Cuando me dirigía al restaurante donde había quedado con Miles, pensé que algunas personas dicen ser capaces de «compartimentar» las cosas, como si fuera posible meter los pensamientos negativos o inquietantes en ordenados cajones mentales para sacarlos solo una vez que estemos psicológicamente preparados. Es una idea atractiva, pero jamás me la he tragado. Por experiencia propia sé que la tristeza y los remordimientos se instalan en la conciencia queramos o no, o nos asaltan de pronto. Lo único que los cura es el tiempo, aunque en ocasiones ni siquiera toda una vida, como demostraba la historia de la señora Bell, es tiempo suficiente. El trabajo también es un antídoto para la infelicidad, por supuesto, ya que es una distracción. Miles era una distracción que agradecía, o eso me dije mientras caminaba para ir a su encuentro el jueves unos minutos después de las ocho.
Llevaba un vestido de cóctel rosa pastel de los sesenta confeccionado con seda de sari. Como complemento, había escogido una pasmina color oro viejo.
—El señor Archant ya ha llegado —me informó el maître del Oxo Tower. Mientras lo seguía por el comedor, vi a Miles sentado a una mesa junto a un ventanal ojeando la carta. Se me cayó el alma a los pies al ver sus canas y sus gafas de media luna para leer. Miles levantó la mirada y, al verme, se dibujó en su rostro una sonrisa de alegría y nerviosismo que disipó mi decepción. Se levantó, guardó los lentes en el bolsillo de la pechera y puso una mano sobre la corbata de seda amarilla para que no se doblara. Era enternecedor ver a un hombre tan sofisticado comportarse con semejante torpeza.
—Phoebe. —Me besó en las mejillas tras ponerme una mano en el hombro como si quisiera atraerme hacia sí. Al ver lo atractivo que era sentí un interés repentino que me desconcertó—. ¿Te apetece una copa de champán? —me preguntó.
—Me encantaría.
—¿Te parece bien Dom Pérignon?
—Si no hay nada mejor —contesté en broma.
—No les queda ninguna botella de Krug Vintage… lo he preguntado. —Me reí, pero luego me di cuenta de que Miles lo había dicho en serio.
Mientras charlábamos y disfrutábamos de la vista del Temple y la catedral de San Pablo al otro lado del río, me conmovió que Miles intentara impresionarme y se mostrara tan contento en mi compañía. Le pregunté por su trabajo y me explicó que era el socio fundador del bufete de abogados donde ahora atendía a los clientes tres días a la semana.
—Estoy medio jubilado. —Tomó un sorbo de champán—. Pero no quiero desentenderme del todo, y consigo nuevos casos recibiendo a los clientes. Ahora háblame de tu tienda, Phoebe, ¿por qué decidiste abrirla? —Le conté en pocas palabras cómo había sido mi época en Sotheby’s. Abrió los ojos como platos—. Entonces me enfrenté a toda una profesional en aquella subasta.
—Sí —repuse mientras él devolvía la carta de vinos al camarero. Pero me comporté como una aficionada. Me dejé llevar por la emoción.
—Debo decir que actuaste de forma bastante apasionada, por cierto, ¿qué tiene de extraordinario la tal…? Lo siento, ¿cómo se llamaba la diseñadora?
—Madame Grès —respondí con paciencia—. Era la mejor costuriére del mundo. Plisaba las telas directamente sobre el cuerpo de la modelo y convertía a la mujer en una bella escultura. Como el Espíritu del Éxtasis de los Rolls Royce. Madame Grès era una escultora que labraba telas. Además era muy valiente.
Miles entrelazó las manos.
—¿En qué sentido?
—Cuando en el cuarenta y dos inauguró la Casa Gres en París, colgó una enorme bandera francesa en el escaparate desafiando a la ocupación alemana. Cada vez que los alemanes la arrancaban, ponía otra. Sabían que era judía, pero la dejaban en paz porque esperaban que vistiera a las esposas de los oficiales. Cuando se negó, le cerraron la tienda. Murió en la pobreza, olvidada por todos, pero era un genio.
—¿Qué piensas hacer con el vestido? Me encogí de hombros.
—No lo sé.
Él sonrió.
—Guárdalo para tu boda.
—Eso me han aconsejado, pero dudo que me lo ponga con ese propósito.
—¿Has estado casada? —Negué con la cabeza—. ¿O has estado a punto? —Asentí—. ¿Estabas comprometida, pues? —Volví a asentir—. ¿Puedo preguntarte qué ocurrió?
—Lo siento… preferiría no hablar de eso. —Aparté a Guy de mis pensamientos—. ¿Y tú qué? —pregunté cuando llegaron los primeros—. Has estado solo estos diez años… ¿por qué no te has…?
—¿Vuelto a casar? —Miles se encogió de hombros—. He tenido algunas novias. —Cogió la cuchara de la sopa—. Eran todas muy simpáticas, pero… no llegamos a más. —La conversación derivó de manera natural hacia la esposa de Miles—. Ellen era una persona encantadora. Yo la adoraba —añadió—. Era estadounidense, una retratista famosa, sobre todo de niños. Murió hace diez años, en junio. —Tomó aire y contuvo la respiración como si estuviera reflexionando sobre un tema delicado—. Cayó sin sentido una tarde.
—¿Por qué…?
Soltó la cuchara.
—Fue una hemorragia cerebral. Le había dolido mucho la cabeza durante todo el día, pero, como sufría migrañas, no le dio más importancia. —Miles negó con la cabeza—. Ya te puedes imaginar el disgusto…
—Sí —musité.
—Pero al menos me consuela pensar que no fue culpa de nadie. —Sentí una punzada de envidia—. Fue una de esas desgracias imprevisible e inevitables… la mano de Dios o como quiera que lo llamen.
