La entrada del Whine Cellar —uno de los muchos sótanos rehabilitados como locales nocturnos que habían aparecido por todo Manhattan en el último año— era poco más que una estrecha puerta art déco, colocada como por casualidad en el ángulo inferior izquierdo de la fachada de la Hampshire House. Desde su privilegiaba posición junto a la entrada, Smithback veía un mar de cabezas que se extendía a uno y otro lado de la avenida, sobresaliendo sólo las copas de los ginkgos alineados ante el Central Park. Muchos de los manifestantes mantenían la vista baja en reverente silencio; otros —en su mayoría jóvenes con camisas blancas arremangadas y corbatas aflojadas— bebían cerveza y chocaban las palmas de las manos unos con otros. En la segunda fila, una muchacha sostenía en alto una pancarta que rezaba: PAMELA, NUNCA TE OLVIDAREMOS; una lágrima resbalaba lentamente por su mejilla. Smithback no pudo menos que notar que en la otra mano llevaba un ejemplar del Post con su reciente artículo. Cuando la gente de las primeras filas calló, Smithback oyó claramente los gritos de los manifestantes, mezclados con las advertencias de la policía a través de los megáfonos —cada vez más lejanas—, los ululatos de las sirenas y los bocinazos de los coches.
Junto a él, la señora Wisher colocó una vela ante un gran retrato de su hija. Tenía el pulso firme, pero la llama oscilaba incesantemente agitada por la fresca brisa nocturna. El silencio se hizo más profundo cuando se arrodilló para orar. Al cabo de un momento volvió a ponerse en pie y se aproximó a un alto montón de flores, permitiendo a varios amigos adelantarse por turno y depositar sus velas junto a la de ella. Pasaron los minutos. Finalmente la señora Wisher dirigió una última mirada a la fotografía, ahora rodeada de velas. Por un instante pareció tambalearse, y Smithback se apresuró a cogerla del brazo. Ella lo miró, como si de pronto hubiese olvidado sus propósitos. Sin embargo la mirada distante desapareció de sus ojos; dio a Smithback un fuerte apretón en el brazo, casi doloroso, y se soltó de él para volverse hacia la multitud.
—Quiero expresar mi dolor —dijo con voz clara— a todas las madres que han perdido a sus hijos a causa de la delincuencia, de los asesinatos, de la enfermedad que se ha apoderado de esta ciudad y este país. Eso es todo.
Varias cámaras de televisión habían conseguido abrirse paso hasta la primera fila; pero la señora Wisher se limitó a alzar la cabeza en actitud desafiante.
—¡A Central Park West! —anunció a voz en grito—. ¡Y al Great Lawn!
Smithback permaneció cerca de ella mientras la muchedumbre reanudaba la marcha hacia el oeste, impulsada por su propio motor interno. Pese a la abundante bebida que corría entre los manifestantes de menor edad, todo parecía bajo control. Casi parecía que la multitud fuese consciente de estar participando en un acontecimiento memorable. Cruzaron la Séptima Avenida. Casi hasta donde la vista alcanzaba, se divisaban varias filas ininterrumpidas de luces rojas de freno. El sonido de los silbatos y megáfonos de la policía era ahora un continuo gemido, un monótono ruido de fondo procedente de todas direcciones. Smithback se rezagó por un momento para consultar el programa de la manifestación publicado por el Post. Se cumplía el horario previsto. Quedaban tres paradas más, todas en Central Park West. Luego entrarían en el parque para la oración final de medianoche.
