Capítulo 1

Al menos septiembre es un buen momento para volver a empezar, pensé al salir de casa a primera hora de la mañana. Siempre he tenido una mayor sensación de renovación a principios de septiembre que en enero. Tal vez sea, me dije mientras cruzaba Tranquil Vale, porque a menudo el aire de septiembre es fresco y limpio después de las lluvias de agosto. O tal vez —reflexioné al pasar por delante de Blackheath Books, cuyo escaparate estaba engalanado con letreros de ofertas de vuelta al cole— sea sencillamente porque lo asocio al inicio del curso escolar.

Mientras subía por la cuesta hacia el parque Heath atisbé el rótulo recién pintado de Village Vintage y me permití un breve arranque de optimismo. Abrí la puerta, recogí el correo de la alfombrilla y empecé a preparar la tienda para su inauguración oficial.

Trabajé sin parar hasta las cuatro escogiendo las prendas del almacén de arriba para colgarlas en los percheros. Al echarme en el brazo un vestido de tarde de los años veinte, acaricié su satén de seda y recorrí con los dedos las cuentas recamadas y las perfectas puntadas hechas a mano. Esto es lo que me gusta de la ropa vintage, pensé. Me gustan sus hermosas telas y sus perfectos acabados. Me gusta saber que se han invertido una gran habilidad y mucho arte en su confección.

Miré el reloj. Solo faltaban dos horas para que empezara la fiesta. Recordé que no había puesto a enfriar el champán. Mientras corría hacia la pequeña cocina y abría una caja, me pregunté cuántas personas vendrían. Había invitado a cien, así que necesitaba tener al menos setenta copas a mano. Metí las botellas en la nevera, bajé el termostato al mínimo y me preparé una taza de té. Mientras bebía el earl grey contemplé la tienda y por un instante me permití saborear el paso del sueño imposible a la realidad.

El interior de Vintage Village era moderno y luminoso. Había mandado pulir y abrillantar el parquet, pintar las paredes de gris perla y colgar grandes espejos de marco plateado; había macetas esmaltadas en soportes de cromo, focos halógenos en el techo pintado de blanco y, junto al probador, un gran sofá Bergère tapizado en color crema. Al otro lado del escaparate se extendía Blackheath y el cielo era una bóveda azul con imponentes nubes blancas que se movían deprisa. Detrás de la iglesia, dos cometas amarillas bailaban con el viento, y en el horizonte los rascacielos de cristal de Canary Wharf brillaban y destellaban con el sol de media tarde.

De pronto caí en la cuenta de que el periodista que al parecer iba a venir a entrevistarme tendría que haber llegado hacía más de una hora. Ni siquiera sabía para qué periódico trabajaba. De la breve conversación telefónica que habíamos mantenido el día anterior solo recordaba que se llamaba Dan y que había dicho que vendría a las tres y media. La irritación se trocó en pánico cuando pensé que tal vez no se presentaría; necesitaba la publicidad. Se me revolvió el estómago al pensar en el cuantioso préstamo que había solicitado. Mientras ataba la etiqueta en un bolso de noche recamado, recordé cómo había tratado de convencer al banco de que su dinero estaría a salvo.

—Así que antes trabajaba en Sotheby’s… —había dicho la encargada de los préstamos hojeando mi proyecto empresarial en su pequeño despacho, donde hasta el último centímetro, incluido el techo y la puerta, estaba revestido de grueso paño gris.

—Trabajaba en el departamento textil —le expliqué—, tasaba la ropa vintage y dirigía las subastas.

—Por lo tanto, debe de saber mucho sobre el tema.

—Sí.

Garabateó algo en el impreso con la pluma estilográfica, cuya punta raspeó sobre el papel satinado.

—Pero nunca se ha dedicado a la venta al por menor.

—No —respondí—. Así es. Pero he encontrado un local atractivo y accesible en una zona comercial muy transitada, donde no hay otras tiendas de moda vintage. —Le entregué el folleto de Montpelier Vale que me habían dado en la inmobiliaria.

—Es un lugar bonito —comentó mientras le echaba un vistazo. Me animé—. Y como está en una esquina se verá bien. —Imaginé los escaparates rebosantes de preciosos vestidos—. Pero el alquiler es elevado. —La mujer dejó el folleto sobre la mesa gris y me miró muy seria—. ¿Qué le hace pensar que será capaz de vender lo suficiente para cubrir gastos y, ni que decir tiene, obtener beneficios?

—Bueno… —Reprimí un suspiro de frustración—. Sé que hay demanda. Lo vintage está tan de moda que casi se ha convertido en un estilo popular. Hoy día se vende hasta en tiendas de High Street como Miss Selfridge y Top Shop.

Se hizo un silencio mientras la mujer volvía a garabatear algo.

—Ya lo sé. —Levantó la vista para mirarme, pero esta vez sonriendo—. El otro día me compré en Jigsaw un abrigo Biba de piel sintética divino, con los botones originales; estaba como nuevo. —Me pasó el impreso y me tendió la pluma—. Firme ahí abajo, por favor.

Empecé a colgar los vestidos de noche en el perchero de los trajes de fiesta y saqué los bolsos, los cinturones y los zapatos. Coloqué los guantes en su cesta, la bisutería en las bandejitas de terciopelo, y en un estante del rincón, muy alto, puse con mucho cuidado el sombrero que Emma me había regalado cuando cumplí los treinta.

Retrocedí unos pasos y contemplé el sombrero de paja color bronce, magnífico como una escultura; su copa parecía alzarse majestuosa hacia el infinito.

—Te echo de menos, Em —murmuré—. Dondequiera que estés… —Experimenté la habitual punzada, como si tuviera un pincho clavado en el corazón.

Oí unos golpecitos secos detrás de mí. Al otro lado de la puerta de cristal había un hombre de aproximadamente mi edad, tal vez algo más joven. Era alto y fornido, tenía los ojos grandes y grises, y una mata de rizos rubio ceniza. Me recordó a algún famoso, pero no sabía a quién.

—Dan Robinson —dijo con una amplia sonrisa cuando lo invité a pasar—. Siento haberme retrasado un poco. —Contuve las ganas de decirle que se había retrasado mucho. Sacó una libreta de su maltrecha bolsa—. La entrevista que tenía antes se alargó más de la cuenta, y he encontrado mucho tráfico al venir hacia aquí, pero no tardaremos más de veinte minutos. —Metió la mano en el bolsillo de su arrugada chaqueta de lino y sacó un lápiz—. Solo necesito los detalles básicos de la tienda y algunos datos sobre ti. —Echó un vistazo a la hidra de fulares de seda que se desparramaban sobre el mostrador y al maniquí a medio vestir—. Veo que estás ocupada, así que, si no tienes tiempo…

—Claro que tengo tiempo —le interrumpí—, de veras, siempre que no te importe que siga trabajando mientras hablamos. —Colgué un vestido de cóctel de gasa verde esmeralda en una percha forrada de terciopelo—. ¿Para qué periódico dijiste que trabajabas? —Con el rabillo del ojo vi que su camisa de rayas malva no pegaba con los pantalones verdes que llevaba.