—Qué terrible para Roxanne… —Miles asintió.
—Solo tenía seis años. La senté en mi regazo para explicarle que su mamá… —Se le quebró la voz—. Jamás olvidaré su cara mientras trataba de comprender lo incomprensible… que la mitad de su mundo había… desaparecido. —Miles suspiró—. Sé que Roxy siempre lo tiene presente, lo lleva muy dentro. Tiene una intensa sensación de… una sensación de…
—¿Vacío?
Miles me miró.
—Vacío. Sí. Eso es.
En ese momento sonó su BlackBerry. Sacó las gafas del bolsillo de la pechera y se las calzó en la punta de la nariz para mirar la pantalla.
—Es Roxy. Oh, Dios mío, ¿me disculpas, Phoebe?
Se quitó las gafas y salió a la terraza, donde vi que se apoyaba en la baranda, su corbata ondeando con el viento, enfrascado en lo que parecía una conversación seria con Roxanne. Al cabo de unos minutos se guardó el teléfono en el bolsillo.
—Lo siento —dijo al regresar a la mesa—. Debes de pensar que soy un maleducado, pero es que cuando se trata de los hijos…
—Lo entiendo —dije.
—Está haciendo un trabajo de historia antigua —me explicó mientras el camarero servía los segundos—. Es sobre la reina Boadicea.
—¿No la llaman ahora Boudica?
Miles asintió.
—Siempre se me olvida. Todavía tengo que recordarme que Bombay es ahora Mumbai.
—¿Y qué me dices de que el Dome se llame 02?
—¿De veras? —dijo, y sonrió—. El caso es que Roxy tiene que entregar el trabajo mañana y acaba de empezarlo. A veces es un poco desorganizada con los deberes. —Soltó un suspiro de irritación.
Levanté el tenedor.
—¿Y le gusta el colegio?
Miles entrecerró los ojos.
—Eso parece, aunque es muy pronto para saberlo… solo lleva tres semanas.
—¿Dónde iba antes?
—Al Saint Mary’s, un colegio para chicas, en Dorking. Pero… —Me lo quedé mirando—. No le fue muy bien.
—¿No le gustaba estar interna?
—No le importaba, pero hubo un… —Miles dudó un momento— un malentendido… Unas semanas antes de los exámenes finales todo… se aclaró al final —prosiguió—, pero después de aquello pensé que sería mejor que empezara desde cero. Así que ahora está en Bellingham. Parece que le gusta; cruzo los dedos para que saque buenas notas. —Tomó un sorbo de vino.
—¿Y luego irá a la universidad?
Miles negó con la cabeza.
—Roxy dice que es una pérdida de tiempo.
—¿De veras? —Dejé el tenedor en la mesa—. Pues no lo es. ¿No me habías dicho que quería trabajar en el mundo de la moda?
—Sí, pero no sé exactamente en qué. Habla de revistas de moda como Vogue o Tatler.
—Es un mundo muy competitivo. Si le interesa de verdad, le iría mucho mejor con un título universitario.
—Ya se lo he dicho —comentó Miles con tono de hastío—, pero es muy cabezota.
El camarero se acercó para recoger los platos, y aproveché la oportunidad para cambiar de tema.
—Tu apellido no es muy común —señalé—. En una ocasión conocí a Sebastian Archant, dueño del castillo Fenley, adonde tuve que ir para tasar una colección de ropa del siglo dieciocho. —Recordé un conjunto de casaca y calzones de terciopelo con anémonas y nomeolvides bordados de la década de 1780—. La mayor parte fue a parar a museos.
—Sebby es mi primo segundo —explicó Miles con una mueca de desagrado—. No me lo digas: intentó violarte detrás de la pérgola.
—No exactamente… —Puse los ojos en blanco—. Tuve que pasar tres noches en el castillo porque el trabajo requería mucho tiempo y no había hoteles en la zona y… —Me estremecí al recordarlo—. Intentó entrar en mi habitación. Tuve que arrimar un baúl a la puerta… Fue horroroso.
—Muy típico de Sebby, me temo, aunque no me extraña que lo intentara. —Miles me miró fijamente a los ojos—. Eres preciosa, Phoebe. —Oír un cumplido tan directo me dejó sin aliento. Sentí una pequeña oleada de deseo—. Tengo más relación con la rama francesa de la familia —oí decir a Miles—. Son vinicultores.
—¿Dónde viven?
—En Châteauneuf-du-Pape, unos kilómetros al norte de…
—Aviñón —le interrumpí.
—¿Conoces la zona?
—Viajo a Aviñón cada cierto tiempo para comprar ropa; de hecho iré el próximo fin de semana.
Miles dejó en la mesa la copa de vino tinto.
—¿Dónde te alojarás?
—En el Hotel d’Europe.
Sacudió la cabeza con una expresión de asombro y alegría.
—Bien, señorita Swift, si desea que tengamos una segunda cita, la llevaré a cenar otra vez, puesto que yo también estaré por la zona.
—¿En serio? —Miles asintió contento—. ¿Por qué?
—Porque otro primo mío, Pascal, tiene un viñedo. Siempre hemos estado muy unidos y todos los años voy en septiembre para ayudarle con la vendimia. Acaba de empezar y estaré allí los últimos tres días. ¿Cuándo llegarás tú? —Se lo dije—. Entonces coincidiremos —dijo con una alegría me conmovió—. ¿Sabes? —añadió cuando nos sirvieron el café—. No puedo evitar pensar que es el destino. —De pronto hizo una mueca y sacó el teléfono—. Otra vez nooo. Lo siento, Phoebe. —Se puso las gafas y miró la pantalla con la frente arrugada—. Roxy está nerviosa con el trabajo. Dice que está «desesperada», con letras mayúsculas y varios signos de exclamación —suspiró—. Tengo que volver a casa. ¿Me perdonas?
