Mann und Weib, und Weib und Mann…
Al despertar oí a la joven polaca cantar en las viñas.
Reichen an die Gottheitan…
Miles no estaba a mi lado. Había dejado un hueco en la almohada y su olor masculino en las sábanas. Me senté en la cama, con los brazos alrededor de las rodillas dobladas, y reflexioné sobre el giro que había dado mi vida. La habitación estaba a oscuras, con excepción de las astillas de luz que dejaba en el suelo el sol que se colaba por los postigos. Fuera se oía el arrullo de las palomas y, un poco más allá, el zumbido del lagar.
Abrí la ventana y contemplé el paisaje rojizo con sus verdes cipreses y sus ondeantes pinos. A lo lejos distinguí a Miles, que cargaba cubos en un camión. Lo observé durante un rato recordando la pasión, casi reverente, con que me había hecho el amor, el placer que había proporcionado a mi cuerpo. Bajo mi ventana se alzaba la higuera, donde dos palomas picoteaban un fruto marrón violáceo, demasiado maduro.
Me lavé y me vestí, deshice la cama y bajé. Con la luz del día el oso no parecía amenazador, sino risueño.
Crucé el recibidor en dirección a la cocina. En un extremo de una mesa larguísima, Roxy desayunaba sentada al lado de Cécile.
—Bonjour, Phoebe —me saludó Cécile con amabilidad.
—Bonjour, Cécile. Hola, Roxanne.
Roxy arqueó una ceja bien depilada.
—¿Todavía estás aquí?
—Sí —respondí sin alterarme—. No quería conducir de noche para volver a Aviñón.
—Et vous avez bien dormi? —me preguntó Cécile con una leve sonrisa de complicidad.
—Tres bien. Merci.
Señaló el montón de cruasanes y biscotes y me pasó un plato.
—¿Te apetece una taza de café?
—Sí, gracias. —Mientras Cécile me servía una taza de la cafetera que humeaba en un fogón, eché un vistazo a la espaciosa cocina, con baldosas de terracota, ristras de ajo y guindillas, y cacerolas de cobre que brillaban en los estantes—. Esto es precioso… Tienes una casa muy bonita, Cécile.
—Gracias. —Me ofreció un brioche—. Espero que vuelvas a visitarnos.
—¿Así que te vas? —me preguntó Roxanne, untando un montón de mantequilla en una rebanada de pan. Su tono había sido neutro, pero su animadversión saltaba a la vista.
—Me iré después de desayunar —me volví hacia Cécil—. Tengo que ir a Isle sur la Sorgue.
—C’est pas trop loin —dijo mientras yo bebía café—. Puede que a solo una hora.
Asentí. Ya había ido antes a Isle sur la Sorgue, pero desde otra dirección. Tenía que buscar la manera de llegar desde allí.
Mientras Cécile y yo hablábamos una mezcla de inglés y francés, entró un gatito negro con el rabo estirado. Lo llamé diciendo bis, bis y para mi sorpresa se subió de un salto a mi regazo y empezó a ronronear la mar de contento.
—Es Minou —dijo Cécile mientras yo acariciaba la cabeza del minino—. Creo que le caes bien. —Advertí que Cécile me miraba la mano derecha—. Quelle jolie bague —comentó con admiración—. El anillo… es precioso.
—Gracias. Era de mi abuela.
De pronto Roxanne echó hacia atrás la silla y se levantó. Tomó un melocotón del frutero, lo lanzó al aire con la mano derecha y lo cogió al vuelo con suma destreza.
—¿Ya has acabado tu petit déjeuner, Roxanne? —le preguntó Cécile.
—Sí —respondió Roxy—. Nos vemos luego.
—A mí no me verás —dije—. Pero espero que volvamos a coincidir alguna vez, Roxy.
No dijo nada y, cuando se hubo marchado, se hizo un silencio embarazoso, ya que Cécile había captado el desaire.
—Roxanne est tres belle —comentó mientras retiraba el plato y la taza de la chica.
—Sí, es guapa.
—Miles l’adore.
—Por supuesto —convine. Me encogí de hombros—. Elle est sa fille.
—Oui. —Cécile suspiró—. Mais elle est aussi… comment diré? Son talón d’Achille.
Fingí un interés renovado por el gato, que se había puesto boca arriba para que le acariciase la panza. Me bebí el café y miré el reloj.
—Tengo que irme, Cécile. Merci bien pour votre hospitalité. —Bajé al gato de mi regazo y llevé el plato y la taza del desayuno al lavavajillas, pero Cécile chasqueó la lengua y me los quitó de las manos. Me acompañó a la puerta.
