Esa mañana, mientras iba en el coche a casa de Val, mi modista, bajo una llovizna inesperada, me puse a pensar en el abriguito azul. Era azul celeste, el azul de la libertad, aunque la señora Bell lo había escondido. Al avanzar por Shooter’s Hill Road, a paso de tortuga debido al intenso tráfico, intenté imaginar la razón que la había llevado a hacerlo. A veces —y en ese momento recordé el comentario de mi madre acerca de la arqueología indumentaria— puedo adivinar la historia de una prenda por la forma en que se ha desgastado. Cuando trabajaba en Sotheby’s, por ejemplo, me trajeron tres vestidos de Mary Quant. Estaban en buen estado, pero todos tenían una parte raída en la manga derecha. La mujer que quería venderlos me contó que eran de su difunta tía, una novelista, que escribía todos sus libros a mano. Un par de pantalones de lino de Margaret Howell que tenían desgastada la cadera izquierda eran de una modelo que había tenido tres hijos en un período de cuatro años. Sin embargo en ese instante, mientras ponía en marcha el limpiaparabrisas, no se me ocurría ninguna teoría sobre el abrigo de la señora Bell. ¿Quién lo había necesitado más que ella en 1943? ¿Y por qué no le había contado a nadie la historia, ni siquiera a su adorado marido?
No le había explicado nada de eso a Annie cuando llegó a la tienda por la mañana. Solo le había dicho que iba a comprar bastantes cosas a la señora Bell.
—¿Por eso vas a ver a la modista? —me preguntó mientras doblaba las prendas de punto—. ¿Para que retoque algunos vestidos?
—No. Tengo que recoger algunas prendas que le llevé a arreglar. Val me telefoneó anoche. —Cogí las llaves del coche—. No le gusta tenerlas en casa una vez que ha acabado el trabajo.
Fue Pippa, de la cafetería Moon Daisy, quien me recomendó a Val, una profesional rápida y de precios razonables. Además es un genio de la confección y puede devolver su esplendor hasta a un vestido destrozado.
Cuando aparqué en Granby Road delante de su casa, en la parte más bonita de Kidbrooke, la llovizna se había transformado en chaparrón. Miré por el parabrisas y observé cómo las gotas rebotaban en el capó. Necesitaría el paraguas para llegar al porche de Val.
Me abrió la puerta con una cinta métrica colgada del cuello, y en su carilla afilada se dibujó una sonrisa. Al ver el paraguas me miró con recelo.
—No pretenderás meterlo en casa abierto, ¿verdad?
—Por supuesto que no. —Lo cerré y lo sacudí con energía—. Sé que crees que trae…
—Mala suerte. —Val meneó la cabeza—. Trae mala suerte… sobre todo si es negro.
—¿Es peor? —Entré.
—Mucho peor. Y no lo dejes en el suelo, por favor —añadió con ansiedad.
—No… pero ¿por qué no?
—Porque si dejas un paraguas en el suelo habrá un asesinato en la casa en un futuro próximo y preferiría evitarlo, sobre todo porque mi marido me saca de juicio últimamente. No quiero…
—¿Tentar a la suerte? —apunté tras dejar el paraguas en el paragüero.
—Exacto. —La seguí por el pasillo.
Val es bajita, de rasgos afilados y delgada como un alfiler. También es supersticiosa hasta la obsesión. Según ella misma reconoce, saluda a las urracas solitarias, hace una reverencia a la luna llena y evita por todos los medios los gatos negros. Tiene un conocimiento enciclopédico sobre las supersticiones y el folclore. En los cuatro meses que hace que la conozco, me he enterado de que da mala suerte empezar a comer el pescado por la cola, contar estrellas y llevar perlas el día de tu boda. Da mala suerte que se te caiga el cepillo mientras te peinas —anuncia decepciones— y clavar agujas de punto en los ovillos de hilo.
En cambio da buena suerte encontrar un clavo, comer una manzana en Nochebuena y ponerse sin querer una prenda del revés.
—Veamos —dijo Val cuando entramos en su sala de costura, donde todas las superficies estaban abarrotadas de cajas de zapatos llenas de carretes de hilo de algodón y cremalleras, patrones, cartones con cintas de raso, retales y bobinas de ribetes. Metió la mano debajo de la mesa y sacó una enorme bolsa—. Creo que han quedado bastante bien —dijo al entregármela.
Miré lo que había dentro. En efecto, habían quedado bien. Val había acortado hasta media pantorrilla un abrigo largo de Halston con el dobladillo desgarrado; cortado las mangas de un vestido de cóctel de los cincuenta con manchas de sudor; cubierto de lentejuelas las manchas de champán de una chaqueta de seda de Yves Saint Laurent. Tendría que mencionar aquellos cambios a los posibles compradores, pero al menos la ropa podía aprovecharse. Eran prendas demasiado hermosas y buenas para tirarlas.