—Por supuesto. —La cena ya había acabado y me enternecía que estuviera tan unido a su hija.
Miles hizo una seña al camarero y me miró.
—He disfrutado muchísimo de la velada.
—Yo también —repuse con toda sinceridad.
Miles me sonrió.
—Bien.
Pagó la cuenta y bajamos en el ascensor. Una vez en la calle, me dispuse a despedirme de Miles y caminar cinco minutos hasta la estación de London Bridge. En ese instante un taxi se detuvo delante de nosotros.
El conductor bajó la ventanilla.
—¿Señor Archant?
Miles asintió y se volvió hacia mí.
—He pedido un taxi para que me lleve a Camberwell y luego vaya a Blackheath para dejarte en tu casa.
—Ah. Pensaba volver en tren.
—Ni hablar.
Miré el reloj.
—Son solo las diez y cuarto —protesté—. No pasa nada.
—Pero si te llevo podré estar un rato más contigo.
—En ese caso… —Le sonreí—. Gracias.
Mientras atravesábamos el sur de Londres, Miles y yo intentamos recordar lo que sabíamos sobre Boudica. Solo nos acordábamos de que había una reina de la Edad del Hierro que se rebeló contra los romanos. Sin duda mi padre sabría más cosas, pero era demasiado tarde para llamarlo por teléfono, ya que tenía que levantarse por las noches para atender a Louis.
—¿No arrasó Ipswich? —pregunté mientras circulábamos por Walworth Road.
Miles estaba navegando por internet con la BlackBerry.
—Fue Colchester —dijo mirando la pantalla con sus gafas de media luna—. Está todo en Britannica punto com. Cuando llegue a casa me lo bajaré y lo reescribiré.
Pensé que con sus dieciséis años Roxy podía hacer eso mismo ella sólita.
En ese momento cruzábamos Camberwell Green. Luego giramos hacia Camberwell Grove, avanzamos un poco y nos detuvimos a la izquierda. Así que era ahí donde vivía Miles… Mientras miraba la elegante casa de estilo georgiano un tanto apartada de la acera, vi que alguien descorría las cortinas de una ventana de la planta baja y que detrás del cristal aparecía la cara pálida de Roxy.
Miles se volvió hacia mí.
—Ha sido un placer verte, Phoebe. —Se inclinó para besarme y mantuvo un momento la mejilla pegada a la mía—. Así pues… nos vemos en Francia. —Su expresión de inquietud me indicó que se trataba de una pregunta, no de una afirmación.
—Nos vemos en Francia —dije.
Me alegró que me pidieran que participara en un programa de Radio Londres dedicado a la moda vintage, hasta que recordé que la emisora se encontraba en Marylebone High Street. El lunes por la mañana traté de hacer acopio de valor para caminar por Marylebone Lane. Al pasar por delante de la mercería donde Emma compraba las cintas para los sombreros pensé en su casa, que se hallaba a solo unas calles de allí y donde sin duda ya vivían otras personas. Intenté imaginar las pertenencias de Emma metidas en baúles que sus padres guardaban en el garaje. Luego recordé con consternación su diario, en el que Emma escribía todos los días. Seguramente su madre no tardaría en leerlo.
Cuando me acerqué a Amici’s, la cafetería a la que siempre íbamos Emma y yo, de repente me pareció verla sentada junto a la ventana, mirándome con una expresión de dolor y perplejidad. Por supuesto, no era Emma, sino una mujer que se le parecía un poco.
Abrí las puertas de cristal de Radio Londres. La recepcionista me entregó una tarjeta de identificación y me pidió que esperase. Así pues, me senté en recepción, donde se oía a todo volumen la transmisión radiofónica. «Y ahora noticias sobre viajes… South Circular… incidente en Highbury Córner… FM 94.9… El tiempo en Londres… máximas de 5 grados… Conmigo está Ginny Jones… y dentro de unos minutos hablaremos de los viejos tiempos, o más bien de la moda los viejos tiempos, con Phoebe Swift, dueña de una tienda de ropa vintage».
Estaba cada vez más nerviosa. Mike, el productor, apareció con una carpeta sujetapapeles en la mano.
—No es más que una charla de cinco minutos entre amigos —me explicó mientras me llevaba por un pasillo muy iluminado. Apoyó el hombro en la pesada puerta del estudio, que se abrió con un siseo apagado—. Lo que está en antena es una grabación, así que puedes hablar —me dijo al entrar—. Ginny, te presento a Phoebe.
—Hola, Phoebe —dijo Ginny cuando me senté. Señaló los auriculares que yo tenía delante. Me los puse y oí cómo terminaba la grabación. A continuación hubo una serie de bromas con el locutor deportivo sobre los Juegos Olímpicos de Londres, y después un anuncio de un programa de Danny Baker—. Y ahora —dijo Ginny sonriéndome—, de la pobreza a la riqueza, o eso espera Phoebe Swift, que acaba de abrir Village Vintage, una tienda de moda vintage, en Blackheath. Phoebe, la semana de la moda de Londres acaba de terminar, y este año lo vintage ha sido un motivo recurrente.
—En efecto. Algunos de los diseñadores más importantes han dado un toque vintage a sus nuevas colecciones.
—¿Y por qué es lo vintage el estilo de nuestro tiempo?
—Creo que el hecho de que un símbolo de la moda como Kate Moss lo lleve ha influido en el mercado.
—Sí, recuerdo aquel vestido de satén dorado de los años treinta que se le rompió.