—Au revoir, Phoebe —me dijo cuando salimos a la luz del sol—. Te deseo una feliz estancia en la Provenza. —Me besó en las mejillas—. Y también te deseo… —añadió desviando la vista hacia Roxanne, que estaba sentada al sol— buena suerte.
Mientras me dirigía hacia el coche deseé que Cécile no hubiera dicho esas últimas palabras. Roxy era rebelde, egoísta y exigente, pero había muchos adolescentes así. Por otro lado, yo acababa de conocer a Miles, de modo que lo de la buena suerte no venía al caso. No obstante, Miles me gustaba… me gustaba muchísimo.
Me puse una mano sobre los ojos a modo de visera y busqué a Miles en el viñedo. Lo vi caminar hacia mí con ese aire un tanto preocupado que siempre tenía, como si temiera que yo fuera a salir huyendo. Aquella mezcla de educación y vulnerabilidad me parecía enternecedora.
—No te irás, ¿verdad? —dijo al acercarse.
—Sí, me voy. Bien… gracias por… por todo.
Miles sonrió y se llevó mi mano a los labios de una forma que me estremeció. Señaló el mapa de carreteras que había en el salpicadero.
—¿Ya sabes cómo llegar a Isle sur la Sorgue?
—Sí. El camino es recto. Bueno…
Me senté al volante y oí los arpegios argentinos de un mirlo.
—Chante le Merle —dije.
—Eso es. —Miles se inclinó hacia la ventanilla abierta para besarme—. Nos vemos en Londres. Al menos eso espero. Puse la mano sobre la suya y volví a besarle.
—Me verás en Londres —dije.
Disfruté del trayecto hasta Isle sur la Sorgue bajo la radiante luz del sol, por carreteras prístinas con márgenes dorados salpicados del rojo de las amapolas, entre huertos de cerezos bien cuidados y viñedos recién vendimiados. Pensé en Miles y en lo atractivo que me parecía. Todavía notaba los labios doloridos por la presión de su boca.
Aparqué en un extremo de la hermosa ciudad ribereña y caminé entre la multitud por la primera mitad del mercado. En los tenderetes vendían jabón de lavanda, botellas de aceite de oliva, salami de olor fuerte, colchas provenzales y cestos de paja de tonos rojos, amarillos y verdes. En aquella parte del mercado reinaba un ambiente bullicioso y comercial.
—Vingt euros!
—Merci, monsieur.
—Les prix sont bas, non?
—Je vous enprie.
Atravesé el pequeño puente de madera que cruzaba el angosto río para ir a la parte alta de la ciudad, donde el ambiente era más tranquilo, ya que los compradores miraban en silencio los puestos de antiquités y bric-a-brac. Me detuve en uno en el que había una vieja silla de montar, un par de guantes de boxeo rojos y un barco muy grande en una botella, varios álbumes de sellos y una pila de ejemplares de L’illustration de la década de los cuarenta. Les eché un vistazo; había portadas con fotos de la agencia Magnum en las que se mostraban imágenes del desembarco de Normandía, de combatientes de la Resistencia junto a los soldados aliados y de las celebraciones en la Provenza al finalizar la ocupación. L’ENTRÉE DES TROUPES ALLIÉES —rezaba el titular de la portada—. LA PROVENCE LIBERÉE DUJOUR ALLEMAND.
Luego me puse a buscar ropa vintage, que era lo que me había llevado allí. Compré camisas de percal blanco y vestidos estampados, enaguas y chalecos bordados, todos en perfecto estado. El reloj de la iglesia dio las tres. Era hora de regresar. Supuse que Miles seguiría trabajando en la viña, ayudando a recoger los últimos racimos; por la noche celebrarían una fiesta para los vendimiadores.
Metí las bolsas en el maletero, subí al coche y bajé la ventanilla porque el interior estaba recalentado. El camino hacia Aviñón era recto, pero pronto me di cuenta de que me había pasado la señal que anunciaba el desvío; así pues, no me dirigía hacia el sur, sino hacia el norte. La frustración de saber que me había equivocado se acrecentó porque no encontraba ni un solo lugar donde girar. Para colmo, detrás de mí se había formado una cola de coches. Me hallaba en un lugar llamado Rochemare.