—Han quedado perfectas, Val —dije. Cogí el bolso para pagarle—. Eres muy lista.
—Me enseñó a coser mi abuela y siempre decía que si una prenda tenía una tara no había que arreglarla, sino hacer de ella una virtud. Me parece oírla ahora: «Haz de ella una virtud, Valerie». ¡Ay! —Se le cayeron las tijeras y se las quedó mirando con una cara de felicidad más propia de una demente—. ¡Es genial!
—¿Qué pasa?
—Las dos puntas se han clavado en el suelo. —Se agachó para recogerlas—. Eso indica muy buena suerte —explicó agitándolas en mi dirección—. Por lo general significa que llegará más trabajo al hogar.
—Y así es. —Le conté que iba a comprar una colección de prendas y que unos ocho trajes necesitarían algún retoque.
—Tráemelos —dijo Val cuando le pagué lo que le debía—. Gracias. Ooohhh… —Se quedó mirando el abrigo—. Ese botón está flojo, lo coseré antes de que te marches.
En ese instante el timbre sonó tres veces seguidas.
—¿Val? —preguntó una voz grave—. ¿Estás ahí?
—Es mi vecina, Maggie —me explicó Val mientras enhebraba la aguja—. Siempre llama tres veces para que yo sepa que es ella. No echo el pestillo de la puerta porque nos pasamos el día entrando y saliendo para charlar. ¡Estamos en la sala de costura, Mags!
—¡Lo suponía! ¡Hola! —Maggie apareció en el hueco de la puerta, que casi llenaba. Era gordita y rubia; la antítesis de Val. Llevaba pantalones de cuero negro ajustados, zapatos de tacón de aguja dorados, cuyos costados a duras penas contenían los gruesos pies, y una camiseta muy escotada que dejaba a la vista un ancho canalillo con arruguitas. También llevaba una base de maquillaje de tono tostado, perfilador de ojos azul fuerte y pestañas postizas. En cuanto a su edad, podía tener entre treinta y ocho y cincuenta años. Olía a Perfume Magie Noire y a tabaco.
—¡Hola, Mags! —dijo Val—. Ésta es Phoebe —añadió apretando los dientes para cortar la hebra—. Phoebe acaba de abrir una tienda de ropa vintage en Blackheath. Por cierto —dijo dirigiéndose a mí—, espero que hayas puesto sal en la puerta como te aconsejé. Te protegerá de la mala suerte.
Pensé que ya había tenido tanta mala suerte que daba igual.
—Si te dijera que lo he hecho, mentiría.
Val se encogió de hombros y se puso un dedal de goma en el dedo índice.
—Luego no digas que no te lo advertí. —Empezó a coser el botón—. Entonces, ¿cómo va todo, Mags?
Mags se dejó caer en una silla; era evidente que estaba agotada.
—He tenido un cliente de lo más difícil. Al principio no había forma de que se pusiera manos a la obra, solo quería hablar; luego ha tardado un montón en acabar, y al final se ha puesto tonto porque quería pagar con un cheque y yo le he dicho que en efectivo o nada, se lo había dejado bien claro antes de empezar. —Se acomodó los pechos con un gesto de indignación—. Cuando le he dicho que iba a llamar a la poli, ha sacado los billetes en un pispas. Necesito una taza de algo, Val… estoy hecha polvo y son solo las once y media.
—Pon la tetera a hervir —dijo Val.
Mags fue a la cocina, y su voz ronca por el tabaco nos llegó a través del pasillo.
—Luego ha venido otro cliente que tenía una obsesión rarísima con su madre, incluso se ha traído uno de sus vestidos. Era muy exigente. He hecho lo que he podido por él, pero luego ha tenido la jeta de decirme que no estaba «satisfecho» con mis «servicios». ¡Imagínate!
A esas alturas ya estaba clara la naturaleza del trabajo de Maggie.
—Pobrecita —dijo Val con tono cariñoso cuando Mags reapareció con un paquete de galletas integrales—. Esos clientes tuyos no te merecen.
Mags soltó un largo suspiro.