—Sí, y en su caso podría decirse que era pasar de la riqueza a la pobreza, porque según tengo entendido le había costado dos mil libras. Hoy día montones de estrellas de Hollywood lucen prendas vintage en la alfombra roja; por ejemplo, Julia Roberts acudió a la entrega de los Oscar con un vestido vintage de Valentino, y Renée Zellweger con un vestido amarillo canario de los cincuenta, diseño de Jean Desses. Esto ha cambiado la percepción del vintage, que antes se consideraba propio de gente bohemia y extravagante, no una opción elegante como en la actualidad.
Ginny garabateó algo en el guión.
—Entonces, ¿qué ofrece una prenda vintage a una chica?
—Saber que llevamos algo que es a un tiempo exclusivo y hermoso ya anima de por sí. Y además somos conscientes de que la prenda tiene una historia, un pasado, si se prefiere, y eso es importante. Ninguna prenda contemporánea puede ofrecernos esa dimensión añadida.
—¿Qué consejos puedes darnos a la hora de comprar prendas vintage?
—Hay que prepararse para buscar mucho y saber qué nos queda bien. A las mujeres con curvas, los cortes rectos de los años veinte y sesenta no les favorecen; tienen que buscar ropa de los cuarenta o los cincuenta, que es más ceñida. Si nos gusta la década de los treinta, debemos tener en cuenta que los trajes entallados son traicioneros si tenemos barriguita o un busto generoso. También recomiendo ser realista. No podemos ir a una tienda vintage esperando convertirnos en, por ejemplo, Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, porque puede que ese estilo no nos favorezca y que pasemos por alto algo que sí nos sentaría bien.
—¿Qué llevas puesto tú, Phoebe?
Me miré el vestido.
—Un vestido de tarde de gasa, sin marca conocida, con estampado floral de los años treinta, mi época favorita… con una rebeca de cachemir.
—También es muy bonita. Me parece que tienes mucho estilo. —Sonreí—. ¿Siempre llevas vintage?
—Sí, siempre, si no todo, al menos algún accesorio. Es raro el día que no llevo nada vintage.
—Pero… —dijo Ginny haciendo una mueca— creo que a mí no me gustaría ponerme la ropa vieja de otra persona.
—Hay gente que opina como tú. —Pensé en mi madre—. Los amantes del vintage nacen, no se hacen, de modo que no somos muy tiquismiquis a ese respecto. Creemos que una manchita es un precio insignificante que debemos pagar por algo que no solo es original, sino que posiblemente sea también de una marca que es todo un símbolo en el mundo de la moda.
Ginny levantó un boli.
—¿Cuáles son los principales problemas del vintage? ¿El precio, tal vez?
—No, teniendo en cuenta la calidad, los precios son bastante rajables, lo que es un punto a su favor en esta época de crisis. No, el principal problema son las tallas, porque suelen ser pequeñas. Desde los cuarenta a los sesenta estaban de moda las cinturas estrechas, se llevaban los vestidos y las chaquetas ajustados, y las mujeres se ponían corsés y fajas para poder lucirlos. Por otro lado, hoy día las mujeres son más corpulentas. Mi consejo a la hora de comprar ropa vintage es probarse la ropa sin mirar la talla.
—¿Qué cuidados requieren estas prendas? —preguntó Ginny—. ¿Algún consejo para mantenerlas en buen estado?
Sonreí.
—Hay unas cuantas normas básicas. Las prendas de punto deben lavarse a mano con champú para bebés y no hay que dejarlas en remojo, porque podrían dar de sí; luego hay que secarlas del revés.
—¿Y las bolas de naftalina? —preguntó Ginny tapándose la nariz.
—No huelen tan mal y otras opciones con un olor más agradable no parecen dar tan buenos resultados. Para proteger las prendas de las polillas lo mejor es meterlas en bolsas de polietileno… y rociar el armario con perfume puede obrar maravillas. Cualquier fragancia intensa y dulzona como Fendi mantendrá alejadas a las polillas.
—Y a mí también —dijo Ginny entre risas.
—En el caso de la seda —proseguí—, hay que colgarla en perchas acolchadas evitando la luz del sol directa, porque pierden el color con facilidad. En cuanto al satén, no hay que lavarlo, porque encoge, y jamás hay que comprar nada de ese género que este deshilachado, porque se romperá en cuanto nos lo pongamos.
—Como descubrió Kate Moss.
—Efectivamente. También aconsejaría a nuestras oyentes que no compren prendas que estén muy sucias, porque quizá no puedan lavarlas. Las lentejuelas de gelatina que se utilizaban antes se deshacen con las técnicas de lavado actuales. Las cuentas de baquelita o cristal pueden romperse.
—Vaya, una palabra de otros tiempos, «baquelita» —dijo Ginny con expresión risueña—. ¿Dónde podemos comprar ropa vintage? Aparte, claro está, de las tiendas como la tuya.
—En subastas —respondí— y en los mercadillos de ropa vintage. Se celebran unas cuantas veces al año en las ciudades más importantes. Luego está eBay, por supuesto, pero nunca hay que olvidar pedirle al vendedor todas las medidas.
—¿Y las tiendas de beneficencia?
—Es posible encontrar vintage, pero no gangas, puesto que ahora ya saben cuánto vale esa ropa.
—Supongo que la gente te lleva cosas que quiere vender o te pide que vayas a su casa a echar un vistazo a los armarios y el desván.
—Sí, y me encanta, porque nunca sé qué voy a encontrar. Cuando veo algo que me gusta, tengo una sensación maravillosa… aquí. —Me puse una mano en el pecho—. Es como… enamorarse.
—Es un flechazo vintage.
Sonreí.
—Sí, podríamos decirlo así.
—¿Algún otro consejo?
—Sí. Si alguien quiere vender algo, que mire antes en los bolsillos.