Miré por el retrovisor. El coche de atrás iba tan pegado al mío que casi veía los ojos del conductor. Sus coléricos bocinazos me ponían nerviosa. Desesperada por deshacerme de él, giré bruscamente a la derecha para tomar una calle estrecha y respiré aliviada. Avancé más o menos un kilómetro hasta llegar a una gran plaza muy bonita. A un lado había varias tiendas pequeñas y un bar con una terraza sombreada por plátanos retorcidos donde un anciano tomaba una cerveza. Enfrente se alzaba una iglesia imponente. Al pasar junto a ella miré la puerta y el corazón me dio un vuelco.
Me pareció oír la voz de la señora Bell.
—«Me crié en un pueblo grande a unos cinco kilómetros del centro de la ciudad. Era un lugar bastante tranquilo, con calles estrechas que conducían a una enorme plaza cuadrada bordeada de plátanos donde había unas cuantas tiendas y un bar muy agradable…».
Aparqué en el primer lugar que encontré, delante de una boulangerie, bajé del coche y me dirigí hacia la iglesia. La voz de la señora Bell aún resonaba en mis oídos.
—«En el lado norte de la plaza estaba la iglesia, sobre cuya puerta estaban grabadas, con grandes letras romanas, las palabras: Liberté, Egalité et Fraternité…».
Se me aceleró el pulso mientras observaba la famosa inscripción, tallada en piedra con claras letras romanas. Luego me volví y contemplé la plaza. Ésa era la localidad donde se había criado la señora Bell. No me cabía ninguna duda. Aquélla era la iglesia. Allí estaba el bar Mistral —vi el nombre en ese momento—, donde la señora Bell se había sentado aquella tarde. De pronto pensé que el anciano podía ser el mismísimo Jean-Luc Aumage. El hombre debía de tener más de ochenta años, de modo que era posible que fuera él. Mientras lo observaba vació su vaso, se levantó, se caló la boina y echó a andar lentamente apoyado en un bastón.
Regresé al coche y reanudé la marcha. En las afueras de la población las casas eran más dispersas, y pronto vi viñedos y huertos pequeños, y a cierta distancia, un paso a nivel.
—«El pueblo estaba rodeado de campos y cerca de allí pasaba una línea ferroviaria… Mi padre tenía un pequeño viñedo no lejos de nuestra casa…».
Estacioné en el arcén y me quedé sentada en el coche. Imaginé a Thérèse y a Monique caminando por aquellos campos, atravesando los viñedos y los huertos. Imaginé a Monique escondiéndose en el granero para salvarse. Ahora los oscuros cipreses me parecieron dedos acusadores que señalaban hacia el cielo. Le di al contacto y volví a la carretera. Cuando llegué al límite de la localidad vi que habían construido viviendas nuevas, pero había una hilera de cuatro casas mucho más antiguas. Llegué hasta la última de éstas y me apeé.
En la parte delantera había un bonito jardín con macetas de geranios blancos y rosas, además de un pozo. Sobre la puerta había una placa ovalada con una cabeza de león tallada. Imaginé la casa unos setenta años atrás, abandonada por sus moradores entre gritos de protesta y terror.
De pronto percibí un movimiento tras los postigos, solo una sombra fugaz, pero por algún motivo se me erizó el vello. Dudé unos segundos antes de regresar al coche con el pulso acelerado.
Me senté y miré a la casa por el espejo retrovisor. Las manos me temblaban cuando las puse en el volante para alejarme.
Volví al centro de la ciudad, con el corazón ya apaciguado. Me alegraba de que el destino me hubiera llevado a Rochemare, pero debía marcharme. Buscando el camino de salida giré a la izquierda por una callejuela, al final de la cual me detuve y bajé la ventanilla. Allí habían colocado, sin mucha solemnidad, un monumento a los caídos en la guerra. Aux Morts Glorieux, decían las letras negras grabadas en la delgada columna de mármol blanco. Debajo estaban los nombres de los caídos en las dos guerras mundiales, apellidos que ya había oído: Carón, Didier, Marigny y Paget. Con un sobresalto, como si yo misma lo hubiera conocido, leí: «1954. Indochina, JL Aumage».
Supongo que la señora Bell ya lo sabrá, pensé el martes mientras colocaba algunas de sus prendas en la tienda. «Seguro que regresó a Rochemare alguna vez», me dije tras colgar su traje de pata de gallo de Pierre Cardin, que a continuación cepillé preguntándome qué habría sentido al enterarse.