—Y que lo digas. —Sacó una galleta y le dio un mordisco—. Para colmo, ha venido también esa mujer del número veintinueve, Sheila Como-se-llame. —Abrí los ojos como platos—. Es como un grano en el culo. Quería ponerse en contacto con su ex marido. La palmó en un campo de golf el año pasado. Me ha dicho que se sentía mal por cómo lo había tratado durante su matrimonio y que no podía dormir. Así que me he puesto en contacto con él, y… —Mags se arrellanó en la silla—. Y he empezado a transmitirle los mensajes a Sheila, pero al cabo de dos minutos se ha enfadado con él por no sé qué y se ha puesto a gritarle y a chillarle como una loca…
—Creo que he oído los chillidos a través de la pared —dijo Val tranquilamente mientras tiraba del hilo—. Menudo escándalo ha armado.
—Dímelo a mí —repuso Mags sacudiéndose las migas de la falda—. Así que le he dicho: «Mira, corazón, no deberías hablarles así a los muertos. No hay que faltarles al respeto».
—¿Así que eres médium? —pregunté tímidamente.
—¿Médium? —Maggie me miró tan seria que pensé que la había ofendido—. No… no soy médium —respondió—. ¡Soy una argel! —ella y Val se partieron de risa—. Lo siento —dijo Maggie—. Es que no puedo evitar hacer esa broma. —Se secó una lágrima con un dedo con la uña pintada de escarlata—. Pero, respondiendo a tu pregunta… —se toqueteó el pelo color amarillo plátano—. Sí, soy médium, o vidente, como prefieras.
Se me aceleró el pulso.
—Nunca había conocido a una médium.
—¿Nunca?
—No. Pero…
—Ya está, Phoebe, ¡listo! —Val cortó el hilo con las tijeras, lo enrolló en un carrete, dobló el abrigo rápidamente y lo metió en la bolsa—. ¿Cuándo me traerás esas cosas?
—Seguramente dentro de una semana, porque tengo una ayudante en la tienda los lunes y los martes. ¿Estarás aquí si vengo a la misma hora?
—Siempre estoy aquí —respondió Val con tono de hastío—. Los malvados nunca descansan. Me volví hacia Maggie.
—Estaba pensando que… —Sentí un subidón de adrenalina—. Alguien muy próximo a mí murió hace poco. Yo quería mucho a… a esa persona. La echo de menos… —Maggie asintió en un gesto de condolencia—. Nunca… nunca he recurrido a esta clase de servicios, y de hecho siempre he sido escéptica, pero si pudiera hablar con ella durante unos segundos, o saber algo de ella —proseguí con ansiedad—. Incluso he buscado el número de algunas videntes en las Páginas Amarillas, elegí una y llegué a marcar el número, pero luego no pude hablar porque me dio mucha vergüenza. Ahora que te he conocido a ti he pensado que…
—¿Quieres una sesión? —me interrumpió Maggie—. ¿Es eso lo que intentas decirme, corazón?
Suspiré aliviada.
—Sí.
Se metió la mano en el canalillo, de donde primero sacó un paquete de Silk Cut y luego una pequeña agenda negra. Extrajo del lomo un bolígrafo finísimo, se chupó el índice y empezó a pasar las hojas.
—¿Cuándo te apunto?
—¿Después de que haya dejado a Val las cosas que he de traerle?
—Así pues, ¿a esta misma hora la semana que viene? —Asentí—. Mis condiciones son: cincuenta pavos en efectivo, no se devuelve el dinero si falla la comunicación… y nada de faltar al respeto a los muertos —añadió Mags mientras garabateaba—. Esta norma es nueva. —Se guardó la agenda en el escote y abrió el paquete de cigarrillos—. Una sesión privada a las once del martes que viene. Hasta entonces, corazón —dijo cuando me disponía a marcharme.
Mientras volvía a Blackheath en el coche, intenté analizar qué me había impulsado a recurrir a una médium. Siempre había despreciado esa actividad. Mis cuatro abuelos habían muerto, pero jamás había sentido la necesidad de ponerme en contacto con ellos en el «más allá». Sin embargo, desde el fallecimiento de Emma me acometía cada vez más el deseo de, en cierta forma, llegar hasta ella. Al conocer a Mags había pensado que por lo menos podía probarlo.
¿Qué esperaba obtener de aquella experiencia?, me pregunté al acercarme a Montpelier Vale. En principio, un mensaje de Emma. ¿Diciendo qué? ¿Que estaba… bien? ¿Cómo iba a estar?, me dije mientras frenaba delante de la tienda. Seguramente estaría flotando en el éter, reflexionando con amargura sobre el hecho de que, gracias a quien decía ser su mejor amiga, jamás iba a casarse, a tener hijos, a cumplir cuarenta años, a ir a Perú como siempre había deseado, ni mucho menos a ser nombrada miembro de la Orden del Imperio Británico por sus servicios a la industria de la moda, como solíamos decir cuando estábamos borrachas. Jamás sabría lo que era estar en la flor de la vida ni disfrutaría de la tranquila jubilación, rodeada de sus hijos y nietos. Emma se vería privada de todo eso, pensé abatida, por culpa mía y de Guy. Ojalá Emma nunca hubiera conocido a Guy, me dije cuando hube aparcado.
