Capítulo 5

El domingo por la tarde me dirigí a casa de mi padre, o mejor dicho, a casa de Ruth. Aunque había visto a Ruth una vez —durante unos diez segundos—, sería la primera vez que pisaba su apartamento. Le había preguntado a mi padre si podíamos quedar en terreno neutral, pero él dijo que, por Louis, sería más fácil que fuera «a casa».

«A casa», pensé mientras caminaba por Portobello. Durante toda mi vida «casa» había sido la mansión eduardiana donde me crié y en la que de momento seguía viviendo mi madre. La idea de que para mi padre «casa» fuera ahora un dúplex moderno en Notting Hill con la cara chupada de Ruth y su hijo todavía me resultaba inconcebible. Sería deprimente constatar que así era.

A mi padre no le pega nada vivir en Notting Hill, pensé mientras pasaba por delante de las tiendas de moda de Westbourne Grove. ¿Qué significaban los nombres de L. K. Bennett o Ralph Lauren para mi padre? Él pertenecía al antiguo y entrañable Blackheath.

Tras la separación mi padre se había quedado con cara de pasmo, como si le hubiera abofeteado un desconocido. Ésa era la expresión que tenía cuando me abrió la puerta del número 88 de Lancaster Road.

—¡Phoebe! —Se inclinó para abrazarme, lo que resultaba bastante difícil porque tenía a Louis en brazos; el pequeño quedó aplastado entre los dos y chilló—. Me alegro de volver a verte. —Me invitó a pasar—. Ah, ¿te importaría descalzarte? Es una norma de la casa. —Una de muchas, sin duda, pensé quitándome las sandalias, que metí debajo de una silla—. Te he echado mucho de menos, Phoebe —dijo mi padre mientras recorríamos el pasillo con baldosas de piedra caliza en dirección a la cocina.

—Yo también a ti, papá. —Acaricié el pelito rubio de Louis cuando mi padre se sentó a la pulida mesa de acero inoxidable con el pequeño en brazos—. ¡Cómo has cambiado, cielo!

Louis ya no era un montoncito de carne arrugada y rojiza, sino un niño de rostro dulce que movía sus piernecitas arqueadas y los bracitos como un pequeño pulpo.

Eché un vistazo a las brillantes superficies metálicas. La cocina de Ruth me pareció un lugar demasiado aséptico para un hombre que había pasado la mayor parte de su vida profesional hurgando en la tierra. Ni siquiera parecía una cocina, sino una morgue. Pensé en la vieja mesa de madera de pino de nuestra verdadera casa y la vajilla Portmeirion. ¿Qué narices hacía allí mi padre?

Le sonreí.

—Louis se parece a ti.

—¿Tú crees? —preguntó contento.

No, no lo creía, pero no quería que Louis se pareciera a Ruth. Abrí la bolsa de Hamley’s que había llevado y le entregué a mi padre un enorme osito blanco con una cinta azul en el cuello.

—Gracias. —Meneó el osito delante de Louis—. Es muy bonito ¿verdad, chiquitín? Phoebe, mira cómo sonríe al osito.

Acaricié las regordetas piernas del pequeño.

—Papá, ¿no crees que Louis debería llevar algo más que un pañal?

—Oh, sí —respondió distraído—. Es que estaba cambiándolo cuando has llegado. A ver, ¿dónde he metido su ropa? Ah. Aquí está.

Observé consternada cómo se colocaba contra el pecho con el brazo izquierdo a un sorprendido Louis y le metía de cualquier manera las piernas en un pelele de rayitas azules. A continuación lo sentó sin ninguna maña en la trona de acero y le deslizó las piernas por uno de los dos agujeros, de modo que Louis quedó más tieso que un palo, como si estuviera en un trineo de bobsleigh. Mi padre se dirigió entonces hacia el reluciente frigorífico metalizado y sacó un surtido de potitos.

—Veamos… —dijo desenroscando la tapa del primero—. Estoy introduciendo los sólidos —me explicó vuelto de espaldas—. Probaremos éste, ¿vale, Louis? —El bebé abrió la boquita de par en par, como un polluelo, y mi padre empezó a darle cucharadas—. ¡Qué niño tan bueno! Muy bien, pequeñín. Oh… —Louis le escupió la papilla marrón.

—Creo que no le gusta —dije mientras mi padre se limpiaba de las gafas lo que ahora sabía que era estofado de pollo orgánico con lentejas.

—Lo hace a veces. —Mi padre cogió una toallita desechable para limpiar la barbilla a Louis—. Hoy está un poco raro… seguramente porque mami vuelve a estar fuera. Ahora probaremos este otro, ¿verdad que sí, Louis?

—¿No tendrías que calentarlo, papá?

—Da igual, se puede comer directamente de la nevera. —Mi padre abrió el segundo potito—. Cordero al estilo marroquí con albaricoques y cuscús, mmm… ¡Qué rico! —Louis abrió la boquita y mi padre le dio un par de cucharadas—. ¡Oh, éste sí que le gusta! —dijo con aire victorioso—. Es evidente.

De pronto Louis sacó la lengua, como un maorí, y devolvió el cordero al estilo marroquí en forma de pasta naranja, que le cayó en el pecho como si fuera lava.

—Tendrías que haberle puesto un babero —señalé mientras mi padre retiraba del pecho del pequeño los restos de la «erupción»—. No, papá, no le des lo que ha arrojado. —Sobre la mesa había un folleto con el título: «El éxito del destete».