Quería sacar también los vestidos de noche de la señora Bell, pero recordé que seguían casi todos en casa de Val. Estaba pensando que tendría que ir a recogerlos cuando sonó la campanilla de la puerta y entraron dos colegialas que aprovechaban la hora del recreo para ir de compras. Se pusieron a mirar la ropa y yo vestí un maniquí con un abrigo de ante de Jean Muir que había comprado a la señora Bell. Mientras lo abotonaba, alcé la vista hacia el único vestido pastelito colgado en la pared y me pregunté quién lo compraría.
—Disculpe. —Me volví. Las dos chicas se hallaban junto al mostrador. Eran de la edad de Roxy, tal vez más jóvenes.
—¿En qué puedo ayudaros?
—Bueno… —La primera jovencita, que tenía una media melena morena y una tez casi mediterránea, sostenía en una mano una cartera de piel de serpiente que había sacado de la cesta de las carteras y monederos—. Acabo de mirar esto.
—Es de finales de los sesenta —le expliqué—. Creo que cuesta ocho libras.
—Sí. Eso dice la etiqueta, pero el caso es que… —va a empezar a regatear, pensé con fastidio—. Es que tiene un compartimiento secreto. —La miré extrañada—. Aquí. —Retiró una solapa de piel y dejó a la vista una cremallera oculta—. No lo sabía, ¿verdad?
—No —murmuré. Había comprado las carteras en una subasta y solo las había limpiado un poco antes de ponerlas en la cesta.
La chica abrió la cremallera.
—Mire. —En el interior había un fajo de billetes. Me pasó la cartera y los saqué.
—Ochenta libras —exclamé, sorprendida. Recodé que Ginny Jones, de Radio Londres, me había preguntado si alguna vez había encontrado dinero en los objetos que vendía. Me entraron ganas de llamarla para decirle que acababa de ocurrirme.
—He pensado que debía decírselo —dijo la chica.
—Te felicito por tu honradez. —Separé dos billetes de veinte y se los tendí—. Toma.
La chica se puso colorada.
—No pretendía…
—Ya lo sé, pero es lo menos que puedo hacer. Acéptalos, por favor.
—Pues gracias. —Respondió contenta la chica. Tomó el dinero—. Ten, Sarah… —Ofreció un billete a su amiga, una chica de más o menos su misma estatura pero con el pelo corto y rubio.
Sarah negó con la cabeza.
—Lo has encontrado tú, Katie, no yo. Más vale que nos demos prisa, no tenemos mucho tiempo.
—¿Buscáis algo en concreto? —les pregunté.
Me explicaron que buscaban un vestido especial para un baile organizado por la Fundación para la Lucha contra la Leucemia en Adolescentes.
—Se celebra en el Museo de Historia Natural. —Dijo Katie. Por lo tanto, era el baile al que acudiría Roxy—. Habrá mil chicas como nosotras, por eso queremos algo que nos haga destacar entre la multitud. Me temo que nuestro presupuesto es bastante reducido —añadió con tristeza.
—Bueno… echad un vistazo. Hay algunos vestidos muy vistosos de los cincuenta, como éste. —Descolgué un vestido sin mangas de algodón satinado con un llamativo estampado semi abstracto de hexaedros y círculos—. Cuesta ochenta libras.
—Es muy original —comentó Sarah.
—Es de Horrocks; a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta confeccionaba unos vestidos de algodón preciosos. El estampado es una creación de Eduardo Paolozzi. —Las chicas asintieron y advertí que Katie se quedaba mirando el vestido pastelito color amarillo.
—¿Cuánto cuesta ése? —Le dije el precio—. Vaya, es demasiado caro. Para mí, quiero decir —se apresuró a añadir—. Pero estoy segura de que alguien lo pagará, porque es… —Suspiró—. Fantástico.
—Tendría que tocarte la lotería —señaló Sarah mirándolo— ^ conseguir un empleo de fin de semana donde te paguen mejor.
—Ojalá —repuso Katie—. Solo me saco cuarenta y cinco libras al día en Costcutters, así que tendría que trabajar durante… dos meses para poder comprarme el vestido, y para entonces el baile ya habrá pasado.
—Bueno, ahora tienes cuarenta libras —le recordó Sarah—, conque solo te faltan doscientas treinta y cinco. —Katie puso los ojos en blanco—. Pruébatelo —la animó su amiga.
Katie negó con la cabeza.
—¿Por qué?
—Porque creo que te quedará bien.
—No puedo pagarlo aunque me quede bien.
—Pruébatelo —tercié—, aunque solo sea para divertirte. Además, me gusta ver cómo le queda la ropa a las clientas.
Katie volvió a mirar el vestido.