—Ha sido una mañana increíble —exclamó Annie en cuanto entré.
—¿Ah, sí?
—Han comprado el vestido de noche de Pierre Balmain. Hay que esperar a cobrar el cheque, pero no creo que haya ningún problema.
—Fabuloso —musité. Eso contribuiría a que tuviera liquidez.
—Y he vendido dos faldas acampanadas de los cincuenta. Además, ¿sabes el Madame Grès rosa pálido? ¿El que no querías?
—Sí.
—Pues bien, la mujer que se lo probó el otro día ha vuelto.
—¿Y?
—Lo ha comprado.
—¡Genial! —Me llevé una mano al pecho, aliviada.
Annie me miró extrañada.
—Así que has hecho dos mil libras de caja, y eso que es solo mediodía —dijo. No podía explicarle que mi reacción ante la venta del vestido no tenía nada que ver con el dinero—. La mujer no tenía figura para lucirlo —prosiguió Annie mientras me dirigía hacia el despacho—, pero ha dicho que quería tenerlo. Ha pagado con la tarjeta y no ha habido ningún problema.
Durante una décima de segundo tuve que luchar con mi conciencia: las quinientas libras de la venta del vestido me habrían venido muy bien, pero había prometido donar el dinero a alguna organización benéfica y eso era lo que iba a hacer.
De pronto sonó la campanilla de la puerta y entró la chica que se había probado el vestido pastelito color turquesa.
—Aquí estoy otra vez —anunció con tono jovial.
El rostro de Annie se iluminó.
—Me alegro —dijo con una sonrisa—. El vestido de fiesta de graduación te quedaba de maravilla. —Fue a bajarlo de su lugar.
—No, no he venido por eso —repuso la chica, aunque lanzó una mirada de pena al vestido—. He venido a comprar algo para mi prometido. —Se acercó al mostrador de las joyas y señaló unos gemelos octogonales art déco de oro de dieciocho quilates con incrustaciones de nácar—. Vi que Pete los miraba el otro día y he pensado que sería un regalo de boda perfecto. —Abrió el bolso—. ¿Cuánto cuestan?
—Cien libras —respondí—, pero con el cinco por ciento de descuento quedan en noventa y cinco, y hay un cinco por ciento adicional porque tengo un buen día; de modo que son noventa.
—Gracias. —La chica sonrió—. Ya está.
Como Annie ya había trabajado los dos días que le correspondían, llevé la tienda yo sola durante el resto de la semana. Además de atender a los clientes, tasaba la ropa que me traían, sacaba fotos de prendas para la web y me encargaba de los pedidos electrónicos, hacía pequeños remiendos, hablaba con los proveedores y procuraba mantener al día las cuentas. Envié a Unicef un cheque por el importe del vestido de Guy, aliviada porque ya no me quedaba nada que me recordara los pocos meses que habíamos pasado juntos. Ya me había deshecho de las fotos, las cartas, los correos electrónicos —todos borrados—, los libros, y del recuerdo que más odiaba: el anillo de compromiso. Ahora, con el vestido vendido, podía respirar tranquila. Guy había salido por fin de mi vida.
El viernes por la mañana llamó mi padre para rogarme que fuera a visitarlo.
—Hace demasiado tiempo que no nos vemos, Phoebe —dijo con tristeza.
—Lo siento, papá. Tenía muchas cosas en la cabeza estos últimos meses.
—Ya lo sé, cariño, pero me encantaría verte, y me gustaría que volvieras a ver a Louis. Es tan tierno, Phoebe… Es tan… —Noté que le temblaba la voz. A veces se pone muy sentimental, pero lo cierto es que lo ha pasado mal, aunque haya sido por su culpa—. ¿Qué te parece el domingo? —propuso—. Después de comer.
Miré por la ventana.
—Podría pasarme, papá, pero preferiría no ver a Ruth, y perdona que sea tan franca.
—Lo entiendo —repuso en voz baja—. Sé que la situación ha sido difícil para ti, Phoebe. También lo ha sido para mí.
—No esperarás que te compadezca, papá.
Le oí suspirar.
—No me lo merezco, ¿verdad? —No respondí—. El caso —prosiguió—, es que Ruth se va a Libia el domingo por la mañana para rodar durante una semana, así que podrías venir.
—En ese caso iré, papá.