—¿La gente se deja cosas en ellos?
Asentí.
—Sí, de todo tipo: llaves, bolis, lápices…
—¿Alguna vez has encontrado dinero? —bromeó Ginny.
—No, por desgracia, pero una vez encontré un giro postal… Por valor de dos chelines y seis peniques.
—Así pues, no olvidéis echar un vistazo en los bolsillos —dijo Ginny—. Y, sobre todo, echad un vistazo a Village Vintage, la tienda de Phoebe Swift, en Blackheath, si queréis saber… —se inclinó hacia el micro— cómo vestíamos antes. —Ginny me dedicó una sonrisa cariñosa—. Gracias, Phoebe Swift.
Mi madre me telefoneó cuando me dirigía hacia el metro. Había oído el programa en el trabajo.
—Has estado fabulosa —me dijo entusiasmada—. Me he quedado enganchada escuchándote. ¿Cómo te surgió la oportunidad?
—Gracias a aquella entrevista para el periódico. La que me hizo el tal Dan el día de la fiesta. ¿Te acuerdas de él? Salía en el momento en que tú llegaste.
—Sí, sí, aquel chico mal vestido con el pelo rizado. Me gusta el pelo rizado en los hombres —añadió mi madre—, es poco habitual.
—Sí, mamá. El caso es que el productor del programa la leyó por casualidad y, como quería hacer algo sobre el vintage coincidiendo con la semana de la moda de Londres, me llamó.
De pronto me di cuenta de que todas las cosas buenas para la tienda que habían ocurrido últimamente se habían producido tras la publicación del artículo de Dan. Gracias a él, había conocido a Annie y la señora Bell y me habían propuesto hablar en la radio, aparte de todos los clientes que habían venido a la tienda después de leerlo. Sentí un cariño repentino por Dan.
—No voy a hacerme el tratamiento con fraxel —dijo mi madre.
—Gracias a Dios.
—Me he decantado por el rejuvenecimiento por radiofrecuencia.
—¿Qué es eso?
—Calientan la capa más profunda de la dermis con láser, para reducir el volumen a fin de que no cuelgue nada. Básicamente es como si te cocieran la cara. Betty, la de mi grupo de bridge, se lo ha hecho. Está encantada… aunque dice que es como tener colillas encendidas en la cara durante una hora y media.
—¡Qué tortura! ¿Y cómo ha quedado Betty?
—Para serte sincera, igual que antes, pero ella está convencida de que parece más joven, así que es evidente que funciona. —Traté de encontrar la lógica de su razonamiento—. Oh, tengo que colgar, Phoebe; John me está haciendo señas…
Abrí la puerta de la tienda. Annie, que estaba cosiendo, levantó la vista.
—Solo he oído la mitad del programa porque he tenido un rifirrafe con un mangante.
Se me paró el corazón.
—¿Qué ha ocurrido?
—Estaba junto a la radio cuando ha entrado un tipo que ha intentado meterse un monedero de piel de cocodrilo en el bolsillo. —Annie señaló con la cabeza la cesta de los monederos y las carteras que hay sobre el mostrador—. Por suerte miré al espejo en el momento oportuno, y al menos no he tenido que perseguirlo por la calle.
—¿Has llamado a la policía?
—Me suplicó que no lo hiciera, pero le dije que si volvía a verlo por aquí, lo haría. Luego ha entrado una mujer… —Annie puso los ojos en blanco—. Ha cogido el vestido mini de raso plateado de Bill Gibb, lo ha soltado sobre el mostrador y me ha dicho que me daba veinte pavos por él.
—¡Menuda jeta!
—Le he dicho que costaba ochenta libras y que era un precio muy razonable, y que fuera al mercadillo si quería regatear. —Solté una risotada—. Y ahora viene lo mejor: ha entrado Chloé Sevigny. Está rodando en el sur de Londres. Hemos tenido una conversación muy agradable sobre la interpretación.
—Lleva mucho vintage, ¿verdad? ¿Ha comprado algo?
—Una blusa ajustada de Jean-Paul Gaultier. Y tengo unos cuantos mensajes para ti. —Annie cogió una hoja de papel—. Ha llamado Dan… tiene entradas para ver Ana Karenina el miércoles y dice que te espera a las siete en la puerta del Greenwich Picturehouse.
—¿Y estará…?
Annie me miró.
—¿No vas a ir?
—No estaba segura, pero… en fin, parece que no tengo otro remedio, ¿verdad? —añadí enfadada. Annie puso cara de no entender.
—Luego ha llamado Val. Dice que ha terminado los arreglos y que pases a recoger la ropa. Y en el contestador automático había un mensaje de un tal Rick Diaz, de Nueva York.
—Es mi proveedor estadounidense.
—Dice que tiene más vestidos de baile de graduación para ti.
—Genial, los necesitaremos para la temporada de fiestas.
—Sí. Y dice que tiene algunos bolsos que quiere que te quedes.
Solté un gruñido.
—Tengo cientos de bolsos.
—Ya lo sé. Dice que le mandes un correo electrónico. Y por último, aunque no menos importante, ha llegado esto. —Annie se metió en la cocina y salió con un ramo de rosas rojas tan grande que la ocultaba de cintura para arriba.
Abrí los ojos como platos.
—Tres docenas —oí que decía Annie detrás de las flores—. ¿Son de ese tal Dan? —preguntó mientras yo retiraba el alfiler que sujetaba el sobrecito y sacaba la tarjeta—. No es que tu vida personal sea asunto mío, claro está —añadió tras dejar las rosas sobre el mostrador.
«Con amor. Un beso, Miles».
¿Era un saludo o una petición?