—Está bien.
Lo descolgué y lo dejé en el probador. Katie entró y al cabo de un par de minutos salió.
—Pareces… un girasol —exclamó Sarah sonriendo.
—Te queda de maravilla —dije mientras Katie se miraba en el espejo—. No a todo el mundo le favorece el amarillo, pero tú tienes el tono de piel adecuado.
—Tendrás que ponerte un sujetador con relleno —dijo acertadamente Sarah cuando Katie se ciñó el corpiño—. Podrías ponerte uno de esos rellenos de silicona.
Katie se volvió hacia su amiga con cara de fastidio.
—Hablas como si fuera a comprarlo, y ya sabes que no puedo.
—¿No podría ayudarte tu madre? —preguntó Sarah.
Katie negó con la cabeza.
—Está un poco mal de dinero. A lo mejor si consiguiera un trabajo por las tardes… —musitó mientras, con las manos en la cintura, daba una vuelta hacia aquí, otra hacia allá, y las enaguas hacían frufrú.
—Podrías hacer de canguro —propuso Sarah—. Yo cobro cinco libras la hora por cuidar de los hijos de mis vecinos. En cuanto los meto en la cama, me pongo a hacer los deberes.
—No es una mala idea —murmuró Katie, que se había puesto de puntillas y miraba su perfil en el espejo—. Podría colgar un anuncio en la juguetería, o en el escaparate de Costcutters. De todas formas, ha sido genial verme con este vestido puesto. —Se miró al espejo durante unos instantes, como si quisiera grabar en su memoria lo guapa que estaba en ese momento. Luego, con un suspiro de pena, corrió la cortina del probador.
—Quien la sigue la consigue —soltó Sarah alegremente.
—Sí —repuso Katie—, pero cuando haya ahorrado la cantidad necesaria seguro que ya lo han comprado; es la ley de Murphy. —Al cabo de un minuto salió del probador y miró con desconsuelo la americana y la falda grises de su uniforme—. Me siento como Cenicienta después del baile.
—Tendré los ojos bien abiertos por si veo un hada madrina —dijo Sarah—. ¿Durante cuánto tiempo puede reservar las prendas? —me preguntó.
—Normalmente una semana. Me encantaría reservarlo durante más tiempo, pero…
—No puede, claro —dijo Katie cogiendo su mochila—, porque quién sabe si volveré a por él. —Miró el reloj—. Son las dos menos cuarto. Más vale que nos larguemos pitando. —Se volvió hacia Sarah—. La señora Doyle se pone como una fiera si llegamos tarde. De todas formas… —me dijo con una sonrisa—, muchas gracias.
Cuando las chicas salían, entró Annie.
—Parecían simpáticas —dijo.
—Eran encantadoras. —Le conté el gesto de honradez que había tenido Katie.
—Estoy impresionada.
—Se ha enamorado del pastelito amarillo —le expliqué—. Me gustaría guardárselo por si consigue ahorrar el dinero para comprarlo, pero…
—Es un riesgo —dijo Annie con buen juicio—. Podrías perder una venta.
—Cierto… Dime, ¿cómo te ha ido la prueba? —le pregunté con impaciencia.
Se quitó la chaqueta.
—No hay nada que hacer. Se han presentado ciento y la madre.
—Crucemos los dedos para que tengas suerte —mentí—. ¿Es que tu agente no puede conseguirte más trabajo?
Annie se pasó los dedos por el cabello.
—No tengo agente. El último que tuve era un inútil y lo despedí, y ahora no puedo conseguir otro porque no actúo y no pueden ver cómo lo hago. Así que sigo enviando currículos y de vez en cuando consigo alguna prueba. —Empezó a limpiar el mostrador—. Lo que odio de la interpretación es la falta de control. No soporto pensar que a mi edad tenga que esperar sentada que me llame un director. Tendría que escribir mis propios textos.
—Dijiste que te gustaba escribir.
—Así es. Me gustaría encontrar una historia que pudiera interpretar una sola actriz. Luego la escribiría, la montaría y la representaría; yo me encargaría de todo.
Me vino a la mente la historia de la señora Bell, pero, aunque hubiera podido contársela a Annie, el problema era el final: demasiado triste.
Oí que mi teléfono emitía un pitido y miré la pantalla. Noté que se me encendía el rostro de puro placer; era un mensaje de Miles, que me preguntaba si quería ir al teatro el sábado. Le contesté y le dije a Annie que me iba al Paragon.
—¿Vas a ver otra vez a la señora Bell?