—No se me da muy bien —dijo mi padre con tristeza. Tiró el potito al cubo de la basura metálico—. Era mucho más fácil cuando solo había que darle el biberón.

—Me gustaría ayudarte, papá, pero yo también soy bastante torpe con los críos… por razones obvias. ¿Por qué tienes que encargarte tanto del niño?

—Bueno… porque Ruth está fuera —respondió con tono cansino—. Últimamente tiene mucho trabajo, y además quiero hacerlo. En primer lugar, no vale la pena pagar a una canguro ahora que yo… —Hizo un gesto de desagrado—. Ahora que ya no trabajo. Por otro lado, cuando tú eras pequeña viajaba tanto que no pude hacer de padre.

—Sí, viajabas mucho —convine—. Todas esas excursiones y excavaciones. Tenía la sensación de que me pasaba la vida despidiéndome de ti —añadí con cierto rencor.

—Ya lo sé, cariño —dijo con un suspiro—, y lo siento mucho. Así que ahora, con este pequeñín —agregó acariciando la cabeza de Louis—, tengo la oportunidad de ser un padre activo. —Por la cara de Louis, pensé que habría preferido que su padre no fuera tan activo.

En ese momento sonó el teléfono.

Disculpa, cariño —dijo mi padre—. Deben de ser los de Radio Lincoln. Van a hacerme una entrevista telefónica.

—¿Radio Lincoln?

Mi padre se encogió de hombros.

—Es mejor que Radio Silencio.

Mientras mi padre hacía la entrevista sujetando el auricular contra la oreja con la mano derecha y dando papilla a Louis con la izquierda, reflexioné sobre su lamentable declive profesional. Apenas un año atrás era un respetado profesor de arqueología comparada en la Universidad Queen Mary de Londres. Luego llegó La gran excavación y a raíz del escándalo mediático —The Daily Mail lo apodó el «Gran Cerdo»— le pidieron que aceptara la jubilación anticipada cuando aún tenía cinco años por delante. Así pues, se había quedado con una pensión mucho menor de la que le hubiera correspondido y, pese a salir durante seis semanas en un programa que se emitía los domingos por la noche en horario de máxima audiencia, su prometedora carrera televisiva se había ido al traste.

—Bueno, cuando nos preguntamos qué es la arqueología —decía mi padre mientras daba a Louis una cucharada de puré de mango y lichi—, podríamos decir que es el estudio de objetos y viviendas… incluso el descubrimiento de civilizaciones «perdidas»… mediante el uso de los sofisticados instrumentos con que contamos en la actualidad para interpretar la vida de las sociedades pasadas, de los cuales el más importante es, por supuesto, la datación con carbono catorce. Sin embargo, cuando decimos «civilización», deberíamos ser conscientes de que se trata de un concepto moderno que se impone sobre el pasado desde una perspectiva intelectual etnocentrista… —Cogió un trapo para limpiar—. Perdón, ¿puedo volver a empezar? Me habían dicho que esto era una grabación… Ah, cuánto lo siento…

En la televisión mi padre se desenvolvía la mar de bien, sobre todo porque tenía un guionista que adaptaba sus frases eruditas para que resultasen más inteligibles. De no haber sido por el escándalo mediático del embarazo de Ruth, tal vez le hubieran ofrecido trabajo de presentador, pero desde que acabó la serie solo le habían propuesto presentar el programa ¡Preparados, listos, a cocinar! La carrera de Ruth, por el contrario, había florecido. La habían ascendido a productora ejecutiva y estaba produciendo un documental sobre la vida del coronel Gadafi, motivo por el cual se había marchado a Trípoli.

De pronto oí que se abría la puerta de la calle.

—¡No te lo vas a creer! —oí gritar a Ruth—. ¡Por culpa de los puñeteros terroristas han vuelto a cerrar Heathrow! Pero no eran terroristas, nooo… ¡Qué va! —Parecía casi decepcionada—. Era un loco que hacía dedo en la pista de despegue porque quería ir a Tenerife. Han cerrado la terminal tres… el equipo y yo hemos tardado dos horas en salir de allí. Intentaré conseguir un vuelo para mañana. ¡Por el amor de Dios, qué desorden, cariño! No dejes bolsas sobre la mesa. —Apartó la bolsa de Hamley’s—. Tienen bacterias. Y nada de juguetes, por favor, esto es una cocina, no una habitación de juego y cierra las puertas de los armarios, por favor, no soporto verlas abiertas… ¡Ah! —De pronto me vio sentada detrás de la puerta.

—Hola, Ruth —dije con tranquilidad—. He venido a ver a mi padre. —Me volví hacia papá. Estaba recogiéndolo todo como un loco—. Espero que no te importe.

—Para nada —repuso con tono desenfadado—. Espero que te sientas como en tu casa.

Eso es muy difícil, estuve tentada de decir.

—Phoebe le ha traído a Louis ese precioso osito de peluche —explicó mi padre.

—Gracias —dijo Ruth—. Eres muy amable. —Besó a Louis en la coronilla y, aunque éste le tendió los brazos para que lo cogiera, salió de la cocina. El pequeño echó la cabeza hacia atrás y rompió a llorar.

—Lo siento, Phoebe. —Mi padre esbozó una sonrisa sombría—. ¿Podemos volver a vernos pronto?