El viernes por la tarde, Mimi Long, la directora de la sección de moda, vino a la tienda y escogió una par de prendas para un reportaje fotográfico a doble página dedicado a los años setenta que se publicaría en el número de enero, titulado VUELTA AL PASADO. Le entregué el recibo de las cosas que había escogido y cuando me disponía a hacer caja vi a Pete, el prometido, correr en dirección a Village Vintage, con la corbata ondeando por encima del hombro.
Abrió la puerta de un empujón.
—He venido directamente desde el trabajo —dijo casi sin aliento. Señaló con un gesto de la cabeza el vestido pastelito color turquesa—. Me lo quedo. —Buscó la cartera en el bolsillo—. Carla todavía no ha encontrado nada para la fiesta de mañana y está de los nervios, y sé que no encontrará nada porque lo que le gusta es este vestido, y sí, es un poco caro, pero quiero que lo tenga y me importa un pito el dinero. —Puso seis billetes de cincuenta libras sobre el mostrador.
—Mi ayudante tenía razón —dije. Doblé el vestido y lo metí en una bolsa grande—. Serás el marido perfecto.
Mientras Pete esperaba su recibo, observé que desviaba la vista hacia la bandeja de los gemelos.
—Aquellos gemelos de oro con incrustaciones de nácar —dijo—, los que estaban aquí el otro día… Supongo que no…
—¡Oh, lo siento! —dije—. Los hemos vendido.
Cuando Pete se marchó, me pregunté quién compraría los otros vestidos pastelito. Pensé en la chica triste que estaba tan guapa con el de color lima. La había visto en la acera de enfrente dos o tres veces, absorta en sus pensamientos, pero no había entrado. También había visto una foto de su novio en el South London Times. Había sido el orador invitado en una conferencia para empresarios celebrada en el club de golf Blackheath. Al parecer era el dueño de una importante inmobiliaria: Phoenix Land.
El sábado empezó mal y acabó peor. En primer lugar, entró mucha gente en la tienda y, aunque me alegraba, a duras penas podía vigilar el género. Para colmo entró alguien comiendo un bocadillo y me vi obligada a pedirle que se fuera, algo que no me gusta hacer, y menos delante de otros clientes. Luego llamó mi madre y tuve que animarla un poco, porque suele deprimirse los fines de semana.
—He decidido no ponerme botox —dijo.
—Muy bien, mamá. No lo necesitas.
—No se trata de eso. En la clínica a la que he ido me han dicho que es demasiado tarde para el botox y que no notaría la diferencia.
—Bueno… no te preocupes.
—Así que voy a ponerme hilos de oro en la cara.
—¿Que vas a qué?
—Te insertan bajo la piel unos hilos de oro que llevan en los extremos unos ganchitos que permiten tensar los hilos y… ¡estirar la piel! Lo malo es que cuesta cuatro mil libras. Pero es oro de veinticuatro quilates —reflexionó en voz alta.
—Ni se te ocurra —le dije—. Sigues siendo muy atractiva, mamá.
—¿De veras? —preguntó con tristeza—. Desde que tu padre me dejó me veo feísima.
—No puede haber nada más alejado de la verdad. —De hecho, como otras muchas mujeres abandonadas por sus maridos, mi madre jamás había estado más guapa. Había adelgazado, se había comprado ropa y se arreglaba mucho más que cuando estaba con mi padre.
Más tarde, a la hora de comer, la mujer que había comprado el vestido de Guy regresó con él.
Al principio yo no sabía quién era.
—Lo siento —dijo mientras dejaba en el mostrador la bolsa de Vintage Village. Eché un vistazo al contenido y se me encogió el corazón—. Creo que el vestido no me queda bien. —¿Cómo había podido pensar que le quedaba bien? Como había dicho Annie, no tenía la figura adecuada para lucirlo, pues era bajita y ancha; como un pan redondo—. Lo siento —repitió cuando saqué el vestido de la bolsa.
—No se preocupe, no pasa nada —mentí. Le reembolsé el dinero, arrepentida de haberme apresurado a enviar el cheque de quinientas libras a Unicef. Era una donación que no podía permitirme.
—Supongo que al verlo me dejé llevar por la fantasía —explicó mientras esperábamos a que saliera el tíquet—. Esta mañana me lo he puesto, me he mirado al espejo y me he dado cuenta de que había sido… —Alzó las manos como diciendo: «No soy exactamente Keira Knightley, ¿no?»—. Es que no soy lo bastante alta —prosiguió—. Pero ¿sabe qué? —Ladeó la cabeza—. Creo que a usted sí le quedaría bien.