—Me pasaré por su casa un momento para tomar una taza de té con ella.
—Se ha convertido en tu mejor amiga —dijo Annie con tono cariñoso—. Espero que alguna joven encantadora venga a visitarme cuando sea anciana.
—Espero que no le importe que me presente sin que me haya invitado —le dije a la señora Bell veinte minutos más tarde.
—¿Importarme? —repitió tras indicarme que entrara—. Estoy encantada de verte.
—¿Se encuentra bien, señora Bell? —Estaba más delgada que la semana anterior, el rostro un poco más enjuto.
—Estoy… estoy bien, gracias. Bueno, en realidad no estoy bien, claro… —Se quedó callada—. Pero me gusta sentarme a leer, o simplemente mirar por la ventana. Tengo un par de amigas que vienen a verme. Mi asistenta, Paola, viene dos mañanas a la semana, y mi sobrina llega el jueves; se quedará tres días conmigo. Ojalá hubiera tenido hijos… —dijo la señora Bell cuando nos dirigíamos hacia la cocina—. Pero no tuve suerte, la cigüeña no quiso visitarme. Hoy día las mujeres pueden conseguir ayuda —musitó mientras abría un armario. Sí, pensé, pero no siempre funciona. Y recordé a la joven que había comprado el vestido rosa—. Por desgracia, lo único que me han dado los ovarios es un cáncer —añadió la señora Bell tras sacar la jarrita de la leche—. Lo cual es bastante desagradable por su parte. Lleva tú la bandeja, por favor.
—Acabo de regresar de Aviñón —dije al cabo de unos minutos mientras servía el té.
La señora Bell asintió pensativa.
—¿Y ha sido un viaje provechoso?
—Sí, porque he comprado ropa bonita. —Le tendí una taza—. También estuve en Châteauneuf-du-Pape. —Y le hablé de Miles. Tomó un sorbito de té, sosteniendo la taza con ambas manos.
—Qué romántico.
—Bueno… no del todo. —Y le hablé del comportamiento de Roxanne.
—Así que estuviste en Châteauneuf-du-Pape.
Sonreí.
—Eso me pareció. Roxanne es muy exigente, por decirlo suavemente.
—Te lo pondrá difícil —comentó con toda razón la señora Bell.
—Creo que sí. —Pensé en la animadversión de Roxy—. Pero parece que a Miles… le gusto.
—Estaría loco si no le gustaras.
—Gracias… pero si le cuento esto es porque al regresar a Aviñón me perdí y fui a parar a Rochemare.
La señora Bell se removió en el asiento.
—Ah.
—No me había dicho cómo se llamaba su pueblo.
—Preferí no hacerlo; no había necesidad de que lo supieras.
—Entiendo. Pero lo reconocí por la descripción que hizo usted. Vi a un anciano sentado en el bar de la plaza e incluso pensé que podría ser Jean-Luc Aumage…
—No —me interrumpió la señora Bell. Dejó la taza—. No, no. —Negó con la cabeza—. Jean-Luc murió en Indochina.
—Luego vi el monumento a los caídos.
—Lo mataron en la batalla de Dien Bien Phu. Al parecer intentaba ayudar a una mujer vietnamita a ponerse a salvo. —Miré fijamente a la señora Bell—. Resulta extraño —comentó en voz baja—. A veces me pregunto si lo que le llevó a realizar una acción tan noble fue el sentimiento de culpa por lo que había hecho diez años antes. —Alzó las manos—. ¿Quién sabe? —La señora Bell miró hacia la ventana—. ¿Quién sabe…? —repitió en un susurro. De pronto se levantó con dificultad del sillón haciendo una mueca de dolor y se enderezó—. Disculpa, Phoebe. Quiero enseñarte algo.
Salió de la sala y se dirigió por el pasillo hacia su dormitorio, donde oí que abría un cajón. Regresó enseguida trayendo un sobre marrón grande con los bordes descoloridos. Se sentó, lo abrió y sacó una foto, y la miró durante unos segundos como si buscara algo, hasta que me indicó con una seña que me acercara. Coloqué una silla a su lado.
Era una foto en blanco y negro de un centenar de niños y niñas colocados en filas. Unos miraban al frente con semblante alegre, otros tenían cara de aburrimiento y la cabeza ladeada, o los ojos entrecerrados a causa de la luz del sol. Los de mayor edad estaban muy erguidos en la última fila, y los más pequeños sentados con las piernas cruzadas delante, ellos con la raya del pelo bien marcada, ellas con el cabello recogido con pasadores o cintas.