Cuando rodeaban Columbus Circle, Smithback echó un vistazo hacia Broadway, una ancha brecha gris entre las apretadas filas de edificios. Allí la policía había actuado más deprisa, y la calle estaba cortada y desierta hasta Times Square, ofreciendo un aspecto extraño sin tráfico, reflejándose la luz de incontables farolas sobre el pavimento. Unos cuantos agentes y coches patrulla controlaban el acceso a la calle en el otro extremo; probablemente el resto de la policía seguía movilizado, en un esfuerzo por organizar la circulación e impedir que se sumasen más manifestantes a la marcha. Smithback movió la cabeza en un gesto de asombro, pensando que una mujer diminuta había conseguido paralizar casi por completo el centro de la ciudad. Después de aquello no podían desoír las quejas de la señora Wisher. Y por esa misma razón tampoco podían pasar por alto sus artículos. Lo tenía ya todo planeado. Primero, un artículo en profundidad sobre el acontecimiento, escrito literalmente a la derecha de la señora Wisher, pero por supuesto con su particular enfoque. Luego una serie de perfiles, entrevistas y notas de elogio, con vistas ya al futuro libro. Fácilmente sacaría medio millón de pavos en concepto de derechos por la edición en tapa dura, quizá el doble por la edición en rústica, y eso sólo por las ventas nacionales; si sumaba los derechos de publicación en otros países, que ascenderían al menos a…
Sus cálculos se vieron de pronto interrumpidos por un extraño ruido. Desapareció y volvió a oírse al cabo de un momento, tan grave que parecía más una vibración que un sonido. Smithback notó que alrededor el rumor de las voces perdía intensidad; por lo visto, otros lo habían oído también. De repente en Broadway, a unas dos manzanas de allí, una tapa de alcantarilla se elevó sobre el asfalto y cayó a un lado. Una nube de vapor ascendió hacia el cielo e instantes después salió un hombre increíblemente sucio, estornudando y tosiendo a la luz de las farolas, sus inmundos harapos agitándose en torno a sus miembros. Por un momento Smithback pensó que era el Artillero, el individuo de aspecto abstraído que lo había guiado hasta Mephisto. Al cabo de unos segundos surgió otro hombre de la boca de alcantarilla, sangrando profusamente por un corte abierto en la sien. Lo siguió un tercero, y un cuarto.
Smithback oyó junto a él una profunda inhalación. Al volverse, vio que la señora Wisher caminaba con paso vacilante. De inmediato se aproximó a ella.
—¿Qué está pasando? —preguntó ella casi en un susurro.
Súbitamente saltó otra tapa de alcantarilla más cerca de los manifestantes, y varias figuras demacradas treparon al exterior, tosiendo y desorientadas. Smithback observó estupefacto al andrajoso grupo, incapaz de adivinar la edad o ni siquiera el sexo de ninguno de ellos bajo el pelo pegoteado y la suciedad incrustada. Algunos blandían trozos de tubería o varillas de acero; otros, bates o porras rotas de policía. Uno llevaba en la cabeza algo que parecía una gorra nueva de policía. Los manifestantes más próximos a Broadway se habían detenido y contemplaban el espectáculo. Smithback oyó un nuevo rumor entre la multitud que lo rodeaba: murmullos de preocupación por parte de las personas de mayor edad y mejor vestidas; silbidos y abucheos procedentes de los jóvenes radicales y los oficinistas. Una neblina verde emanó de la estación de metro de la línea IRT, y más mendigos subieron atropelladamente por la escalera. A medida que salía más gente de las bocas de alcantarilla y el metro, fue formándose un andrajoso ejército, y en sus rostros el inicial desconcierto dio paso a una manifiesta hostilidad.
Uno de los harapientos se acercó y dirigió una mirada furiosa a la primera fila de manifestantes. Abrió la boca y prorrumpió en un inarticulado rugido de rabia y frustración, alzando una varilla de acero sobre la cabeza como si fuese un bastón.
En respuesta, los demás mendigos gritaron y levantaron las manos. Smithback advirtió que cada mano sujetaba algo: piedras, trozos de cemento, barras de hierro. Muchos tenían cortes y contusiones. Daba la impresión de que estuviesen preparándose para una batalla, o acabasen de librarla.
¿Qué demonios es esto?, pensó Smithback. ¿De dónde han salido estos tipos? Por un instante se preguntó si se trataría acaso de una especie de atraco a gran escala. Recordó de pronto las últimas palabras de Mephisto mientras él escuchaba agachado en la oscuridad: «Buscaremos otras maneras de hacernos oír». Ahora no, pensó Smithback. No podrían haber elegido peor momento.
Una voluta de humo se aproximó arrastrada por la brisa, y varios de los manifestantes que se hallaban más cerca empezaron a jadear. Al cabo de unos segundos, Smithback sintió un intenso escozor en los ojos y comprendió que lo que le había parecido vapor era en realidad gas lacrimógeno. En el tramo desierto de Broadway, más allá de los mendigos, Smithback vio a un reducido grupo de policías —sus uniformes desgarrados y sucios— salir por una escalera del metro y dirigirse a trompicones hacia los lejanos coches patrulla.
«Joder —pensó—, aquí ha pasado algo serio».