Cuando la mujer se hubo marchado, entraron varios clientes, entre ellos un hombre de unos cincuenta años que mostró un interés malsano por los corsés; hasta quiso probarse uno, pero no se lo permití. Luego telefoneó una mujer para ofrecerme unas pieles de su difunta tía, incluido un gorro hecho con piel de cachorro de leopardo que por lo visto debía despertar mi interés. Le expliqué que no vendía pieles, pero insistió en que eran vintage. Entonces le dije que no quería tocar, ni mucho menos vender, prendas confeccionadas con la piel de un cachorrito de leopardo, por mucho tiempo que hubiera transcurrido desde el asesinato de la criatura. Al cabo de unos minutos estuve a punto de perder de nuevo la paciencia cuando una mujer llegó con un abrigo de Dior que quería venderme. Se veía a la legua que era falso.
—Es de Dior —protestó cuando se lo comenté—. Y cien libras es un precio muy razonable por un abrigo auténtico de Christian Dior de esta calidad.
—Lo siento —repuse—, pero llevo doce años trabajando con moda vintage y le aseguro que este abrigo no es de Dior.
—Pero si en la etiqueta…
—La etiqueta sí es de Dior, pero se la han cosido a una prenda que no lo es. Las costuras interiores son un desastre, no están bien acabadas, y si mira el forro con detenimiento, verá que es de Burberry. —Señalé el logotipo.
La mujer se puso como la grana.
—Ya sé lo que pretende —espetó—. Quiere que rebaje el precio para luego venderlo por quinientas libras como ése que tiene ahí. —Señaló con la cabeza un maniquí con un abrigo de invierno gris perla de cordellate estilo New Look de Dior, de 1955, en perfecto estado.
—No tengo intención de quedármelo —dije con toda educación—. No lo quiero.
La mujer dobló el abrigo para meterlo en la bolsa con fingida indignación.
—Entonces tendré que llevarlo a otro lugar.
—Buena idea —repuse tranquilamente tras resistir la tentación de proponerle una tienda de Oxfam.
La mujer dio media vuelta y se dirigió hecha una furia hacia la puerta, que un cliente que entraba en ese momento tuvo la amabilidad de sostenerle. Tendría unos cuarenta y pocos años y vestía unos pantalones color crema y una americana azul marino muy elegantes. El corazón me dio un vuelco.
—¡Por el amor de Dios! —El rostro de don Raya Diplomática se iluminó—. Pero si eres Phoebe, mi competidora en la subasta. —Así que recordaba mi nombre—. ¿No me digas que ésta es tu tienda?
—Sí. —La euforia que sentí al verlo se evaporó cuando la puerta se abrió de nuevo y entró la señora de don Raya Diplomática envuelta en una vaharada de perfume. Tal como había imaginado, era alta y rubia… pero tan joven que estuve tentada de llamar a la policía. Deduje que no podía ser su esposa cuando se subió las gafas de sol a la cabeza. Era su amante de veinticinco años y él era su «papito»; el hombre era un viejo verde. El perfume de la joven, J’adore, me produjo náuseas.
—Me llamo Miles —dijo—. Miles Archant.
—Lo recuerdo —dije con amabilidad—. ¿Y qué te trae aquí? —añadí intentando no mirar boquiabierta a su acompañante, que en ese momento echaba un vistazo a los vestidos de noche. Él señaló a la chica con la cabeza.
—Roxy… —Por supuesto, qué nombre tan sexy y adecuado para una amante. Roxy la zorrita—. Mi hija.
—Ah. —Me invadió una oleada de alivio.
—Roxanne está buscando un vestido especial para un baile de adolescentes con fines benéficos que se celebra en el Museo de Historia Nacional, ¿verdad, Rox? —Ella asintió en silencio—. Ésta es Phoebe —añadió él. Cuando la chica me dedicó una sonrisa insulsa me fijé en que era jovencísima—. Nos conocimos en Christie’s —le explicó su padre—. Phoebe compró ese vestido blanco que te gustaba.
—¡Ah! —exclamó ella con rencor.
—¿Pujaste por el Madame Grès para…? —Y señalé a Roxy.
—Sí. Lo vio en la página web de Christie’s y se enamoró de él, ¿verdad, cariño? No pudo ir a la subasta porque tenía clase.
—¡Qué pena!
—Sí —dijo Roxy.
Así que era Roxy quien había hecho pasar tan mal rato a Miles en la subasta. Me asombró que hubiera alguien dispuesto a gastarse casi cuatro mil libras en un vestido para una adolescente.
—Roxanne quiere trabajar en el mundo de la moda —explicó él—. Está muy interesada en la ropa vintage, ¿verdad, cariño?
Roxanne volvió a asentir y siguió mirando lo que había en los percheros. Me pregunté dónde estaría su madre y cómo sería. Igual que la hija, imaginé, pero con unos cuarenta y tantos.