—Es una publicación gratuita, el Black & Green… el Blackheath and Greenwich Express, que sale dos veces por semana. Solo lleva un par de meses en marcha, así que estamos potenciando su distribución.

—Agradezco cualquier clase de publicidad —dije mientras colgaba el vestido en el perchero de la ropa de diario, delante de los otros.

—Supongo que el artículo saldrá el viernes. —Dan echó un vistazo a la tienda—. El interior es bonito y alegre. Nadie diría que vendes cosas viejas… vintage, quiero decir —se corrigió.

—Gracias —respondí malhumorada, aunque agradecía sus palabras.

Mientras yo cortaba con unas tijeras el papel de celofán que envolvía un ramo de agapantos blancos, Dan miró por el cristal del escaparate.

—La ubicación es ideal.

Asentí.

—Me encanta tener vistas al Heath —repuse—, y además la tienda se ve muy bien desde la calzada, así que espero atraer tanto a los transeúntes como a compradores habituales de vintage.

—Así te encontré yo —dijo Dan mientras yo colocaba las flores en un jarrón—. Al pasar por aquí ayer vi que… —Se metió la mano en un bolsillo del pantalón y sacó un sacapuntas—. Vi que estabas a punto de abrir, y pensé que sería un buen artículo para el número del viernes. —Cuando se sentó en el sofá me fijé en que llevaba los calcetines desparejados: uno verde y el otro marrón—. No es que la moda sea mi especialidad…

—¿Ah, no? —dije educadamente mientras él hacía girar el lápiz con energía—. ¿No tienes grabadora? —No pude evitar preguntarlo.

Se quedó mirando la punta recién afilada del lapicero y le dio un soplido.

—Prefiero las anotaciones rápidas. Bien. —Se guardó el sacapuntas—. Empecemos. Así que… —Se dio unos golpecitos con el lápiz en el labio inferior—. ¿Qué puedo preguntarte primero…? —Intenté no revelar mi contrariedad ante su falta de preparación—. ¡Ya lo sé! —exclamó—. ¿Eres de la zona?

—Sí. —Doblé una chaqueta de cachemir azul celeste—. Me crié en Eliot Hill, más cerca de Greenwich, pero desde hace cinco años vivo en el centro de Blackheath, a unos pasos de la estación. —Pensé en mi casita, una antigua vivienda de empleados ferroviarios, con su diminuto jardín delantero.

—Estación… —repitió Dan lentamente—. Siguiente pregunta…

La entrevista iba a durar una eternidad; solo me faltaba eso.

—¿Tienes experiencia en el mundo de la moda? —preguntó—. ¿No querrán saber eso los lectores?

—Bueno… a lo mejor. —Le conté que me había licenciado en historia de la moda en Saint Martin’s y que había trabajado en Sotheby’s.

—¿Cuánto tiempo estuviste en Sotheby’s?

—Doce años. —Doblé un fular de seda de Yves Saint Laurent y lo dejé en una bandeja—. Hacía poco que me habían ascendido a directora del departamento de telas y trajes, pero… decidí marcharme.

Dan levantó la vista.

—¿A pesar de que acababan de ascenderte?

—Sí… —Me dio un vuelco el corazón. Había hablado más de la cuenta—. Trabajaba en Sotheby’s prácticamente desde el día que me licencié y necesitaba… —Miré hacia el escaparate tratando de dominar la emoción que amenazaba con desbordarme—. Me parecía que necesitaba…

—¿Un descanso? —apuntó Dan.

—Un… cambio. Por eso, a principios de marzo me tomé una especie de año sabático. —Enrollé un collar de perlas falsas de Chanel al cuello de un maniquí plateado—. Dijeron que me guardarían el puesto hasta junio, pero a principios de mayo vi que se alquilaba este local, así que decidí lanzarme y vender ropa vintage. Llevaba algún tiempo dándole vueltas a la idea —añadí.

—Algún… tiempo —repitió Dan en voz baja. No podía decirse que escribiera muy deprisa. Miré de reojo sus garabatos y abreviaturas—. Siguiente pregunta… —Mordió la parte superior del lápiz. Aquel hombre era un inútil—. ¡Ya sé! ¿Dónde encuentras la ropa? —Me miró—. ¿O es un secreto profesional?

—No, desde luego. —Abroché los corchetes de una blusa de seda beige de Georges Rech—. He comprado bastantes prendas en las casas de subastas de los alrededores de Londres, así como a vendedores profesionales y a particulares a los que conocía gracias a Sotheby’s. También compro en ferias dedicadas al vintage y en eBay, y he hecho dos o tres viajes a Francia.

—¿Por qué Francia?

—Porque es fácil encontrar hermosas prendas vintage en los mercadillos de ciudades de provincias… como estos vestidos de fiesta bordados. —Levanté uno—. Los compré en Aviñón. No eran demasiado caros, porque a las francesas les gusta menos el vintage que a las inglesas.

—Las prendas vintage están ahora muy buscadas, ¿verdad?

—Sí, muy buscadas. —Extendí a toda prisa varios ejemplares de Vogue de los años cincuenta sobre la mesa de cristal que había junto al sofá—. Las mujeres quieren individualidad, no productos fabricados en serie, y eso es lo que les proporciona el vintage. Vestir esta clase de ropa indica originalidad y buen gusto. Una mujer puede comprar en High Street un vestido de noche de doscientas libras —proseguí, más contenta ahora con la entrevista— que al día siguiente apenas vale nada. Por el mismo precio puede comprarse algo confeccionado con una tela espléndida, que nadie más lucirá y que, si la mujer no lo estropea, aumentará de valor. Como esto. —Saqué un traje de noche de tafetán de seda azul petróleo diseñado por Hardy Amies en 1957.

—Es precioso —dijo Dan contemplando el vestido sin espalda, con talle ceñido y falda acampanada—. Cualquiera diría que es nuevo.

—Todo lo que vendo está en perfecto estado.

—Estado… —murmuró mientras tomaba nota.

—Lavo todas las prendas o las envío a la tintorería —expliqué tras colgar el vestido en el perchero—. Tengo una costurera maravillosa que se ocupa de los remiendos y arreglos más importantes; de los pequeños retoques me encargo yo. Tengo un pequeño «gabinete» al fondo con una máquina de coser.

