Hayward trotaba por el Mall hacia el quiosco de música y Cherry Hill, acompañada por el agente Carlin. Pese a su corpulencia, corría ágilmente, con la elegancia de un atleta nato. Ni siquiera sudaba. Había permanecido imperturbable ante el enfrentamiento con los topos, los gases lacrimógenos, e incluso el caos que habían encontrado al regresar a la superficie.
Allí, en la oscuridad del parque, el ruido que antes les había parecido tan lejano era mucho más estridente, un extraño ululato con vida propia que arreciaba y disminuía continuamente. Se producían intermitentes destellos y llamaradas que teñían las nubes de color carmesí.
—¡Dios santo! —exclamó Carlin mientras corría—. Suena como un millón de personas intentando asesinarse entre sí.
—Quizá sea eso —respondió Hayward, observando a un pelotón de la Guardia Nacional que marchaba a paso ligero hacia el norte frente a ellos.
Cruzaron el Bow Bridge y rodearon el Rumble, aproximándose a la retaguardia de las barreras policiales. En el Transverse había una larga e ininterrumpida fila de vehículos de los medios de información, con los motores al ralentí. Sobre las copas de los árboles flotaba un helicóptero de gruesa panza, batiendo el aire con sus aspas. Una hilera de policías acordonaba el jardín del castillo, y un teniente les indicó que pasasen. Seguida de Carlin, Hayward atravesó el jardín y subió por la escalera hacia la muralla. Allí, en medio de un torbellino de altos mandos de la policía, funcionarios municipales, miembros de la Guardia Nacional y hombres de aspecto nervioso con sus teléfonos móviles pegados al oído, se hallaba el jefe Horlocker, que parecía haber envejecido diez años desde la última vez que Hayward lo había visto, hacía apenas cuatro horas. Hablaba con una mujer menuda y bien vestida cercana a los sesenta años. O mejor dicho, escuchaba mientras la mujer hablaba con frases cortas y concluyentes. Hayward se acercó y reconoció a la mujer; era la líder de la plataforma Recuperemos Nuestra Ciudad, la madre de Pamela Wisher.
—… una atrocidad como nunca antes se había visto en esta ciudad —decía la señora Wisher—. Una docena de amigos míos está ahora en el hospital. ¿Y quién sabe cuántos de nuestros seguidores habrán resultado heridos? Le prometo, y prometo también al alcalde, que sobre esta ciudad va a caer una lluvia de demandas. ¡Una verdadera lluvia, jefe Horlocker!
—Señora Wisher —repuso Horlocker en un valiente intento—, según nuestros informes, han sido los elementos más jóvenes de su manifestación quienes han iniciado el alboroto…
Pero la señora Wisher no lo escuchaba.
—Y cuando esto termine —continuó—, y el parque y las calles queden limpios de la basura y los escombros que ahora la ensucian, nuestra organización será más fuerte que nunca. Si el alcalde nos temía ya antes de esta noche, mañana nos temerá diez veces más. La muerte de mi hija fue la llama que prendió el fuego de nuestra causa; pero este vergonzoso ataque contra nuestras libertades y nuestra integridad física ha desatado un auténtico incendio. Y no vaya a creer que…
Hayward retrocedió, considerando que quizá aquel no era el mejor momento para abordar al jefe. Notó un tirón en la manga, y al volverse vio que Carlin la miraba. Sin hablar, señaló hacia el Great Lawn. Hayward echó un vistazo y se quedó estupefacta.
En la fresca noche veraniega, el Great Lawn se había convertido en un campo de batalla. Varias docenas de grupos pugnaban, acometían, se retiraban en una caótica escena. A la trémula luz de numerosas pequeñas fogatas encendidas en las papeleras del contorno se veía que la explanada, antes una hermosa alfombra de césped, se había convertido en un basurero. Entre la oscuridad y la inmundicia, era difícil determinar qué alborotadores eran mendigos y cuáles no. Al este y el oeste, se había formado una doble barrera de coches de policía con los faros enfocados hacia la escena. En un rincón, un gran grupo de manifestantes bien vestidos —los pocos representantes que quedaban de la élite del movimiento Recuperemos Nuestra Ciudad— retrocedía hacia el cordón policial, ya persuadido al parecer de que la oración de medianoche no tendría lugar. Pelotones de la policía y la Guardia Nacional avanzaban lentamente desde la periferia, disolviendo refriegas, blandiendo las porras, efectuando detenciones.
