré la tienda a las cinco y media y me fui pitando a casa para ducharme y cambiarme antes de salir hacia Islington, donde había quedado con Miles. Cuando caminaba presurosa por Almeida Street, lo vi a la puerta del teatro, buscándome con la mirada. Al verme levantó una mano.

—Siento llegar tarde —dije sin aliento. Estaba sonando el timbre—. ¿Es el aviso de que faltan cinco minutos?

—Es el de que falta un minuto. —Me besó—. Me preocupaba que no vinieras.

Lo cogí del brazo.

—¿Cómo no iba a venir?

Su inquietud me pareció conmovedora, y una vez dentro me pregunté si se debería a los catorce años que nos llevábamos o a que se sentía inseguro cuando le gustaba una mujer, tuviera la edad que tuviera.

—Es una buena obra —comentó una hora después, cuando se encendieron las luces para el intermedio. Nos levantamos—. Ya la había visto, hace años, en el National. Creo que fue en el noventa y uno.

—Sí, fue entonces, porque yo también la vi… con el colegio. —Recordé que Emma regresó para ver la segunda parte apestando a ginebra.

Miles se rió.

—Debías de tener más o menos la edad de Roxy. Yo tenía treinta y uno, era joven. También entonces me habría enamorado de ti.

Sonreí. Nos dirigimos al foyer y fuimos hacia el bar como el resto del público.

—Voy a por las bebidas —dije—. ¿Qué quieres?

—Una copa de Cotes du Rhóne, si hay.

Miré el tablón de vinos.

—Sí tienen. Creo que yo tomaré el Sancerre.

Me acerqué a la barra y Miles aguardó a unos pasos.

—Phoebe… —lo oí susurrar al cabo de unos segundos. Me volví. Parecía incómodo y estaba rojo como un tomate—. Te espero fuera —murmuró.

—De acuerdo —respondí desconcertada…

—¿Estás bien? —le pregunté al salir unos minutos después. Le pasé la copa de vino—. Temía que no te encontrases bien.

Negó con la cabeza.

—Estoy bien. Es que… mientras esperabas a que te sirvieran he visto a unas personas a las que prefiero evitar.

—¿De veras? —Me picó la curiosidad—. ¿Quiénes son? —Miles señaló con un gesto discreto hacia el foyer, a una mujer rubia de unos cuarenta y tantos con un chal turquesa y un hombre de pelo castaño claro y con un abrigo oscuro—. ¿Quiénes son? —le pregunté en voz baja.

Miles apretó los labios.

—Son los Wycliffe. Su hija va a la escuela donde antes estudiaba Roxy. —Suspiró—. No tenemos una buena… relación.

—Entiendo —dije, y recordé que Miles me había contado que se había producido un «malentendido» en Saint Mary’s. Por lo visto había sido bastante grave, porque aún se mostraba disgustado. Al oír el timbre que anunciaba el comienzo de la segunda parte regresamos a nuestros asientos.

Más tarde, mientras esperábamos para cruzar la calle hacia el restaurante que había enfrente del teatro, vi que la señora Wycliffe miraba a Miles de reojo y tiraba con disimulo de la manga de su marido. Cuando empezamos a cenar, le pregunté a Miles qué habían hecho los Wycliffe que le había ofendido tanto.

—Se portaron fatal con Roxy. Fue muy… desagradable. —Cogió la copa de agua y vi que le temblaba la mano.

—¿Por qué? —pregunté. Miles dudó—. ¿Las chicas no se llevaban bien?

—Oh, sí se llevaban bien. —Miles dejó la copa—. De hecho Clara y Roxy eran amigas íntimas, pero al principio del trimestre de verano se pelearon. —Me extrañó que eso le disgustara tanto—. A Clara le desapareció algo —explicó Miles—, una pulsera de oro, y acusó a Roxy de habérsela robado. —Miles apretó los labios.

—Vaya.

—Yo sabía que no podía ser cierto. Sé que Roxanne es irritante a veces, como otros muchos adolescentes, pero jamás haría eso. —Se pasó un dedo por el cuello de la camisa—. El caso es que me llamaron del colegio para decirme que Clara y sus padres afirmaban que Roxy había robado la pulsera. Me puse hecho una furia. Dije que no toleraría que acusaran falsamente a mi hija. Pero la directora se comportó… de una manera vergonzosa. —Vi que a Miles se le hinchaba una vena en la sien izquierda.

—¿Por qué?

—Por su parcialidad. Se negó a aceptar la versión de los hechos que ofreció Roxy.

—¿Cuál era su versión?

Miles suspiró.

—Como te he dicho, Roxanne y Clara eran muy buenas amigas. Siempre se prestaban cosas, como otras muchas chicas de su edad. Lo vi cuando Clara pasó las vacaciones de Pascua con nosotros. Una mañana bajó a desayunar vestida con ropa de Roxy, y con las joyas de Roxy, y viceversa. Lo hacían muy a menudo; les divertía.