—El caso es que estamos buscando un vestido —dijo Miles—. Por eso hemos entrado. El baile no es hasta noviembre, pero estábamos en Blackheath por casualidad y hemos visto que habían abierto esta tienda… —Advertí que Roxy miraba a su padre con extrañez—. Así que hemos decidido entrar para echar un vistazo y te hemos encontrado… Una sorpresa inesperada… —añadió.
—Gracias —repuse, y me pregunté qué diría su mujer si lo viera charlar conmigo de una forma tan descaradamente amistosa.
—¡Una coincidencia increíble! —agregó. Me volví hacia Roxanne.
—¿Qué clase de ropa te gusta? —le pregunté, decidida a mantener la conversación dentro del terreno profesional.
—Bueno… —Se colocó las RayBan un poco más arriba—. Había pensado en algo del estilo de Expiación o… ¿cómo se llamaba esa otra película…? Gosford Park.
—Entiendo… Finales de los años treinta. Corte al bies. Del estilo de Madeleine Vionnet… —musité mientras pasaba las prendas del perchero de vestidos de noche.
Roxy encogió sus huesudos hombros.
—Supongo… —Pensé con cierto cinismo que aquélla podía ser la oportunidad de deshacerse del vestido de Guy, pero observé que Roxy estaba demasiado delgada; le quedaría grande.
—¿Ves algo que te guste, cariño? —preguntó su padre.
Ella negó con la cabeza y el pelo, una mata de seda rubia, le acarició los delgados hombros. En ese instante le sonó el móvil. ¿Cuál era el tono de llamada? Ah, sí, era «The Most Beautiful Girl in the World».
—¿Qué pasa? —respondió arrastrando las palabras—. No. Con mi padre. En una tienda de ropa vintage… ¿Anoche? Sí… Mahiki’s. Al principio muy flojo, tía. Sí. Muy flojo… Y luego, tía, qué fuerte. Sí, muy fuerte. Guay… —Era como si estuvieran hablando de la tirantez del hilo de la máquina de coser.
—Ve a hablar fuera, cariño —dijo su padre. Roxy se colgó al hombro el bolso de Prada, empujó la puerta y se quedó en la calle, apoyada contra el escaparate, con una pierna delgaducha cruzada sobre la otra. Sin duda la «conversación» no iba a ser breve.
Miles puso los ojos en blanco fingiendo desesperación.
—Adolescentes…
Esbozó una sonrisa indulgente y empezó a echar un vistazo por la tienda.
—Tienes cosas preciosas.
—Gracias. —Reparé de nuevo en lo bonita que era su voz, con una ligera ronquera que me resultaba atractiva.
—Puede que compre unos tirantes.
Abrí el mostrador y saqué la bandeja correspondiente.
—Son de principios de los cincuenta —le expliqué—. No llegaron a venderse, así que nunca se los ha puesto nadie. Son de Albert Thurston, fabricante de los mejores tirantes de Inglaterra. —Señalé unos—. Si te fijas, verás que la piel está cosida a mano.
Miles los miró.
—Me quedo éstos —dijo, y cogió un par de rayas verdes y blancas—. ¿Cuánto cuestan?
—Quince libras.
Se quedó mirándome.
—Te doy veinte.
—¿Cómo?
—Veinticinco, pues.
Me reí.
—¿Qué?
—Está bien, estoy dispuesto a subir a treinta libras si vas a ponerte farruca, pero no pienso pagar más.
Sonreí.
—Esto no es una subasta… Me temo que tendrás que pagar el precio que marca.
—Eres dura regateando —murmuró Miles—. En ese caso, también me llevaré ésos de color azul marino. —Mientras metía los dos pares de tirantes en la bolsa, observé que Miles me miraba de arriba abajo y me puse colorada. Me sorprendí pensando: Ojalá no esté casado—. Me gustó pujar contra ti el otro día —le oí decir cuando abrí la caja registradora—. Supongo que a ti no te pasaría lo mismo.
—No —respondí—. Estaba bastante furiosa. Al ver que estabas dispuesto a pagar tanto por el vestido pensé que lo querías para tu mujer.
Miles negó con la cabeza.
—No tengo esposa. —Vaya. Entonces vivía con alguien, o a lo mejor era padre soltero o divorciado—. Mi mujer falleció.
—Oh. —Para mi vergüenza, volví a sentirme eufórica—. Lo siento.
Miles se encogió de hombros.
—No pasa nada… quiero decir que ocurrió hace diez años —se apresuró a añadir—. He tenido mucho tiempo para hacerme a la idea.
—¿Diez años? —repetí. ¿Un hombre que no había vuelto a casarse en toda una década, cuando había tantos que contraían segundas nupcias a la semana siguiente del funeral de la esposa? Mi coraza empezaba a desprenderse.