—¡Joder! —masculló Hayward con ferviente convicción—. ¡Qué desmadre!
Carlin, sorprendido, se volvió hacia ella y, llevándose la mano a la boca, manifestó su desaprobación con un carraspeo.
Tras ellos se produjo un repentino revuelo. Hayward se giró y vio alejarse a la señora Wisher con paso elegante y la cabeza en alto, acompañada de un séquito de criados y guardaespaldas. Horlocker parecía un púgil después de un mal combate a doce asaltos. Se reclinó contra la pared de color arena del castillo como si buscase apoyo.
—¿Han rociado ya el Reservoir con… en fin, como se llame? —preguntó por fin con la respiración entrecortada.
—Thyoxin —apuntó un hombre bien vestido que se hallaba de pie junto a un equipo de radio autónomo—. Sí, han terminado hace quince minutos.
Horlocker miró alrededor con los ojos hundidos en las cuencas.
—¿Por qué demonios no hemos tenido aún noticias? —Su mirada se posó en Hayward—. ¡Eh, usted! —bramó—. ¿Cómo se llama? ¿Harris?
Hayward se acercó.
—Hayward, señor.
—Da igual. —Horlocker se apartó de la pared con visible esfuerzo—. ¿Sabe algo de D'Agosta?
—No, señor.
—¿Y del capitán Waxie?
—No, señor.
De pronto Horlocker se desplomó de nuevo contra la pared.
—Santo cielo —masculló, y consultó su reloj—. Faltan diez minutos para las doce. —Se volvió hacia un agente que tenía a su derecha y, señalando hacia el Great Lawn, preguntó—: ¿Por qué demonios no se ha resuelto eso todavía?
—Cuando intentamos rodearlos, se dispersan y reagrupan en otra parte. Y por lo visto ha llegado más gente, salvando el cordón policial por el extremo sur del parque. Es difícil sin gases lacrimógenos.
—¿Y por qué no los usan, pues? —inquirió Horlocker.
—Esas son sus órdenes, señor.
—¿Mis órdenes? Los amigos de esa Wisher se han ido ya, idiota. Utilice los gases. Inmediatamente.
—Sí, señor.
Se oyó una potente explosión, curiosamente amortiguada, como si se hubiese producido en el centro mismo de la tierra. De repente la vida volvió a los miembros de Horlocker. Saltó hacia adelante.
—¿Han oído eso? Son las cargas, las jodidas cargas.
Los agentes encargados de los diversos aparatos de comunicaciones respondieron con una salva de aplausos. Carlin miró a Hayward con expresión de perplejidad.
—¿Las cargas? —preguntó.
—Asombroso —dijo Hayward, encogiéndose de hombros—. ¿De qué se alegrarán tanto con el lío que hay montado?
Como por tácito acuerdo, los dos se volvieron hacia el Great Lawn. El espectáculo ejercía una incomprensible fascinación. Un estridente griterío se elevaba hacia ellos, una onda sonora de una fuerza casi física. Cada pocos segundos algún sonido sobresalía entre el clamor: un juramento, un alarido, un golpe de puño.
De pronto, al otro lado del Great Lawn, Hayward oyó una especie de suspiro, como si los cimientos de Manhattan empezasen a ceder. Al principio no consiguió localizar su procedencia. Luego advirtió que la superficie del Reservoir, generalmente quieta como una balsa de aceite, comenzaba a agitarse. Se formaron pequeñas olas de crestas blancas, y en el centro se inició un burbujeo.
En el centro de mando se hizo el silencio y todas las miradas se dirigieron al Reservoir.
—Olas —susurró Carlin—. En el Reservoir del Central Park. Increíble.
Se oyó un sonido gutural semejante a un eructo, seguido del estremecedor rugido de millones de litros de agua vertiéndose bajo Manhattan con extraordinaria fuerza. En el Great Lawn, desde donde el Reservoir no era visible, continuaba la algarada. Pero bajo el clamor de los alborotadores Hayward oyó, o más bien sintió, el rumor ahogado de una corriente mientras el sinfín de galerías y olvidados túneles recibía la embestida del agua.