—¿Dónde está Mephisto? —preguntó a voz en cuello uno de los mendigos.
—He oído decir que se lo llevaba la policía.
La turba se enardecía por momentos.
—¡Polis de mierda! —exclamó alguien—. Me juego algo a que le han dado una paliza.
—¿Qué hacen ahí esos asquerosos? —oyó preguntar Smithback a un joven detrás de él.
—No lo sé —contestó otra voz—. Desde luego es demasiado tarde para cobrar un cheque de la protección social.
El comentario se recibió con risas y abucheos dispersos.
—¡Mephisto! —empezó a entonar la multitud de harapientos frente a ellos—. ¿Dónde está Mephisto?
—Seguramente esos hijos de puta lo han asesinado.
Se produjo un repentino alboroto entre los manifestantes en el lado de la calle contiguo al parque, y Smithback, al volverse, vio que en el suelo una gran rejilla del metro se abría violentamente y salía otro grupo de mendigos.
—¡Asesinado! —denunciaba un harapiento—. ¡Esos cabrones lo han asesinado!
El hombre que se había adelantado agitó su varilla de acero.
—¡Lo pagarán! ¡Esta vez lo pagarán! —Alzó los brazos—. ¡Esos hijos de puta nos han gaseado!
En respuesta, la turba de vagabundos prorrumpió en furiosos gritos.
—¡Han arrasado nuestros hogares!
Otro rugido surgió de la turba.
—¡Ahora nosotros destrozaremos los suyos!
El harapiento lanzó su varilla contra el cristal de una sucursal bancaria cercana. La varilla rompió la vidriera y fue a caer en el vestíbulo. Empezó a sonar una alarma, ahogada de inmediato por el bullicio ambiental.
—¡Eh! —protestó alguien junto a Smithback—. ¿Habéis visto qué ha hecho ese gilipollas?
La turba de vagabundos, vociferando, arrojó una lluvia de objetos hacia los edificios de Broadway. Smithback, mirando a izquierda y derecha, vio que seguían saliendo mendigos de las alcantarillas, los respiraderos y las bocas de metro, desahogando en Broadway y Central Park West su ira incoherente. Por encima de los alaridos, oyó el tenue e insistente ulular de los vehículos de emergencia. Incontables fragmentos de cristal resplandecían sobre el pavimento negro.
Smithback se sobresaltó al oír la voz amplificada de la señora Wisher. Con el micrófono en la mano, se había vuelto para arengar a los manifestantes.
—¿Ven lo que está ocurriendo? —preguntó. Su voz reverberó en las altas fachadas y se perdió en el parque oscuro y silencioso—. Esta gente pretende destruir lo que nosotros hemos venido a preservar.
En torno a ella comenzaron a elevarse voces indignadas. Smithback miró alrededor. Los grupos de manifestantes de mayor edad —los iniciales seguidores de la señora Wisher— cruzaban unas palabras, señalaban hacia la Quinta Avenida o Central Park West y se alejaban apresuradamente, huyendo del inminente enfrentamiento. Otros, los elementos más jóvenes y agresivos, gritaban airados y avanzaban hacia la turba.
Las cámaras de televisión iban de un lado a otro, unas enfocando a la señora Wisher, otras a los vagabundos, que subían por la calle, haciendo acopio de nuevos proyectiles en los contenedores y cubos de basura, lanzando aullidos de ira y desafío.
La señora Wisher miró a los manifestantes, extendió las manos y volvió a juntarlas como si reuniese al grupo bajo su estandarte.
—¡Fíjense en esa escoria! ¿Vamos a consentirlo, esta noche precisamente?
En el posterior instante de silencio, dirigió a la multitud una mirada en parte interrogativa, en parte suplicante. Los vagabundos de las primeras filas interrumpieron por un momento sus desmanes, sorprendidos por aquella voz atronadora y omnipresente que surgía de una docena de altavoces.
—¡Nada de eso! —exclamó una voz joven.
Con una mezcla de veneración y temor, Smithback observó a la señora Wisher, que alzó un brazo por encima de la cabeza y luego, con imperiosa determinación, lo bajó y señaló a la creciente muchedumbre de vagabundos.
—¡Ésa es la gente que destruiría nuestra ciudad! —declaró, y si bien su voz era firme, Smithback detectó un asomo de histeria.