—¿Y qué precios tienen estas prendas?

—Van de las quince libras de un fular de seda hecho a mano hasta las mil quinientas de los trajes de alta costura, pasando por las setenta y cinco de un vestido de diario, y las doscientas o trescientas de los trajes de noche. —Saqué un vestido de fiesta de faya dorada con canutillos y lentejuelas plateadas. Era de Pierre Balmain, de principios de los años sesenta. Levanté la funda protectora—. Éste es un vestido importante, creado por un prestigioso diseñador en la cúspide de su carrera. También está esto. —Saqué un par de pantalones anchos de terciopelo con un estampado psicodélico en diversos tonos de fucsia y verde fosforescentes—. Son de Emilio Pucci. Seguramente los comprarán como inversión más que para ponérselos, porque Pucci, al igual que Ossie Clark, Biba y Jean Muir, es muy apreciado por los coleccionistas.

—A Marilyn Monroe le encantaba Pucci —comentó Dan—. La enterraron con su vestido de Pucci favorito, de seda verde. —Asentí en silencio; no quería admitir que desconocía ese dato—. Ésos son divertidos. —Dan señaló con un gesto la pared que estaba a mi espalda, de la que colgaban, como si de cuadros se tratase, cuatro vestidos sin tirantes y con falda por debajo de la rodilla (uno amarillo limón, otro rosa chicle, el tercero turquesa y el cuarto verde lima), todos con talle de satén del que arrancaba una masa de enaguas de tul salpicadas de cristalitos.

—Los he colgado porque me encantan —expliqué—. Son vestidos para el baile de graduación, de los años cincuenta, pero yo los llamo vestidos «pastelito» porque son muy sofisticados y vaporosos. Con solo verlos me pongo contenta. —O todo lo contenta que puedo estar ahora, pensé desanimada.

Dan se levantó.

—¿Y qué es eso que has puesto ahí?

—Es una falda con miriñaque de Vivienne Westwood. —La alcé para que la viera—. Y esto… —Saqué un caftán de seda color terracota— es de Thea Porter, y este vestido mini de ante es de Mary Quant.

—¿Y éste? —Dan había sacado un vestido de noche de satén rosa perla con cuello vuelto, unos finos pliegues en los lados y una ancha cola—. Es maravilloso… muy del estilo de Katharine Hepburn, o de Greta Garbo, o de Verónica Lake —añadió con gesto reflexivo— en La llave de cristal.

—No conozco esa película.

—Nunca ha sido valorada como merece. El guión lo escribió Dashiell Hammett en mil novecientos cuarenta y dos. Howard Hawks se inspiró en ella para El sueño eterno.

—¿Ah, sí?

—¿Sabes que…? —Levantó el vestido a mi altura de una forma que me desconcertó—. Te quedaría bien. —Me observó con mirada apreciativa—. Tienes esa especie de languidez de las películas de cine negro.

—¿De veras? —Había vuelto a dejarme fuera de juego—. En realidad… este vestido era mío.

—¿En serio? ¿Ya no lo quieres? —me preguntó Dan casi con indignación—. Es muy bonito.

—Sí, pero es que… bueno… me he cansado de él. —Volví a colocarlo en el perchero. No tenía por qué contarle la verdad. Guy me lo había regalado hacía menos de un año. Llevábamos un mes saliendo cuando me llevó a Bath a pasar el fin de semana. Vi el vestido en un escaparate y me acerqué a mirarlo, más que nada por el interés profesional, puesto que costaba quinientas libras. Más tarde, mientras yo leía en la habitación del hotel, Guy se marchó sin decir nada y regresó con el vestido, envuelto en papel de regalo rosa. Ahora quería venderlo porque pertenecía a una parte de mi vida que deseaba olvidar a toda costa. Entregaría a una organización benéfica lo que me pagasen por él.

—Y en tu opinión, ¿cuál es el mayor atractivo de la ropa vintage? —Oí a Dan preguntar mientras colocaba los zapatos dentro de los hexaedros de cristal iluminados que se alineaban junto a la pared de la izquierda—. ¿Su buena calidad comparada con la de las prendas que se fabrican en la actualidad?

—En gran parte, sí —contesté colocando en un elegante ángulo un par de bailarinas de ante verde de los años sesenta—. Llevar vintage supone un acto de rebelión contra la fabricación en serie. Pero lo que más me gusta de la moda vintage… —Me volví a mirar a Dan—. No te rías, por favor.

—Por supuesto que no.

Acaricié la suave gasa de un salto de cama de los años cincuenta.

—Lo que de verdad me gusta… es saber que contienen la historia personal de alguien. —Me pasé el ribete de marabú por el dorso de la mano—. Siempre pienso en las mujeres que llevaron esa ropa.

—¿De veras?

—Pienso en su vida. No puedo mirar una prenda, como este traje… —añadí acercándome al perchero de la ropa de diario para sacar un conjunto de chaqueta entallada y falda de tweed azul oscuro de los años cuarenta—… sin pensar en la mujer a la que perteneció. ¿Qué edad tenía? ¿Trabajaba? ¿Estaba casada? ¿Era feliz? —Dan se encogió de hombros—. El traje tiene etiqueta británica de principios de los cuarenta —proseguí—, así que me pregunto qué le ocurriría a esta mujer durante la guerra. ¿Sobrevivió su marido? ¿Sobrevivió ella?

Me dirigí hacia el expositor de zapatos y cogí un par de escarpines de seda brocada, con rosas amarillas bordadas.

—Miro estos zapatos exquisitos e imagino a su dueña quitándoselos y echando a andar, o bailando con ellos puestos, o besando a alguien. —Me acerqué a un casquete, de terciopelo rosa colocado en su soporte—. Miro un sombrerito como éste —expliqué levantando el velo— e intento imaginar el rostro que había debajo. Porque cuando alguien compra una prenda vintage no compra solo tela e hilo; compra un retal del pasado de alguien.

Dan asintió en silencio.

—Que tú te encargas de traer al presente.

—Exacto. Doy a estas prendas una nueva oportunidad de vivir. Y me encanta saber que soy capaz de recuperarlas —proseguí—, porque hay demasiadas cosas en la vida que no se pueden recuperar. —De repente sentí la habitual punzada sorda en la boca del estómago.

—Jamás había pensado así en las prendas vintage —comentó Dan al cabo de unos segundos—. Me encanta la pasión que demuestras por tu trabajo. —Echó una ojeada a su libreta—. Me has dado un par de citas geniales.

—Estupendo —musité—. Ha sido un placer hablar contigo. —Después de un comienzo un tanto desesperante, me sentí tentada de añadir.

Dan sonrió.