—En casa solo somos Roxy y yo. Acaba de empezar las clases en Bellingham College, en Portland Place. —Había oído hablar de ese sitio: un lugar donde se preparaba a jóvenes de clase alta para los exámenes de acceso a la universidad—. ¿Puedo pedirte algo? —añadió Miles.
Le entregué el tíquet.
—Por supuesto.
—Estaba preguntándome… —Miró con nerviosismo a Roxanne, que se enroscaba un mechón de pelo rubio en un dedo mientras seguía hablando por el móvil—. Me preguntaba si… si querrías cenar conmigo alguna noche…
—Ah…
—Estoy seguro de que te parezco demasiado mayor —prosiguió rápidamente—, pero me encantaría volver a verte, Phoebe. De hecho… ¿puedo confesarte algo?
—¿Qué? —pregunté intrigada.
—No es una casualidad que esté aquí. Para ser sincero, la casualidad no ha tenido nada que ver.
—¿Cómo sabías dónde encontrarme?
—Porque cuando pagaste el vestido en Christie’s oí que decías «Village Vintage». Lo busqué en Google allí mismo y apareció tu página web. —Así que por eso miraba con tanto interés la pantalla de la BlackBerry mientras estaba sentado a mi lado…—. Como vivo en Camberwell, que no queda lejos, se me ocurrió pasarme por aquí para decirte… «Hola». —Estaba claro que era más sincero que astuto. Sonreí para mis adentros—. Bueno… —Se encogió de hombros—. El otro día no quisiste comer conmigo, ni siquiera tomar un café. Seguramente creías que estaba casado.
—Sí.
—Ahora que sabes que no lo estoy, tal vez quieras cenar conmigo.
—No lo sé. —Noté que me ruborizaba.
Miles miró a su hija, que continuaba hablando por el móvil.
—No tienes que responder ahora. Toma… —Abrió la cartera y sacó su tarjeta de visita. La leí: «Miles Archant, licenciado en derecho, socio mayoritario de Archant, Brewer & Clark, Abogados»—. Llámame para decirme si te seduce la idea.
De pronto me di cuenta de que sí me seducía. Miles era muy atractivo, me encantaba su voz ronca, y era una persona madura, a diferencia de la mayoría de los hombres de mi edad. Como Dan, pensé de repente, con su pelo alborotado y su ropa mal combinada, su sacapuntas y su… cobertizo. ¿Por qué iba a querer yo ir al cobertizo de Dan? Me quedé mirando a Miles. Era un hombre hecho y derecho, no un niño grande. Pero por otro lado, pensé volviendo a la realidad, era un completo desconocido y mucho mayor que yo; debía de tener cuarenta y tres o cuarenta y cuatro.
—Tengo cuarenta y ocho —dijo—. ¡No pongas esa cara de sorpresa!
—Ay, lo siento, es que… no pareces tan…
—¿Viejo? —dijo con ironía.
—No quería decir eso. Eres muy amable al invitarme a cenar, pero, para serte sincera, estoy bastante ocupada últimamente. —Empecé a colocar los fulares—. Y tengo que centrarme en mi negocio… —agregué sin saber qué decir. Casi cincuenta…—. Y el caso es que… ¡Oh! —En ese momento sonó el teléfono—. Disculpa. —Descolgué el auricular, agradecida por la interrupción—. Village Vintage, ¿dígame?
—¿Phoebe? —El corazón me dio un vuelco—. Por favor, di algo, Phoebe —dijo Guy—. Tengo que hablar contigo. No has respondido a mis cartas…
—Sí… muy bien —murmuré luchando por controlar mis emociones delante de Miles, que se había sentado en el sofá y contemplaba el cielo encapotado de Blackheath. Cerré los ojos y respiré hondo.
—Necesito hablar contigo —oí decir a Guy—. Me niego a dejar las cosas así, y no desistiré hasta que…
—Lo siento, no puedo ayudarle —dije con una tranquilidad que no sentía—. De todas formas, gracias por llamar. —Colgué el auricular sin el menor remordimiento. Guy sabía lo que había hecho.
—«Ya sabes que Emma siempre exagera, Phoebe».
Puse el contestador automático.
—Lo siento —le dije a Miles—. ¿Qué estabas diciendo?
—Bueno… —Se levantó—. Estaba diciendo que tengo… cuarenta y ocho, y que, si estabas dispuesta a pasar por alto ese defectillo, me encantaría cenar contigo alguna noche. Pero no parece que te apetezca. —Me dirigió una sonrisa nerviosa.
—La verdad es que sí que me apetece, Miles.