—Es decir, que Roxy sí tenía la pulsera.

Miles se había puesto rojo.

—Apareció en uno de sus cajones, pero no la había robado. ¿Por qué iba a quitar nada a nadie si tiene un montón de cosas? Explicó que Clara se la había dejado, que Clara tenía algunas joyas suyas, lo cual era cierto, y que intercambiaban cosas todo el tiempo. La historia debería de haber acabado ahí. —Miles suspiró—. Pero los Wycliffe estaban decididos a complicarlo todo. Se portaron muy mal. —Suspiró con amargura.

—¿Qué hicieron?

Miles respiró hondo y exhaló el aire lentamente.

—Amenazaron con avisar a la policía. Por lo tanto, no tuve más remedio que amenazarlos a mi vez con demandarles si seguían difamando a mi hija.

—¿Y el colegio?

Miles apretó tanto los labios que se convirtieron en una línea recta.

—Se pusieron de parte de los Wycliffe… sin duda porque el hombre iba a donar medio millón de libras para que construyeran un teatro. Fue algo… asqueroso. Por eso saqué a Roxy. En cuanto hubo hecho su último examen, me la llevé a casa. Fui yo quien decidió que dejara ese colegio.

Miles bebió otro sorbo de agua. Yo estaba pensando qué podía decir cuando el camarero se acercó para retirar los platos. Regresó enseguida con los segundos, y Miles ya estaba más tranquilo; por lo visto había olvidado el malestar que le había causado recordar la salida de Roxy del colegio. Para animarlo un poco empecé a hablar de la obra de teatro. Cuando acabamos de cenar Miles cogió la cuenta.

—He venido en coche —dijo—, de modo que puedo llevarte a casa.

—Gracias.

—Puedo llevarte a tu casa —añadió— o, si lo prefieres, a la mía. —Me miró para ver cómo reaccionaba—. Te dejaré una camiseta —susurró—, y te daré un cepillo de dientes. Roxy tiene secador, por si lo necesitas. Esta noche ha ido a una fiesta en una casa de campo, en los Cotswolds. —Eso explicaba por qué no lo había llamado veinte veces al móvil—. Iré a buscarla mañana por la tarde. Había pensado que podíamos pasar la mañana juntos y comer fuera. —Nos levantamos—. ¿Qué te parece el plan, Phoebe?

El maître nos tendió los abrigos.

—Me parece… estupendo.

Miles me sonrió.

—Bien.

Mientras íbamos en el coche por el sur de Londres oyendo un concierto para clarinete de Mozart, me sentía feliz de estar con Mijes. Cuando aparcó delante de su casa vi el jardín, que era precioso, con setos de boj bajos rodeados por una valla de hierro forjado. Miles abrió la puerta y entramos en un amplio vestíbulo de techo alto, paredes revestidas de madera y suelo con baldosas de mármol blancas y negras tan pulidas que parecían mojadas.

Mientras Miles me quitaba el abrigo eché un vistazo al espacioso comedor, con las paredes pintadas de rojo oscuro y una mesa larga de caoba. Lo seguí hasta la cocina, amueblada con armarios pintados a mano y encimeras de granito que brillaban a la luz de los focos del techo. A través de las vidrieras vislumbré en la oscuridad una extensión de césped bordeada de árboles.

Miles sacó del frigorífico una botella de Evian y subimos al primer piso. Su habitación, decorada en tonos amarillos, tenía un gran baño anexo con una bañera clásica con patas de hierro y una chimenea. Me desvestí allí.

—¿Tienes un cepillo de dientes para mí? —pregunté.

Miles entró en el baño, lanzó una mirada apreciativa a mi cuerpo desnudo y abrió un armario donde vi botes de champú y sales de baño.

—¿Dónde está? —murmuró—. Roxy siempre hurga aquí… Ah, ya lo tengo. —Me pasó un cepillo sin estrenar—. ¿Y la camiseta? Te prestaré una. —Me levantó el pelo y me besó en el cuello, luego en el hombro—. Si crees que vas a necesitarla.

Me volví hacia él y le rodeé la cintura con los brazos.

—No —susurré—. No voy a necesitarla.

Nos despertamos tarde. Cuando miré el reloj de la mesita de noche, noté que Miles me rodeaba con los brazos y posaba las manos en mis pechos.

—Eres maravillosa, Phoebe —murmuró—. Creo que estoy enamorándome de ti.

Me besó, apoyó las manos sobre mi cabeza y volvimos a hacer el amor…

—En esta bañera se puede nadar —dije cuando me metí en ella un poco más tarde. Miles echó más sales de baño antes de tenderse a mi lado en el agua espumosa.