—Bien… será mejor que te deje continuar. Además, tengo que redactar esto, pero… —Su voz se apagó cuando desvió la mirada hacia el estante del rincón—. ¡Qué sombrero tan bonito! ¿De qué época es?

—Es contemporáneo. De hace cuatro años.

—Es muy original.

—Sí, es único.

—¿Cuánto cuesta?

—No está en venta. Me lo regaló la diseñadora, una íntima amiga mía. Quería tenerlo aquí porque… —Se me hizo un nudo en la garganta.

—¿Porque es bonito? —apuntó Dan. Asentí. Cerró la libreta—. ¿Tu amiga vendrá a la inauguración?

Negué con la cabeza.

—No.

—Una cosita más —dijo, y sacó una cámara de la bolsa—. El director me ha pedido una foto tuya para el artículo.

Miré el reloj.

—De acuerdo, si no tardas mucho. Todavía tengo que colgar unos globos en la entrada, he de cambiarme, y no he servido el champán. Eso me llevará un buen rato, y los invitados llegarán dentro de veinte minutos.

—Ya lo hago yo —oí decir a Dan—, para compensar mi retraso. —Se puso el lápiz sobre la oreja—. ¿Dónde están las copas?

—Hay tres cajas detrás del mostrador, y doce botellas de champán en la nevera de la cocina. Gracias —añadí, y me pregunté ansiosa si Dan conseguiría servirlo sin derramar ni gota, pero llenó con destreza las copas de Veuve Clicquot (vintage, por supuesto, como tenía que ser), mientras yo me aseaba y me ponía un vestido de cóctel gris perla de satén y unas sandalias de tacón, me maquillaba un poco y me cepillaba el pelo. Por último desaté del respaldo de una silla el ramo de globos color oro pálido y los sujeté de dos en dos y de tres en tres en la entrada de la tienda, donde bailotearon y se mecieron con el viento, que ahora era más fresco. Cuando el reloj de la iglesia dio las seis, me detuve junto a la puerta, con una copa en la mano, mientras Dan hacía fotos.

Al cabo de un minuto bajó la cámara y me miró con evidente perplejidad.

—Perdona, Phoebe, ¿podrías sonreír un poco?

Mi madre llegó justo cuando se marchaba Dan.

—¿Quién era ése? —me preguntó yendo directa al probador.

—Un periodista llamado Dan —respondí—. Acaba de hacerme una entrevista para un periódico local. Es un poco caótico.

—Es bastante guapo —dijo mirándose al espejo—. Viste fatal, pero me gusta el pelo rizado en los hombres. Es poco habitual. —El reflejo de su rostro me miró con una expresión de tristeza y ansiedad—. Ojalá encontraras a alguien, Phoebe, no me hace ninguna gracia que estés sola. La soledad no es divertida. Doy fe —añadió con amargura.

—A mí me gusta. Pienso estar sola una buena temporada, o siempre, tal vez.

Mi madre abrió el bolso.

—Es más que probable que ése sea mi destino, cariño, pero no quiero que sea el tuyo. —Sacó un pintalabios carísimo, como todos los que se compraba. Parecía una bala de oro—. Sé que has tenido un mal año.

—Sí —murmuré.

—Y sé… —añadió mirando el sombrero de Emma— que has sufrido. —Mi madre no podía ni hacerse una idea de cuánto había sufrido—. Pero… —dijo mientras hacía girar el pintalabios para que asomara a la barra— sigo sin entender… —supe qué vendría a continuación— por qué tuviste que romper con Guy. Solo lo vi tres veces, pero me parecía un hombre encantador, guapo y agradable.

—Y lo era —admití—. Era estupendo. De hecho era perfecto.

Nuestras miradas se cruzaron en el espejo.

—Entonces, ¿qué pasó entre vosotros?

—Nada —mentí—. Solo que mis sentimientos… cambiaron. Ya te lo dije.

—Sí, pero nunca me has dicho por qué. —Mi madre se pasó la barra, de un rojo chillón, por el labio superior—. Todo ese asunto me pareció de lo más perverso, si no te importa que te lo diga. Claro que tú estabas muy triste en aquel entonces. —Bajó la voz—. Lo que le ocurrió a Emma… —Cerré los ojos e intenté ahuyentar las imágenes que me obsesionarán eternamente—. Bueno… fue terrible —susurró—. No sé cómo pudo hacerlo… Y pensar que lo tenía todo… todo…

—Todo —repetí con amargura.

Mi madre se dio unos toquecitos en el labio inferior con un pañuelo de papel.

—Lo que no entiendo es por qué acto seguido, por muy triste que estuvieras, rompiste lo que parecía una relación feliz con un hombre magnífico. Creo que sufriste una especie de crisis nerviosa —prosiguió—. No me extrañaría… —Juntó los labios y los separó con un sonoro chasquido—. No creo que supieras lo que hacías.

—Lo sabía perfectamente —afirmé con serenidad—. Mira, mamá, no quiero hablar de…

—¿Cómo lo conociste? —me preguntó de pronto—. Nunca me lo has contado.

Noté que me ardía la cara.

—A través de Emma.

—¿De verdad? —Mi madre se quedó mirándome—. Un detalle propio de ella —añadió volviéndose hacia al espejo— presentarte a un encanto de hombre como ése.

—Sí —respondí desazonada.

—He conocido a alguien —me había dicho Emma por teléfono, toda emocionada, un año atrás—. La cabeza me da vueltas, Phoebe. Es… maravilloso.

Se me encogió el corazón, no solo porque Emma siempre decía que había conocido a alguien «maravilloso», sino porque aquellos hombres resultaban ser todo lo contrario. Emma los ponía por las nubes, y al cabo de un mes los evitaba porque decía que eran «horribles».

—Lo he conocido en una fiesta benéfica —me explicó—. Dirige una empresa de fondos de inversión, pero de las buenas —añadió con su enternecedora candidez—, de las que tienen principios éticos.

—Qué interesante. Debe de ser un hombre listo.

—Se licenció con matrícula de honor en la Facultad de Economía y Ciencias Políticas de Londres. No es que me lo haya contado él —se apresuró en añadir—. Lo he visto en Google. Hemos salido un par de veces y la cosa va bien, así que me gustaría que lo conocieras para saber qué te parece.

—Emma —dije con un suspiro—, tienes treinta y tres años. Te estás convirtiendo en una profesional de éxito. Algunas de las mujeres más famosas del Reino Unido lucen tus sombreros. ¿Por qué necesitas mi aprobación?

—Bueno… —Oí que chascaba la lengua—. Supongo que cuesta deshacerse de las viejas costumbres. Siempre te he pedido la opinión sobre los hombres, ¿verdad? —musitó—. Desde que éramos adolescentes.