—Son de un hombre al que he conocido hace poco —le dije a Annie—. De hecho lo conocí en la subasta de Christie’s.
—¿De veras?
—Se llama Miles.
—¿Es simpático?
—Eso parece.
—¿De qué trabaja?
—Es abogado.
—Y con dinero, a juzgar por las flores que envía. ¿Qué edad tiene?
—Cuarenta y ocho.
—Ah. —Annie levantó una ceja—. Así que también es vintage.
Asentí.
—Aproximadamente del año sesenta. Algo baqueteado… con algunas arrugas.
—Pero con mucho carácter, supongo.
—Eso creo… Solo nos hemos visto tres veces.
—No hay duda de que está enamorado, así que imagino que volverás a verlo.
—Tal vez. —No quería explicarle que iba a verlo ese mismo fin de semana en la Provenza.
—¿Quieres que las ponga en un jarrón?
—Sí, por favor.
Cortó la cinta.
—Creo que necesitaré dos jarrones.
Me quité el abrigo.
—Por cierto, ¿de verdad que no te importa trabajar el viernes y el sábado?
—No —respondió Annie, que estaba retirando el envoltorio de Papel celofán—. Pero ¿seguro que el martes ya estarás aquí?
—Vuelvo el lunes por la noche. ¿Por qué?
Annie comenzó a cortar con unas tijeras las hojas inferiores de los tallos.
—Tengo una prueba el martes por la mañana, así que no podré llegar hasta después de comer. Recuperaré las horas el viernes, ¿vale?
—Eso estaría bien. ¿Para qué es la prueba? —pregunté, con el corazón en un puño.
—Para un teatro regional de repertorio —respondió con aire cansino—. Tres meses en Stokeon-Trent.
—Bien… espero que tengas suerte —mentí, y enseguida me sentí culpable por desear que no le fuera bien. De todas formas, algún día conseguiría un papel, y entonces…
La campanilla de la puerta interrumpió mis pensamientos. Estaba a punto de dejar que Annie atendiera a la clienta cuando vi quién era.
—Hola —dijo la pelirroja que se había probado el vestido pastelito verde lima hacía tres semanas.
—Hola —la saludó Annie con tono cariñoso mientras colocaba la mitad de las rosas en un jarrón. La chica miró el vestido pastelito verde y cerró los ojos lentamente.
—¡Gracias a Dios! —susurró—. Sigue aquí.
—Sigue aquí —repitió Annie con alegría tras dejar el jarrón en la mesa que hay en el centro de la tienda.
—Estaba convencida de que ya no lo encontraría —dijo la chica volviéndose hacia a mí—. Casi me daba miedo entrar, por si lo habíais vendido.
—Hemos vendido dos vestidos de fiesta de graduación, pero no el tuyo… ése, quiero decir —me corregí—. El verde.
—Me lo llevo —dijo contenta.
—¿De veras? —Mientras lo descolgaba pensé que la joven se mostraba mucho más segura de sí misma que cuando vino con… ¿Cómo se llamaba?
—A Keith no le gustaba. —La chica abrió el bolso—. Pero a mí me encantó. —Me miró—. Y él lo sabía. No necesito probármelo otra vez —añadió al ver que yo colgaba el vestido en el probador—. Es perfecto.
—Sí, es perfecto —dije—. Te queda perfecto. Me alegro de que hayas vuelto a por él —le expliqué mientras lo llevaba a la caja—. Cuando un vestido le queda a una clienta tan bien como éste te queda a ti, quiero que se lo lleve. ¿Vas a lucirlo en alguna fiesta elegante? —Pensé en el aspecto tan triste que debía de haber tenido vestida de negro en la cena de Dorchester con el malvado Keith y sus «personas importantes».
—No tengo ni idea de cuándo me lo pondré —respondió con tranquilidad la chica—. Solo sé que quiero tenerlo. En cuanto me lo probé, bueno… —Se encogió de hombros—. El vestido quiso ser mío.
Lo doblé y aplasté un poco las voluminosas enaguas para que cupiera en la bolsa.
La joven sacó del bolso un sobre rosa y me lo entregó. Era un sobre de princesa Disney, con un dibujo de Cenicienta en una esquina. Lo abrí. Contenía doscientas setenta y cinco libras.
—Voy a hacerte el cinco por ciento de descuento —le anuncié.
La chica vaciló un momento.
—No, gracias.
—De verdad que no me importa.
—Son doscientas setenta y cinco libras —insistió—. Ése era el precio —añadió con firmeza, casi con cierta vehemencia—. Vamos a respetarlo.
—Está bien… —Me encogí de hombros, un tanto sorprendida. Cuando le entregué el vestido, soltó un leve suspiro, de éxtasis casi. Luego salió de la tienda con la cabeza bien alta.
—Así que ya tiene su vestido de cuento —dijo Annie mientras yo observaba a la chica, que acababa de cruzar la calzada. Estaba poniendo en otro jarrón el resto de las rosas—. Ojalá tuviera también un hombre de cuento. De todos modos hoy se la veía distinta, ¿verdad? —añadió Annie tras dejar el jarrón sobre el mostrador. Se acercó al escaparate y miró hacia la calle—. Incluso camina más erguida… fíjate. —Entrecerró los ojos mientras seguía a la muchacha con la vista—. Las prendas vintage tienen ese poder —comentó al cabo de un minuto—. Pueden obrar una… transformación.
—Es cierto. Pero qué raro que haya rechazado el descuento.
—Supongo que para ella era importante pagarlo de su bolsillo, hasta el último penique. Me pregunto qué habrá ocurrido para que haya podido comprarlo —musitó Annie.
Me encogí de hombros.
—A lo mejor Keith ha cedido y le ha dado el dinero. —Annie negó con la cabeza.