Al cabo de unos minutos me cogió una mano y la observó.

—Tienes la yema de los dedos arrugada. —Me los besó uno a uno—. Es hora de secarse. —Salimos de la bañera. Sobre un taburete había un montón de toallas esponjosas. Miles cogió una y me envolvió con ella. Cuando nos hubimos cepillado los dientes, tomó mi cepillo y lo colocó junto al suyo en el vasito—. Lo dejaremos ahí —dijo.

Me toqué el pelo.

—¿Me dejas un secador?

Miles se enrolló una toalla a la cintura.

—Ven conmigo.

Cruzamos el descansillo, por cuyos ventanales de guillotina, que iban del suelo al techo, entraba a raudales la luz del sol de principios de otoño. Había un hermoso retrato de Roxy colgado en la pared.

—Es Ellen —me explicó Miles cuando nos detuvimos delante del cuadro—. Lo mandé pintar cuando nos prometimos. Tenía veintitrés años.

—Roxy se parece mucho a ella… aunque… —me volví hacia Miles— tiene tu nariz… y tu barbilla. —Se la acaricié con el dorso de la mano—. ¿Vivías aquí con Ellen?

—No. —Miles abrió una puerta con el nombre de Roxanne escrito en letras rosas—. Vivíamos en Fulham, pero cuando murió Ellen quise mudarme; era muy doloroso que todo me recordara a ella. Me invitaron a cenar a esta casa y me encantó; así que cuando los dueños decidieron venderla poco después fui la primera persona a quien se lo dijeron. Ahora…

La habitación de Roxy era muy espaciosa. Tenía una gruesa moqueta blanca y una cama de columnas coronada por un dosel de damasco rosa y dorado. Sobre un tocador blanco había todo un surtido de cremas faciales y lociones corporales carísimos, además de frascos de diferentes tamaños de J’adore. Delante de las ventanas con cortinas rosas y doradas había un diván de brocado rosa pálido y, sobre una mesita, una docena de revistas de moda, cuyas portadas brillaban como el hielo.

Vi una casa de muñecas sobre una mesa auxiliar: una mansión de estilo georgiano con una lustrosa puerta negra y ventanales de guillotina.

—Es igual que esta casa —comenté.

—Es esta casa —me explicó Miles—. Es una reproducción. —Abrió la parte delantera y miramos el interior—. Están todos los detalles, hasta las arañas de luces, los postigos y los pomos de bronce. —Contemplé la réplica de la bañera con patas de hierro en la que nos habíamos sumergido—. Se la regalé a Roxy cuando cumplió siete años —dijo Miles—. Pensé que le ayudaría a sentirse más a gusto aquí… Todavía juega con ella. —Se enderezó—. Ven… —Entramos en el vestidor—. Aquí es donde guarda el secador. —Señaló una mesa blanca sobre la que había un arsenal de accesorios de peluquería—. Voy a preparar el desayuno.

—No tardaré mucho.

Me senté a la mesa de Roxy, donde había un secador profesional, alisadores y rulos, un montón de rizadores eléctricos, cepillos, peines y pasadores. Mientras me secaba el pelo a toda prisa, me fijé en la ropa colgada en las barras que discurrían a lo largo de las tres paredes. Debía de haber cientos de vestidos y trajes. A mi izquierda vi un abrigo de ante rojo ladrillo de Gucci, era de la temporada primavera-verano del año anterior. Delante tenía un traje pantalón de satén de Matthew Williamson y un vestido de cóctel de Hussein Chalayan. Había cuatro o cinco trajes de esquí, y por lo menos ocho vestidos largos metidos en fundas de muselina. Debajo de la ropa había un estante de cromo con sesenta pares de zapatos y botas como mínimo. Junto a una pared había varias cestas de mimbre con unas tres docenas de bolsos.

A mis pies vi un ejemplar de Vogue de ese mes. Lo cogí y se abrió por las páginas dedicadas a la moda, donde la mitad de las prendas estaban marcadas con papelitos adhesivos rosas en forma de corazón. Un vestido de noche corto de seda azul de Ralph Lauren que costaba dos mil cien libras tenía un Postit, al igual que un vestido negro con un hombro al aire de Zac Posen. Un vestido mini color fucsia de Roberto Cavalli de mil quinientas noventa y cinco libras tenía también un corazón, en el que Roxy había escrito con grandes letras redondeadas: «Asegurarse de que Sienna Fenwick no se lo compra». Un vestido de noche multicolor de alta costura de Christian Lacroix tenía asimismo una señal. Costaba tres mil seiscientas libras. «Solo por encargo», había anotado Roxy. Sacudí la cabeza preguntándome cuántas de aquellas creaciones acabarían en manos de Roxanne.