—Sí, pero ya no lo somos. Tienes que confiar en tu propio criterio, Em.

—Lo entiendo, pero aun así quiero que conozcas a Guy. Daré una pequeña cena la semana que viene y te sentarás a su lado, ¿vale?

—Vale… —Y volví a suspirar.

Ojalá no me hubiera metido en esto, pensaba el jueves siguiente por la noche mientras ayudaba a Emma en la cocina de su casa de alquiler en Marylebone. Desde la sala llegaban las voces y risas de nueve personas… La idea que tenía Emma de una «pequeña» cena era una comida de cinco platos para doce personas. Mientras sacaba las bandejas recordaba a los hombres de los que Emma se había «enamorado locamente» en los últimos dos años: Arnie, el fotógrafo de revistas de moda, que la había engañado con una modelo de manos; Finian, el decorador de exteriores, que pasaba todos los fines de semana con su hija de seis años… y con la madre de la niña. Luego llegó Julián, un corredor de bolsa con gafas al que le interesaba la filosofía y poco más. El último novio de Emma había sido Peter, un violinista de la Filarmónica de Londres. Había parecido una relación prometedora, pues era un chico agradable y Emma podía hablar de música con él, pero tuvo que marcharse para realizar una gira mundial y cuando regresó al cabo de tres meses estaba comprometido con la segunda flauta.

Quizá el tal Guy sea mejor, pensé mientras buscaba las servilletas en un cajón.

—Guy es perfecto —dijo Emma al abrir el horno, del que salieron una nube de vapor y un delicioso aroma a cordero asado—. Es mi hombre, Phoebe —añadió contenta.

—Eso es lo que dices siempre. —Empecé a doblar las servilletas.

—Pues esta vez es verdad. Si no sale bien, me suicido —afirmó con tono alegre.

Dejé la servilleta que estaba doblando.

—No seas tonta, Em. No hace tanto tiempo que lo conoces.

—Tienes razón, pero sé lo que siento. Por cierto, llega tarde —se quejó mientras sacaba el cordero para dejarlo reposar. Soltó bruscamente sobre la mesa la fuente de Le Creuset con el asado. Su rostro reflejaba angustia—. ¿Crees que vendrá?

—Claro que vendrá —respondí—. Son solo las nueve menos cuarto… seguro que se ha entretenido en el trabajo.

Emma cerró de un puntapié la puerta del horno.

—Entonces, ¿por qué no ha llamado?

—Puede que el metro se haya averiado cuando venía hacia aquí… —La angustia volvió a traslucirse en su rostro—. Em… no te preocupes…

Empezó a rociar la carne con el jugo que había soltado.

—No puedo evitarlo. Me encantaría ser tan tranquila y serena como tú, pero nunca he tenido tu aplomo. —Se enderezó—. ¿Cómo estoy?

—Preciosa.

Sonrió aliviada.

—Gracias, no es que te crea, porque siempre dices lo mismo.

—Porque siempre es verdad —afirmé.

Emma lucía su típico estilo ecléctico: vestido de seda con estampado floral de Betsey Johnson, medias de rejilla amarillas y botines negros. Llevaba recogido el cabello, ondulado y castaño rojizo, con una diadema plateada.

—¿De verdad que me sienta bien este vestido? —preguntó.

—De verdad. Me gusta el escote de corazón, y el corte es muy favorecedor —agregué, pero me arrepentí al instante.

—¿Me estás llamando gorda? —Emma puso cara larga—. Por favor, no me digas eso, Phoebe, y menos hoy. Sé que me convendría adelgazar un poco, pero…

—No, no… no quería decir eso. Por supuesto que no estás gorda, Em, estás preciosa, lo que quería decir…

—¡Oh, Dios! —Se llevó una mano a la boca—. ¡No he preparado los blinis!

—Ya los preparo yo. —Abrí la nevera y saqué el salmón ahumado y la tarrina de nata.

—Eres una magnífica amiga, Phoebe —oí decir a Emma—. ¿Qué haría sin ti? —añadió mientras clavaba en el asado ramitas de romero. Se volvió hacia mí agitando una—. Hace casi un cuarto de siglo que nos conocemos.

—¿Tanto tiempo? —murmuré, y me dispuse a cortar el salmón ahumado.

—Sí. Y sin duda seguiremos juntas otros… ¿cuántos?, ¿otros cincuenta años?

—Si nos cuidamos.

—¡Tendremos que ir a la misma residencia de ancianos! —comentó Emma con una risilla.

—Y entonces todavía me pedirás que dé el visto bueno a tus novios. «Oh, Phoebe —dije con voz cascada—, tiene noventa y tres años, ¿no crees que es un poco mayor para mí?».

Emma soltó una risotada y me tiró las ramitas de romero.

Me puse a dorar los blinis procurando no quemarme los dedos al darles la vuelta a toda prisa. Los amigos de Emma hablaban en voz tan alta —y alguien estaba tocando el piano— que apenas oí el timbre, pero el sonido pareció electrizar a Emma.

—¡Ya está aquí! —Se miró en un espejito y se colocó bien la diadema antes de bajar corriendo por la estrecha escalera—. ¡Hola! ¡Oh, gracias! —la oí gritar—. Son preciosas. Sube, sube, ya conoces el camino. —Tomé nota de que Guy ya había estado en la casa; era una buena señal—. Ya han llegado todos —oí que decía Emma mientras subían por la escalera—. ¿Se ha averiado el metro?

Ya había preparado la primera tanda de blinis. Cogí el molinillo de la pimienta y lo hice girar con fuerza. No salió nada. ¡Maldición! ¿Dónde guardaba Emma la pimienta en grano? Empecé a buscarla. Abrí un par de armarios antes de localizar el botecito en el estante de las especias.

—Te serviré una copa, Guy —oí que decía Emma—. Phoebe.

Retiré el precinto del bote y me dispuse a abrirlo, pero la tapa estaba demasiado dura.

—Phoebe —repitió Emma. Me volví y la vi con una sonrisa radiante y un ramo de rosas blancas en la mano; detrás de ella, junto a la puerta, estaba Guy.

Me quedé atónita. Emma había dicho que era «maravilloso», pero eso no significaba nada porque siempre decía lo mismo, aunque el hombre fuera espantoso. No era el caso de Guy, cuya belleza dejaba sin respiración. Era alto y ancho de espaldas, con el rostro franco, de facciones delicadas y bien proporcionadas, pelo castaño oscuro muy corto y ojos azules con una expresión risueña.

—Phoebe —dijo Emma—, éste es Guy. —Él me sonrió y el corazón me dio un vuelco—. Guy, ésta es Phoebe, mi mejor amiga.