—Jamás haría eso. Tal vez la chica le ha robado el dinero —aventuró. De repente imaginé a la joven con el vestido puesto y entre rejas—. Tal vez se lo ha prestado alguna amiga.
—¿Quién sabe? —dije volviendo al mostrador—. Me alegro de que lo haya comprado, aunque no sepamos nunca cómo lo ha conseguido.
Annie seguía mirando a la calle.
—A lo mejor sí llegamos a saberlo.
Le conté a Dan lo ocurrido con la joven cuando nos vimos en el cine el miércoles. Pensé que sería un buen tema si la conversación decaía.
—Estaba comprando uno de esos vestidos de baile de graduación de los años cincuenta —le expliqué mientras estábamos sentados en el bar antes de que empezara la película.
—Ya sé cuáles, los que tú llamas «pastelito».
—Eso es. Y le ofrecí el cinco por ciento de descuento, pero se negó a aceptarlo.
Dan bebió un trago de Peroni.
—¡Qué raro!
—Fue más que raro, fue una locura. ¿Cuántas mujeres rechazarían la oportunidad de pagar quince libras menos? Pero esa chica insistió en pagar las doscientas setenta y cinco, hasta el último penique.
—¿Doscientas setenta y cinco, dices? —preguntó Dan. Cuando le expliqué los antecedentes de la compra, se quedó algo intrigado.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—¿Qué…? ¡Ah, sí, lo siento! —Salió de golpe de su ensimismamiento—. Es que me he distraído un poco; estaba pensando en el trabajo. Bueno. —Se levantó—. La película está a punto de empezar. ¿Quieres tomar algo más? Podemos llevarlo dentro.
—Otra copa de vino tinto sería genial.
Mientras Dan iba a la barra, pensé en cómo había comenzado la velada. Había llegado al cine a las siete y Dan me había llamado para decirme que se retrasaría un poco, así que me senté en un sofá del piso de arriba y contemplé las vistas de Greenwich a través del ventanal panorámico.
Luego eché un vistazo al periódico que alguien se había dejado. Al final había un anuncio a doble página de World of Sheds, tienda especializada en cobertizos. Mientras lo miraba, me pregunté cómo sería el cobertizo de Dan. ¿Sería un Tiger de madera de haya con tejado de dos aguas, o un Walton de roble con dos puertas? ¿O quizá un Norfolk de tamaño extra grande? ¿O un mini cobertizo de Tiger? Me estaba planteando si sería un Maravilla de Titanio con paredes metálicas que ofrecía una «increíble funcionalidad» cuando llegó Dan corriendo.
Se sentó a mi lado, me cogió la mano izquierda y se la llevó con dulzura a los labios antes de depositarla de nuevo sobre mi regazo.
—¿Haces esto con las mujeres a las que solo has visto dos veces?
—No, solo contigo —respondió—. Perdona que haya llegado tarde —se disculpó mientras yo intentaba recobrar la compostura—, pero es que estaba liado con un artículo…
—¿Ése sobre el Age Exchange?
—No, ése ya está terminado. Éste es uno… uno de negocios —me explicó, algo evasivo—. Lo está escribiendo Matt, pero yo estoy… en el ajo. Teníamos unos cuantos problemillas, pero ya está todo solucionado. Bueno. —Dio una palmada—. Te invito a una copa. ¿Qué va a ser? No me lo digas: «Trrráeme un visky» —dijo con voz ronca—. «El ginger ale aparrte, y échalo con generrosidad, cariño».
—¿Qué?
—Son las primeras palabras que pronunció la Garbo en la pantalla. Hasta ese momento solo había trabajado en películas mudas. Por suerte su voz armonizaba con la cara… Bien, ¿qué quieres?
—Desde luego que «visky» no. Una copa de vino tinto.
Dan cogió la carta de bebidas.
—Tienen merlot… Le Carredon del Pays d’Oc, que por lo visto es «aterciopelado, suave y con mucho cuerpo», y el Châteauneuf-du-Pape, Chante le Merle, «con un intenso aroma a frambuesa y un bouquet seductor…». Así pues, ¿qué va a ser?
Pensé en mi viaje a la Provenza.
—El Châteauneuf-du-Pape, por favor; me gusta el nombre.
Ahora, media hora después, tras una conversación fluida, Dan me trajo una copa de Chante le Merle y bajamos a la sala, nos arrellanamos en la butaca de terciopelo negro y nos entregamos a Ana Karenina y a la belleza luminosa de la Garbo.
—En el caso de la Garbo la cara lo es todo —dijo Dan cuando salimos del cine al acabar la película—. Nadie se fija en su cuerpo ni en sus dotes interpretativas, aunque era una gran actriz.
La gente solo habla del rostro de la Garbo, de su perfección de alabastro.
—Su belleza es casi la de una máscara —dije—. Es como una esfinge.
—Sí. Proyecta una contención distante, melancólica… Tú también —añadió como quien no quiere la cosa. Una vez más, me pilló desprevenida, pero quizá a causa del vino, quizá por el hecho de que había disfrutado de su compañía y no quería estropear la velada, decidí pasar por alto el comentario—. Vamos a comer algo —propuso, y sin esperar una respuesta me tomó del brazo. No me molestaba su desparpajo. De hecho me gustaba. Me di cuenta entonces. Hacía que todo fuera… más fácil—. ¿Te parece bien el Café Rouge? —le oí preguntar—. Me temo que no es el Rivington Grill.
—El Café Rouge está bien… —Entramos y encontramos una mesa en un rincón—. ¿Por qué se retiró tan joven la Garbo? —le pregunté mientras esperábamos a que viniera el camarero a tomar nota.