Apagué el secador y lo dejé exactamente donde lo había encontrado. Al atravesar el dormitorio me detuve ante la casa de muñecas, que Miles había dejado entreabierta. Miré de nuevo su interior y reparé en dos muñequitos sentados en el sofá del salón: un papá con un traje marrón y, a su lado, una niña con un pichi de cuadritos blancos y rosas.

Regresé a la habitación de Miles, me vestí y me maquillé, cogí los pendientes que había dejado en el platillo verde de la repisa de la chimenea y bajé por la escalera siguiendo el aroma a café.

Miles estaba junto a una encimera donde había una bandeja con tostadas y mermelada.

—La cocina es preciosa —dije tras echar un vistazo—. No se parece en nada a la de la casa de muñecas.

Miles bajó el émbolo de la cafetera de cristal.

—La reformé el año pasado porque quería una bodega en condiciones. —Hizo un gesto hacia mi izquierda y vi la bodega, con dos grandes frigoríficos y botelleros de madera para el vino tinto que iban del suelo al techo. Levantó la bandeja—. Ya que te gusta, algún día tomaremos unas copas de Chante le Merle.

En la pared, junto a la puerta vidriera, había fotos de Roxy esquiando, montando a caballo, practicando mountain bike y jugando al tenis. En una instantánea sonreía delante de Table Mountain, en Ciudad del Cabo, y en otra aparecía en la cima de Ayers Rock, en Australia.

—Roxy es muy afortunada —dije mientras miraba una foto de la jovencita pescando en un yate, en un mar que parecía el Caribe—. Para su edad, ha hecho un montón de cosas y, como dijiste, tiene de todo.

Miles suspiró.

—Tal vez demasiado. —No dije nada—. Pero es mi única hija, y lo es todo para mí. Además, es lo único que me queda de Ellen. —Se quedó callado—. Solo quiero que sea lo más feliz posible.

—Por supuesto —murmuré. Elle est son talón d’Achille. ¿Era eso lo que había querido decir Cécile, tan solo que Miles malcriaba a Roxy?

Cuando salimos a la terraza contemplé el amplio jardín bordeado de ondulantes arriates de plantas herbáceas y arbustos. Miles dejó la bandeja sobre una mesita de hierro forjado.

—¿Te importaría traer el periódico? Estará en el umbral de la puerta principal.

Mientras él servía el café fui a buscar el Sunday Times y lo llevé al jardín. Nos sentamos a desayunar bajo el tibio sol de otoño, Miles leyendo el diario y yo hojeando el suplemento de estilo. Luego cogí el suplemento de negocios y leí el siguiente titular: CAE PHOENIX. El artículo, que ocupaba media página, reproducía la información del Black & Green y reiteraba la acusación de fraude, pero además iba acompañado de una foto de la novia de Keith Brown, con el pie: KELLY MARKS LO CUENTA TODO. Así pues, ¿era ella quien había dado el chivatazo?

El artículo afirmaba que, estando borracho, Brown le había explicado a su novia cómo había planeado y llevado a cabo el fraude; había echado la culpa a un ex empleado descontento cuyo carnet de identidad, según se supo luego, era falso, y que desapareció tras el incendio, supuestamente para escapar de la justicia. La policía distribuyó su foto, pero no logró localizar al hombre, a quien se daba por desaparecido. Brown, eufórico después de realizar una suculenta transacción inmobiliaria, se jactó como un idiota ante Kelly no solo de que aquel hombre no existía, sino de que además había sido él quien había prendido fuego al almacén. Hacía dos semanas la joven había decidido, tras hacer examen de conciencia, revelar la verdad al Black & Green. El artículo recogía una declaración de Matt en la que decía que, aunque no pensaba hacer comentarios sobre sus fuentes, respaldaba todo cuanto había publicado su periódico.

—¡Es increíble! —exclamé.

—¿El qué? —Pasé el artículo a Miles que lo leyó rápidamente—. Conozco el caso —dijo—. Un abogado amigo mío defendió a la compañía de seguros cuando Brown la demandó. Decía que no se creía la versión de Brown, pero que, como era imposible desmentirla, Star Alliance no tuvo otro remedio que pagar. Es evidente que grown creía que había salido impune, pero cometió un desliz.

—A mí se me pasó por la cabeza que podía ser su novia quien se había ido de la lengua. —Le hablé de la triste visita que ambos habían realizado a Village Vintage—. Pero lo descarté; ¿por qué iba a traicionarlo si no solo era su jefe, sino también su novio?

Miles se encogió de hombros.

—Venganza. Es probable que Brown la engañara con otra mujer, como suele suceder, o que pensara dejarla y ella se enterara. O tal vez le prometió un ascenso y después se lo dio a otra persona. Al final se sabrá cuáles han sido sus motivos.

De pronto recordé lo que había dicho Kelly Marks al pagar el vestido:

—«Son doscientas setenta y cinco libras. Ése era el precio».