—¡Aún es pronto! —exclamó Horlocker.
Ante la mirada de Hayward, la superficie del Reservoir empezó a descender, primero despacio, luego más rápidamente. En el resplandor de los focos y las fogatas, vio la pared curva del interior del Reservoir, y el agua borboteando contra ella por efecto del gran remolino central.
—Párate —susurró Horlocker.
El nivel siguió bajando inexorablemente.
—Por favor, párate —repitió Horlocker, mirando fijamente hacia el norte.
El Reservoir se desaguaba cada vez más deprisa, y Hayward vio descender la superficie por momentos, revelando más y más pared. De pronto el rumor de agua pareció desvanecerse y disminuyó la turbulencia. El agua se calmó y el descenso se hizo más lento. En el centro de mando el silencio era absoluto.
Hayward observó con atención mientras en el extremo norte del Reservoir empezaba a entrar agua con un ligero burbujeo. En cuestión de segundos, el fino chorro inicial creció y creció hasta convertirse en un impetuoso torrente.
—Hijos de puta —susurró Horlocker—. Lo han conseguido.
Con las salidas inferiores obstruidas, el Reservoir dejó de desaguarse. No obstante, siguió entrando agua procedente de los acuíferos de la parte alta del estado. Con un incesante borboteo, el nivel del agua fue en aumento. El remolino originado en el extremo norte del Reservoir se expandió hasta que dio la impresión de que toda la masa de agua se estremecía por efecto de alguna presión subterránea. El agua subió y subió hasta que por fin, tras temblar su superficie por unos instantes a ras del muro de contención, se desbordó.
—¡Dios! —exclamó Carlin—. Me parece que van a darse un baño.
La enorme riada empezó a extenderse por la oscuridad del parque, ahogando los sonidos de la algarada con su atronador rugido. Paralizada, contemplando la imponente visión, Hayward creyó hallarse ante una enorme bañera que alguien había dejado rebosar. Observó avanzar el agua, arrasando montículos, arrastrando tierra entre los árboles. Era como un gran río, pensó, apacible, poco profundo, pero imparable. Y no cabía la menor duda de hacia dónde se dirigía: la hondonada del Great Lawn.
Se produjo un momento de irresistible suspense mientras los alborotadores que ocupaban la explanada que se extendía bajo las murallas del castillo permanecían ajenos a la inminente avenida de agua. De pronto la riada surgió de entre los árboles al norte del Great Lawn, una resplandeciente franja negra que se llevaba por delante palos, hierbas y basura. Cuando alcanzó la periferia de la multitud, el fragor de la pelea cambió de tono y volumen. Una súbita incertidumbre asaltó a los alborotadores. Hayward vio a grupos de gente dispersarse, reunirse y volverse a dispersar. En unos segundos el agua cubrió todo el Great Lawn, y la ruidosa multitud corrió hacia los árboles, resbalando y chocando unos con otros en su desesperada huida hacia las salidas del parque.
Y el agua siguió avanzando, bordeando las pistas de béisbol, engullendo fogatas, derribando cubos de basura. Penetró en el teatro Delacorte con un ensordecedor gorgoteo, rodeó y finalmente devoró el Turtle Pond, y se arremolinó en torno a la base del propio Castillo de Belvedere, rompiendo contra las rocas con oscuros espumarajos. Por fin el rumor del agua empezó a decrecer. Cuando las aguas del lago recién creado se calmaron, se reflejaron en la superficie brillantes puntos de luz, cada vez más cuanto más quieta quedaba el agua, hasta parecer un inmenso espejo de estrellas.
El centro de mando permaneció en silencio aún por un largo momento, sobrecogido por el espectáculo. De pronto todos prorrumpieron en vítores, y las voces resonaron en las cámaras y torres del castillo, elevándose en el aire de la fresca noche veraniega.
—Ojalá mi padre hubiese podido verlo —comentó Hayward por encima del griterío, volviéndose a Carlin con una sonrisa en los labios—. Habría dicho que era como echar agua en una pelea de perros. Me juego lo que sea a que habría dicho eso.