—Es del cuarenta y dos —dijo la señora Bell—. Éramos unos ciento veinte en el colegio en aquel entonces.
Observé el mar de rostros.
—¿Y dónde está usted?
La señora Bell señaló hacia la izquierda de la tercera fila, a una niña de frente despejada, boca grande y media melena castaña con suaves ondas que le enmarcaba la cara. A continuación desplazó el dedo hacia la niña que estaba justo a la izquierda: una niña de lustroso pelo moreno cortado a lo gargon, pómulos marcados y ojos negros de mirada cordial aunque un tanto vigilante.
—Y ésta es Monique.
—Su rostro denota recelo.
—Sí. Se percibe su inquietud, su miedo a ser descubierta. —La señora Bell suspiró—. Pobre niña.
—¿Y dónde está él? —La señora Bell señaló al chico situado en el centro de la última fila, cuya cabeza constituía el vértice de la composición. Viendo sus hermosos rasgos y su cabello rubio como el trigo, era fácil entender el enamoramiento adolescente de la señora Bell.
—Es curioso —murmuró—, pero cuando pensaba en Jean-Luc tras la guerra imaginaba con amargura que sin duda llegaría a la vejez y moriría sin sufrir mientras dormía, rodeado de sus hijos y nietos. En realidad Jean-Luc murió a los veintiséis años lejos de casa, en plena batalla, ayudando valientemente a una extranjera. Marcel me envió un recorte de periódico donde se explicaba que había retrocedido para ayudar a una mujer vietnamita que logró salvarse, y que lo calificaba de «héroe». Al menos para ella lo fue.
La señora Bell bajó la foto.
—Me he preguntado muchas veces por qué Jean-Luc le hizo aquello a Monique. Era muy joven, claro, pero eso no es excusa. Idolatraba a su padre, lo consideraba un héroe, aunque por desgracia René Aumage no era un héroe. Y en parte puede que lo que lo moviera fuera el despecho: Monique guardaba las distancias con él, y con toda razón.
—Pero puede que Jean-Luc no tuviera ni idea del destino que le aguardaba a Monique —susurré.
—No, no podía saberlo porque nadie lo supo hasta al cabo de un tiempo. Y quienes lo sabían y estaban en disposición de contarlo se topaban con la incredulidad general… la gente decía que estaban locos. Ojalá… —murmuró la señora Bell sacudiendo la cabeza—. Sea como fuere, el comportamiento de Jean-Luc fue abominable, como el de tantos otros en aquella época, aunque hubo muchos que actuaron como verdaderos héroes —añadió—. Por ejemplo la familia Antignac, que al final se supo que había acogido en su casa a otros cuatro niños, y todos sobrevivieron a la guerra. —Me miró a los ojos—. Hubo muchos valientes como los Antignac, y ésas son las personas en las que pienso. —Volvió a meter la foto en el sobre.
—Señora Bell —dije con delicadeza—, también encontré la casa de Monique. —Noté que se estremecía—. Lo siento —añadí—. No quería disgustarla. La reconocí por el pozo y por la cabeza de león labrada sobre la puerta.
—Hace sesenta y cinco años que vi por última vez esa casa —murmuró—. He regresado a Rochemare, por supuesto, pero jamás he vuelto al hogar de Monique; no podría soportarlo. Cuando mis padres murieron en los setenta, Marcel se trasladó a Lyon y mi relación con el pueblo terminó.
Removí el té.
—Mientras estaba allí, señora Bell, me extrañó percibir un movimiento tras los postigos; no fue más que una sombra fugaz, pero en cierta forma… me asustó. Me pareció…
La señora Bell se mostró irritada.
—¿Qué te pareció?
—No lo sé… no puedo explicarlo, solo puedo decir que no fui capaz de acercarme a la puerta para llamar y preguntar…
—¿Preguntar qué? —dijo la señora Bell con aspereza. Su tono me sorprendió—. ¿Qué podías preguntar?
—Bueno…
—¿Qué podías averiguar que yo no supiera ya? —Los ojos azules de la señora Bell destellaban—. Monique y su familia fallecieron en el cuarenta y tres.
Le sostuve la mirada, intentando no perder la calma.
—¿Lo sabe a ciencia cierta?
La señora Bell dejó la taza en el platillo, que tintineó de tanto como le temblaba la mano.