—¡Hola! —exclamé sonriéndole como una loca mientras trataba de abrir el bote de la pimienta. ¿Por qué tenía que ser tan guapo? ¡Dios! La tapa se abrió de pronto y los granos salieron disparados trazando un arco negro y cayeron como metralla en las encimeras y el suelo—. Lo siento, Em —musité. Cogí la escoba y empecé a barrer enérgicamente, para ocultar mi agitación—. ¡Lo siento! —Me eché a reír—. ¡Qué boba!

—No pasa nada —dijo Emma. Puso a toda prisa las rosas en un jarrón y cogió la bandeja de blinis—. Voy a servirlos. Gracias, Phoebe, tienen una pinta estupenda.

Supuse que Guy se iría con ella, pero se acercó al fregadero, abrió el armario de debajo y sacó un recogedor y un cepillo. Pensé, con una punzada, que conocía muy bien la cocina de Emma.

—No te preocupes —dije.

—No pasa nada, deja que te ayude. —Guy se subió las perneras de los pantalones y se agachó para recoger los granos de pimienta.

—Se han desparramado por todas partes —comenté por decir algo—. ¡Qué boba he sido!

—¿Sabes de dónde viene la pimienta? —preguntó de pronto.

—No —respondí, y me agaché para recoger un par de granos con la mano—. ¿De Sudamérica?

—De Kerala. Hasta el siglo quince la pimienta era un artículo tan preciado que en ocasiones se utilizaba en lugar del dinero.

—¿De veras? —pregunté por educación. Luego pensé en lo raro que era estar agachada junto a un hombre al que acababa de conocer, hablando sobre la historia de la pimienta negra.

—Ya está. —Guy se levantó y vació el recogedor en el cubo de la basura—. Supongo que será mejor que vaya al salón.

—Sí… —Sonreí—. Emma se preguntará dónde te has metido. Gracias.

La cena pasó volando. Como había prometido, Emma me sentó junto a Guy, y me esforcé por controlar mis emociones mientras charlaba educadamente con él. No paré de rezar para que dijera algo que me desanimara: por ejemplo, que acababa de salir de un programa de rehabilitación, o que tenía dos ex esposas y cinco hijos. Deseaba que su conversación me aburriera, pero todo cuanto decía aumentaba su atractivo. Me interesó lo que me contó de su trabajo y de la responsabilidad que suponía invertir el dinero de los clientes en cosas que no solo no eran perjudiciales, sino que incluso resultaban beneficiosas para el medio ambiente, la salud y el bienestar de la humanidad. Me contó que colaboraba con una organización benéfica que trabajaba para erradicar la explotación infantil. Habló con cariño de sus padres y su hermano, con quien jugaba a squash en el club náutico de Chelsea una vez por semana. Qué suerte tiene Emma, pensé. Por lo visto Guy era tal como ella lo había descrito. Mientras cenábamos, Emma no dejaba de mirarlo y de dirigirse a él de pasada.

—La otra tarde fuimos a la inauguración de la exposición de Goya, ¿verdad, Guy? —Él asintió—. Y estamos intentando conseguir entradas para ver Tosca en la Opera House la semana que viene, ¿verdad?

—Sí… así es.

—Hace meses que están agotadas —explicó ella—, pero espero conseguir un par en la reventa por internet.

Los amigos de Emma se percataron poco a poco de que había algo entre ellos.

—¿Cuánto tiempo hace que os conocéis vosotros dos? —le preguntó Charlie a Guy con una sonrisa picara. Las palabras «vosotros dos», que me provocaron una punzada de envidia, hicieron que Emma se ruborizase de placer.

—Oh, no hace mucho —respondió Guy en voz baja, y su reticencia parecía confirmar su interés por ella…

A la mañana siguiente me telefoneó Emma.

—Bueno, ¿qué opinas? —me preguntó.

Me puse a juguetear con el fichero rotatorio.

—¿Qué opino de qué?

—¡De Guy, claro! ¿No crees que es maravilloso?

—Ah… sí. Maravilloso.

—Tiene unos ojos azules preciosos, que destacan aún más con el pelo castaño oscuro. Es una combinación irresistible.

Miré por la ventana, que daba a New Bond Street.

—Irresistible.

—Y es un buen conversador. ¿Verdad que sí? —Se oía el ruido del tráfico.

—Sí… sí, claro.

—Además, tiene sentido del humor.

—Mmm…

—Es simpático y tan normal comparado con los otros hombres con los que he salido…

—En eso te doy la razón.

—Es una buena persona. Y lo mejor es que está interesado —concluyó.

No tuve valor para contarle que Guy me había telefoneado hacía una hora para invitarme a cenar.

No había sabido cómo reaccionar. A Guy le había resultado muy fácil localizarme llamando a la centralita de Sotheby’s. Al oírle me puse contenta, y luego me quedé horrorizada. Le di las gracias y le dije que no podía ir. Ese día me llamó otras tres veces, pero no pude hablar con él porque estaba ocupadísima preparando una subasta de trajes y accesorios del siglo XX. La cuarta vez que telefoneó hablé unos minutos con él procurando no alzar la voz para que no me oyeran mis compañeros de oficina.

—¡Qué persistente eres, Guy!

—Sí, pero es porque… me gustas, Phoebe, y creo que, aunque al decir esto parezca engreído, yo también te gusto. —Até la etiqueta con el número de lote a un traje pantalón verde jaspeado de Pierre Cardin de mediados de los setenta—. ¿Por qué no dices que sí? —suplicó.

—Bueno… porque… no estaría bien.

Se hizo un silencio embarazoso.

—Mira, Phoebe… Emma y yo solo somos amigos.

—¿De veras? —Examiné con recelo lo que parecía un agujerito hecho por una polilla en una pernera—. Me dio la impresión de que habíais salido juntos bastantes veces.

—Bueno… es que ella me llama y compra entradas para ir a sitios, como la inauguración de Goya. Quedamos y lo pasamos bien, pero jamás le he dado a entender que… —No acabó la frase.

—Pero es evidente que habías estado en su piso otras veces. Sabías dónde guardaba el recogedor y el cepillo —susurré con tono acusador.

—Sí. La semana pasada me pidió que arreglara un escape de agua que había bajo el fregadero y tuve que sacarlo todo del armario.

—¡Ah! —musité aliviada—. Entiendo. Pero… Guy soltó un suspiro.

—Mira, Phoebe, me cae bien Emma, es inteligente y divertida.

—Sí… es encantadora.