—¡Fijaos en esos vagos! —gritó un joven, abriéndose paso hasta la primera fila de manifestantes. Un ruidoso grupo se congregó junto a él, a escasos tres metros de los mendigos. Dirigiéndose al jefe, dijo—: ¡Búscate un trabajo, gilipollas!
Entre los topos se produjo un silencio sepulcral y amenazador.
—¿Te crees que me mato a trabajar y pago impuestos para mantenerte? —preguntó el joven.
Un murmullo de indignación surgió de la muchedumbre de mendigos.
—¿Por qué no haces algo por tu país en lugar de vivir de él? —reprochó el joven. Dio un paso al frente y escupió en el suelo—. Vago de mierda.
Los manifestantes lanzaron un rugido de aprobación.
Un mendigo se adelantó al resto, agitando el muñón del brazo izquierdo.
—¡Mira lo que he hecho por mi país! —graznó—. Lo he dado todo. —Mostró el muñón a un lado y a otro y, con la cara crispada por la ira, se volvió hacia el joven—. Chu Lai, ¿te suena de algo?
Los topos avanzaron, y el colérico murmullo se convirtió en clamor.
Smithback observó a la señora Wisher, que seguía mirando a los mendigos con expresión fría y severa. Creía realmente que aquellos individuos eran el enemigo, comprendió Smithback con creciente incredulidad.
—¡Vete a la mierda, sanguijuela! —profirió una voz ebria.
—¡Vete a atracar a tus amigos izquierdistas! —gritó un joven fornido, provocando un estallido de estentóreas carcajadas.
—¡Mataron a mi hermano! —dijo indignado un topo, un hombre alto y delgado—. Caído por la patria, colina Phon Mak, 2 de agosto de 1969. —Dio un paso al frente y levantó el dedo medio en un violento gesto ante el joven fornido—. Métete en el culo tu país de mierda, gilipollas.
—La lástima es que no te matasen a ti también —replicó el joven—. Así habría un despojo menos vagando por las calles.
De pronto una botella, lanzada desde la multitud encolerizada de mendigos, voló por el aire y acertó de pleno en la cabeza del joven. Éste retrocedió tambaleándose, sosteniéndose apenas sobre las piernas, y se llevó las manos a la frente, que sangraba a borbotones.
Fue como si la muchedumbre de manifestantes estallase de repente. Con un clamor inarticulado, los jóvenes se abalanzaron hacia los mendigos. Smithback miró alrededor desconcertado. Los manifestantes de mayor edad habían desaparecido, dejando atrás a los elementos incontrolables y ebrios. Él mismo se vio envuelto por la horda de manifestantes que arremetía con gritos furiosos contra los mendigos. Zarandeado y momentáneamente desorientado, buscó a la señora Wisher y su séquito, pero también ellos se habían evaporado.
Por más que forcejeó, Smithback se vio arrastrado por la riada de gente. Por encima del vocerío, empezó a oír el escalofriante ruido de los palos contra los huesos y los puños contra la carne. Alaridos de dolor y rabia se mezclaron con el griterío colérico. Notó un golpe en los hombros y cayó de rodillas, cubriéndose instintivamente la cabeza con los brazos. De reojo vio deslizarse su casete por el asfalto y quedar reducido a añicos bajo los pies de los contendientes. Intentó levantarse, pero se agachó de nuevo al ver volar en su dirección un pedazo de cemento. Resultaba asombroso contemplar cómo, en cuestión de segundos, el caos se había adueñado de las calles oscuras.
La gran duda era qué o quién había obligado a los mendigos a salir en tropel a la superficie. Smithback sólo sabía que de pronto cada bando veía al rival como la encarnación del diablo. Se había impuesto la mentalidad de las masas exaltadas.
Aún de rodillas, irguió el tronco y miró alrededor desesperado, entre sacudidas y empujones. La manifestación se había disuelto. Sin embargo su artículo aún era salvable; quizá no sólo salvable si aquella algarada alcanzaba las proporciones que cabía prever. Pero tenía que alejarse de la muchedumbre, apostarse en algún lugar elevado desde donde disponer de una buena perspectiva de la situación. Miró al norte, hacia el parque. Sobre el mar de puños y palos en alto, avistó la estatua en bronce de Shakespeare, que contemplaba plácidamente el caos. Agachado, se encaminó hacia allí. Un vagabundo de ojos desorbitados corrió hacia él, aullando y blandiendo amenazadoramente una botella vacía de cerveza. De manera instintiva, Smithback lanzó el puño, y la figura se desplomó con las manos en el estómago. Sorprendido, Smithback advirtió que era una mujer.