—Cuando terminó la guerra, busqué información sobre ellos, aun temiendo lo que pudiera averiguar. Facilité tanto su apellido francés como el alemán al servicio de localización de la Cruz Roja Internacional. Los documentos que encontraron tras una búsqueda de más de dos años demostraban que la madre y los hermanos de Monique fueron enviados a Dachau en junio del cuarenta y tres; sus nombres figuraban en las listas de deportación. No hallaron ningún otro documento sobre ellos, porque no se recogía el nombre de aquéllos que no sobrevivían a la selección, y las mujeres con niños pequeños no sobrevivían a ese proceso. —La voz de la señora Bell se apagó—. La Cruz Roja sí halló un documento con el nombre del padre de Monique. Lo mandaron a realizar trabajos forzados. En cuanto a Monique… —A la señora Bell le temblaban los labios—. La Cruz Roja no encontró rastro de ella después de la guerra. Sabían que había pasado tres meses en Drancy antes de que la enviaran a Auschwitz. Según su ficha (los nazis eran muy meticulosos con los archivos), llegó a ese campo el 5 de agosto del cuarenta y tres. El hecho de que tuviera una ficha indicaba que había sobrevivido a la selección, pero cabe suponer que la mataron, o que murió allí en una fecha desconocida.
Noté que se me aceleraba el pulso.
—Pero usted no sabe a ciencia cierta qué le ocurrió.
La señora Bell se removió en el asiento.
—No, pero…
—¿Y no ha tratado de averiguar nada más desde entonces? La señora Bell negó con la cabeza.
—Pasé tres años buscando a Monique, y lo que descubrí me convenció de que no había logrado salvarse. Pensé que era inútil y descorazonador seguir buscándola. Iba a casarme, a trasladarme a Inglaterra; se me brindaba la oportunidad de empezar de nuevo. Decidí, de forma despiadada tal vez, correr un tupido velo sobre lo ocurrido; no podía cargar con ello para siempre, castigarme durante toda la vida… —La voz de la señora Bell se apagó de nuevo—. Tampoco me atreví a explicárselo a mi marido, me aterrorizaba ver en sus ojos una expresión de desilusión que lo hubiera… estropeado todo. Así que eché tierra encima de la historia de Monique, y durante décadas no se la conté a nadie. Ni a un alma. Hasta que te conocí.
—Pero no sabe si Monique murió en Auschwitz —insistí. Parecía que el corazón iba a salírseme del pecho. La señora Bell me miró de hito en hito.
—Es cierto. Pero, si no murió allí, lo más probable es que muriera en otro campo de concentración o en el caos de enero del cuarenta y cinco, cuando los Aliados se acercaban y los nazis obligaron a los presos que aún podían tenerse en pie a marchar por la nieve hasta otros campos del interior de Alemania; sobrevivió menos de la mitad. Durante esos meses hubo tantos desplazados que muchos de los fallecimientos quedaron sin registrar, y creo que ése fue el caso de Monique.
—Pero no lo sabe… —Intenté tragar saliva, pero tenía la boca seca—. Y sin esa certeza seguro que se ha preguntado más de una vez si…
—Phoebe —me interrumpió la señora Bell, sus ojos azules empañados por las lágrimas—, Monique murió hace más de sesenta y cinco años. Y su casa, como la ropa que vendes, tiene una nueva vida con sus actuales propietarios. Lo que sentiste al verla fue algo… irracional. Lo que vislumbraste fue a alguna persona que vive allí ahora, no una… «presencia», si es eso lo que insinúas, que quisiera dirigirse a ti para… ¡qué sé yo! Ahora… —Se llevó al pecho una mano que temblaba como un pájaro herido—. Estoy cansada. —Me levanté.
—Tengo que marcharme. —Llevé la bandeja del té a la cocina y regresé a la sala—. Si se ha disgustado por mi causa, lo lamento, señora Bell. No era mi intención.
Soltó un suspiro pesaroso.
—Y yo lamento haberme puesto tan… tan nerviosa. Sé que tu intención es buena, Phoebe, pero a mí me resulta muy doloroso, sobre todo ahora que soy consciente de que mi vida pronto acabará y de que moriré sabiendo que no he podido enmendar el mal que hice.
—El error que cometió, querrá decir —la corregí con amabilidad.
—Sí, el error, el terrible error. —La señora Bell me tendió una mano y se la cogí. Era muy pequeña y apenas pesaba—. Pero agradezco que pienses en mi historia. —Noté cómo me apretaba los dedos.
—Sí, pienso en ella. Y mucho, señora Bell.
Asintió con la cabeza.
—Yo también pienso en la tuya.