—Dicen que le disgustó tanto una mala crítica de su última película, La mujer de las dos caras, que tiró la toalla. La explicación más verosímil es que sabía que su belleza se hallaba en su apogeo y no quería que el tiempo empañara su imagen. Marilyn Monroe murió a los treinta y seis años —prosiguió Dan—. ¿Tendríamos la misma imagen de ella si hubiera muerto a los setenta y seis?
Garbo quería vivir, pero no en público.
—Sabes muchas cosas.
Dan desenrolló su servilleta.
—Me encanta el cine, sobre todo las películas en blanco y negro.
—¿Es por tus problemas para ver los colores?
El camarero le ofreció pan.
—No. Es porque el color en la pantalla tiene algo de prosaico, ya que vemos las cosas en color a diario; en el blanco y negro en cambio, subyace la idea de que lo que estamos viendo es «arte».
—Tienes las manos manchadas de pintura —dije—. ¿Has estado haciendo bricolaje?
Dan se miró los dedos.
—Anoche me puse a trabajar en el cobertizo. Solo quedan los últimos retoques.
—Pero ¿qué tienes en ese cobertizo tan misterioso?
—Ya lo verás el once de octubre, cuando dé la fiesta de inauguración oficial; la invitación te llegará pronto. Vendrás, ¿verdad?
Pensé en lo bien que me lo había pasado durante la velada.
—Sí. ¿Y cómo hay que ir vestido? ¿Con ropa para fiesta de jardín? ¿Con botas de agua?
Dan puso cara de ofendido.
—Elegante pero informal.
—Entonces, ¿nada de trajes de etiqueta?
—Eso sería excesivo, pero puedes llevar uno de tus vestidos vintage si quieres. De hecho deberías ponerte ese vestido rosa pálido, el que dijiste que había sido tuyo.
Negué con la cabeza.
—Ese seguro que no me lo pongo.
—Me gustaría saber por qué —musitó Dan.
—Es que… no me gusta.
—En cierto modo eres como una esfinge —dijo Dan—. Como mínimo, un enigma. Y tengo la impresión de que hay algo que te agobia.
De nuevo me pilló desprevenida.
—Sí. Me agobia que seas tan… tan descarado.
—¿Que soy descarado?
Asentí en silencio.
—Haces comentarios muy directos, cuando no demasiado personales. No paras de decir y hacer cosas que… que me descolocan. Eres tan… ¿cómo decirlo?
—¿Espontáneo? ¿Soy espontáneo?
—No. Siempre consigues que me sienta incómoda… me desconciertas… Me dejas patidifusa, ¡eso es! Me dejas patidifusa, Dan.
Sonrió.
—Me encanta cómo dices «patidifusa». ¿Te importaría repetirlo? Es una palabra muy bonita. No la oímos tanto como deberíamos. Patidifusa —añadió contento.
Puse los ojos en blanco.
—Pretendes… que me enfade.
—Lo siento. Tal vez sea porque eres un poco fría y comedida. Me caes bien, Phoebe, pero de vez en cuando siento la necesidad de… no sé… hacer que pierdas la serenidad.
—Oh, ya entiendo. Pues no lo has conseguido. Todavía conservo la serenidad. Cuéntame algo de ti, Dan —le pedí, decidida a llevar la voz cantante en la conversación—. Ya sabes bastante sobre mí; al fin y al cabo, me has entrevistado. En cambio yo sé muy poco de ti.
—Salvo que soy un descarado.
—Demasiado. —Sonreí y noté que volvía a relajarme—. Así que ¿por qué no me cuentas algo sobre ti? Dan se encogió de hombros.
—Está bien. Me crié en Kent, cerca de Ashford. Mi padre era médico de atención primaria y mi madre profesora; ahora ambos están jubilados. Creo que lo más interesante de nosotros como familia era que teníamos a Percy, un Jack Russell; vivió dieciocho años, que en años humanos son ciento veintiséis. Fui a la escuela para chicos del pueblo y luego estudié historia en York. Después vino mi gloriosa década en el marketing y ahora trabajo en el Black & Green.
No me he casado, no tengo hijos y he tenido unas pocas relaciones; la última finalizó hace tres meses sin acritud. Y ésa es mi historia resumida.
—¿Te gusta trabajar en el periódico? —le pregunté, de nuevo tranquila.
—Es una aventura, pero no me veo en esto a largo plazo. —Antes de que pudiera preguntarle qué quería hacer a largo plazo, cambió de tema—. Bien, ya hemos visto Ana Karenina. El viernes pasan en el mismo ciclo una copia nueva de Doctor Zhivago. ¿Te gustaría verla?
—Sí, me gustaría, pero no puedo.
—Vaya —dijo Dan—, ¿por qué no?
—¿Por qué no? —repetí—. Dan, ya estás haciéndolo otra vez.
—¿Dejándote patidifusa?
—Sí. Porque… Verás… No tengo que explicarte porqué no puedo.
—No. No tienes que explicarlo porque ya lo he adivinado. Es que tienes un novio que si nos viera ahora me haría picadillo. ¿Es ése el motivo?
—No —respondí con hartazgo. Dan sonrió—. Es porque me voy a Francia a comprar ropa para la tienda.
—Ah. —Asintió con la cabeza—. Ya me acuerdo. Vas a la Provenza. En ese caso podríamos ver otra película cuando regreses. No, lo siento, necesitas seis semanas para pensártelo, ¿verdad? ¿Quieres que te llame a mediados de noviembre? No te preocupes, te mandaré un correo electrónico antes para avisarte de que te voy a llamar, y tal vez debería escribirte una semana antes para que sepas que voy a enviarte un correo electrónico, para que no pienses que soy un descarado.
Me quedé mirando a Dan.
—Creo que sería mucho más fácil si me limitase a decir que sí.