—Lo siento, señora —murmuró, escabullándose.
Mientras cruzaba Central Park South, crujían bajo sus pies los cascotes y cristales rotos. Apartó a un borracho de un empujón, se abrió paso entre un grupo de ruidosos jóvenes con trajes caros pero hechos jirones y finalmente llegó a la otra acera.
En la periferia del tumulto, el ruido decrecía notablemente. Evitando los excrementos de paloma, trepó al pedestal de la estatua y se agarró a los pliegues inferiores de la ropa de Shakespeare. Luego se encaramó al brazo y el libro de bronce, y desde allí se subió a los anchos hombros del bardo.
La vista era imponente. La refriega se extendía por Central Park South y Broadway abajo. De la estación de metro de Columbus Circle, así como de las rejillas y respiraderos que bordeaban el parque, seguían saliendo mendigos. Nunca habría imaginado que hubiese tanta gente sin hogar en el mundo, y tampoco, de hecho, tantos jóvenes yuppies borrachos. Desde allí veía también a los manifestantes de mayor edad, la guardia principal de la plataforma Recuperemos Nuestra Ciudad, que se retiraban en ordenada formación hacia Amsterdam Avenue, alejándose lo más posible del tumulto e intentando desesperadamente encontrar taxis. Ante él, se formaban y desintegraban sin cesar grupos de gente vociferante. Con horrorizada fascinación, contempló los lanzamientos de objetos, las peleas a puñetazos, las batallas con palos. En el suelo yacían ya numerosas víctimas, sin conocimiento o acaso algo peor. La sangre corría entre los cascotes y cristales rotos que salpicaban la calle. A la vez, buena parte del enfrentamiento se reducía a insultos, empujones y afectados aspavientos; mucho ruido y pocas nueces. Por fin, varios destacamentos de policía antidisturbios abrían brecha en la multitud; pero no eran suficientes, y la algarada se desplazaba gradualmente hacia el parque, donde sería más difícil controlarla. ¿Dónde se ha metido el resto de la policía?, volvió a preguntarse Smithback.
Pese a su horror y aversión, una parte de él experimentaba una sensación de euforia: ¡Qué artículo saldría de todo aquello! Aguzó la vista en la oscuridad, intentando retener las imágenes en su memoria, redactando ya mentalmente el encabezamiento de la crónica. La turba de mendigos parecía ganar terreno, gritando con justificada ira y obligando a retroceder hacia el parque a los manifestantes. Aunque sin duda muchos de los topos se hallaban debilitados por sus precarias vidas, era evidente que conocían mucho mejor las tácticas de la reyerta callejera que sus adversarios. Varias cámaras de televisión habían quedado destrozadas en el tumulto, y las restantes unidades móviles, sus focos brillando en la oscuridad, se habían agrupado en una defensiva falange. Otros, subidos a los tejados de los edificios próximos y provistos de teleobjetivos, envolvían a los alborotadores en un misterioso resplandor blanco.
Una mancha azul en la multitud llamó su atención. Un apretado grupo de policías, con las porras en alto, se abría camino entre la muchedumbre. En el centro del grupo vio a un civil asustado con un poblado bigote y a un tipo gordo y sudoroso que reconoció en el acto. Era el capitán Waxie.
Intrigado, Smithback observó desfilar al grupo entre los alborotadores. Allí había algo extraño. Al cabo de un momento cayó en la cuenta: los policías no hacían nada para detener la lucha o controlar a la multitud. Por lo visto, se limitaban a proteger a los dos hombres situados en el centro del grupo, Waxie y el otro tipo. Por fin llegaron a la acera y corrieron hacia una de las entradas del parque. Obviamente habían acudido allí con alguna misión; se dirigían apresuradamente a algún sitio en particular.
«Pero ¿qué misión puede ser más importante que dispersar un tumulto?», pensó Smithback.
Permaneció tenso e inmóvil por unos instantes sobre los hombros de Shakespeare, atormentado por la indecisión. Luego bajó rápidamente de la estatua, rodeó la baja tapia de piedra y corrió tras el grupo, adentrándose en la envolvente oscuridad del Central Park.