—Pero me parece algo vehemente —prosiguió—, por no decir un poco chiflada —confesó con una risa nerviosa—. Ella y yo no somos novios. Es imposible que piense eso. —No dije nada—. Así que, por favor, ¿vendrás a cenar conmigo? —Noté que mi firmeza flaqueaba—. ¿Qué tal el martes que viene? —propuso—. ¿En el Wolseley? Reservaré mesa para las siete y media. ¿Vendrás, Phoebe?

De haber sabido adónde conduciría aquello, habría dicho: «No, no iré, de ninguna manera. Jamás».

—Sí —me oí decir.

Me planteé no contárselo a Emma, pero no tuve valor para ocultárselo, sobre todo porque habría sido terrible que llegara a descubrirlo por su cuenta. Así pues, se lo conté el sábado, cuando nos vimos en Amici’s, nuestra cafetería preferida de Marylebone High Street.

—¿Que Guy te ha pedido que quedes con él? —repitió con un hilo de voz. Las pupilas parecían habérsele contraído por la decepción—. ¡Ah! —La mano le temblaba cuando dejó la taza en la mesa.

—Yo no lo he… animado —le expliqué—. Yo no… no coqueteé con él durante la cena que diste y, si prefieres que no vaya, no iré, pero no quería ocultártelo. ¿Em? —Le cogí la mano, y me fijé en que tenía rojas las puntas de los dedos de tanto coser, pegar con cola y manipular la paja con que fabricaba los sombreros—. Emma, ¿estás bien? —Removió su capuchino y miró por la ventana—. Porque no saldré con él, ni siquiera una vez, si tú no quieres.

Emma no respondió enseguida. Volvió sus enormes ojos verdes hacia una pareja de jóvenes que caminaban cogidos de la mano por la acera de enfrente.

—No pasa nada —dijo al cabo de unos minutos—. A fin de cuentas… no hace tanto que lo conozco, como bien dijiste, aunque él no me ha disuadido de pensar que… —De pronto se le saltaron las lágrimas—. Las rosas que me regaló. Yo creí que… —Se enjugó los ojos con una servilleta de papel. Tenía la palabra «Amici’s» impresa—. Bueno —añadió con la voz quebrada—, no creo que vaya a ver Tosca con él. A lo mejor tú quieres acompañarlo, Phoebe. Dijo que le hacía mucha ilusión… Lancé un suspiro.

—Mira, Em, voy a decirle que no. Si esto va a ponerte triste, no me interesa.

—No —murmuró Emma al cabo de unos segundos. Negó con la cabeza—. Deberías ir si te gusta Guy, y supongo que así es porque de lo contrario no estaríamos teniendo esta conversación. De todas formas… —Cogió su bolso—. Debo marcharme. Tengo que seguir con un sombrero… nada más y nada menos que para la princesa Eugenia. —Se despidió con un gesto cariñoso—. Te llamaré pronto.

Pero no respondió a mis llamadas durante seis semanas…

—Ojalá hubieras telefoneado a Guy —oí que decía mi madre—. Creo que significabas mucho para él. En realidad, Phoebe, tengo que contarte algo…

La miré.

—¿Qué?

—Bueno… Guy me llamó la semana pasada. —Tuve la sensación de que me caía, como si estuviera deslizándome por una rampa muy inclinada—. Dijo que le gustaría verte, hablar contigo; no menees la cabeza, cariño. Cree que has sido «injusta». Eso dijo, aunque no explicó por qué. Pero me temo que en efecto has sido injusta, cariño, injusta y, perdona que te lo diga, idiota. —Mi madre sacó un cepillo del bolso—. No es fácil encontrar un buen hombre. Creo que tienes suerte de que Guy todavía esté pendiente de ti después de la forma en que lo dejaste.

—Lo que me pasa no tiene nada que ver con él —insistí—. Es que no siento… no siento lo mismo por él. —Y Guy sabía por qué.

Mi madre se pasó el cepillo por su melena rubia y ondulada.

—Solo espero que no acabes arrepintiéndote. Y espero que tampoco acabes arrepintiéndote de haber dejado Sotheby’s. Sigo pensando que es una pena. Allí tenías prestigio y estabilidad; la emoción de dirigir las subastas…

—El estrés, querrás decir.

—Tenías la compañía de tus colegas —añadió haciendo caso omiso de mis palabras.

—Y ahora tendré la compañía de mis clientes, y de mi ayudante a tiempo parcial, cuando logre encontrar una. —Necesitaba solucionar esa cuestión, pues pronto habría una subasta de moda en Christie’s y quería asistir.

—Tenías un sueldo fijo —prosiguió mi madre tras guardar el cepillo y sacar una polvera—. Y aquí estás ahora, inaugurando esta… tienda. —Pronunció la palabra como si dijera «burdel»—. ¿Y si no funciona? Has pedido al banco una pequeña fortuna, cariño…

—Gracias por recordármelo.

Se empolvó la nariz dándose pequeños toquecitos.

—Y tendrás muchísimo trabajo.

—Trabajar me sentará bien —repuse con calma. Porque así tendré menos tiempo para pensar.

—En fin, ya he dicho lo que tenía que decir —concluyó con tono afectado. Cerró la polvera y la guardó en el bolso.

—¿Y cómo va el trabajo?

Mi madre hizo una mueca.

—No muy bien. Ha habido problemas con una casa enorme de Ladbroke Grove; John se está volviendo loco, así que lo paso bastante mal. —Mi madre trabaja como ayudante personal de un prestigioso arquitecto, John Cranfield, desde hace veintidós años—. No es fácil —dijo—, pero tengo suerte de seguir trabajando a mi edad —se miró en el espejo—. Vaya cara… —se lamentó.

—Es una cara preciosa, mamá.

Suspiró.

—Tengo más arrugas que Gordon Ramsay cuando se enfada. Las cremas no sirven de nada.

Pensé en el tocador de mi madre, donde antes solo había una botellita de Oil of Olay y que ahora parece el mostrador de cosméticos de unos grandes almacenes: frasquitos de retinol A y vitamina C, tarros de Derma Génesis y crema hidratante de Boost, cápsulas seudocientíficas de ceramidas de liberación lenta y ácido hialurónico para oxigenar las células, potingues para esto, para lo otro y para lo de más allá.

—No son más que sueños envasados, mamá.

Se palpó las mejillas.

—Tal vez me vendría bien un poco de botox… He estado dándole vueltas a la idea. —Se pellizcó la piel de la frente con los dedos índice y corazón de la mano izquierda—. Es la ley de Murphy, saldría mal y acabaría con los párpados caídos hasta la nariz. Pero es que detesto estas arrugas.

—Entonces aprende a quererlas. Es normal tener arrugas a los cincuenta y nueve.

Mi madre se estremeció, como si le hubiera propinado una bofetada.

—No digas eso. Temo el día en que me den el carnet para coger gratis el autobús. ¿Es que no podrían darnos un carnet para taxis al cumplir los sesenta? Entonces no me importaría tanto.

—De todas formas, las arrugas no hacen que las mujeres hermosas sean menos hermosas —dije mientras colocaba una pila de bolsas de Village Vintage detrás de la caja registradora—. Solo más interesantes.

—No para tu padre. —No dije nada—. Y yo que creía que le gustaban las viejas ruinas —añadió mi madre con ironía—. Al fin y al cabo, es arqueólogo. Y, mira por dónde, ahora está con una chica que tiene casi tu misma edad. Es ridículo —murmuró con amargura.

—La verdad es que fue muy chocante.

Mi madre se quitó una pelusa imaginaria de la falda.

—No lo habrás invitado esta noche, ¿verdad? —En sus ojos castaños distinguí una mezcla de pánico y esperanza que me partió el corazón.

—No —respondí en voz baja. Sobre todo porque Ruth también habría venido. Sería muy capaz. Sería lo bastante cruel.

—Treinta y seis —soltó mi madre con tristeza recalcando la palabra «seis», como si fuera eso lo que la ofendía.

—Ya debe de tener treinta y ocho —señalé.

—Sí… ¡y él sesenta y dos! Ojalá no hubiera hecho esa maldita serie de televisión —se lamentó.

Saqué de su funda un bolso Kelly verde oscuro de Hermès y lo coloqué en una vitrina de cristal.

—Tú no podías saber lo que iba a ocurrir, mamá.

—Y pensar que fui yo quien lo convenció… ¡a instancias de ella! —Cogió una copa de champán y su anillo de boda, que sigue llevando pese a la deserción de mi padre, destelló con la luz del sol—. Pensé que le ayudaría profesionalmente —prosiguió con tristeza. Tomó un sorbo de champán—. Pensé que eso aumentaría su reputación, que ganaría más dinero, lo que nos vendría bien cuando nos jubiláramos. Y entonces se fue a rodar La gran excavación —agregó con cara de asco—, aunque por lo visto lo único que excavó fue el cuerpo de ésa. —Tomó otro sorbo de champán—. Fue… repugnante.

No podía estar más de acuerdo. Una cosa era que mi padre tuviera su primera aventura después de treinta y ocho años de matrimonio, y otra que mi madre tuviera que enterarse por la sección de sociedad del Daily Express. Me estremecí al recordar el momento en que leí el pie de una foto de mi padre, con un aire furtivo impropio de él, y Ruth saliendo del piso de ésta en Notting Hill:

EL TELEVISIVO PROFESOR PLANTA A SU MUJER ENTRE RUMORES DE EMBARAZO.

—¿Lo ves mucho últimamente? —oí que preguntaba mi madre con naturalidad forzada—. Claro está que no puedo impedírtelo —prosiguió—. Tampoco querría hacerlo, al fin y al cabo es tu padre, pero, para serte sincera, la idea de que estés con él y con su… con su… —A mi madre le resultaba imposible hablar del bebé.

—Hace siglos que no lo veo —respondí, sin faltar a la verdad.

Mi madre apuró la copa de champán y la llevó a la cocina.

—No debería beber. Solo consigo que me entren ganas de llorar. En fin —dijo con brío al regresar de la cocina—, cambiemos de tema.

—De acuerdo. Dime qué te parece la tienda. Hacía semanas que no venías.

Mi madre se paseó de acá para allá y sus elegantes y diminutos tacones repiqueteaban sobre el parquet.

—Me gusta. No tiene nada que ver con las otras tiendas de segunda mano; es un lugar bonito, como Phase Eight.

—Me alegro de oírtelo decir. —Alineé sobre el mostrador las copas de burbujeante champán.

—Me gustan los maniquíes plateados, tienen mucho estilo, y se respira una agradable sensación de orden.

—Es que las tiendas de ropa vintage suelen ser caóticas; los percheros están tan abarrotados que hay que ejercitar los músculos de los brazos para ver lo que hay colgado. Aquí hay espacio suficiente entre las prendas para que curiosear sea un auténtico placer. Si algo no se vende, lo quitaré y pondré otra cosa. ¿Verdad que esta ropa es preciosa?

—Bueno… sí —respondió mi madre—. En cierta forma. —Miró los vestidos pastelito—. Ésos de ahí son graciosos.

—Ya lo sé, me encantan. —Traté de imaginar quién los compraría—. Y mira este quimono. Es de mil novecientos doce. ¿Te has fijado en los bordados?

—Muy bonito…

—¿Sólo bonito? Es una obra de arte. Y este abrigo de Balenciaga para ir a la ópera… Observa el corte; está hecho con solo dos piezas, incluidas las mangas. La confección es increíble.

—Mmm…

—Y este vestido ceñido… es de Jacques Fath. Fíjate en el dibujo de pequeñas palmeras que forma el brocado. ¿Dónde se puede encontrar algo así hoy día?

—Todo esto está muy bien, pero…

—Y este traje de Givenchy; te quedaría de maravilla, mamá. Puedes llevar faldas hasta la rodilla porque tienes unas piernas fabulosas.

Negó con la cabeza.

—Yo no me pongo ropa de segunda mano.

—¿Por qué?

Se encogió de hombros.

—Siempre he preferido las cosas nuevas.

—No entiendo por qué.

—Ya te lo he contado alguna vez, cariño: me crié en la época del racionamiento. Solo tenía jerséis feos de lana que picaba, faldas de sarga gris y pichis horrorosos de lana que cuando llovía olían a perro mojado. Soñaba con tener ropa que nadie hubiera llevado antes. Y todavía me pasa, no puedo evitarlo. Además, me da asco ponerme cosas que se han puesto otras personas.

—Todo lo que se vende aquí está lavado… No es una tienda de ropa usada, mamá —añadí mientras limpiaba el mostrador—. La ropa está como nueva.

—Ya lo sé. Todo huele muy bien, a limpio. No hay nada que huela a humedad. —Olisqueó el aire—. Ni a naftalina.

Ahuequé los cojines del sofá donde Dan se había sentado.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Es la idea de llevar algo que ha pertenecido a otra persona que seguramente está… muerta —añadió con un escalofrío—. Nunca me ha gustado. Tú y yo somos distintas en ese sentido. Tú eres como tu padre. A los dos os gustan las cosas antiguas… reconstruirlas. Supongo que podría decirse que lo que haces es también una forma de arqueología —prosiguió—. Arqueología indumentaria. Oh, mira, llega alguien.

Cogí dos copas de champán y, con la adrenalina corriéndome por las venas y una sonrisa de bienvenida, me dispuse a recibir a las personas que entraron en la tienda. Village Vintage había abierto sus puertas…